Solo, con el perro pastor inmovilizado, Bran se dirigió de nuevo a la pila de escombros en el rincón de la estancia y observó la piedra espía. Tan pequeña, tan normal; era como cualquier otro guijarro de cuarzo blanco desperdigado por el terreno. Se inclinó de nuevo para intentar cogerlo y sintió el mismo estremecimiento de incredulidad cuando no la pudo mover. Igual que la espantosa postura en la que Pen se encontraba. Veía lo imposible.
Se preguntó por qué no sentía miedo. Quizá era porque parte de su mente todavía creía que aquellas cosas no eran posibles, aun cuando las veía claramente. ¿Qué podía hacerle un guijarro? Se dirigió hacia la entrada de la casa y miró hacia el valle, hacia el cerro de las Aves. El Craig era difícil de distinguir desde allí, una joroba obscura e insignificante, empequeñecida por la cima de la montaña posterior. Incluso aquello parecía imposible, había penetrado en las entrañas de la roca y en una caverna encantada había encontrado a tres Caballeros de la Gran Magia… Bran tuvo una repentina visión de la figura de barba con la capa azul turquesa, de la mirada del rostro encapuchado que sostenía la suya, y experimentó una calidez extraña y urgente al recordarlo. Nunca olvidaría la figura, sin duda la mayor de las tres. Había algo inusual y cercano en él. Incluso conocía a Cafall.
Cafall.
«No temas, muchacho. La Gran Magia nunca te arrebatará a tu perro… Solo las criaturas de la Tierra arrebatan lo de los demás. Todas las criaturas, pero los hombres en especial. Arrebatan la vida… Cuídate de tu propia raza, Bran Davies…, ellos son los únicos que al final podrán hacerte daño…».
El dolor por la pérdida, que Bran había comenzado a aprender a esconder, le golpeó de nuevo como una maza. Como un torrente, su mente se vio invadida de imágenes de Cafall cuando era cachorro de pasos inseguros; Cafall siguiéndole a la escuela; Cafall aprendiendo los signos y las órdenes de un perro pastor; Cafall mojado por la lluvia, con el largo pelo pegado al cuerpo, dividido por una raya a lo largo del lomo; Cafall corriendo; Cafall bebiendo en un arroyo; Cafall dormido con el morro húmedo apoyado en el pie de Bran.
Cafall muerto.
Entonces pensó en Will. Era culpa de Will. Si Will no lo hubiera llevado a…
—No —exclamó Bran de repente. Dio media vuelta y se enfrentó a la piedra espía. ¿Estaba intentando manipular su mente para ponerlo en contra de Will y así dividirlos? Will había dicho, después de todo, que las Tinieblas podría intentar alcanzarle de la forma en que menos se esperara. Era aquella, sin duda. Habían intentado influenciarle sutilmente para que se revolviera contra Will. Bran se sintió orgulloso de sí mismo por haberse dado cuenta a tiempo.
—Puedes ahorrártelo —se dirigió con sorna a la piedra—. No te va a funcionar, ¿no lo ves?
Volvió la vista hacia la entrada y miró hacia las colinas. Dejó que sus recuerdos se centraran en Cafall. Era difícil alejarse de la última imagen, la peor, aunque la más preciada porque era la más cercana. Volvió a oír el disparo y la manera en que el eco había rebotado por todo el patio. Oyó cómo su padre le decía, mientras Cafall moría desangrado y Caradog Prichard sonreía por el éxito: «Cafall fue directo a las ovejas, no hay duda… No puedo asegurarte que no le hubiera disparado en el lugar de Caradog. Era lo mejor…».
