El despertar

Cuando Will llegó al Tal y Llyn, sabía que debía tratar de no ser visto. No había forma de saber dónde podía encontrarse Caradog Prichard, si había ido a la granja de Idris Jones de donde ya podría haber vuelto… Will pensó en volver a la granja para confirmarlo. Se mantendría oculto tras la curva del camino en caso de que la destartalada furgoneta gris estuviera allí. Pero cambió de opinión. No quedaba demasiado tiempo. Aferró el bulto con más fuerza y continuó pedaleando. Pasó por delante del camino de Ty-Bont y llegó a la curva donde la carretera empezaba a rodear el lago.

El Tal y Llyn se extendía ante él, rizado por el viento que durante todo el día había arrastrado pesados cúmulos de nubes errantes a través del cielo. Verdes a causa de la hierba y tostadas por los helechos, las montañas se elevaban desde sus orillas en ambos lados. El obscuro lago ocupaba el valle hasta su punto más lejano, donde las montañas se encontraban en una gran V para formar el paso del Tal y Llyn. Will observó el agua rizada.

El fuego en las montañas dará con el arpa de oro,

Tañida para despertar a los Durmientes, los más antiguos de…

¿Dónde debía tocarse y cuándo? Allí no, en la desprotegida carretera del valle… Tomó el camino de la izquierda y pedaleó hacia la cara del valle donde comenzaba la ladera obscura del Cader Idris, que se alzaba sobre las suaves colinas verdes como un muro con el cielo como techo. Era la ladera que su amo, el Rey Gris, había sacudido para lanzar a Will hacia el lago. No obstante, el instinto de los Ancestrales conducía a Will a luchar contra él, a hacerse con la fortaleza del enemigo, a desafiar deliberadamente la furiosa fuerza que intentaba detenerlo. «Cuanto mayores sean las dificultades —pensó—, mayor será la victoria».

Comenzó a sentir un sordo zumbido en sus oídos a medida que avanzaba con el bulto del arpa bajo el brazo. Cada vez más cerca, las montañas se cernían sobre él. Pronto la carretera se alejaría en una curva. Para permanecer cerca del lago tendría que desmontar y subir para atravesar los campos y la ladera rocosa. Así llegaría a un lugar aislado por encima del lago. Sabía que allí era a donde debía llegar.

De súbito, Caradog Prichard apareció en la carretera enfrente de él. Agarró el manillar de la bicicleta de manera que Will cayó hacia un lado y se golpeó dolorosamente contra el suelo.

Mientras se levantaba, aferró el arpa con el brazo, que ahora le dolía aún más. Will no sintió rabia o miedo, sino una profunda irritación. ¡Prichard, siempre Prichard! Mientras el Rey Gris se cernía extremadamente amenazador sobre la Luz, Prichard, igual que un ratón que no para de chillar, tenía que entrometerse para arrastrar a Will hacia las insignificantes confrontaciones y rabietas de un hombre común. Miró fijamente a Caradog Prichard con un mudo desdén que el hombre no tuvo la suficiente capacidad de reconocer como peligroso.

—¿Adonde vas, inglés? —preguntó Prichard mientras mantenía sujeta la bicicleta con firmeza. Su ralo cabello rojo estaba enmarañado; sus pequeños ojos tenían un brillo extraño.

—No es, en absoluto, de su incumbencia —respondió Will, frío como un témpano de hielo.

—Esa educación, esa educación —le conminó Caradog Prichard—. Sé muy bien adonde vas, jovencito. Bran Davies y tú estáis intentando ocultar a ese maldito perro asesino de ovejas. Pero no existe lugar en el mundo donde lo podáis esconder de mí. ¿Qué es lo que llevas ahí, eh?

Con una sospecha inconsciente alargó el brazo hacia el bulto envuelto en el saco raído bajo el brazo de Will.

La reacción de Will fue más rápida de lo que su propio ojo pudo seguir. El arpa era con diferencia, con mucha diferencia, demasiado importante para exponerla a aquel riesgo insensato. Instantáneamente, se convirtió en un Ancestral que desplegaba su poder, se alzó como un pilar de luz, tenso por la furia, extendió un brazo y apuntó hacia Caradog Prichard. Pero encontró, como furibunda respuesta, una barrera de violenta resistencia proveniente del Rey Gris.

