—Perdone, señor Davies, ¿ya ha vuelto Bran del instituto? —preguntó Will.
Owen Davies dio un respingo. Estaba inclinado sobre el motor de un tractor de una de las casas que no pertenecían a la granja. Su fino cabello estaba desgreñado, y su rostro, manchado de aceite.
—Lo siento —prosiguió Will—, le he asustado.
—No, no, muchacho, no pasa nada. Estaba pensando en otras cosas… —Esbozó una rápida mueca de disculpa que parecía ser lo más próximo a una sonrisa que podía expresar. Todas las líneas de su enjuto rostro parecían conducir a sitio alguno. Will pensó: «Ni una expresión, nunca».
—Bran ya ha vuelto. Creo que lo encontrarás dentro de casa. O allí arriba con… —señaló con su ligera y preocupada voz.
—Con Cafall —acabó Will con suavidad. Habían enterrado al perro la tarde anterior, en lo alto de la ladera más baja de la montaña, con una pesada piedra sobre la tumba para mantener alejados a los carroñeros.
—Sí, eso creo. Allí arriba —corroboró Owen Davies.
Will quiso añadir algo, pero las palabras huían.
—Señor Davies, lo siento mucho. Todo. Ayer. Fue horrible.
—Bueno, sí, gracias. —Owen Davies se sentía incómodo, eludía el contacto con las emociones—. No se pudo evitar —añadió bajando la vista hacia el motor del tractor—. Nunca sabes cuándo a un perro se le puede ocurrir lanzarse sobre las ovejas. Ocurre una vez entre un millón, pero ocurre. Incluso el perro más obediente del mundo… —De súbito alzó la vista y, por primera vez, sus ojos se encontraron con los de Will, aunque parecía que no le miraran a él, sino más allá, hacia el futuro o el pasado. Su voz se hizo más firme, como la de un hombre joven—. Creo, tenlo en cuenta, que Caradog Prichard estaba más que dispuesto a disparar al perro. Es algo muy drástico y normalmente no debe hacerse con el perro de otro hombre, y mucho menos delante de sus narices. Todos estábamos allí, no nos hubiera costado nada atrapar a Cafall. Y, a veces, se les puede dar un hogar a los cazadores de ovejas, alejarlos de ellas, sin tener que matarlos… Pero no le puedo decir esto a Bran, y tú tampoco debes. No le ayudaría.
Sus ojos parpadearon de nuevo y Will pudo observar, fascinado y confundido, cómo los brillantes ecos de otros tiempos caían como una cortina y abandonaban al corriente y gris Owen Davies con su aire entristecido y ligeramente culpable.
—Bueno —concluyó Will—, creo que tiene razón, pero no, no le diré nada a Bran. Voy a ver dónde está.
—Sí —urgió Owen Davies, volviendo su ansioso y desamparado rostro hacia las colinas—. Sí, tú podrías ayudarle, creo.
Pero Will sabía, mientras avanzaba con dificultad a través del fangoso suelo, que él o cualquier otro miembro de la Luz tendría pocas probabilidades de consolar a Bran.
Cuando alcanzó el límite del valle, donde la tierra comenzaba a elevarse, vio por encima de él, a medio camino montaña arriba, la figura de John Rowlands, muy pequeña y distante, como un muñeco. Sus dos perros, de manchas blancas y negras, corrían a su alrededor. Will miró, vacilante, hacia el lugar más alejado valle abajo donde Bran había ido a meditar solo con su dolor. Llevado por el instinto, comenzó a enfilar la ladera, a través de los helechos y el brezo. John Rowlands podría ser la persona idónea con la que hablar antes que con Bran.
Sin embargo, vio primero a Bran.
Apareció enfrente de él, sin esperarlo. Había recorrido medio camino ladera arriba; respiraba con dificultad como siempre que caminaba por terreno abrupto y, cuando se detuvo, para recuperar el aliento, alzó la vista y vio allí enfrente, sentado en una roca, la familiar figura: téjanos obscuros y jersey, el pelo blanco que atraía la vista como un faro, las gafas obscuras sobre los claros ojos. Pero las gafas no eran visibles, ni los ojos, porque Bran estaba sentado con la cabeza inclinada, inmóvil, aun cuando Will sabía que debía haber oído los ruidosos pasos mientras se acercaba.