«Lo mejor, lo mejor». Su padre estaba tan seguro de todo siempre, de lo que era correcto y lo incorrecto. Su padre y todos los amigos de la capilla de su padre, y la mayoría de todos los pastores seguros de su predicación sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal, y de la manera correcta de vivir. Para Bran era una disciplina a seguir: capilla dos veces los domingos, escuchar y sentarse callado sin juguetear con nada, y no cometer los pecados que la Biblia prohíbe. Para su padre era algo más: reuniones para rezar, a veces dos veces a la semana, y siempre la necesidad de comportarse de la manera en que la gente espera que un diácono se comporte. No tenían nada de malo ni la capilla ni nada de aquello, pero Bran sabía que su padre daba más de él mismo que cualquier otro miembro de la congregación que hubiera conocido. Era un hombre que soportaba una pesada carga, de rostro angustiado y hombros caídos, hundidos por un sentimiento de culpabilidad que Bran nunca había sido capaz de explicarse. No existía diversión alguna en sus vidas; la interminable penitencia sin sentido de su padre no lo permitía. A Bran nunca se le había permitido ir al cine de Tywyn, y los domingos solo podía ir a la capilla o a pasear por las colinas. Su padre no era partidario de dejarle ir a los conciertos y las obras de teatro de la escuela. Incluso le había llevado a John Rowlands su tiempo persuadirle para que dejara a Bran tocar el arpa en concursos en eisteddfodau. Era como si Owen Davies los mantuviera a ambos, a sí mismo y a Bran, encerrados en una pequeña caja en el valle, aislados y solitarios, alejados del contacto con todas las cosas brillantes de la vida, como si estuvieran condenados a una vida en reclusión.
«No es justo. Todo lo que tenía era Cafall, y ahora incluso él se ha ido…», pensaba Bran. Sentía que el dolor le atenazaba la garganta, pero tragó saliva y apretó los dientes, decidido a no llorar. En cambio, la rabia y el resentimiento se abrieron paso a través de su mente. ¿Qué derecho tenía su padre para hacer que todo fuera tan solemne? No eran diferentes del resto…
«Pero eso no está bien —le decía una vocecita en su cabeza—. Eres diferente. Eres el monstruo de cabello blanco y piel pálida que no se tuesta con el sol, de ojos que no pueden soportar la luz brillante. Blanquito, así te llaman en el colegio, y Rostro Pálido, y hay un chico de lo alto del valle que hace el viejo signo contra el mal de ojo en tu dirección cuando piensa que no le estás mirando. No les gustas. Bueno, eres diferente, de acuerdo. Tu padre y tu cara te han hecho sentir diferente toda la vida. Seguirías siendo un monstruo aunque intentaras teñirte el pelo o la piel».
Bran daba grandes zancadas arriba y abajo por la estancia, furioso y a la vez confundido. Golpeó la puerta con una de las manos. Sentía la cabeza, a punto de estallar. Había olvidado la piedra espía. No se le ocurrió pensar que aquella obsesión también podía ser provocada por las malas artes de las Tinieblas. Todo parecía haber desaparecido del mundo a excepción de la resentida furia contra su padre que invadía su mente.
Y entonces, tras la desvencijada puerta delantera de la casa, se oyeron los frenos y el chirrido de un coche que se detenía. Bran alzó la vista justo a tiempo para ver a su padre bajar del Land-Rover y dirigirse a grandes zancadas hacia la casa.
Permaneció de pie; su cabeza retumbaba de rabia y sorpresa. Owen Davies empujó la puerta y se lo quedó mirando.
—Pensé que estarías aquí —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Bran con brusquedad.
Su padre hizo un extraño movimiento esquivo con la cabeza, uno de sus familiares gestos nerviosos.
—Will estaba en la granja, iba a coger algo, y me dijo que estabais por aquí, en algún sitio… Pronto estará aquí.
—¿Por qué has venido? —Bran estaba de pie, tenso—. ¿Te hizo pensar Will que algo iba mal?
—Ah, no, no —se apresuró a contestar Owen Davies.
—Bueno, entonces, ¿qué…?
Pero su padre había visto a Pen. Se quedó paralizado.
—Hay algo que no anda bien, ¿verdad? —dijo con suavidad.
