La piedra espía

Bran se puso en pie y se sacudió el polvo y la hierba.

—¿Has pedaleado todo el camino desde Clwyd? —le miró Will, asombrado.

Bran asintió.

—Caradog Prichard llegó dando alaridos esta mañana en su camioneta, buscando a Pen. Está totalmente decidido a matarlo. Me asusté, Will. La forma en que miraba… No es un hombre. Y creo que ha estado merodeando toda la noche alrededor de John Rowlands y Pen. Estaba muy desaliñado y no iba afeitado. —Su respiración se iba haciendo cada vez más acompasada. Recogió la bicicleta—. Vamos. ¡Rápido!

—¿Adonde vamos?

—No lo sé. A cualquier parte. Lejos de él. —Remolcó la bicicleta hasta el banco que bordeaba la parte izquierda del camino y abrió la marcha a través de los arbustos y los árboles, hacia el páramo abierto que se extendía valle abajo, lejos del lago. Will le seguía detrás, con Pen a un costado.

—Pero ¿de verdad sabe que estamos aquí? No puede saberlo.

—Eso es lo que no entiendo —declaró Bran—. Estaba discutiendo con tu primo Rhys sobre dónde estaba Pen y, entonces, se detuvo bruscamente y se fue muy callado. Era como si hubiera oído algo. Entonces dijo: «Sé dónde están. Han ido al lago». Así mismo. Rhys intentó razonar con él, pero creo que no funcionó. No sé cómo, Prichard lo sabía. Estoy seguro de que está de camino a Ty-Bont. ¡Pen! ¡Aquí! —Silbó y el perro hizo una pausa y los esperó. Caminaban sobre suelo empinado, a través de helechos altos hasta la cintura, por un sinuoso sendero abierto por las ovejas.

—¿Y cómo has llegado hasta aquí antes que él? —preguntó Will.

Bran le miró por encima del hombro con una rápida sonrisa. Se había adelantado un poco en el camino mientras empujaba la bicicleta. Will observó que la desesperada figura de Bran del día anterior había sufrido una transformación.

—Caradog Prichard no debe de estar muy contento —declaró Bran solemne—. Llevaba mi navaja en el bolsillo, ya sabes. Pues resulta que pasé al lado de su furgoneta cuando no miraba, la hundí en el neumático trasero y le hice un buen jirón. Y ya que estaba en ello, también le pinché la rueda de repuesto. ¿Sabes la forma en que la lleva sujeta a un lado de la furgoneta? Mal hecho, debería llevarla dentro.

La tensión que atenazaba a Will se distendió como un muelle que salta, y comenzó a reír. Una vez que empezó, fue difícil parar. Bran hizo una pausa, sonrió y, un instante después, la sonrisa se convirtió en una risa ahogada. Poco después, ambos se agarraban el estómago con ambas manos a causa de la risa. Reían a carcajadas, se tambaleaban, se apoyaban el uno en el otro en un frenético e hilarante carcajeo ahogado, mientras Pen saltaba a su alrededor alegremente.

—Me imagino su cara —consiguió decir Will— cuando vaya a arrancar la furgoneta y ¡pufff!, la rueda pinchada, y se ponga furioso y la cambie, y comience a arrancarla de nuevo y puff…

Volvieron a desternillarse de risa.

Bran se sacó las gafas obscuras y las limpió.

—Ten en cuenta —añadió— que esto, a largo plazo, empeorará las cosas, porque sin lugar a dudas averiguará que alguien le pinchó las ruedas a propósito y eso solo le pondrá aún más furioso.

—Se lo merece —contestó Will. Recuperado el control, pero alegre, miró a Bran de soslayo con timidez—. Esto… —prosiguió—, ha sido muy amable por tu parte, dadas las circunstancias.

—Ya, bueno —musitó Bran.

Volvió a colocarse las gafas y volvió a refugiarse una vez más tras aquella impenetrabilidad. Su pelo blanco caía en mechones sobre la frente, obscurecidos por la humedad. Parecía que iba a añadir algo más, pero cambió de opinión.

—¡Vamos! —le arengó. Saltó sobre la bicicleta y comenzó a pedalear erráticamente a lo largo del ondulante sendero a través de los helechos.

—¿Adonde vamos? —Will comenzó a correr.

—¡Dios sabe!