Al principio, Prichard se encogió ante él con los ojos desorbitados y la boca abierta de terror, a la espera de la aniquilación. Pero al sentirse protegido, lentamente la astucia despertó en sus ojos. Will le observó con cautela, sabía que el Brenin Llwyd tomaba el mayor de los riesgos que cualquier otro caballero de la Luz o de las Tinieblas pudiera tomar al canalizar su inmenso poder a través de un mortal que no tenía ni la más mínima idea de las apabullantes fuerzas bajo su control. El Caballero de las Tinieblas debía de estar desesperado para confiar su causa a un sirviente tan peligroso.

—Déjeme en paz, señor Prichard —ordenó Will—. No llevo el perro de John Rowlands conmigo. Ni siquiera sé dónde está.

—Sí, sí que lo sabes muchacho, y yo también. —Las palabras escapaban de Prichard más cercanas a su conciencia que la maravilla de su nuevo don—. Lo llevasteis a la granja de Jones Ty-Bont para alejarlo de mí. De ese modo podría proseguir con su mortífera empresa. Pero no os dará resultado, ni hablar, no tenéis ni una esperanza, no soy tan tonto. —Miró a Will—. Y será mejor que me digas dónde está, muchacho, dime en qué andas metido, o te las verás conmigo.

Will podía sentir la rabia del hombre y la maldad que invadía su mente como un pájaro enloquecido atrapado en una habitación sin salida. «Ah, Brenin Llwyd —pensó con tristeza—, tus poderes se merecen algo más que ser canalizados a través de alguien sin disciplina o entrenamiento, sin la inteligencia para usarlos adecuadamente…».

—Señor Prichard —dijo—, por favor, déjeme en paz. No sabe lo que está haciendo. De verdad. No quiero hacerle daño.

Caradog Prichard lo miró con atención durante un segundo con auténtica sorpresa, como un hombre un momento antes de entender un chiste, y luego rompió a reír en ahogadas carcajadas.

—¿Tú no quieres hacerme daño? Bueno, eso está muy bien, estoy encantado de oírlo, muy considerado por tu parte. Muy amable…

La luz del sol que intermitentemente había iluminado la mañana, había desaparecido. Nubes grises iban engordando en el cielo, barrían el valle transportadas por el viento que rizaba el lago. Algún instinto en el fondo de la mente de Will lo alertó de súbito de la creciente obscuridad. Era como si un peso los envolviera y dio lugar a la decisión que tomó mientras las burlonas carcajadas de Caradog Prichard estallaban sin control. Dio uno o dos pasos hacia atrás y agarró el arpa con fuerza. Entonces, entornó los ojos, llamó en silencio a los dones que lo habían convertido en un Ancestral, con todas sus fuerzas; a los hechizos que le habían permitido cabalgar sobre el viento y volar más allá del cielo y sobre el mar; al Círculo de la Luz que le había encomendado aquella empresa como última defensa contra el despertar de las Tinieblas.

Percibió un sonido parecido al murmullo del mar que provenía del calmado lago Tal y Llyn, el Llyn Mwyngil. Desde la parte más alejada de la obscura agua, se aproximaba una ola gigantesca. Se curvaba en lo alto, la blanca cima bordeada de espuma como si estuviera a punto de romper. Pero no rompió en la orilla, sino que siguió su camino sobre el agua, hacia ellos. Sobre su curvada cresta cabalgaban seis cisnes blancos que se deslizaban suavemente como sobre el cristal, con sus grandes alas extendidas tocándose con las puntas. Eran aves enormes, poderosas, sus blancas plumas brillaban como la plata bruñida incluso en la luz grisácea del cielo encapotado. A medida que se iban acercando, uno de los cisnes elevó su cabeza sobre su curvado y elegante cuello y emitió un chillido largo y lúgubre, como un aviso o un lamento.

