Will esperaba ser el único de la casa en estar en pie a las cinco de la mañana, pero su tía Jen se había levantado antes que él. Le ofreció una taza de té y una enorme rebanada de pan recién hecho con mantequilla.
—Fuera hace frío tan temprano —le avisó—. Será mejor que comas algo antes.
—El pan con mantequilla sabe mil veces mejor aquí que en cualquier otro sitio —respondió Will. Al alzar la vista mientras masticaba, vio que ella le observaba con una divertida e irónica media sonrisa.
—Eres la viva imagen de la salud —dijo—. Igual que tu hermano mayor, Stephen, cuando tenía tu edad. Nadie diría lo enfermo que has estado. Pero, madre de Dios, no es exactamente una cura de reposo lo que te hemos ofrecido. El fuego y todo eso de la matanza de ovejas…
—Excitante —farfulló Will con la boca llena.
—Bueno, sí —afirmó tía Jen—. Desde luego, para una tierra en la que nunca ocurre nada de un año al otro. Creo que he tenido suficientes emociones para una larga temporada.
—Supongo que el último revuelo fue cuando la madre de Bran apareció —aventuró Will a la ligera, pero deliberadamente.
—Ah —respondió su tía. Su bondadoso y agradable rostro era muy inexpresivo—. Ya has oído hablar de eso, ¿no? Supongo que John Rowlands te lo contó. Tiene buen corazón, Shoni mawr, sin duda tenía sus razones. Dime, Will, ¿has tenido alguna especie de trifulca con Bran?
Will pensó: «Era eso lo que querías preguntarme con la taza de té, porque también tienes buen corazón y has sentido la tristeza de Bran… Ojalá pudiera ser del todo sincero contigo».
—No —contestó—. Pero perder a Cafall ha sido un duro golpe para él y creo que quiere estar solo. Durante un tiempo.
—Pobre chico —sacudió la cabeza—. Sé paciente con él. Es un muchacho adorable y, en cierto modo, lleva una vida extraña. Ha sido maravilloso para él tenerte aquí, hasta que esto lo ha estropeado todo.
Un agudo dolor atravesó el antebrazo de Will. Lo localizó y descubrió que provenía de la cicatriz de la Luz, marcada a fuego.
—¿Volvió ella alguna vez, tía Jen? —preguntó de súbito—. La madre de Bran. ¿Cómo pudo irse y abandonarlo así?
—No lo sé —contestó su tía—. Pero no, no volvió a dar señales de vida.
—De la noche a la mañana, marcharse para siempre… Creo que eso debe de atormentar bastante a Bran.
Tía Jen se volvió hacia él bruscamente.
—¿Ha comentado él alguna vez algo acerca de eso?
—No, por supuesto que no. Nunca hemos hablado de eso. Solo que creo…, estoy seguro de que eso todavía debe de dolerle.
—Eres un muchacho singular —declaró su tía de forma extraña—. A veces pareces un anciano. Supongo que es porque tienes tantos hermanos y hermanas mayores que tú… Quizá entiendas a Bran mejor de lo que podrían hacer muchos otros chicos. —Vaciló un instante y luego acercó la silla—. Te diré una cosa —le confió—, por si pudiera ayudar a Bran. Sé que tienes suficiente cordura como para no contárselo a él. Creo que Giny, su madre, tuvo que superar algún grave problema en el pasado contra el que nada pudo hacer y que por eso quería ofrecerle a Bran una vida alejada de todo aquello. Sabía que Owen Davies era un buen hombre y que cuidaría del chico, pero también sabía que no amaba a Owen de la misma manera que él la amaba a ella, no lo suficiente como para casarse con él. Cuando las cosas van así, no hay nada que una mujer pueda hacer. Lo mejor que pudo hacer es irse. —Hizo una pausa—. Dirás que no fue justa abandonando a Bran.
—Eso era exactamente lo que iba a decir-contestó Will.
