Will avanzó lentamente a través de la ladera en dirección a Bran. El día se había vuelto gris. Había llovido toda la noche y las montañas se perdían entre las deshilachadas nubes. Will pensó: «El aliento del Brenin Llwyd».
Vio que Bran comenzaba a enfilar colina arriba, en diagonal, en un obvio intento por evitarlo. Jugar a esquivarse por la montaña no les haría bien a ninguno de los dos. Además, tenía que llevar el arpa a un lugar seguro.
Avanzó a través de los húmedos helechos por el largo y fangoso sendero hacia la parte más alejada de la granja de Caradog Prichard. Los pantalones ya estaban empapados, a pesar de las botas de agua que le había prestado tía Jen. Cruzó parcialmente la tierra arrasada por el fuego y un fino fango de cenizas negras se adhirió a sus botas.
Will continuó su camino, cabizbajo. Miraba alrededor de vez en cuando por si Caradog Prichard se encontraba cerca, pero los campos estaban desérticos y extrañamente silenciosos. Los pájaros no cantaban, incluso las ovejas parecían mudas y rara vez se oía el zumbido de un coche por la carretera del valle. Era como si todo el valle gris esperara algo. Will intentó percibir la disposición del lugar con más nitidez, pero su mente estaba permanentemente inundada por la hostilidad del Rey Gris, que crecía y seguía creciendo, un susurro convertido en una llamada que pronto se convertía en un furioso grito. Era difícil prestar atención a nada más.
Llegó al refugio con tejado de pizarra donde había escondido el arpa entre las balas apiladas de heno. La fuerza de su propio hechizo no lo dejó acercarse a más de diez pasos de distancia, como si chocara contra una pared de cristal.
Will sonrió. Para romper el hechizo como debía, comenzó a cantar muy suavemente. Era una canciónhechizo en la Antigua Lengua, y sus palabras no eran las palabras del habla humana, sino más indefinidas, como el matiz de un sonido. Era un buen cantante, de timbre educado, y las notas altas y claras fluctuaron suavemente a través del obscuro aire como rayos de luz. Will sintió que la fuerza del resistente hechizo se deshacía. Llegó al final del verso.
—Un precioso y pequeño ruiseñor, ¿no? —observó Caradog Prichard con frialdad tras él.
Will se quedó paralizado. Dio media vuelta despacio y permaneció en silencio. Se encontró con el flácido rostro de rollizos mofletes de Prichard, con su nariz torcida y sus ojos brillantes, negros como el carbón.
—¿Y bien? —se impacientó Prichard—. ¿Qué narices haces aquí, en medio de mis tierras, cantándoles a los setos? ¿Te has vuelto loco, chico?
Will se quedó boquiabierto y, de repente, la expresión de su rostro cambió a una de total locura.
—La canción. Se me ocurrió y quise ver cómo sonaba. Dicen que es usted un poeta, debería entenderlo. —Bajó la voz y prosiguió en tono conspirativo—: Escribo canciones, a veces, ya sabe. Pero, por favor, no se lo diga a nadie. Siempre se ríen. Piensan que es estúpido.
—¿Tu tío? —preguntó Prichard.
—Todo el mundo.
Prichard le observó con suspicacia. La palabra poeta había surtido su efecto, pero no era el tipo de persona que bajaba la guardia fácilmente ni por mucho tiempo.
—Estos ingleses —replicó con desprecio— no saben nada de música, no me sorprende. Paletos, eso es lo que son. Tienes muy buena voz, para ser un chico inglés. —Entonces, de súbito, su voz se endureció—. Pero no estabas cantando en inglés, ¿verdad?
—No —respondió Will.
—¿En qué, entonces?
Will se inclinó hacia él a modo de confidencia.
—En realidad, en nada. Solo eran palabras sin sentido que parecía que pegaban con la música. Ya sabe.
Pero el pez no picó el anzuelo. Prichard entrecerró los ojos. Miró hacia lo alto del valle con un rápido y nervioso movimiento, hacia las montañas, y de nuevo a Will.
—No me gustas, chico inglés —le espetó cortante—. Hay algo extraño en ti. Todo eso de las canciones y el canto no explica por qué estás en mis tierras.
—He tomado un atajo, eso es todo —explicó Will—. No estaba estropeando nada, de verdad.
—¿Un atajo, no? ¿De dónde a dónde? La tierra de tu tío está por allí, de donde viniste, y no hay nada en la otra parte, a excepción del páramo y la montaña. Nada para ti. Vuelve a Clwyd, ruiseñor, vuelve con el mocoso de tu amiguito que ha perdido a su perro. Fuera. ¡Fuera de aquí! —De repente comenzó a gritar y su nacido rostro se tornó grana—. ¡Largo! ¡Largo de aquí!