Cada vez se acercaban más hacia la orilla, hacia Will y Caradog Prichard. La ola se cernía sobre ellos cada vez más alta; una ola verde que brillaba con una extraña luz traslúcida que parecía provenir del fondo del lago. No cabía duda de que los cisnes se abalanzarían sobre ellos y de que la ola rompería contra ellos y los arrollaría valle abajo. Todo el agua del lago se convertiría en una interminable avalancha que se llevaría hacia el mar las granjas, casas y gente que se pusieran por delante, devastando todo a su paso.

Will sabía que aquello no era cierto, pero esa era la imagen que estaba proyectando en la mente de Caradog Prichard.

El cisne blanco emitió otro pavoroso y lúgubre chillido, el grito de un alma en pena, y Caradog Prichard cayó hacia atrás con sus diminutos ojos desorbitados por el horror y la incredulidad y se agarró el cabello rojo con una mano. Abrió la boca y emitió unos extraños sonidos sin forma. Entonces, algo pareció que se apoderaba de él, y de la convulsión pasó a la helada inmovilidad; brazos y piernas quedaron atrapados en ángulos poco naturales. El aire se llenó de un impetuoso y silbante sonido que llegó tan rápido que no podía adivinarse desde qué dirección.

Pero Will, horrorizado, sabía lo que era. Tras haber aceptado la ayuda de las Tinieblas, el gales había condenado su propia mente.

Vio en los ojos de Caradog Prichard el destello de la locura, ya que la razón humana había sido barrida por el terrible poder del Rey Gris. Vio cómo su mente se agitaba igual que el cuerpo, todavía inconsciente de su posesión. La espalda de Prichard se enderezó, su nacida forma pareció hacerse más alta que antes y los hombros se encogieron como indicación de la inmensa fuerza que lo invadía. La fuerza de la magia del Brenin Llwyd estaba dentro de él y luchaba por salir. Él seguía mirando la ola que avanzaba y gritó con una voz rota algunas palabras en gales.

Los cisnes se elevaron en el aire con un chillido y se alejaron en un largo y lento batear de alas porque, de súbito, la elevada ola se desplomó arrastrada por su propio peso debido a la tremenda agitación de miles y miles de peces. Plateados, grises, verdes; obscuros y brillantes peces bullían en la superficie: percas, truchas, ondulantes anguilas y lucios de bocas sobresalientes de dientes puntiagudos y pequeños ojos demoníacos. Era como si todos los peces de todos los lagos de Gales se hubieran reunido allí en masa en el agua del Llyn Mwyngil y suavizaran su superficie en una agitada quietud. Y un hechizo tan grande había sido llevado a cabo a través de una voz y una mente humanas. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Will cuando comprendió aquella nueva treta maquiavélica del Brenin Llwyd. No habría una confrontación abierta. No volvería a ver al Rey Gris, porque en tal enfrentamiento de dos polos tan opuestos se encontraba el peligro de la aniquilación de uno de ellos. En vez de eso, Will se enfrentaría, tal como ahora lo estaba haciendo, al poder del Rey Gris canalizado a través de la mente de un hombre de sentimientos mezquinos, pero inocente: un hombre convertido en un anfitrión involuntario de las Tinieblas, totalmente vulnerable. Si la Luz tuviera que propinar un golpe final de aniquilación en aquel encuentro, las Tinieblas aún se hallarían protegidas, pero la mente del hombre sería destruida inevitablemente. Caradog Prichard, si todavía conservaba la cordura, sería conducido hacia la locura sin remedio. A no ser que Will pudiera evitar tal encuentro, no podría hacer nada por él. El Rey Gris usaba a Prichard como un escudo y sabía que no sufriría daño alguno aunque el escudo fuera destruido.

—¡Caradog Prichard! ¡Deténgase! ¡Déjenos solos! ¡Por su propio bien, déjenos solos! —gritó Will angustiado, apenas consciente de que gritaba.

Pero no había nada que él pudiera hacer. La velocidad que tomaban los acontecimientos ya era demasiado grande, como una rueda que rodara cada vez más deprisa cuesta abajo. Caradog Prichard observó con gozo infantil el lago de agitados peces; se frotó las manos mientras hablaba tranquilamente para sí mismo en gales. Miró a Will y rió tontamente. No paró de hablar, pero cambió al inglés. Las palabras escapaban como en una conversación sin sentido, muy rápidas.