—Hola, Bran —le saludó.
Bran levantó la cabeza lentamente, pero no dijo nada.
—No había perro que se le pudiera igualar y nunca lo habrá —declaró Will.
—No, no lo había —murmuró Bran con un hilo de voz ronca; parecía cansado.
Will intentó encontrar palabras de consuelo, pero su mente no pudo evitar el uso de la sensatez de un Ancestral, y aquel no era el camino para llegar a Bran.
—Fue un hombre el que lo mató, Bran —prosiguió—, pero ese es el precio que tenemos que pagar por la libertad de los hombres en la Tierra. La libertad de hacer cosas malas igual que buenas. Como todo, se compone de luces y sombras. Como me dijiste una vez, Cafall no era un perro como los demás. Formaba parte de este antiguo esquema, como las estrellas y el mar. Y nadie podría haber desempeñado su papel mejor, nadie en el mundo entero.
El valle descansaba en silencio bajo el amenazador cielo gris. Will oyó un tordo gorjear en un árbol, los dispersos balidos de las ovejas en las laderas, el débil zumbido de un coche en una carretera distante.
Bran alzó la cabeza y se sacó las gafas. Tenía los dorados ojos hundidos y enrojecidos, en contraste con su pálido rostro. Estaba allí sentado, encogido, con las rodillas dobladas, rodeándolas con los brazos.
—Vete —le espetó—. Vete. Ojalá no hubieras venido nunca. Ojalá nunca hubiera oído hablar de las Tinieblas y de la Luz, o de tu maldito Merriman y sus rimas. Si ahora tuviera tu arpa de oro, la arrojaría al mar. Ya no formo parte de tu estúpida búsqueda, no me importa lo que ocurra. Cafall nunca formó parte de tu precioso esquema. Era mi perro, lo quería más que a nada en el mundo, y ahora está muerto. ¡Vete!
Los enrojecidos ojos miraron fijamente y sin pestañear a Will durante largo rato. Luego, volvió a colocarse las gafas de sol y volvió la cabeza para mirar hacia el valle. Era una despedida. Sin decir una palabra, Will volvió a erguirse y continuó su camino montaña arriba.
Le pareció una eternidad hasta que encontró a John Rowlands. El enjuto y curtido pastor estaba medio agachado sobre una valla rota y la arreglaba con un punzante rollo de alambre de espino. Se sentó sobre los talones cuando vio acercarse a un jadeante Will y lo observó a través de sus entrecerrados ojos; su moreno rostro parecía aún más arrugado contra el brillo del cielo.
—Esta es la parte más alta de los prados de Clwyd —dijo a modo de saludo—. Las granjas de la colina tienen la zona de pasto más allá… La valla es para mantener a las ovejas dentro. Pero se las apañan muy bien para romperlo, las sinvergüenzas, especialmente ahora que los carneros no están. Will asintió con la cabeza, triste.
John Rowlands le dirigió una mirada, se levantó y le indicó que le siguiera hasta un cercano y alto afloramiento rocoso montaña arriba. Se sentaron en la parte más abrigada. Incluso allí el lugar era como un puesto de vigilancia que gobernaba todo el valle. Will oteó brevemente a su alrededor, con los sentidos alerta, pero el Rey Gris todavía descansaba, retirado. El valle estaba tan tranquilo como lo había estado desde que Cafall muriera.
—Tengo que comprobar el resto de la valla —explicó John Rowlands—, pero es hora de hacer un descanso. Tengo un termo aquí. ¿Quieres un poco de té, Will?
Le alcanzó la tapa del termo, rebosante de un té amargo y obscuro. Will se sorprendió a sí mismo bebiendo con fruición. Cuando lo acabó, John Rowlands dijo con suavidad:
—¿Sabes que estás sentado cerca de la Vía de Cadfan?
Will lo miró atentamente, y no era la mirada de una persona de once años, aunque no se molestó en disfrazar el hecho.