Will suspiró. Solo podía hacer una cosa. No quería arriesgarse a atraer la atención del Rey Gris, pero era imposible dejar el arpa vulnerable a los ojos de Caradog Prichard. El hombre le observaba fijamente, apretando los puños en un ataque de rabia. La misma indescriptible y violenta rabia que Will había observado que lo raptaba anteriormente.
—¡He dicho que largo!
Allí, a campo abierto bajo el cielo tranquilo y gris, Will alargó un brazo, con los cinco dedos estirados, y pronunció una sola palabra en voz baja. Caradog Prichard quedó atrapado en el tiempo, inmóvil, con la boca medio abierta y una mano alzada apuntándole, el rostro congelado con la misma horrorosa expresión de rabia que lo había desfigurado cuando disparó contra Cafall. Era una lástima, pensó Will con amargura, que no pudiera quedarse así para siempre.
Pero ningún hechizo duraba tanto, y la mayoría solo un breve instante. Con rapidez, Will se dirigió al refugio de piedra, tanteó entre las balas de heno y sacó la pequeña y brillante arpa de oro. Una de las esquinas se enganchó en uno de los raídos costales dejado sobre las balas. Impaciente, tiró de ambos, arpa y costal, y los arrebujó juntos bajo el brazo. Dio la vuelta para situarse detrás de Caradog Prichard. De nuevo, dirigió una mano con los dedos estirados hacia él y pronunció una sola palabra. Caradog Prichard, como si esa hubiera sido siempre su intención, siguió su camino con dificultad por el campo hacia su granja sin volverse ni una sola vez. Cuando llegara allí, Will lo sabía, estaría convencido de que había regresado directamente a casa después de un día de trabajo y no recordaría a Will Stanton en sus tierras cantándole al cielo ni por asomo.
La tambaleante y barrigona figura desapareció sobre la escalera por encima de la cerca al final del campo. Will desenredó el viejo costal del complicado bastidor dorado del arpa, y estaba a punto de lanzarlo a un lado cuando se dio cuenta de lo útil que sería para cubrirla. En el caso de que se encontrara con alguien, un bulto informe bajo su brazo podría explicarse con bastante más facilidad que una brillante arpa de oro de incalculable valor. Mientras introducía el arpa con cuidado dentro del costal y arrugaba la nariz a causa del polvo de heno que se había levantado, detectó de soslayo un movimiento a través del campo. Alzó la vista y, por un instante, incluso el arpa abandonó su pensamientos.
El gran zorro gris, el líder de los milgwn, la criatura del Brenin Llwyd, avanzaba con pasos rápidos a través del seto. En un súbito y furioso arranque de odio, Will apuntó bruscamente hacia él con un brazo y gritó una palabra para detenerlo. El enorme animal gris, fuera de las tierras de su amo, cayó hacia atrás a medio paso como si hubiera sido abatido por un repentino y poderoso viento. Se levantó de nuevo y miró fijamente a Will con la roja lengua colgando. Entonces, alzó su largo morro y emitió un débil aullido, como el de un perro en peligro.
—No te servirá de nada que le llames —dijo Will arrastrando las palabras—. Te vas a quedar ahí quieto hasta que decida qué hacer contigo.
Pero entonces, involuntariamente, se estremeció. El aire parecía haberse vuelto más frío de repente, y, a través de los campos, a su alrededor, pudo ver cómo se arrastraba una niebla baja a ras del suelo en la que no había reparado con anterioridad. Despacio, avanzaba sobre las vallas, implacable, como una enorme criatura reptante. Desde todas las direcciones: desde la montaña, desde el valle, desde las bajas laderas, y Will miró de nuevo al zorro gris y vio algo más que añadió a la niebla un escalofrío de terror. El zorro cambiaba de color. A cada momento, mientras lo observaba, su esbelto cuerpo y peluda cola se hacían más obscuros hasta que casi se convirtieron en negros.
Will lo observaba con el ceño fruncido. Pensó sin darle importancia: «Tiene el aspecto de Pen». Y de inmediato se quedó sin aliento. Acababa de percatarse de algo que no era en absoluto irrelevante: fue el perro de John Rowlands, Pen, junto con Cafall, los acusados por Caradog Prichard de los ataques a las ovejas, cuando en realidad habían sido los zorros del Rey Gris.