Se lanzaron a una alegre y alocada carrera a través del valle. Subieron pendientes, salvaron depresiones, treparon a lomas, bordearon rocas erosionadas cubiertas de liquen, a través de la hierba, los helechos, el brezo y el tojo; a menudo, sobre el encharcado suelo cercano a los pequeños riachuelos que alimentaban el río; a través de los juncos y los lirios. Habían recorrido un largo camino y se habían alejado considerablemente del lago. Estaban sobre la tierra del valle principal, tierras de pasto abiertas que emergían de entre los campos arados de la granja Clwyd y la de Prichard, en las sobresalientes colinas.

De súbito Bran resbaló y se tambaleó hacia un lado. Pensando que se había caído, Will fue en su ayuda, pero Bran le agarró del brazo y apuntó con urgencia a través del páramo.

—¡Allí! ¡En la carretera! Hay una curva a lo lejos por donde puedes ver acercarse a los coches antes de que lleguen aquí… ¡Estoy casi seguro de haber visto la furgoneta de Prichard!

Will agarró a Pen del collar y observó con desespero a su alrededor.

—Hemos de escondernos… ¿detrás de aquellas rocas de allí?

—¡Espera! ¡Sé dónde estamos! Hay un lugar mejor, por aquí… ¡Vamos!

Bran volvió a tropezar. El enorme perro pastor se escurrió de las manos de Will y saltó tras él. Will corrió. Rodearon un grupo de árboles cercanos y más allá distinguieron el brillo de la pizarra gris de una pared baja en ruinas. La casa tenía un aspecto muy distinto, vista por detrás. Will no la reconoció hasta que fue demasiado tarde. Bran ya estaba dentro; había abierto de un empujón la destartalada puerta trasera antes de que pudiera prevenirle y, entonces, ya no le quedaba más remedio que seguirle.

Desnudo ante la mirada del Rey Gris, sintió que la fuerza de las Tinieblas ejercía una súbita y férrea presión sobre él, como la de una enorme mano. Se tambaleó tras el perro y el chico de pelo blanco y entró en la casa de la que el milgwn había robado la oveja herida, la casa donde Owen Davies se había peleado con Caradog Prichard por la mujer que había dado a luz y abandonado a Bran; la casa encantada, ahora más que nunca, por la perversidad de las renacientes Tinieblas.

Pero Bran, tras apoyar la bicicleta contra la pared, estaba alegre y tranquilo.

—¿No es perfecta? Es una vieja cabaña de pastor, nadie la ha usado durante años… Rápido, por aquí…, mantén la cabeza gacha…

Se agazaparon bajo la ventana; Pen se tumbó a su lado en silencio y vieron a través del agujero de bordes desgastados la pequeña furgoneta gris que pasaba a unos cincuenta metros por la carretera. Prichard conducía despacio. Pudieron verlo fisgar a través de los cristales, comprobando toda el área. Miró sin curiosidad hacia la casa y pasó de largo.

La furgoneta desapareció por la carretera en dirección al Tal y Llyn. Bran se apoyó contra la pared.

—¡Fiuuu! ¡Somos afortunados!

Pero Will no le prestaba atención. Estaba demasiado ocupado intentando defender su mente de la furiosa hostilidad del Rey Gris.

—Vámo… nos… de… aquí —consiguió decir entre dientes, mascullando las palabras lentamente.

Bran le miró, sorprendido, pero no hizo más preguntas.

—De acuerdo. Tyrd yma, Pen. —Se volvió hacia el perro y de repente su voz se hizo aguda como el viento entre los cables del telégrafo—. ¡Pen! ¿Qué ocurre? ¡Will, mírale!

El perro yacía tendido sobre el estómago con las cuatro patas estiradas hacia fuera; la cabeza le colgaba de un lado, contra el suelo. Era horrible, sobrenatural; una posición imposible para cualquier criatura viviente. Un débil silbido provenía de su garganta, pero no se movía. Era como si unas agujas invisibles lo mantuvieran clavado al suelo.

—¡Pen! —gritó Will horrorizado—. ¡Pen! —Pero no pudo levantar la cabeza del perro. El animal no estaba paralizado por una circunstancia natural. Solo un hechizo podía haberle presionado tan fuertemente contra el suelo, de tal forma que ninguna mano humana pudiera moverlo.

—¿Qué sucede? —En el rostro de Bran se apreciaba el miedo.