—Mira esas insignificantes criaturas, miles y miles de ellas, todas nuestras y bajo nuestras órdenes. Demasiados contrincantes para seis cisnes, ¿eh, dewin bach? Ah, no sabes con lo que te enfrentas, ya hemos soportado bastantes tonterías, mis amigos y yo, es hora de que me digas dónde está el perro, el perro, porque hagas lo que hagas para apartarnos no servirá de nada. De nada. Así que quiero al perro ahora mismo, inglés, dime dónde puedo encontrar al perro. Tengo la escopeta esperándole en el coche y ya no habrá más perros asesinos de ovejas en el valle. Yo me encargaré de eso.

Miraba a Will; sus diminutos ojos se disparaban arriba y abajo como pequeños peces, y de súbito, una vez más, su mirada se detuvo en el arpa envuelta en el saco.

—Pero primero querría saber qué es lo que realmente llevas bajo el brazo, muchacho, así que si quieres que nos vayamos será mejor que nos lo enseñes.

Volvió a reír tontamente tropezando en las últimas palabras, y Will supo que ya no tendría oportunidad de alcanzar la otra cara de la montaña, el lugar donde hubiera sido más seguro y adecuado tocar el arpa. Dio unos pasos hacia atrás, despacio, en un suave movimiento, pensado para que Caradog Prichard no se alarmara, y cuando la precaución nació demasiado tarde en los brillantes ojos del granjero, sacó el arpa de su cubierta, la sostuvo curvada en un brazo como había visto hacer a Bran y pasó los dedos de la otra mano sobre las cuerdas.

Y el mundo cambió.

A medida que la tarde fue avanzando, el cielo gris se había ido cubriendo de nubes cargadas de lluvia. Pero cuando las melodiosas notas de dolorosa dulzura fluyeron en el aire extraídas de la pequeña arpa, un extraño brillo pareció comenzar a iluminar el lago muy sutilmente, las nubes y el cielo, la montaña y el valle, los helechos y la hierba. Los colores se hicieron más intensos; los lugares obscuros, más profundos y secretos. Toda vista y sentimiento se hizo más vivido y pronunciado. Los peces que cubrían la agitada superficie del lago comenzaron a cambiar; irradiaban plata, pez tras pez saltaban en el aire y volvían a caer, hasta que el lago ya no pareció cargado con el peso de criaturas perezosas, sino vivo y danzante con brillantes vetas de luz plateada.

Y desde el cielo, desde el extremo del valle que daba al mar, en dirección hacia el lago, se elevó otro sonido sobre los dulces arpegios que fluían del arpa mientras Will rasgueaba suavemente sus cuerdas. Se oyó un áspero grito, como el de los chillidos de las gaviotas. Las extrañas, elípticas y negras formas de los cormoranes llegaron volando en grupo y por parejas, sin formación alguna, y se abalanzaron sobre el lago; veinte o treinta de ellos, más de los que Will había visto nunca volar juntos. Los reyes de los pájaros pescadores del mar, normalmente nunca se veían lejos del mar, de sus acantilados y sus riscos. Planearon a ras de la superficie del Llyn Mwyngil y comenzaron a atrapar a los peces voladores. Will recordó de súbito las historias de Bran acerca de que el cerro de las Aves, el Craig yr Aderyn, es el único lugar en el mundo donde se sabe que los cormoranes se reúnen y construyen sus nidos en tierra, porque, en la tierra del Rey Gris, la costa no tiene acantilados rocosos para tales construcciones, solo arena, playas y dunas.