Algo inconmensurablemente poderoso luchaba contra él y rompió su hechizo. Mientras Will quedó por un momento confuso y sin poder, el gran zorro, ahora más negro que el carbón, dio un extraño y vigoroso salto en el aire, le enseñó los dientes deliberadamente y se marchó, corriendo como un rayo a través del campo. Desapareció a través del seto, en la dirección que Caradog Prichard había tomado, hacia su granja. Will sabía exactamente qué iba a suceder cuando llegara allí, y no había nada que él pudiera hacer. Había sido detenido por el poder del Rey Gris, y contra su voluntad fue formando una idea en la que no había caído antes: la posibilidad de que el poder del Rey Gris, mucho mayor que el suyo, fuera de hecho tan grande que nunca sería capaz de cumplir con la misión que le había sido encomendada.
Apretó los dientes, aferró el arpa envuelta bajo el brazo y prosiguió su camino a través del campo hacia la granja Clwyd. Con cuidado, se deslizó bajo el alambre de espino que bordeaba el terreno, atravesó el siguiente y trepó por la escalera de la cerca que conducía hacia el camino. Pero sus pasos fueron haciéndose cada vez más lentos; su respiración, más entrecortada. Por alguna razón, bajo su brazo, el arpa pesaba cada vez más hasta que a duras penas pudo moverse a causa del peso. Sabía que no se debía a su debilidad. Contra su voluntad, algún poderoso hechizo le estaba confiriendo al precioso Objeto de Poder que llevaba bajo el brazo una gravedad imposible de soportar para cualquier ser humano. Aferró el arpa, jadeó de dolor ante aquel lastre imposible y se hundió en el suelo.
Mientras estaba allí, de rodillas, alzó la cabeza y vio que la niebla formaba remolinos por todas partes; el mundo a su alrededor era de un gris blanquecino, informe. Y, poco a poco, la niebla fue tomando forma.
La figura era tan enorme que al principio no se dio cuenta de su presencia. Se extendía más allá del campo y se elevaba hacia el cielo. Tenía forma, pero no una forma humana reconocible. Will atisbo su contorno por el rabillo del ojo, pero cuando miraba directamente a cualquier parte de ella, no había nada. Y aun así, la figura sé cernía sobre él, inmensa y terrible, y supo que aquello era un ser de un poder mayor al que jamás se había enfrentado en su vida. De todos los Grandes Caballeros de las Tinieblas, no existía uno más poderoso ni más temible que el Rey Gris. Pero como siempre había permanecido, desde el principio de los tiempos, en su fortaleza sobre las cimas del Cader Idris, y nunca había descendido a los valles o a las laderas más bajas, ninguno de los Ancestrales se había enfrentado jamás a él para adivinar la fuerza bajo su control. Así que Will, solo, el último y el menor de los Ancestrales, se enfrentó a él sin más defensa que la innata magia de la Luz y su propia astucia.
Una voz llegó desde la misteriosa forma, dulce y terrible a la vez. Llenó el aire igual que la niebla, y Will no pudo adivinar qué lengua hablaba, ni si lo hacía para ser oído. Solo sabía que lo que decía se encontraba al instante en su mente. —
No despertarás a los Durmientes, Ancestral —amenazó la voz—. Yo te lo impediré. Esta es mi tierra, y en ella dormirán para siempre igual que lo han hecho durante muchos siglos. Tu arpa no los despertará. Yo te lo impediré.
Will cayó de bruces hecho un ovillo, con los brazos alrededor del arpa que ya no podía sostener.
—Es mi destino —respondió—. Sabéis que he de seguirlo.
—Vuelve atrás —insistió la voz soplando a través de su mente como el viento—. Vuelve atrás. Llévate el arpa contigo, un Objeto de Poder para la Luz y tus maestros. Te dejaré ir si regresas y abandonas mis tierras. Eso te lo has ganado. —La voz se hizo más dura, más escalofriante que la niebla—. Pero si buscas a los Durmientes, te destruiré a ti y a tu dorada arpa.
—No —replicó Will—. Pertenezco a la Luz. No podéis destruirme.
—No distará mucho de la destrucción —insistió la voz—. Como Ancestral deberías saberlo. —Se hizo más suave, más sibilante y desagradable, como si acariciara un pensamiento maligno. Will pensó de inmediato en el caballero de la capa azul celeste—. Los poderes de las Tinieblas y de la Luz son iguales en fuerza; solo difieren un poco en nuestro… uso… de aquellos que caen bajo nuestro dominio.-La voz se arrastraba como una babosa sobre la piel de Will. —Vuelve atrás, Ancestral. No volveré a avisar a la Luz de nuevo.
Reuniendo todas sus fuerzas, Will se enderezó y dejó el arpa a sus pies. Insinuó una burlona reverencia a la gris nebulosidad que, ahora lo sabía, no debía mirar directamente.