—Es el Brenin Llwyd —explicó Will. Su tono le pareció a Bran más grave que antes, más resonante—. Es el Brenin Llwyd, y ha olvidado el trato que hicimos cuando hablamos ayer. Ha olvidado que me dio una noche y un día.

—¡¿Has hablado con él?! —Bran oyó cómo su voz se transformaba en un susurro roto, y se agachó paralizado al lado de la ventana.

Pero Will seguía sin prestarle atención. Hablaba para él mismo con su extraña voz adulta.

—No lo ha lanzado contra mí, sino contra el perro. Entonces es indirecto, una estratagema. Me pregunto… —Se interrumpió y miró a Bran. Le apuntó con un dedo a modo de advertencia—. Puedes mirar si quieres, pero sería mejor que no lo hicieras. En todo caso, has de permanecer callado y no hacer ningún movimiento. Ni uno. —De acuerdo— convino Bran.

Le observó desde un rincón, sentado en el sucio y agrietado suelo de pizarra. Vio que Will se trasladaba al centro de la estancia para quedar de pie junto al perro horriblemente postrado.

Will se inclinó y recogió un trozo de madera de los restos que habían permanecido desperdigados por todas partes durante todos aquellos años vacíos. Lo apoyó contra el suelo enfrente de sus pies y, girando, dibujó en el suelo con la punta del palo un círculo alrededor de Pen y de él mismo. A medida que dibujaba el círculo, un anillo de llamas azules se elevaba. Cuando estuvo completado, Will se relajó y se irguió, como alguien que acaba de liberarse de un gran peso que ha estado acarreando. Alzó el palo en el aire verticalmente sobre su cabeza, de manera que tocara el bajo techo, y pronunció unas palabras en una lengua que Bran no conocía.

La casa pareció obscurecerse profundamente. Los débiles ojos de Bran tuvieron que parpadear. Solo consiguió ver el anillo azul de fuego frío y la forma fantasmagórica de Will en el centro. Pero entonces se percató de que otra luz comenzaba a refulgir en la habitación: un pequeño centelleo azul en algún lugar del rincón más alejado. Se iba haciendo cada vez más brillante hasta que comenzó a refulgir con tal intensidad que tuvo que apartar la vista.

Will exclamó algo, cortante y enfadado, en la lengua que Bran no conocía. El círculo de llamas azules se elevó y luego descendió, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta tres veces. De súbito, despareció. Al instante, la casa volvió a llenarse de la luz del día y por ninguna parte se veía la brillante estrella de luz. Bran dejó escapar un profundo suspiro mientras observaba la estancia, tratando de adivinar dónde había brillado aquella luz. Pero ahora la habitación parecía tan diferente y corriente que no supo dónde mirar. Ni siquiera podía imaginar dónde había dibujado el círculo, aunque sabía que estaba alrededor de Will.

Will, de pie, inmóvil, era la única cosa en la estancia que parecía no haber cambiado en ese segundo… y, aun así, parecía diferente, un chico, como antes, pero que parecía buscar con la mirada una canica errante que hubiera caído rodando.

—Ven y mira —espetó, malhumorado, mirando a Bran.

Sin esperar, mientras Bran se levantaba con nerviosismo, cruzó hasta el rincón más alejado de la estancia, se agachó y comenzó a buscar entre una pequeña pila de trozos de piedra que se encontraban allí, amontonados al azar y polvorientos, sobre los escombros. Los apartó y limpió un espacio donde se adivinaba un pequeño y solitario guijarro.

—Cógela.

Confundido, Bran alargó el brazo e intentó coger el guijarro. Pero no pudo alzarlo. Lo tocó con los dedos. Se irguió, separó las piernas e intentó tirar de él con los dedos. Miró la piedra y luego a Will.

—Es parte del suelo. Tiene que serlo.

—El suelo es de pizarra —dijo Will. Todavía parecía enfadado, casi petulante.

—Bueno, sí. No hay piedras en la pizarra, es verdad. Pero, igualmente, de alguna manera está fijada. Un trozo de cuarzo. No se mueve.

—Es una piedra espía —explicó Will con voz apagada y cansina—. El delator del Rey Gris. Tendría que haberlo adivinado. En este lugar es sus ojos, sus oídos y su boca. A través de ella no solo sabe todo lo que pasa en este lugar, sino que también puede enviar su poder para realizar ciertas cosas, solo por estar ahí. Aunque pocas; nada que implique una gran magia. Pero, por ejemplo, es capaz de paralizar a Pen de forma que no podamos moverlo más de lo que podemos mover la piedra espía.