—Bueno —prosiguió su tía—. Giny me dijo algo en una ocasión, durante aquellos pocos días que estuvo aquí, cuando estuvimos a solas. Nunca he hablado de ello, pero tampoco lo he olvidado. Me dijo: «Si alguna vez traicionaras una gran confianza, nunca permitirías que volvieran a desconfiar de ti, porque una segunda traición sería el fin del mundo». No sé si tiene algún significado para ti.
—¿Quieres decir que estaba preocupada por lo que debía hacer?
—Y más preocupada por lo que había hecho. Fuera lo que fuese.
—Y se marchó. Pobre Bran —sentenció Will.
—Pobre Owen Davies —aclaró su tía.
Se oyeron unos suaves golpecitos en la puerta y apareció la cabeza de John Rowlands.
—Bore da —saludó—. ¿Preparado, Will?
—Bore da, John —respondió tía Jen sonriéndole. La sorprendida sonrisa brilló, dándole la bienvenida.
—Nos vemos pronto.
—Tu tía te quiere mucho —le confesó John Rowlands mientas conducía el coche a través de la puerta de la granja.
Will aguantó la puerta abierta para que Pen subiera. El perro dio un salto sobre el asiento trasero y se tumbó dócilmente en el suelo.
—Yo también la quiero mucho. Y mi madre también.
—Entonces ten cuidado, ¿vale? —avisó John Rowlands. Su arrugado y tostado rostro no revelaba expresión alguna, pero las palabras tenían fuerza. Will le miró fríamente.
—¿Qué quiere decir?
—Bueno —dijo Rowlands despacio mientras dirigía el Land-Rover hacia la carretera—. No estoy del todo seguro de lo que aquí está pasando, Will bach, o hacia dónde nos conduce. Pero aquellos que saben algo sobre la Luz, también saben que existe cierta crueldad inherente a su poder, como la espada de la justicia o la blanca combustión del Sol. —Su profunda voz sonaba muy galesa—. En su fuero interno es así. Cosas como la humanidad, la misericordia, la caridad, que la mayoría de los hombres buenos sostienen como lo más preciado, no son lo primero para la Luz. Sí, a veces son inherentes, de hecho, a menudo. Pero, en definitiva, vuestra gente está interesada en el bien absoluto por encima de todo. Sois como fanáticos. Tus maestros, sobre todo. Como los antiguos Cruzados… o como ciertos grupos en todas las creencias, aunque no es una cuestión de religión, por supuesto. En el centro de la Luz hay una fría llama blanca, igual que en el centro de las Tinieblas hay un gran pozo negro tan profundo como el Universo.
Su cálida y grave voz se apagó y solo se pudo distinguir el rugido del motor. Will miró hacia los campos cubiertos por una neblina gris, en silencio.
—Ha sido un largo discurso —apuntó John Rowlands incómodo—. Pero lo que quiero decir es que no olvides que hay gente en este valle que puede resultar herida, incluso en la persecución de un buen fin.
Will volvió a oír en su cabeza el angustiado grito de Bran cuando Cafall cayó muerto por el disparo, y su fría despedida: «Vete, vete…», Pero un segundo después una imagen inesperada proveniente del pasado cruzó por su mente: el fuerte y enjuto rostro de Merriman, su maestro, el primero de los Ancestrales, juzgando fríamente a una figura amada que, siendo no más que un débil humano, traicionó una vez la causa de la Luz. Suspiró.
—Entiendo lo que dices —contestó con tristeza—. Pero nos prejuzgas porque tú mismo eres un hombre. Para nosotros solo existe el destino. Como un trabajo que ha de hacerse. Estamos aquí solo para salvar al mundo de las Tinieblas. No lo dudes, John, las Tinieblas están despertando, y pronto se apoderarán del mundo si nada las detiene. Y si eso ocurre, entonces no habrá discusión posible sobre la cálida caridad o el frío bien absoluto, porque no existirá nada en el mundo o en los corazones de los hombres, a excepción de un pozo negro sin fondo. La caridad, la misericordia y el humanitarismo son para vosotros, las únicas cosas con las que los hombres pueden convivir en paz. Pero en este difícil momento en el que se encuentra la Luz, enfrentándose a las Tinieblas, no podemos hacer uso de ellas. Estamos librando una batalla. Luchamos a vida o muerte… no por nuestra vida, tenlo en cuenta, ya que no podemos morir. Por la vuestra.