Se abalanzaron sobre el lago. Los peces saltaban, lanzaban destellos; los cormoranes los atrapaban, se elevaban de nuevo y volvían a lanzarse sobre los peces. Caradog Prichard emitió un lamento de enfado como el de un niño contrariado. La extraña luz brillaba a través del valle. Los dedos de Will seguían danzando sobre el arpa, y la música fluía firme y clara como el agua de un manantial. Se encontraba atrapado por una tensión que hormigueaba a través de él como la electricidad, una intensa anticipación de maravillas desconocidas. Se sentía tan tenso que se le pusieron los pelos de punta. Y de súbito, los peces desaparecieron, la superficie del lago volvió de nuevo a su tranquilidad, como un espejo obscuro, y todos los cormoranes se alzaron en una nube y giraron, chillaron y desaparecieron más allá del largo y ancho valle del cerro de las Aves. Y a través de la luminiscencia que mantenía el valle suspendido en una luz vespertina como la del claro de luna, Will divisó seis figuras que tomaban forma.

Eran hombres a caballo. Venían de las montañas, de las laderas más bajas del Cader Idris que se elevaban desde el lago hasta la fortaleza del Rey Gris. Eran brillantes figuras gris plateado que montaban caballos del mismo extraño color. Cabalgaban sobre el lago sin tocar el agua, sin emitir sonido alguno. La música del arpa los envolvía y, a medida que se acercaban, Will observó que sonreían. Llevaban túnicas y capas. Cada uno llevaba una espada colgada a un lado. Dos iban encapuchados. Otro llevaba un aro sobre la cabeza, el brillante aro de la nobleza, aunque no la corona de un rey. Se volvió hacia Will, a medida que el fantasmagórico grupo se acercaba, e inclinó su sonriente rostro a modo de saludo. La música que fluía del arpa que Will sostenía entre las manos se expandía como el sonido de una campana a través del valle. Will inclinó su cabeza en un sobrio saludo de respuesta, pero no paró de tocar.

Los jinetes sobrepasaron a Caradog Prichard, que miraba boquiabierto el lago buscando los maravillosos peces desaparecidos. Claramente no veía nada más.

«Tiene el poder del Rey Gris —pensó Will—, pero no los ojos…».

Entonces, los jinetes giraron bruscamente hacia la ladera de la montaña y, antes de que Will pudiera adivinar lo que pasaba, vio que Bran se encontraba allí, en la ladera, a medio camino, sobre las rocas resbaladizas, cerca del saliente que había parado su propia caída aquel mismo día. El negro perro pastor Pen estaba a su lado y, tras ellos, avanzaba ladera arriba con dificultad Owen Davies, abatido y cansado, con la misma inexpresividad de Caradog Prichard en su rostro. Los hombres normales no podían ver cabalgar a los Durmientes, tras despertar de sus largos siglos de reposo, hacia el rescate del mundo, contra el despertar de las Tinieblas.

Pero Bran los podía ver.

Permaneció observando a los Durmientes mientras su pálido rostro brillaba de gozo. Alzó una mano en dirección a Will y abrió ambos brazos en señal de admiración por la ejecución del arpa. Por un instante no pareció más que un sencillo muchacho, maravillado por una vista espectacular. Pero solo por un instante. Los seis jinetes, que despedían brillos gris plateado sobre sus grises plateadas monturas, dieron media vuelta tras su líder y se detuvieron alineados frente al saliente de la colina donde Bran se encontraba. Uno a uno desenvainaron su espada y la sostuvieron recta ante su rostro a modo de saludo, besaron el plano de su hoja en homenaje a un rey. Y Bran permanecía allí, esbelto y erguido como un árbol joven; su pelo blanco brillaba como la plata, e inclinó su cabeza, gravemente, hacia ellos con la silenciosa arrogancia de un rey concediendo un favor.

Entonces, volvieron a envainar las espadas, dieron media vuelta y los caballos grises plateados corcovearon en el cielo. Los Durmientes, despertados y cabalgando, se elevaron sobre el lago y desaparecieron en la lontananza tras la penumbra del paso del Tal y Llyn y más allá. Y ya no se los vio más.

Will detuvo sus dedos sobre el arpa de oro y su delicada melodía se extinguió. Solo se distinguía el susurro del viento. Se sentía exhausto, como si hubiera perdido todas las fuerzas. Por primera vez recordó que no solo era un Ancestral, sino también un convaleciente, todavía débil por la larga enfermedad que lo había enviado a Gales.