—Sí —contestó—. Por supuesto que lo sé. Y usted sabía que yo lo sabía y por eso lo ha mencionado.
John Rowlands suspiró y se sirvió algo de té.
—Me atrevería a decir —continuó en un extraño tono con un matiz de envidia— que podrías recorrer con los ojos cerrados todo el camino desde Tywyn hasta Machynlleth a través de la Vía de Cadfan, sobre las colinas, aunque nunca antes hayas estado en esta región.
Will retiró de la frente su lacio cabello castaño, húmedo de sudor a causa de la subida.
—Las Antiguas Vías se extienden por toda Gran Bretaña —explicó—, y podemos seguir una a donde sea cuando la encontramos. Sí. —Miró hacia el valle—. Fue el perro de Bran quien la encontró para mí aquí, al principio —añadió tristemente.
John Rowlands se quitó la gorra, se rascó la cabeza y se la colocó de nuevo.
—He oído hablar de vosotros —explicó—. Toda mi vida, a temporadas, aunque no mucho últimamente. Más cuando era un chiquillo. Incluso creí conocer a uno de vosotros una vez, cuando era muy joven, aunque creo que solo fue un sueño… Y ahora, he estado pensando en cómo murió el perro y he hablado un poco con el joven Bran. —Se interrumpió y Will aguardó con nerviosismo lo que diría a continuación, pero eligió no usar su don para averiguarlo—. Y creo, Will Stanton —prosiguió el pastor—, que tengo que ayudarte en todo aquello que necesites. Pero no quiero saber lo que estás haciendo, y no quiero que me lo expliques.
Will sintió como si de repente el Sol hubiera explotado. —Gracias— contestó. El perro más pequeño de John Rowlands, Tip, se acercó silenciosamente y se sentó a sus pies, mientras el hombre le rascaba las sedosas orejas.
John Rowlands bajó la vista hacia la pendiente de secos helechos. Will la siguió con la suya. Justo por encima de la tierra ennegrecida donde el fuego había hecho mella, pudieron distinguir la diminuta figura de Bran, sentado encorvado de espaldas a ellos, con la blanca cabeza sobre las rodillas.
—Bran Davies está pasando por un mal momento —dijo el pastor.
—Me alegro de haber hablado con usted —contestó Will con tristeza—. El no quiere hablar conmigo. No le culpo. Va a estar muy solo sin Cafall. Me refiero a que el señor Davies es amable, pero no… Y sin una madre, eso lo hace peor.
—Bran nunca conoció a su madre —explicó John Rowlands—. Era muy pequeño.
—¿Cómo era ella? —indagó Will con curiosidad.
Rowlands se bebió su té, vació la taza y la volvió a enroscar en el termo.
—Se llamaba Giny —comenzó a explicar. Permanecía con el termo distraídamente en las manos, mientras se abría paso a través de su memoria—. Era una de las mujeres más bellas que nunca podrías imaginar. Menuda, de piel clara y cabello obscuro, ojos azules como el mar y una leve sonrisa en un rostro que era como la música. Pero también era una mujer muy extraña. Apareció de entre las montañas, pero nunca dijo de dónde venía, o cómo…
Se volvió bruscamente y miró a Will con frialdad; sus ojos obscuros parecían estar siempre entrecerrados para protegerse del inclemente tiempo.
—Debería haber sabido —añadió con súbita beligerancia— que, siendo lo que eres, debes estar al tanto de todo acerca de Bran.
—No sé nada sobre Bran —protestó Will con suavidad— excepto lo que él me ha contado. No somos demasiado diferentes a ustedes, señor Rowlands, a la mayoría de ustedes. Solo nuestros maestros son diferentes. Sabemos muchas cosas, pero no son cosas que tengan que ver con la vida de los hombres. En eso, somos como cualquier otro… Solo sabemos lo que hemos vivido o lo que alguien nos ha contado.
John Rowlands asintió con la cabeza, convencido. Abrió la boca para añadir algo, se detuvo, sacó la pipa del bolsillo y hurgó en su contenido con un dedo.