Alargó el brazo hacia atrás, sobre el respaldo del asiento, y Pen se lo lamió con su colgante y húmeda lengua.
—A veces —continuó despacio—, en esta especie de guerra, no es posible hacer una pausa para allanarle el camino a un ser humano, porque incluso esa menudencia podría significar el fin del mundo para siempre.
Una fina lluvia comenzó a empañar el parabrisas. John Rowlands puso en marcha los limpiaparabrisas, mirando hacia delante, hacia el mundo gris, mientras conducía.
—Vives en un mundo muy frío, bachgen. No puedo pensar en algo tan alejado de mí. Yo pondría al ser humano por encima de los principios, siempre —declaró.
Will se hundió en su asiento y, subiendo las rodillas, se hizo un ovillo.
—Bueno, yo también —respondió con tristeza—. Yo también, si pudiera. Me sentiría mucho mejor. Pero no funcionaría.
Tras ellos, Pen se levantó de un salto y empezó a ladrar. Will se desenrolló como una serpiente sorprendida. John Rowlands frenó en seco, se volvió y le dijo algo rápido y en voz baja al perro, en gales. Pero Pen seguía erguido en la parte trasera del Land-Rover, tieso como un perro de caza, ladrando furiosamente y, un instante después, como si hubiera observado algo más allá, Will sintió como su propio cuerpo se tensaba mientras sentía la misma fuerza. Clavó las uñas en las palmas de sus manos.
John Rowlands no detuvo el coche aunque aminoró la velocidad hasta una marcha lenta. Dirigió una rápida ojeada a través de su ventana hacia el páramo, a través de la niebla, y volvió a acelerar. En pocos segundos, Will sintió que la tensión abandonaba sus extremidades y volvió a sentarse, jadeando. El perro también dejó de ladrar y, en el repentino y profundo silencio, se tendió dócilmente en el suelo como si nunca se hubiera movido de allí.
—Acabamos de pasar la casa —le informó Rowlands con su tensa y grave voz—. La casa vacía donde perdimos la oveja.
Will no respondió. Su respiración se iba haciendo más rápida y superficial, como cuando acababa de sobreponerse de lo peor de su enfermedad. Encogió los hombros e inclinó la cabeza bajo el violento peso del poder del Rey Gris.
John Rowlands condujo más rápido; forzó el robusto y pequeño coche a girar en las curvas sin visibilidad bordeadas de paredes de pizarra. La carretera rodeaba el valle. Nuevas y enormes laderas se erigían en su cara este, alzándose hacia el cielo desnudo y gris, traicioneras a causa de las rocas resbaladizas. Por todas partes se cernían sobre los tranquilos pastos verdes, dominantes, amenazadoras. Al fin aparecieron señales de carreteras secundarias y de desperdigadas casitas de grises tejados de pizarra. Delante de ellos, cuando Rowlands comenzó a aminorar la marcha al acercarse a un cruce, Will vio el lago Tal y Llyn.
Su tía le había dicho que era el lago más hermoso de Gales, pero reposando obscuro, allí, en la gris mañana, era más siniestro que hermoso. Sobre su superficie calmada y negra no se levantaba ni un rizo. Abarcaba todo el fondo del valle. Sobre él se alzaban las primeras laderas del Cader Idris, la montaña del Rey Gris, y más allá, en el extremo más lejano del valle, un paso conducía a través de las colinas… a lo lejos, sintió Will, hacia el final del mundo. Había recuperado el autocontrol, pero podía sentir cómo la tensión atenazaba su mente. El Rey Gris había percibido su llegada, y la conciencia de su iracunda hostilidad era tan clara como si la hubiera anunciado a gritos. Will sabía que no tardaría mucho en aparecer alguno de sus observadores, un peregrino volando alto sobre las montañas, para remitir una clara señal de él. A partir de entonces no sabía lo que podría pasar.