Bran se arrodilló angustiado junto al perro y le acarició la cabeza presionada de forma tan poco natural contra el suelo.

—Pero si Caradog Prichard nos sigue hasta aquí, y puede hacerlo, sus perros pueden, entonces solo tendrá que disparar a Pen ahí mismo. Y no habrá nada que podamos hacer para evitarlo.

—Esa es la idea —concluyó Will con dureza.

—¡Pero Will, eso no puede suceder! ¡Tienes que hacer algo!

—Solo hay una cosa que podamos hacer —anunció Will—. Aunque, obviamente, no te puedo decir qué es con esa cosa ahí. Eso significa que tendrás que prestarme la bici. Pero no estoy del todo seguro de que debas permanecer aquí solo.

—Alguien tendrá que hacerlo. No podemos dejar a Pen así, solo.

—Lo sé. Pero la piedra espía… —Will miró el guijarro como si fuera un niño pequeño que agarrara un objeto demasiado valioso para tocarlo—. No es un arma particularmente poderosa —explicó—, pero es una de las más antiguas. Todos las usamos, tanto la Luz como las Tinieblas. Existen unas normas, más o menos. Ninguno de nosotros puede ser dañado por una piedra espía…, solo puede ser vigilado. Ese maldito guijarro puede darle al Rey Gris una idea de lo que hago y digo aquí. Una idea general, como una imagen, no tan específica como en la televisión, menos mal. No puede acarrearme ningún mal o privarme de hacer lo que quiera…, a no ser a través de los objetos que controla. Me refiero a que, aunque de hecho no puede afectarme porque soy un Ancestral, puede transmitir el poder de las Tinieblas, o de la Luz en el caso de que pertenezca a un Ancestral, para afectar a los hombres, a los animales y a las otras cosas de la Tierra. Puede impedir que Pen se mueva y, en consecuencia, detenerme al intentar moverlo yo. ¿Entiendes? Así que, si te quedas aquí, no hay manera de saber qué es exactamente capaz de hacerte.

—No me importa —aseguró con obstinación. Se sentó con las piernas cruzadas al lado del perro—. No puede matarme, ¿no?

—No, claro que no.

—Bien. Entonces me quedo. Vete, llévate la bici.

Will asintió como si aquello fuera lo que hubiera estado esperando.

—Volveré tan rápido como pueda. Pero ten cuidado. Mantente alerta. Si pasa cualquier cosa, vendrá en la forma en que menos te lo esperes.

Salió por la puerta y Bran se quedó en la casa con el perro clavado de forma imposible contra el suelo de pizarra por un fuerte viento invisible, mientras miraba fijamente una pequeña piedra blanca.

—Buenos días, señora Jones. ¿Cómo está?

—Bien, gracias, señor Prichard. ¿Y usted?

El rechoncho y pálido rostro de Caradog Prichard brillaba de sudor. La impaciencia eliminó su educación galesa.

—¿Dónde está John Rowlands? —le espetó bruscamente.

—¿John? —preguntó cariñosamente Megan Jones mientras se limpiaba las enharinadas manos en el delantal—. Vaya, qué lástima, no los has pillado de milagro. Idris y él se fueron a Abergynolwyn hará una media hora. No volverán hasta la hora de comer, y hoy comeremos tarde… ¿Necesita verle con urgencia, señor Prichard?

Caradog Prichard la miró sin verla y no respondió.

—¿Está el perro de Rowlands aquí? —preguntó con un tono de voz agudo y tenso.

—¿Pen? No, por Dios —contestó la señora Jones con sinceridad—. No ha ido con John —le sonrió con amabilidad—. Entonces, ¿es al hombre o al perro al que quiere ver? Bueno, sea lo que sea, puede esperarlos aquí tranquilamente, aunque, como ya le he dicho, puede ser un buen rato. Deje que le sirva una taza de té, señor Prichard, y una deliciosa hojuela recién hecha con azúcar.

—No —respondió Prichard. Se pasó distraídamente la mano por el pelo rojo—. No… no, gracias. —Estaba tan perdido en sus propios pensamientos que apenas parecía percatarse de la presencia de ella—. Iré al pueblo a ver si le encuentro allí. En el Crown, quizá… John Rowlands tiene algunos asuntos con Idris Ty-Bont, ¿no?