—Bueno —prosiguió lentamente—, quizá debería contarte la historia desde el principio. Te ayudará a entender a Bran. Él conoce una parte de ella bastante bien…, de hecho piensa en ella tan a menudo que hubiera preferido que nadie se la hubiera contado. —Will permaneció callado. Se sentó más cerca de Tip y le rodeó el cuello con un brazo. John Rowlands encendió su pipa—. Ocurrió cuando Owen Davies era un hombre joven —comenzó a explicar a través de la primera nube de humo—, cuando trabajaba en la granja de Prichard. El viejo señor Prichard aún vivía por entonces. Caradog Prichard también trabajaba para su padre; esperaba sustituirle un día y dirigir la granja, aunque no tenía ni punto de comparación con Owen para el trabajo… Owen hacía de pastor para Prichard. Ya entonces era un tipo solitario. Vivía en su propia casa. Fuera del páramo, más cerca de las ovejas que de la granja.-Exhaló una bocanada más de humo y miró a Will. —Has estado en esa casa. Ahora está deshabitada. Nadie vive allí desde hace años.
—¿Aquel sitio? Donde el pastor dejó la oveja, después… —Confundido, Will volvió a revivir en su mente la tambaleante figura de John Rowlands en la pequeña y vacía casa de piedra entre la frondosidad de los helechos, con la oveja herida sobre los hombros y la sangre que empapaba la lana en el cuello. La pequeña casa de la cual, cuando volvieron media hora más tarde, había desaparecido la oveja sin dejar rastro alguno.
—Ese lugar, sí. Una noche invernal de tormenta, con lluvia y viento que soplaba del norte, alguien llamó a la puerta de Owen. Era una muchacha, llegada de la nada, medio congelada tras haber caminado bajo la tormenta. Y agotada de acarrear con el bebé.
—¿El bebé?
John Rowlands bajó la vista hacia la montaña donde la figura encorvada de Bran seguía sentada contra la roca.
—Era un pequeño y obstinado bebé de tan solo unos meses. Lo llevaba en una especie de cabestrillo a la espalda. Lo único extraño que Owen observó en él fue que no tenía color alguno. La carita blanca, el cabello blanco, las cejas blancas y unos ojos dorados muy extraños, como si fueran los de una lechuza…
—Ya veo… —murmuró Will lentamente.
—Owen acogió a la chica —continuó John Rowlands—. La hizo volver a la vida, poco a poco; se hizo cargo de ella, esa noche y al día siguiente, y también del bebé, aunque los bebés son criaturas fuertes y no estaba tan mal como ella. Y antes de que pasaran veinticuatro horas, Owen Davies estaba más enamorado de aquella extraña muchacha de lo que jamás un hombre pudo estarlo. Nunca había querido tanto a nadie. Owen era muy tímido. Era como un dique rompiéndose… Un hombre como ese es peligroso cuando se decide a amar; entrega todo su corazón sin importarle o pensar en nada más, y puede que no se recupere en el resto de su vida. —Se detuvo un momento. La compasión suavizaba su arrugado rostro y se sentó en silencio. Luego añadió—: Bueno. Así que ahí los tenemos. Al día siguiente, Owen se fue con las ovejas, dejando a la chica en la casa para que descansara. De vuelta a casa paró un momento en la mía, aquí en Clwyd, para llevarle algo de leche al bebé. Hemos sido amigos desde que era un crío, aunque yo soy mayor que él. Yo no estaba en casa, pero sí mi mujer y le explicó lo de Giny y el bebé. Mi querida Blodwen tiene un corazón de oro y sabe escuchar. Dijo que parecía que estuviera ardiendo, brillaba, tenía que contárselo a alguien…
Lejos, ladera abajo, Bran se levantó de la roca y comenzó a deambular sin rumbo fijo a través de los helechos mientras observaba alrededor como si buscara algo.