—Me habéis advertido, Majestad —replicó—, y os he escuchado. Pero eso no supondrá diferencia alguna. Las Tinieblas no podrán quebrantar nunca la mente de la Luz. Ni podrán impedir la toma de un Objeto de Poder una vez que este ha sido reclamado por derecho. Retirad vuestro hechizo del arpa de oro. No tenéis derecho a tocarla mediante encantamientos.
La niebla se revolvió en remolinos más obscuros; la voz se hizo más fría, más remota.
—El arpa no está hechizada, Ancestral. Sácala del costal.
Will se agachó. Intentó coger una vez más el arpa envuelta en el costal, pero no pudo moverla; parecía una roca con raíces profundas en la tierra. Apartó el costal para destapar el arpa y la sacó. La brillante arpa de oro se deslizó en su mano tan ligera como siempre. Bajó la vista hacia el costal.
—Ahí hay algo más.
—Por supuesto —corroboró el Rey Gris.
Will desgarró el costal medio podrido para abrirlo del todo. Todavía parecía estar vacío, como al principio. Entonces, se percató de que en uno de los pliegues se escondía una pequeña piedra blanca pulida, no más grande que un guijarro. Se inclinó para recogerla. No pudo moverla.
—Es una piedra espía —musitó.
—Sí —afirmó la voz.
—Vuestra piedra espía. Un medio para las Tinieblas. Cuando se ha depositado en un lugar determinado podéis saber todo lo que está sucediendo en ese lugar y podéis infundirle vuestra voluntad para hacer que otras cosas ocurran. Ha estado escondida en ese costal todo el tiempo. —Un repentino recuerdo brilló en su mente—. No me extraña que perdiera mi dominio sobre el zorro de los milgwn.
Desde más allá de la niebla llegó una carcajada. Era un sonido aterrador, como el primer rumor de una avalancha. Luego la voz se hizo susurrante:
—Una piedra espía de las Tinieblas no tiene valor alguno para la Luz. Devuélvemela.
—La habéis dejado en la granja de Caradog Prichard —observó Will—. ¿Por qué? De todas formas ya es vuestra criatura, no necesitáis la piedra espía con él.
—Ese pobre desgraciado no tiene nada que ver conmigo —se resintió el Rey Gris—. Si las Tinieblas se mostraran ante él se derretiría de miedo como la mantequilla al sol. No, no es de las Tinieblas. Pero es muy útil. Un hombre tan atrapado en su propio rencor es un regalo de la Tierra a las Tinieblas. Es tan fácil infundirle las ideas adecuadas… Muy útil, sin duda.
—Hay hombres, de una clase distinta, que sin saberlo también sirven a la Luz —replicó Will con calma.
—Ah —respondió la voz con malicia—, pero no muchos, Ancestral. No muchos, creo. —Volvió a hacerse más dura y la niebla se arremolinó, más fría—. Devuélveme la piedra. No funciona contra ti, pero tampoco funcionará en tu favor. Siempre se adhiere a la tierra al contacto con la Luz…, como una de las vuestras, si tuvieras una, a mi contacto.
—No necesito una —contestó Will—. Y mucho menos la vuestra. Tened.
—Aléjate. La tomaré y me iré. Y si en una noche y un día no te has ido de esta, mi tierra, dejarás de existir según los estándares de los hombres, Ancestral. No nos detendréis, no con vuestros seis Signos ni con vuestra arpa de oro. —La voz se elevó y se inflamó de repente como un violento viento—. Porque nuestro tiempo casi ha llegado, a tu pesar, y las Tinieblas despiertan, ¡las Tinieblas están renaciendo!
Las palabras rugieron en la mente de Will según la niebla se arremolinaba más obscura, le helaba la cara y lo obscurecía todo, incluso el suelo bajo sus pies. No pudo ver el arpa, pero la sentía aferrada fuertemente entre sus brazos. Se tambaleó medio mareado y un terrible escalofrío le recorrió el cuerpo.
Luego desapareció. Allí estaba, en el camino entre los setos, con el arpa pegada al pecho. El valle estaba despejado bajo el cielo gris y a sus pies yacía un trozo de un viejo costal vacío.
Temblando, Will se agachó, envolvió el arpa de nuevo y se dirigió hacia la granja de Clwyd.
Subió la escalera directamente hacia su habitación para esconder el arpa y saludó de paso a su tía Jen. Ella le devolvió el saludo sin volverse, mientras colocaba con cuidado una sartén en los fogones. Pero cuando Will bajó de nuevo, la enorme cocina parecía estar llena de gente. Su tío y Rhys recorrían la estancia arriba y abajo, sin descanso, con los rostros tensos por la preocupación. John Rowlands acababa de entrar por la puerta.