—Ah —contestó la señora Jones con amabilidad—, solo está de visita. Tenía algo que hacer en Abergynolwyn, y de pasada, ya sabe, nos ha hecho una visita, señor Prichard. Como usted mismo. —Le sonrió inocentemente.

—Bueno —contestó Caradog Prichard—. Muchas gracias. Adiós.

Megan Jones le siguió con la mirada mientras hacía girar la furgoneta con rapidez y se alejaba camino abajo. Su sonrisa se desvaneció.

—No es un hombre agradable, comentó con el patio de la granja en general. Y algo pasa tras esos pequeños ojos suyos que no es nada grato. Ha sido muy buena idea que el joven Will se llevara el perro a pasear justo ahora.

Will pedaleaba con fuerza mientras bendecía la carretera del valle por su tortuosa planicie. Avanzaba en punto muerto cuando su galopante corazón parecía a punto de salírsele del pecho. Conducía con una mano. No había mencionado su brazo herido y Bran no se había dado cuenta, pero le dolía horrores con solo tocar el manillar con la mano izquierda. Intentaba no pensar en cómo le dolería cuando tuviera que acarrear con el arpa.

Aquello era lo único que se podía hacer en aquel momento. La música del arpa era la única magia a su alcance que liberaría a Pen del poder de la piedra espía. En cualquier caso, había llegado la hora de llevar el arpa al lago Alegre para cumplir con un propósito más obscuro. Todo convergía, como si dos caminos condujeran hacia el mismo paso entre montañas. Solo esperaba que ese paso no estuviera bloqueado por algún obstáculo capaz de entorpecer su avance. Esta vez, más que nunca, la empresa de contener a las Tinieblas dependía tanto de las decisiones y las emociones de los hombres como de la fuerza de la Luz. Quizá incluso más.

La intermitente luz del sol titilaba dentro y fuera de sus ojos, como nubes errantes raudas sobre el cielo. «Al menos —pensó con ironía—, hará buen día». Las ruedas silbaban sobre el asfalto. Estaba cerca de la granja Clwyd. Se preguntaba cómo iba a explicar la repentina vuelta y la igualmente repentina salida posterior a su tía Jen. Seguramente estaría sola. Suponía que habría estado por la mañana temprano cuando apareció Caradog Prichard y que le vio cambiar los neumáticos pinchados. Quizá le diría que había vuelto a buscar algo que los ayudaría a mantener lejos a Caradog Prichard, y así evitar que encontrara a Pen…, algo que hubiera sugerido John Rowlands… Pero todavía quedaba la cuestión de cómo dejaría la casa con el arpa de oro. Tía Jen probablemente no dejaría pasar el bulto dentro del saco deshilachado por delante de sus perspicaces ojos sin al menos preguntar qué llevaba envuelto allí. ¿Y qué posible razón le podría dar, y menos que nadie su sobrino, para no dejárselo ver?

Will deseó, y no por primera vez, que Merriman estuviera allí con él, para allanarle el camino. Para un Maestro de la Luz no era sencillo transportar seres u objetos, ya no a través del espacio, sino también del tiempo, en un abrir y cerrar de ojos. Pero para el más joven de los Ancestrales, a pesar de su acuciante necesidad, aquel era un poder demasiado grande. Llegó a la granja y entró empujando la puerta trasera. Pero, cuando llamó, nadie respondió. De súbito se percató, con gran alivio, de que no había visto ningún coche aparcado en el patio. Tanto su tía como su tío debían de haberse ido. Aquello era, sin duda, un golpe de suerte. Corrió escaleras arriba hacia su habitación, pronunció las palabras necesarias para liberar el arpa de oro de su protección y volvió a bajar corriendo con ella bajo el brazo, un bulto de extraña forma triangular envuelto en un saco raído. Había recorrido la mitad del camino hacia la bicicleta cuando un Land-Rover entró traqueteando a través de la puerta.

Por un instante, Will se quedó helado de pánico. Luego comenzó a caminar lentamente, con cuidado, hacia la bicicleta y le dio la vuelta, preparado para irse.

Owen Davies salió del coche y le miró de frente.

—¿Has sido tú quien ha dejado la puerta abierta? —le preguntó.

—Ah, vaya —exclamó Will sinceramente consternado. Había cometido el clásico pecado de la granja sin ni siquiera darse cuenta—. Sí, he sido yo, señor Davies. No ha estado bien. Lo siento de veras.