Bran abrió la boca y la volvió a cerrar.
Owen Davies avanzó por la estancia y se agachó junto al indefenso perro pastor.
—¿Cómo se ha hecho esto? ¿De una caída? Nunca he visto a un animal así… —Acarició la cabeza del perro y pasó la mano a lo largo de las patas; luego intentó mover una de ellas. Pen emitió un gemido casi inaudible y entornó los ojos. La pata no se movió. No estaba rígida o tensa, simplemente estaba pegada a la tierra, como la piedra espía. El padre de Bran lo intentó con el resto de las patas y no pudo moverlas ni un centímetro. Se levantó y retrocedió lentamente, mientras seguía mirando a Pen. Entonces alzó la cabeza para mirar a Bran y en sus ojos se reflejaba una mezcla de miedo terrible y acusación.
—¿Qué has estado haciendo, muchacho?
—Es el poder del Brenin Llwyd —respondió Bran.
—¡Tonterías! —cortó Owen Davies secamente—. ¡Ridículas supersticiones! No voy a permitir que creas esas viejas historias paganas como si fueran verdad.
—Muy bien, papá —respondió Bran—. Entonces es una ridícula superstición que no puedas mover al perro.
—Es una especie de agarrotamiento de las articulaciones —explicó su padre mirando a Pen—. Me parece que se ha roto la espalda y los nervios y los músculos se han tensado. —Pero no había convicción en su voz.
—No le pasa nada. No está herido. Está así porque…-Bran sintió súbitamente que sería ir demasiado lejos contarle a su padre lo de la piedra. Decidió proseguir por otro camino. —Es la maldad del Brenin Llwyd. A causa de sus engaños, Cafall está muerto cuando no lo tendría que estar y ahora está intentando ponérselo fácil al loco de Caradog Prichard para que mate a Pen de la misma manera.
—¡Bran! ¡Bran! —La voz de su padre sonaba aguda por la agitación—. No debes dejarte afectar de esa manera por la muerte de Cafall. No se pudo hacer nada, bachgen, se volvió un cazador de ovejas y no se pudo hacer nada por él. Un perro asesino no puede seguir vivo.
—No era un perro asesino, papá —protestó Bran intentando evitar que su voz temblara—, y no sabes de lo que estás hablando. Porque, si lo supieras, ¿por qué no puedes mover a Pen ni un centímetro de donde yace? Es el Brenin Llwyd, tal como lo oyes, y no hay nada que tú puedas hacer.
Supo ver en los hundidos ojos de Owen Davies que comprendía que aquella era la verdad.
—Debí haberlo sabido —musitó su padre tristemente—. Cuando te encontré aquí, en este lugar, debí haber sabido que estas cosas estaban sucediendo.
—¿Qué quieres decir? —Bran le miraba fijamente.
—De todos los sitios posibles. La sangre llama, dicen. La sangre llama. Ella vino aquí desde las montañas, desde la obscuridad a este sitio, y aquí es donde tú has venido. Aun sin saberlo, has venido aquí. Y el mal vuelve a hacer acto de presencia.
Su padre no parecía haberle oído. Tenía los ojos totalmente abiertos y parpadeaba muy rápido, mirando hacia la nada. La sospecha de lo que quería decir comenzó a dibujarse en la mente de Bran como la niebla de la tarde sobre el valle.
—Aquí. Repites aquí…
—Esta era mi casa —murmuró Owen Davies.
—No —musitó Bran—. No.
—Hace once años —prosiguió Davies—, yo vivía aquí.
—No lo sabía. Nunca lo hubiera imaginado. Ha estado vacía desde que puedo recordar. Nunca pensé en ella como en una casa. Vengo aquí de vez en cuando, cuando salgo a pasear solo. O cuando llueve. O para sentarme. A veces —tragó saliva—, a veces hago ver que es mi casa.