Súbitamente recordó lo que John Rowlands había dicho sobre la frialdad del corazón de la Luz, y se dio cuenta de qué es lo que le había provocado aquella repentina y severa enfermedad. Pero solo fue durante un momento. Para un Ancestral aquellas cosas no tenían importancia.

De repente fue empujado a un lado y una rápida y ruda mano le arrebató el arpa de su abrazo. El poder del Rey Gris parecía haber abandonado a Caradog Prichard, pero ya no era lo que había sido antes de llegar.

—Así que entonces se trata de esto —murmuró Prichard con voz poco clara—. Una maldita arpa, una menudencia de oro como la que ella tocaba.

—Devuélvamela —exigió Will. Pero hizo una pausa—. ¿Ella?

—Es un arpa galesa, inglés, y antigua. —Prichard la miraba fijamente mientras la estudiaba—. ¿Qué hacía en tus manos? No tienes derecho a tocar un arpa galesa.

Observó con rabia a Will.

—Vete a casa. Vuelve al sitio de donde vienes. Métete en tus asuntos.

—El arpa ha cumplido su cometido —respondió Will—. ¿Qué ha querido decir con: «como la que ella tocaba»?

—Métete en tus asuntos —repitió Prichard con violencia—. Hace mucho tiempo de eso y no tiene nada que ver contigo.

De soslayo, Will alcanzó a ver que Owen Davies se había unido a Bran en lo alto de la colina y que Pen revoloteaba sin descanso entre los dos. Desesperado, trató de conminar a Bran para que se marchara, que quedara fuera de la vista; no podía entender por qué se quedaba allí, a cielo abierto, donde una mirada casual de Caradog Prichard los podía descubrir.

«¡Muévete! —gritó en silencio—. ¡Vete!».

Pero era demasiado tarde. Algo, quizá el nervioso correteo del perro pastor, había llamado la atención de Prichard, quien miró medio conscientemente hacia la montaña y se quedó helado.

Cada instante de aquel momento comenzó a marcarse a fuego dentro del cerebro de Will, para así poder sentir más adelante el fugaz sentimiento de desastre inminente y ver como una nítida fotografía el cielo gris encapotado, la montaña que se alzaba, el rizado obscuro lago, las desconcertantes motas de color provocadas por un chico de cabello blanco y un hombre de llameante cabello rojo. Y sobre todo ello el extraño brillo de una luz como la luminosa advertencia que pende sobre el horizonte antes de una terrible tormenta. Caradog Prichard volvió hacia él un rostro marcado por una violenta mezcla de rabia, reproche y dolor, y en el centro de todas aquellas emociones la persistente presencia del odio y la urgencia de devolver el daño. Miró a Will a los ojos, echó el brazo hacia atrás para coger impulso y arrojó el arpa de oro al lago. Los rizos del agua obscura formaron círculos y luego volvieron a recuperar su inmovilidad.

Entonces Prichard echó a correr, ligero como un muchacho, se lanzó montaña arriba hacia Bran, que los observaba allí de pie como una mascarón de proa, con Pen. En el último momento, antes de llegar a la ladera, se dirigió hacia la carretera llena de curvas que conducía valle abajo. Will vio que había dejado la pequeña furgoneta gris allí, en la carretera, y que corría hacia ella con una velocidad desesperada.

En ese preciso instante entendió para qué y le lanzó un hechizo de protección para apartarlo de la protección del Rey Gris que el granjero, sin saberlo, todavía llevaba consigo. Caradog Prichard alcanzó la furgoneta, abrió las puertas traseras de un tirón y extrajo la escopetadla misma con la que había disparado al perro de Bran, Cafall. Con rapidez, la amartilló, dio la vuelta y comenzó a caminar, con determinación, hacia el muchacho y el perro sobre la colina. No había necesidad de correr. No tenían ningún refugio hacia el que pudieran correr. Will clavó las uñas en las palmas de sus manos y buscó en su mente una defensa eficaz. Entonces oyó el sonido de un ruidoso coche.