Owen Davies, delgado y serio, sacudió la cabeza en reprobación.

—Una de las cosas más importantes que debes recordar en una granja es cerrar cualquier puerta que antes hayas abierto. No sabes la cantidad de ganado de tu tío que puede haber escapado y que no debería haber salido. Sé que eres inglés, y claro, un chico de ciudad, pero no es excusa.

—Lo sé —respondió Will—. Y no soy un chico de ciudad. Lo siento de veras. Se lo haré saber a tío David.

Cogido por sorpresa ante aquella demostración de sinceridad, Owen Davies consiguió emerger con brusquedad a la superficie del pozo de rectitud que amenazaba con tragárselo.

—Bien —prosiguió—. Vamos a olvidarlo por esta vez. Me atrevo a decir que no lo volverás a hacer. —Dirigió su mirada hacia un lado—. ¿No es esa la bicicleta de Bran? ¿Ha venido contigo?

Will apretó el arpa envuelta contra su cuerpo.

—Me la ha prestado. Él fue a dar una vuelta, yo estaba… en el valle, dando un paseo, y lo vi. Pensamos que sería buena idea intentar hacer volar un avión de modelismo que he estado construyendo —le dio unos golpecitos al bulto bajo el brazo y montó en la bicicleta al mismo tiempo—, así que ahora he de volver. ¿Le parece bien? ¿Le necesita para alguna cosa?

—Ah, no —contestó Owen Davies—. En absoluto.

—John Rowlands llevó a Pen con el señor Jones a Ty-Bont, sano y salvo —añadió Will alegremente—. Se supone que me quedaré a comer allí, tarde, según dijo la señora Jones… ¿Le parece bien si llevo a Bran conmigo también, señor Davies? Por favor.

La usual expresión de alarmada corrección se apoderó del enjuto rostro de Owen Davies.

—No, la señora Jones no lo espera, no hay necesidad de molestarla con otro…

De súbito, se interrumpió. Como si hubiera oído algo sin entenderlo. Confundido, Will vio cómo su expresión se volvía extrañamente absorta. Tenía la mirada de un hombre que rememora un sueño recurrente, pero que nunca es capaz de interpretar. Era una mirada que nunca hubiera esperado descubrir en el rostro de un hombre tan predecible y sencillo como el padre de Bran.

Owen Davies le miró fijamente, lo que era aún más inusual.

—¿Dónde dijiste que Bran y tú habéis estado jugando? La dignidad de Will hizo caso omiso de la última palabra. Le dio una patada al pedal de la bicicleta.

—En el páramo. Lejos, valle arriba, cerca de la carretera. No sé cómo describirlo exactamente…, pero más allá de medio camino de la granja del señor Jones.

—Ah —murmuró Owen Davies vagamente. Parpadeó; aparentemente volvía a ser la persona corriente y nerviosa de siempre—. Bueno, quizá sí estaría bien que Bran fuera a comer también con John Rowlands… Dios sabe que Megan Jones está acostumbrada a dar de comer a muchas bocas. Pero asegúrate de decirle que debe estar en casa antes de que obscurezca.

—¡Gracias! —exclamó Will y salió corriendo antes de que pudiera cambiar de opinión. Cerró con cuidado la puerta tras de sí. Emitió un grito a modo de saludo, con el tiempo justo para poder observar la mano del padre de Bran ligeramente levantada mientras seguía su camino.

Pero no había avanzado más que unos cuantos metros, conduciendo torpemente con una mano, despacio, con el arpa agarrada bajo su dolorido brazo izquierdo, cuando todo pensamiento sobre Owen Davies fue barrido de su mente por el Rey Gris. El valle reverberaba de poder y hostilidad. El sol estaba en su cénit, aunque solo a mitad de camino en aquel cielo de una mañana de noviembre. La última parte del tiempo que a Will le quedaba para la consecución de su empresa individual había comenzado. Su mente estaba tan ocupada con los tácitos comienzos de la batalla que aquello era lo único que su cuerpo podía hacer para empujar la bicicleta, y a sí mismo, lentamente a lo largo de la carretera.

Puso muy poca atención cuando un veloz y tambaleante Land-Rover le sobrepasó en la misma dirección. Varios coches ya lo habían adelantado, en ambas direcciones, y en aquella región los Land-Rover eran muy usuales. No había razón alguna por la cual aquel debiera diferenciarse del resto.