—Pertenece a Caradog Prichard —dijo su padre sin emoción—. Su padre la mantenía como la casa del pastor. Pero los hombres de Prichard viven ahora cerca de la granja.
—No lo sabía —insistió Bran.
Owen Davies se puso de pie al lado de Pen; bajó la vista al tiempo que los vencidos hombros.
—El poder del Brenin Llwyd, ya —continuó con amargura—. Eso fue lo que me la envió a través de las montañas y luego se la llevó de nuevo. Nada más pudo haberlo hecho. He intentado educarte como es debido, como un buen creyente, y el Brenin Llwyd siempre ha intentado llevarte a donde fue tu madre. No deberías haber venido aquí.
—Pero yo no lo sabía —insistió Bran. La rabia prendió en él con súbita beligerancia—. ¿Cómo iba a saberlo? Nunca me lo has dicho. Y no hay ningún otro sitio a donde ir, de todas formas. Nunca me dejas ir a Tywyn, ni siquiera a la piscina o a la playa con los otros después de las clases. ¿Adonde me dejas ir si no es al páramo? ¿Y cómo iba a saber que no debía venir aquí?
—Quería apartarte de todo aquello —respondió Davies desesperado—. Aquello se acabó, ya pasó, quería mantenerte alejado del pasado. Ah, nunca nos habríamos tenido que quedar aquí. Nos habríamos tenido que ir del valle.
Bran sacudió la cabeza de un lado al otro como si tratara de desembarazarse de algo. El aire de la casa parecía hacerse cada vez más opresivo, pesado, lleno de una tensión atenazadora como el anuncio de una tormenta intempestiva.
—Nunca me dijiste nada —dijo, con frialdad—. Siempre tengo que hacer lo que me dices. «Eso es lo correcto, Bran, hazlo, es por tu bien, esta es la manera en que has de comportarte». Nunca me has hablado de mi madre, nunca. No tengo madre… Bueno, no es tan raro, hay dos chicos en la escuela que tampoco la tienen. Pero yo ni siquiera sé nada de la mía. Solo que se llamaba Giny. Y que tenía el cabello obscuro y los ojos azules, pero eso solo porque la señora Rowlands me lo dijo, no tú. Tú nunca me has contado nada, excepto que se fue cuando yo era un bebé. Ni siquiera sé si está viva o muerta.
—Yo tampoco, muchacho —murmuró Owen Davies.
—¡Pero quiero saber cómo era! —La tensión golpeaba en la cabeza de Bran como un mar furioso; gritaba—: ¡Quiero saberlo! ¡Y tú tienes miedo de decírmelo porque tuvo que ser culpa tuya que se fuera! Fue culpa tuya, siempre lo he sabido. ¡La mantuviste alejada de todo el mundo igual que lo has hecho conmigo, y por eso se fue!
—No —musitó su padre.
Comenzó a caminar desesperado hacia delante y atrás por la pequeña estancia. Miró a Bran con angustia y preocupación, como si fuera un animal acorralado a punto de saltar. Bran pensó que la angustia era provocada por el miedo, no sabía de nada más que le pudiera sugerir alguna otra cosa.
—Eres joven, Bran. —Owen Davies prosiguió, pisando las palabras—. Has de entender que siempre he tratado de hacer lo correcto, de decirte solo lo que es correcto decir. De no decirte nada que pudiera ser peligroso para ti…
—¡Peligroso! —le interrumpió Bran con desprecio—. ¿Cómo puede ser peligroso el saber algo sobre mi madre?
Durante un instante, el control de Davies vaciló.
—¡Mira eso! —dijo bruscamente y señaló a Pen. El perro permanecía inmóvil, horrorosamente aplastado, como una piel puesta a secar—. ¡Mira eso! Dices que es obra del Brenin Llwyd… ¿y me preguntas cómo podría ser peligroso?
—¡Mi madre no tiene nada que ver con el Brenin Llwyd! —Pero mientras oía sus propias palabras, Bran se detuvo a la expectativa.