El Land-Rover avanzaba a una velocidad asombrosa por el camino de la granja de Ty-Bont y giró en la curva que llevaba al lago. John Rowlands debía de haberse percatado instantáneamente de Prichard, su furgoneta y su arma, porque el pesado y pequeño coche realizó una brusca parada antes de que la desgarbada figura de John Rowlands saliera de él. Se irguió y se enfrentó a Caradog Prichard, entre el muchacho y el perro de la colina.

—Caradog —dijo—. Aquí no hay ninguna oveja con la garganta abierta. No tienes derecho, y no hay necesidad de ello.

—¡Hay una oveja muerta ahí arriba! —la voz de Prichard se hizo aguda y peligrosa. Will vio que allí arriba, en el saliente, el montón blanco que formaba el cuerpo de la oveja atacada por el milgwn era visible desde donde estaban. Descubrió por qué el Rey Gris se había asegurado de que sus milgwn la llevaran hasta aquel lugar.

—Esa es una oveja de Pentref, de las que se cobijan en Clwyd durante el invierno —contestó John Rowlands.

—Vaya, qué conveniente —contestó Prichard con mofa.

—Te lo demostraré. Ven y lo verás.

—¿Y qué si así fuera? Aun así, sigue siendo ese perro tuyo el que asesina a las ovejas bajo tu responsabilidad, ¿no? ¿Qué es lo que pasa contigo, Rowlands, para que todavía lo protejas? —Su cara brillaba de sudor y rabia. Prichard alzó la escopeta para apoyarla en su cintura y miró hacia la colina.

—No —insistió John Rowlands tras él con voz grave.

Algo en Caradog Prichard se rompió y dio media vuelta para enfrentarse a Rowlands con la escopeta aún apuntándole. El tono de su voz se hizo aún más tenso, como un cable a punto de romperse.

—Siempre metiendo las narices donde no te llaman John Rowlands. Intentando detenerme, igual que me detuviste aquella vez. No lo deberías haber hecho; le habría dado una lección y le habría vencido, y entonces ella se hubiera venido conmigo. Se hubiera venido conmigo si tú no te hubieras entrometido.

Sus manos estaban blancas donde agarraban la escopeta. Disparaba las palabras tan rápido que unas pisaban a las otras. John Rowlands permaneció mudo de asombro mientras le miraba, y Will vio que la comprensión gradualmente sustituía a la sorpresa en el curtido y amable rostro, a medida que se daba cuenta de lo que Prichard estaba diciendo.

Pero, antes de poder responder, la voz de Owen Davies se dejó oír por sorpresa, alta y clara, desde lo alto de la colina, como el tañido de una campana:

—No, ni hablar, ella no se hubiera ido contigo, Caradog. Nunca. Y tú no hubieras ganado aquella pelea ni en un millón de años, y tuviste suerte de que John Rowlands nos separara. Yo no sabía lo que hacía, pero te hubiera matado si hubiera podido por haber herido a mi Giny.

—¿Tu Giny? —escupió Prichard—. ¡La Giny de cualquiera! Aquello estaba más claro que el agua. ¿Por qué otra razón hubiera elegido a un tipo como tú, Owen Davies? Era una hermosa criatura de las montañas, con el rostro de una flor y con unos dedos que extraían de la pequeña arpa que llevaba consigo una música como nunca antes se haya oído… —Por un momento se distinguió una terrible ternura en su voz. Pero, casi al mismo tiempo, el torturado y medio enloquecido rostro se retorció de maldad. Miró la blanca cabeza de Bran. Y ese hijo bastardo, que has mantenido todos estos años para atormentarme, para recordármelo, tampoco tú tenías derecho alguno sobre él, yo podría haber cuidado de ella y de su hijo mejor que tú…

—¿Y entonces le habría disparado a Cafall, señor Prichard? —preguntó Bran con una voz aguda y remota que semejaba provenir de un pasado tan lejano que le provocó un escalofrío a Will.

—Ese perro ni siquiera era tuyo —contestó con rudeza Prichard—. Era un perro pastor de tu padre.

—Desde luego —contestó Bran con la misma voz clara y distante—. Por supuesto. Mi padre tenía un perro llamado Cafall.