John Rowlands dirigió el Land-Rover hacia un angosto sendero, alejándose del lago, y poco después llegaron a una granja que descansaba bajo las laderas más bajas del Cader Idris. Will saltó fuera para abrir y cerrar la puerta de entrada. Cuando pisó el patio de la granja vio un pequeño hombre con una gorra que salía de la casa para saludarlos. Los perros ladraban. Pudo divisar a uno de ellos, que esperaba un poco apartado del lugar por donde el granjero había salido: un perro pastor un poco más pequeño que Pen, pero con el mismo pelo negro y la mancha blanca bajo el mentón.
Rowlands comenzó una animada conversación en gales mientras Will se acercaba.
—Idris, este es un nuevo ayudante que tengo…, el sobrino de David Evans, Will, de Inglaterra.
—¿Cómo está, señor Jones? —saludó Will. Idris Jones Ty-Bont le guiñó un ojo mientras se daban la mano. Tenía unos enormes y bastante saltones ojos negros que le daban el desconcertado aire de un lémur.
—¿Qué tal, Will? He oído que te lo has estado pasando bien con nuestro amigo Caradog Prichard.
—Todos nos lo hemos pasado bien —se adelantó John Rowlands fríamente. Silbó por encima del hombro y Pen saltó fuera del coche, le miró como si le pidiera permiso para irse y salió corriendo a saludar al otro perro negro. Dieron vueltas uno alrededor del otro alegremente, sin ladrar.
—Lala es su hermana, lo creas o no. —Idris Jones informó a Will—. Son de la misma carnada, cerca del camino de Dinas. De eso ya hace un tiempo, ¿eh, John? Acompañadme dentro, Megan acaba de preparar té.
En la cálida cocina se hallaba la corpulenta y sonriente señora Jones, que abultaba casi el doblegue su marido. El olor del beicon frito hizo que Will se sintiera hambriento de nuevo. Se sirvió alegremente dos huevos fritos, gruesas lonchas de beicon curado casero y unas pastas galesas recién hechas, pastelillos en miniatura salpicados de pasas. La señora Jones comenzó a charlar inmediatamente con John Rowlands en un alegre y fluido gales, casi sin tomar aliento o dejar que su marido con su fina voz o el grave murmullo de Rowlands intercalaran una o dos frases. Sin duda, disfrutaba relatando toda la chismorrería local y recabando toda aquella que viniera de Clwyd. Will, atiborrado de beicon y satisfecho, había dejado de prestar atención cuando vio que John Rowlands, con un movimiento repentino, se sentó más adelante y se sacó la pipa de la boca.
—¿Has dicho sobre el lago, Idris? —preguntó Rowlands en inglés.
—Exacto —contestó el granjero Jones cambiando también de idioma con una rápida sonrisa dirigida a Will—. Sobre un saliente. No he tenido oportunidad de acercarme mucho, preocupado como estaba por mis propias ovejas, pero estoy casi seguro de que era una oveja de Pentref. No hacía mucho que estaba muerta, creo; los pájaros todavía no la habían tocado…, quizá un día o dos. Lo que me intrigó fue la sangre alrededor del cuello. Bastante antigua, muy obscura; tuvo que impregnar la lana mucho antes de que muriera la oveja. Y para una oveja herida, esa ladera es un sitio bien extraño adonde ir a parar. Bueno, os lo enseñaré más tarde.
Will y John Rowlands intercambiaron una significativa mirada.
—¿Crees que es nuestra oveja? —preguntó Will—. ¿La que desapareció?
—Podría ser —contestó John Rowlands.
Posteriormente, cuando Idris Jones les llevó a ver a la oveja, no dejó que Will se acercara lo suficiente para examinarla.