—Eso es algo que nunca sabremos —contestó su padre, y cayó en un triste silencio.
—¿Qué quieres decir?
—Escucha. No sé adonde fue. Vino de las montañas y allí regresó al final, y ninguno de nosotros la volvió a ver nunca. —Owen Davies forzaba las palabras, una a una, con dificultad, como si cada una de ellas le hiciera daño—. Se fue por voluntad propia, nos abandonó y nadie sabe por qué. Yo no la alejé de nosotros. —Su voz se rompió de súbito—. ¡Alejarla! Por Dios, hijo, estuve como un loco allá, en esas colinas, la busqué, la busqué y no la encontré; la llamé y nunca obtuve una palabra por respuesta. Ni un solo sonido, a excepción de los pájaros cantando, las ovejas y el viento, un quejido vano en mis oídos. Y el Brenin Llwyd tras la niebla sobre el Cader y el Llyn Mwyngil escuchaban el eco de mi voz cuando la llamaba, sonreían porque sabían que nunca averiguaría adonde había ido…
La angustia de su voz era tan clara y sincera que Bran se quedó sin palabras, incapaz de decir nada.
Owen Davies le miró.
—Supongo que ha llegado el momento de contártelo —susurró—, ya que hemos empezado esto. He tenido que esperar hasta que fueras lo suficientemente mayor para que pudieras entenderlo. Soy tu padre legal, Bran, porque te adopté justo al principio. Te he tenido desde que eras un bebé y Dios sabe que soy tu padre en cuerpo y alma. Pero no soy tu padre natural. No puedo decirte quién fue tu padre real, nunca dijo una palabra sobre él. Cuando vino de las montañas, de la nada, te traía consigo. Estuvo conmigo tres días y luego se marchó para siempre. Y se llevó con ella una parte de mí. —Le tembló la voz y luego se rehizo—. Me dejó una nota.
Se sacó su raída cartera de piel del bolsillo y extrajo de un compartimiento interior un pequeño pedazo de papel. Lo desdobló con gran cuidado y se lo tendió a Bran. El papel estaba muy arrugado y era muy frágil, casi se deshacía por los dobleces. Contenía simplemente unas cuantas palabras escritas a lápiz en una extraña letra redonda: «Se llama Bran. Gracias, Owen Davies».
Bran volvió a doblar la nota, despacio y con mucho cuidado, y se la devolvió.
—Es todo lo que me dejó de sí misma, Bran —musitó su padre—. Esa nota… y a ti.
Bran no encontraba las palabras. Su cabeza estaba abarrotada de imágenes chirriantes y preguntas, una encrucijada con una docena de posibles caminos y sin indicio alguno de cuál era el correcto. Pensó, como lo había hecho miles de veces desde que fue lo suficientemente mayor, en el enigma que representaba su madre, sin rostro, sin voz, un lugar en su vida que no era más que una dolorosa ausencia. Ahora, a través de los años, le había descubierto otra ausencia: era como si tratara de llevarse también a su padre…, sin duda alguna el padre que, a pesar de sus diferencias, siempre había creído como el suyo. El resentimiento y la confusión se elevaron y se desplomaron en la mente de Bran como el viento. Pensó desconcertado: «¿Quién soy yo?». Miró a Pen, y la casa, y la piedra espía del Brenin Llwyd. Volvió a oír los amargos recuerdos de su padre: «el Brenin Llwyd tras esa niebla sobre el Cader y el Llyn Mwyngil…». Los nombres se hacían eco en su mente y no podía entender por qué. «Llyn Mwyngil, Tal y Llyn…». El estruendo estallaba en su cabeza, parecía que proviniera de la piedra.