La sangre de Will se heló en sus venas porque sabía que el Cafall del que Bran hablaba no era el Cafall al que habían disparado, y el padre tampoco era Owen Davies. Así que Bran, el Pendragón, conocía su verdadera, magnífica y terrible herencia. Y entonces, un último y repentino asombro tomó forma en la mente de Will. Tuvo que ser Owen Davies quien diera al perro muerto su nombre, porque Bran había dicho que tuvieron a Cafall cuando él mismo era solo un niño pequeño.

¿Por qué había Owen Davies llamado al perro de su hijo igual que el perro del gran rey?

Sus ojos parpadearon mientras observaba la delgada y poco atractiva figura de Owen Davies y vio que el hombre le devolvía la mirada.

—Sí —dijo Davies—. Lo sé. Intenté no creerlo, pero siempre lo he sabido. Ella vino del Cader Idris y esa es la Silla de Arturo, en inglés. Ella vino con el hijo de Arturo desde el pasado porque una vez traicionó al rey, su señor, y tenía miedo de que renegara de su propio hijo como consecuencia de aquello. Gracias a un hechizo del dewin trajo al niño al futuro, lo alejó de sus problemas, el futuro que es el tiempo presente para nosotros. Y lo dejó aquí. Y quizá, quizá no hubiera vuelto al pasado si ese loco de ahí no se hubiera entrometido, no hubiera oído el arpa, no hubiera deseado a mi Ginebra y hubiera tratado de llevársela.

Dirigió una fría mirada a Caradog Prichard. Con un rugido de rabia, Prichard se llevó la escopeta al hombro, pero John Rowlands alargó con rapidez un brazo y se la arrancó antes de que su dedo pudiera llegar al gatillo. Prichard gritó enfurecido, le empujó con fuerza y saltó hacia delante. Trepó con furia venenosa hacia el saliente donde Bran y Owen Davies se encontraban.

Bran se dirigió hacia Davies, le rodeó la cintura con un brazo y se mantuvo cerca. Era la primera muestra de afecto entre ellos dos que Will había visto. Una asombrada y tierna sorpresa amaneció en el ajado rostro de Owen Davies cuando bajó la mirada hacia la blanca cabeza del chico y los dos se quedaron allí, a la espera.

Prichard trepaba hacia ellos con odio en los ojos. Pero John Rowlands le seguía de cerca. Apartó la escopeta de Prichard, le golpeó en un costado y le agarró con la fuerza de un hombre mucho más joven. Lucharon con frenesí, pero, sabiéndose en inferioridad, Caradog Prichard echó la cabeza hacia atrás y emitió un horrible grito de locura al tiempo que el control de las Tinieblas renunciaba a él y su mente se abandonaba a la ruina en la que iba a permanecer. Después de que los Durmientes cabalgaran y con la última esperanza de dañar a Bran perdida, el Rey Gris dio por acabada su batalla.

El eco del grito de Prichard se convirtió en un aullido largo y ululante que atravesó las montañas; se elevaba, caía, se elevaba, rebotaba de pico en pico, mientras los poderes de las Tinieblas desaparecían para siempre del Cader Idris, del valle de Dysynni y del Tal y Llyn. Frío como la muerte, angustiado por la pérdida infinita, se extinguió y, aun así, parecía suspendido en el aire.

Se quedaron helados, paralizados por el horror.

La niebla que los hombres llaman el aliento del Rey Gris llegó arrastrándose por el paso hacia las laderas de las montañas, ondulante, escurridiza y serpenteante; ocultaba todo a su paso hasta que consiguió aislar a cada uno de ellos del resto. Un susurro frenético provino de la niebla, pero solo Will vio las enormes formas grises de los fantasmagóricos zorros, los milgwn del Brenin Llwyd que se precipitaban montaña abajo y desaparecían en el lago obscuro.

La niebla se cerró sobre el Llyn Mwyngil, el lago Alegre, y el valle se sumió en un frío silencio, excepto por el distante y errante balido de una oveja, como el eco de la voz de un hombre repitiendo el nombre de una mujer, a lo lejos.