—No es una visión agradable, bachgen —dijo a modo de explicación con una mirada vacilante a Will, mientras se recolocaba la gorra sobre la cabeza—. Una oveja, cuando los cuervos han estado sobre ella durante un día o dos, puede revolverte el estómago si no estás acostumbrado… Espera aquí un momento, volveremos enseguida.
—De acuerdo —se resignó Will. Pero mientras los dos hombres estaban con la oveja en la inclinada y resbaladiza ladera, se sentó bruscamente, atacado por un mareo repentino y supo con certeza que no hubiera sido buena idea haber ido a verla. Se encontraban en una ladera que se extendía sobre el lago, una ancha y desprotegida extensión de rocas y hierba rala, rota por los salientes y los afloramientos de granito. Más allá, valle abajo, la montaña estaba revestida por unos bosques obscuros de árboles bajos, pero aquí la tierra estaba desnuda, era inhospitalaria. La oveja muerta yacía en un saliente que a Will se le antojaba totalmente inaccesible. Sobresalía de la montaña sobre su cabeza. El patético montón blanco que yacía en él no era visible desde donde se encontraba en aquel momento. Tampoco podía ver a John Rowlands o a Idris Jones, que continuaron subiendo, seguidos de los dos perros negros.
Doscientos pies más abajo descansaba el lago, su quietud rota solo por un pequeño bote que avanzaba perezosamente mientras se alejaba de las pequeñas cabañas de pescadores que moteaban las montañas en la cara opuesta. Will no pudo distinguir ninguna otra señal de vida en el resto del lago ni en ninguna parte del valle. La tierra parecía más apacible ahora, con sutiles colores por todas partes, ya que el tenaz sol estaba abriéndose paso a través de las errantes nubes.
Oyó que alguien arrastraba los pies y trastabillaba por encima de él. John Rowlands bajaba por la empinada pendiente plantando sus pies firmemente en el esquisto diseminado entre la fina hierba. Idris Jones y los perros le seguían. El arrugado rostro de Rowlands mostraba desolación.
—Sin duda es la misma oveja, Will —declaré—. Pero cómo pudo salir de aquella casa y venir a parar aquí está fuera de toda comprensión. No tiene ningún sentido.-Miró por encima de su hombro hacia Idris Jones, quien estaba sacudiendo la cabeza como un pájaro entristecido. —Ni para Idris tampoco. Le he contado la historia.
—Ya —exclamó Will con tristeza, sin molestarse en fingir—, la verdad es que no es muy complicado. El milgwn se la llevó.
Vio de soslayo que Idris Jones Ty-Bont se ponía muy rígido, sobre la pendiente, y le miraba fijamente. Evitó la mirada del granjero y se sentó, apretando las rodillas contra el pecho. Alzó la vista hacia John Rowlands, bajando la guardia por primera vez, con los ojos no de un muchacho, sino de un Ancestral. El tiempo se le acababa y estaba cansado de disimular.
—El líder de los milgwn —prosiguió—. El jefe de los zorros del Brenin Llwyd. Es el más grande de todos y el más poderoso. Su amo le ha concedido el poder de realizar muchas cosas. No es más que una criatura, todavía, pero no es del todo… común. Por ejemplo, en estos momentos tiene el mismo color de pelo que Pen y así es difícil para cualquier hombre que lo vea atacando a las ovejas no pensar que es Pen el que lo hace.
John Rowlands clavó sus obscuros ojos brillantes como una piedra pulida en él.
—Y quizá antes fuera del mismo color que Cafall, y así también cualquiera habría pensado que…-concluyó Rowlands.
—Sí —confirmó Will—. Lo habrían hecho.
Rowlands sacudió la cabeza bruscamente, como si quisiera deshacerse de un peso.
—Creo que es hora de bajar de la montaña, Idris —anunció firmemente y ayudó a Will a levantarse.