Miró hacia la piedra. Y de nuevo, como cuando Will había estado allí, la casa pareció obscurecerse y el punto de luz azul comenzó a brillar desde el tenebroso rincón. Y en ese momento, Bran tuvo la extraña y repentina conciencia de una parte de su mente de la que no había sido consciente antes. Era como si se abriera una puerta en algún lugar dentro de él y no sabía qué podría encontrar al otro lado. Como un rayo que cruza por su conciencia, recibió una rápida avalancha de imágenes sin sentido, como un sueño mientras despiertas.
Pensó que había visto la niebla acumularse en la montaña, y en ella la alta figura enfundada en su capa azul del caballero que Will llamaba Merriman, encapuchado, con la cabeza baja y el brazo extendido apuntando hacia el valle y la casa…, la casa en la que se encontraba Bran en esos momentos. Durante un instante, Bran vio a una mujer de cabellos obscuros que ondeaban al viento, y se sintió invadido por el amor y la ternura, y por el anhelo. Casi gritó para intentar conservar aquel sentimiento antes de que se desvaneciera. Pero entonces desapareció, la niebla continuó en un remolino y, una vez más, la figura encapuchada estaba allí con la mujer; miraban hacia la casa y ella extendió sus brazos con ternura. Entonces, la figura del caballero llamado Merriman pasó su brazo bajo la capa alrededor de la mujer y ambos desaparecieron, se desvanecieron en la niebla, fuera de la vista y, también lo sabía, fuera del mundo. Solo consiguió distinguir una imagen más, a lo lejos, a través de un claro en la niebla, el agua de un lago distante que brillaba como una joya perdida.
Bran no entendía nada. Sabía que de algún modo había visto algo del pasado que concernía a su madre, pero no era suficiente. ¿Qué tenía Merriman que ver con su llegada, con su principio y su fin? Parpadeó y se dio cuenta de que de nuevo estaba mirando a su padre. Davies tenía los ojos muy abiertos de preocupación, agarraba a Bran de un brazo y le llamaba por su nombre.
Y con la nueva parte de su mente que no había descubierto con anterioridad, Bran supo de súbito que era poseedor del poder de hacer más cosas de las que normalmente hubiera podido. Olvidó todo lo que había pasado aquel día; pensó solo en la visión de su madre en la montaña sobre el titilante lago. De repente, necesitaba ir al Tal y Llyn y a las laderas del Cader Idris para averiguar si aquella nueva parte de su mente podía percibir allí algún recuerdo más. Y sabía que también podía hacer algo más. Se levantó de un salto y se dirigió al perro con una voz dura que apenas parecía suya:
—¡Tyrd yma, Pen!
El negro perro pastor abandonó la parálisis que lo mantenía medio aplastado contra el suelo y se levantó de un salto. El chico y el perro salieron corriendo y se lanzaron a través del páramo.
Owen Davies se quedó en silencio, observando durante un instante con el rostro arrugado como el de un anciano, por el miedo y la preocupación. Luego se dirigió con dificultad hacia la carretera, en dirección a la granja de Jones.
Will pedaleaba más despacio de lo que había esperado. La extraña forma del arpa, apretada contra su pecho, se le hundía en su dolorido brazo y le provocaba tal tormento que casi no podía evitar que se le cayera. Se detenía a menudo para cambiarla de posición. También existían otras razones para hacer una pausa, ya que la fuerza de la hostilidad que invadía el valle se abalanzaba sobre él como una gran mano, le apartaba del camino, le amenazaba con estrecharlo entre los dedos gigantescos y convertirlo en polvo. Con obstinación, Will siguió pedaleando. «Primero, la casa; luego, el lago». En el caos discordante que trataba de impedir que avanzara, solo los pensamientos y las imágenes más simples podían sobrevivir, mantener su forma. «Primero, la casa; luego, el lago», se encontró diciendo en voz baja. Aquellas eran las dos empresas para el arpa que, ante todo, debía llevar a cabo en las próximas dos o tres horas. La música mágica debía liberar a Pen del control de la piedra espía, en la casa, y así podría escapar de los disparos de Caradog Prichard. Era una tarea muy sencilla. Pero, más importante que otra cosa en el mundo, la música debía despertar a los Durmientes del lago Alegre, las criaturas que dormían su sueño intemporal en el Tal y Llyn…, quienes quiera o cualesquiera que esas criaturas fueran. Porque si un Caballero de las Tinieblas como el Rey Gris podía desplegar un poder tan impresionante como para invadir el valle tras siglos de susurrante sueño bajo su montaña, entonces es que las Tinieblas estaban despertando y su poder se extendía como una enorme nube que amenazaba con sepultar el mundo entero.