—¿Le has visto? —preguntó Rhys angustiado a Rowlands.
El surcado y tostado rostro de John Rowlands ganó unas cuantas arrugas de más y alzó las cejas.
—¿A quién debería haber visto?
David Evans agarró una silla y se dejó caer pesadamente en ella. Suspiró.
—Caradog Prichard estaba ahí fuera. Su locura no tiene límites. Dice que un perro ha molestado a otra oveja esta tarde…, que la ha matado. Dice que ha sucedido justo en su patio, de nuevo, y que él y su mujer lo han visto todo. Jura y perjura que el perro era Pen.
—Amenazaba con la escopeta, ese maldito loco —añadió Rhys con rabia—. Seguro que le hubiera disparado al perro si Pen y tú hubierais estado aquí. Gracias a Dios que no estabais.
—Me sorprende que no nos esperara en la puerta —dijo John Rowlands con calma.
—Le dije que hacía rato que estabas en la montaña, detrás de algunas ovejas —explicó el tío de Will desanimado—. Sin duda, ese loco estará ahí fuera buscándote.
—No me sorprendería que le disparara a una oveja —añadió John Rowlands—. Si encuentra una oveja negra, claro.
Pero David Evans estaba demasiado trastornado para sonreír.
—Deja que lo haga y me lo llevaré a la comisaría de Tywyn, con perros o sin perros. Esto no me gusta, John Rowlands. Ese hombre actúa como si…, no sé, creo que está empezando a perder la cabeza. Estaba rabioso. Que los perros maten ovejas no es bueno, bien lo sabe Dios, pero actuaba de forma tan violenta como si le hubieran matado a un hijo. Si los tuviera. Creo que es mejor que no los haya tenido.
—Pen ha estado conmigo todo el santo día —replicó John Rowlands con su tranquila y profunda voz.
—Por supuesto que lo ha estado —corroboró Rhys—. Pero Caradog Prichard no lo hubiera creído aunque te hubiera estado viendo todos los minutos del día con sus propios ojos. Es así de perverso. Y mañana volverá, de eso no hay duda.
—Quizá Betty Prichard pueda hacerle entrar en razón antes —sugirió tía Jen—. Aunque tampoco ha tenido mucha suerte en otras ocasiones, bien lo sabe Dios. Debe de ser difícil estar casada con un hombre como ese.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó John Rowlands al tío de Will.
—No lo sé —contestó David Evans sacudiendo la cabeza malhumorado—. ¿Tú que piensas?
—Bien —anunció John Rowlands—, pensaba que si no vais a usar el Land-Rover por la mañana, iré al valle temprano y dejaré a Pen unos días con Idris Jones Ty-Bont.
El tío de Will alzó la cabeza y se le iluminó el rostro por primera vez.
—Bien. Muy bien.
—Jones Ty-Bont te debe un favor, ya que le prestaste el tractor este verano. Y de todas formas es un buen tipo. Y uno de sus perros es de la misma carnada que Pen.
—Es muy buena idea —corroboró Rhys—. Y se nos han acabado las bujías para la sierra mecánica. Podrías comprar una en Abergynolwyn de vuelta.
—Entonces, todo arreglado —rió Rowlands.
—Señor Rowlands —intervino Will—. ¿Podría ir yo también?
No se habían percatado de su presencia hasta entonces. Volvieron las cabezas sorprendidos hacia la escalera.
—Serás bienvenido —respondió John Rowlands.
—Será bonito —añadió tía Jen—. Justo ayer pensaba que todavía no te habíamos llevado al Tal y Llyn. El lago de allí arriba. La granja de Idris Jones está justo al lado.
—Caradog Prichard no podrá ni imaginar que el perro está allí —intervino David Evans—. Eso le dará tiempo para enfriarse.
—Y si la matanza de ovejas continúa… —observó Rhys. Dejó la frase sin terminar a propósito.
—Tenemos que pensar en algo —dijo la tía de Will—. Tenemos que asegurarnos de que Caradog crea que Pen todavía sigue aquí. Y así, si mañana dice que ha visto con sus propios ojos que Pen las ha atacado de nuevo, le haremos ver su error.
—Muy bien —concluyó John Rowlands—. Pen está en casa tomando su cena; creo que iré a unirme a él. Nos iremos a las cinco y media, Will. Caradog Prichard no es el tipo más madrugador del mundo.
—Quizá el joven Bran también quiera ir con vosotros, siendo sábado —sugirió David Evans apoyándose relajado contra la silla.
—No lo creo-contestó Will.