—Sí —asintió Idris Jones rápidamente—. Sí, sí. —Los siguió, totalmente perplejo, como si acabara de oír a una oveja ladrar como un perro y tratara de encontrar la manera de creer lo que acababa de oír.
Los perros corrían enfrente de ellos, volviéndose con actitud protectora de vez en cuando para asegurarse de que los seguían. John Rowlands pronto dejó que Will caminara solo, ya que ir en fila india era la única forma de bajar por el ventoso y empinado sendero abierto por las ovejas y usado de vez en cuando por los hombres. Will estaba a medio camino del lago cuando tropezó.
Cómo llegó a trastabillar era una cosa que nunca podría explicar. Lo único que sabía es que la montaña se encogió…, y no soñaba que ni siquiera John Rowlands, en el colmo de la credulidad, lo creyera. Sin embargo, la montaña se agitó, mediante la perversidad de su amo, el Brenin Llwyd, de modo que una parte del terreno bajo los pies de Will se elevó imperceptiblemente y volvió a su posición, como un gato arqueando el lomo, y Will solo se percató de él, con total horror, en el momento en que perdía el equilibrio y caía rodando. Oyó gritar a los hombres y fue consciente de los movimientos frenéticos de Rowlands cuando se lanzó hacia delante para atraparlo. Pero no llegó a tiempo y ya caía rodando y tropezando. Fue un saliente de granito que sobresalía, igual que aquel donde habían encontrado a la oveja muerta, el que detuvo la caída de unos cien pies de altura sobre el borde del lago. Se oyó un fuerte golpe sordo cuando topó contra el saliente de la roca y gritó de dolor como si una flecha de fuego le hubiera atravesado el brazo izquierdo. Pero la roca lo había salvado. Se quedó inmóvil.
Diligente como una madre, John Rowlands comprobó el hueso del brazo. El moreno de su rostro había adquirido un extraño color allí donde la sangre había desaparecido.
—Duw —musitó con voz ronca—, eres un tipo con suerte, Will Stanton. Esto te va a doler un poco durante unos días, pero no está roto por ninguna parte por lo que he podido comprobar. Y podría haberse hecho añicos.
—Y el chico estaría en el fondo del Llyn Mwyngil —agregó Idris Jones, agitado. Se irguió y trató de recuperar el aliento que había perdido—. ¿Cómo diablos has hecho para caerte de esa forma, bachgeri? No íbamos nada rápidos, pero a la velocidad que bajabas… —Silbó suavemente y se sacó la gorra para secarse la frente.
—Con cuidado —urgió John Rowlands mientras ayudaba a Will a ponerse en pie—. ¿Estás bien para caminar? ¿No te has hecho daño en ninguna otra parte?
—Estoy bien. De verdad. Gracias.-Will intentaba volverse hacia Idris Jones. —Señor Jones, ¿cómo ha llamado al lago?
—¿Qué? —preguntó con una mirada inexpresiva.
—Usted ha dicho que «el chico podría estar en el fondo del lago», ¿no? Pero no ha dicho Tal y Llyn; lo ha llamado de otra forma. Llyn algo más.
—Llyn Mwyngil. Es el nombre correcto, el antiguo nombre gales —explicó Jones, que le miraba desconcertado. Sospechaba claramente que se había golpeado la cabeza en la caída—. Es un nombre bonito, pero hoy en día casi nadie lo usa, ni tan siquiera sale en el mapa oficial del estado, el Ordinance Survey… como Bala —añadió ausente—. Lo deberían llamar Llyn Tegid, como siempre ha sido, pero en todas partes lo llaman el lago Bala…
—Señor Jones, ¿qué significado tiene Llyn Mwyngil en inglés? —insistió Will.
—Bueno…, «el lago Alegre». El retiro alegre. Cualquiera de los dos.
—El lago Alegre —musitó Will—. No me extraña que me cayera. El lago Alegre.