Al final llegó a la casa. La encontró vacía.
Will se quedó paralizado en la desnuda estancia de paredes de piedra, desconcertado y angustiado. ¿Cómo podría Pen haberse liberado del poder de la piedra espía? ¿Dónde estaba Bran? ¿Habría llegado Prichard para cazarlo, con ayuda del Rey Gris, y se los habría llevado a ambos? Imposible. Caradog Prichard era un sirviente involuntario que ignoraba sus propios lazos con el Rey Gris; solo era un hombre, con los instintos de un hombre; los peores instintos y los mejores, tristemente escondidos. ¿Dónde estaría Bran?
Atravesó la estancia. El pequeño guijarro blanco que constituía la piedra espía se encontraba exactamente en el mismo sitio, inocuo y perverso. A su alrededor, la fuerza del Rey Gris le golpeaba implacable: «Vete, déjalo, no ganarás, déjalo, vete». Will intentó utilizar con desesperación los poderes de su propia mente para averiguar lo que le había ocurrido a Bran y al perro, pero no registró nada. Pensó angustiado: «Nunca deberías haberlos dejado solos». En una especie de violento autocastigo se agachó una vez más y puso su mano sobre la pequeña y redonda piedra que sabía estaría fusionada a la tierra sin posibilidad alguna de moverla ni una pulgada.
Y la piedra espía se desprendió con la misma facilidad que lo hubiera hecho cualquier otra piedra. Rodó suelta en su palma, como si pidiera ser usada.
Will la miró. No podía creer lo que estaba viendo. ¿Qué había liberado la férrea presión de la piedra? Ninguna magia que conociera podría haber hecho tal cosa. Formaba parte de la Ley: la Luz no podía mover una piedra de las Tinieblas, ni las Tinieblas influir sobre una piedra de la Luz. Aquella rigidez sobrenatural, una vez en marcha, no podía ser liberada por nadie más que su dueño. Entonces, ¿quién podría haber roto el poder de la piedra espía del Brenin Llwyd sino el mismo Brenin Llwyd, el Rey Gris?
Will sacudió la cabeza con impaciencia. Estaba perdiendo el tiempo. Una cosa era cierta sin lugar a dudas: sin dueño, liberada de su control, la piedra espía estaba fuera de la Ley y podía ser empleada para decirle qué había pasado para llegar a encontrarse en aquel extraño estado.
Will aferró el arpa con más fuerza, sentía que no debía dejarla en el suelo, y mucho menos en aquel lugar, así que permaneció de pie en medio de la estancia con la piedra en la palma de su mano. Pronunció ciertas palabras en la Antigua Lengua y vació su mente, esperando recibir cualquier tipo de información que la piedra pudiera transmitirle. El conocimiento ni sería sencillo ni claro, lo sabía. Nunca lo era.
Llegó, mientras estaba allí con los ojos cerrados y la mente abierta, en una serie de imágenes tan rápidas que casi formaban una narración, una parte de una historia. Will vio el rostro de un hombre, duro y bello, pero arrugado, con ojos azul claro y una barba gris. Aunque las ropas eran extrañas y muy adornadas, supo quién era al instante: el rostro era el del segundo caballero de la caverna del cerro de las Aves, el caballero de la capa azul turquesa, el que había hablado con aquella particular —y extraña— familiaridad con Bran.
Se detectaba una profunda tristeza en los ojos de aquel hombre. Will vio el rostro de una mujer, de cabello obscuro y ojos azules, compungida por una terrible mezcla de pesar y culpabilidad. Y en algún sitio, con ellos, se encontraba Merriman. Entonces distinguió un lugar distinto, un edificio bajo con gruesas paredes de piedra y una cruz sobre el tejado, una iglesia o una abadía. Merriman acompañaba a la misma mujer con un bebé en los brazos. Se encontraban en un lugar elevado, en una de las Antiguas Vías. De repente, un extraño remolino de niebla, una avalancha y una ráfaga de imágenes tan rápidas que Will no las pudo seguir ni distinguir. Apenas un centelleo de la casa y un esbelto y sonriente Owen Davies con un rostro juvenil y sin arrugas. Perros, ovejas y las verdes laderas de la montaña de helechos. Una voz que gritaba: «Giny mi amor, Giny…».
Luego, con mayor nitidez, vio a Merriman, encapuchado con la capa azul obscuro, de pie con una mujer de cabellos negros sobre la ladera del valle del Dysynni, en la Vía de Cadfan. Ella lloraba en silencio; las lágrimas resbalaban brillantes por sus mejillas. Ya no llevaba nada en los brazos. Merriman extendió su mano con los dedos estirados y Will oyó, a través del silbido del viento, una música de campanas que, como un Ancestral que aprendiera las artes de los Ancestrales, había oído antes en otros lugares y tiempos. Entonces, el remolino volvió y todo fue confusión, aunque ahora sabía, por la música, que había sido testigo de un viaje a otra época anterior: el movimiento a través del Tiempo que no representaba dificultad alguna para un Ancestral o para un Caballero de las Tinieblas, aunque era imposible para los hombres excepto en sueños. En la última imagen fulgurante había visto cómo la mujer que acompañaba a Merriman se volvía, entraba de nuevo con tristeza en la abadía de piedra y desaparecía tras las gruesas paredes. Y a lo lejos, solo, en algún lugar, aunque superpuesto a la abadía como un reflejo en el vidrio que cubre una pintura, vio el rostro del caballero de la capa azul turquesa, con la corona de oro de un rey sobre la cabeza.
Y entonces Will entendió la verdadera naturaleza de Bran Davies, el niño traído desde el pasado para criarse en el futuro, y experimentó una terrible compasión por su amigo, nacido para un temible destino del cual, en aquellos momentos, todavía no tenía una clara idea. Incluso era difícil imaginar una carga de poder y responsabilidad tan apabullante. Entendió que él, Will Stanton, el último de los Ancestrales, había sido designado desde el principio para ayudar y secundar a Bran cuando llegara el momento, igual que Merriman siempre había estado al lado del egregio padre de Bran. El padre que no había sabido de la existencia de su hijo cuando este nació, y que solo ahora, después de muchos siglos, lo había conocido, como un Caballero de la Gran Magia, por primera vez… Ahora estaba bastante claro cómo había sido liberado el dominio de la piedra espía. Junto a una figura de tal rango, el poder del Rey Gris quedaba reducido a la insignificancia. Pero aquello era cierto solo si Bran sabía con certeza lo que estaba haciendo. ¿Cuánto de su soterrada e infinitamente poderosa naturaleza le había sido realmente revelado? ¿Qué había visto en la casa? ¿Qué imágenes habían cruzado por su confiada mente?
Will aferró el arpa, olvidó su dolorido brazo por la prisa, salió corriendo de la casa, saltó sobre la bicicleta y enfiló el camino hacia el Tal y Llyn. Bran no podía haber ido a ningún otro sitio. Todos los caminos debían conducir al lago y a los Durmientes. No solo estaba en juego la empresa del arpa de oro, el despertar de los Durmientes, sino un poder de la Gran Magia que podría, si no había sido reconocido y controlado, destruir no solo aquella empresa, sino también a la misma Luz.