—Sí, supongo que más o menos podrías llamarlo así. —Idris Jones se serenó de súbito y se volvió, invadido por una desconcertante angustia—. John Rowlands, ¿qué pasa con este loco que has encontrado, aquí de pie hablando de semántica sobre una montaña, cuando ha estado a punto de romperse el cuello? Llévatelo a la granja antes de que le dé un ataque y empiece a hablar en arameo.
—Vamos, Will. —En la grave y ahogada risa de John Rowlands se distinguía el alivio.
La rellena señora Jones revoloteaba alrededor de Will, preocupada, mientras le ponía una compresa fría en el antebrazo. Nadie le iba a permitir hacer nada ni ir a ningún sitio. La desigual luz del sol era más cálida y Will no encontró desagradable del todo tener que tumbarse boca arriba en la hierba cerca de la casa de la granja, con el frío morro de Pen apoyado en su oreja, a contemplar las nubes a medida que atravesaban el pálido cielo azul. John Rowlands decidió que iría a Abergynolwyn, cerca de allí, para recoger la bujía que Rhys quería de aquel garaje. Idrís Jones también tenía que hacer unos recados, lo que significaba que también iría. Ambos decidieron que Will debía quedarse con la señora Jones y los perros, y descansar. Will sentía como si se estuvieran recuperando de la caída ellos mismos. Le trataban como a una frágil pieza de porcelana que, tras haber sobrevivido mágicamente sin romperse, debía ponerse con sumo cuidado en un estante y no moverla durante un período prudencial.
El Land-Rover marchó traqueteando con los dos hombres. La señora Jones se deshizo en atenciones hasta que se convenció de que Will ya no padecía dolor alguno, y luego se marchó a la cocina, dispuesta a hacer pasteles.
Durante un rato, Will se quedó sentado mientras jugaba ociosamente con los perros. Pensaba en el Rey Gris con una mezcla de breve triunfo, resentimiento, beligerancia y nerviosismo sobre lo que podría suceder a continuación. Porque ahora no había escapatoria posible. Lo había sabido, de alguna manera, incluso cuando salieron por la mañana. Su camino se dirigía firmemente hacia el corazón del Brenin Llwyd. «Junto al lago Alegre yacen los Durmientes, en la Vía de Cadfan, donde el cernícalo llama…». Nunca se le había ocurrido seguir la pista más sencilla del enigma y recorrer la Vía de Cadfan hasta que le condujera a un lago. Pero no habría habido diferencia alguna. Tarde o temprano hubiera llegado donde se encontraba, al Tal y Llyn, al Llyn Mwyngil, el lago en el alegre retiro bajo la sombra del Rey Gris.
Llevándose a Pen consigo y dejando a la paciente y resignada Lala detrás, fue a pasear más allá de la puerta de la granja y se dirigió hacia el camino delimitado por las paredes de pizarra. Unas cuantas moras tardías colgaban sobre el banco de hierba y una alondra cantaba tras la valla; parecía un día de verano. Pero, aunque el sol brillaba, en la distancia, sobre las zarzas, Will podía distinguir la niebla que rodeaba los picos del Cader Idris.
Se encontraba en un somnoliento y suspendido estado mental debido en parte al calmante que la señora Jones le había administrado para el dolor del brazo, cuando de súbito vio a un chico que se acercaba en bicicleta hacia él a toda velocidad por el camino. Will saltó hacia una lado. Se oyó el quejido de unos frenos, una nube de polvo de pizarra se levantó y el chico cayó formando una pila de piernas y ruedas que giraban al otro lado del camino. Su gorra cayó hacia atrás y Will vio el pelo blanco. Era Bran.
Su rostro estaba empapado de sudor; su camiseta se le pegaba al pecho y jadeaba por el esfuerzo. No había tiempo para los saludos o las explicaciones.
—¡Will…, Pen…, llévatelo de aquí, escóndelo! Caradog Prichard lo sabe. Viene hacia aquí. Está como ido, jura que va a matar a Pen sea como sea y está de camino hacia aquí, con su escopeta…