—Cuando Owen volvió a su casa —continuó Rowlands—, oyó unos gritos. Nunca había oído gritar a una mujer antes. Había un perro dentro. El perro de Caradog Prichard. Owen entró en la casa como un torbellino y encontró a la muchacha luchando con Caradog. Se había acercado a la casa a ver por qué Owen no había ido a trabajar el día anterior y en su lugar encontró a Giny. Decidió a su sucia manera que debía de ser una mujer de vida alegre y que sería fácil para él tomarla si se le antojaba… —John Rowlands se inclinó deliberadamente hacia un lado y escupió en el suelo—. Perdona, Will —prosiguió—, pero es así como me siento cuando mi boca habla de Caradog Prichard.
—¿Qué ocurrió? ¿Qué hizo él? —urgió Will asombrado por aquel turbio romance que envolvía al taciturno y corriente Owen Davies.
—¿Owen? Se volvió loco. Nunca se ha peleado con nadie, pero echó a Caradog a patadas y salió tras él, le rompió la nariz y le saltó dos dientes. Entonces llegué yo, menos mal, porque, si no, lo hubiera matado. Blodwen me había enviado con algunas cosas para el bebé. Me llevé a Caradog a casa. No quería que llamásemos al médico. Estaba preocupado por el escándalo. No puedo decir que le tuviera mucha simpatía. Su nariz no ha vuelto a tener el mismo aspecto desde entonces.
Volvió a mirar hacia la ladera. La nívea cabeza de Bran todavía estaba inclinada sobre la tierra, mientras se movía lentamente, sin rumbo, adelante y atrás.
—Bran puede que pronto vuelva a querer tu compañía, Will. Y no hay mucho más que contar. La muchacha se quedó en la casa con Owen una noche y un día más, y le pidió que se casara con él. Era un hombre tan feliz…, irradiaba luz. Los vimos parte de ese día, y ella parecía tan contenta como él. Pero entonces, justo antes del amanecer del día siguiente, el cuarto, a Owen le despertó el llanto del bebé y Giny no estaba allí. Había desaparecido. Nadie supo adonde había ido. Y nunca volvió.
—Bran me dijo que había muerto —dijo Will—. Bran sabe que desapareció —explicó John Rowlands—. Pero quizá es más fácil creer que tu madre murió que pensar que se marchó y te abandonó sin más.
—¿Es eso lo que ella hizo? ¿Desapareció sin más, abandonando a su hijo?
John Rowlands asintió con la cabeza.
—Dejó una nota. Decía: «Su nombre es Bran. Gracias, Owen Davies». Eso es todo. Donde quiera que fuera, nunca más se ha sabido u oído de ella, y nunca se sabrá. Owen vino a nosotros con el bebé por la mañana. Estaba fuera de sí, loco por haber perdido a Giny. Se fue a las montañas y no volvió a bajar en tres días. Fue a buscarla, ya ves. La gente lo oía gritar: «Giny, cariño, Giny…». Blodwen y la señora Evans, tu tía, cuidaron de Bran. Era un bebé muy bueno… El viejo Prichard despidió a Owen, por supuesto. Por aquella época, tu tío David perdió a un hombre, así que contrató a Owen y Owen se trasladó a la casa de Clwyd, donde vive ahora.
—Y crió a Bran como a un hijo —concluyó Will—. Eso es. Con la ayuda de todos. Se armó un poco de jaleo, pero al final se le permitió quedarse con el niño. La mayoría de la gente acabó pensando que Bran era realmente hijo de Owen y es la única cosa que Owen nunca le ha dicho… Él cree que Owen es su padre, y tú debes cuidarte de sugerir jamás algo distinto.
—No lo haré —convino Will.
—Lo sé. No tengo dudas sobre ti… A veces pienso que Owen también cree que Bran es hijo suyo. Siempre fue estricto con los deberes de la parroquia, ya sabes, y desde entonces se ha volcado mucho más en su religión. Quizá esto sea algo confuso para ti, Will bach, pero como Owen sabía que estaba mal según las normas de su fe haber vivido aquellos pocos días solo en la misma casa con Giny, comenzó a sentir que había sido tan malo como si él y Giny, sin haberse casado, hubieran tenido un niño juntos. Como si los dos hubieran engendrado a Bran. Así que cuando piensa en Bran…, aun hoy en día…, es con amor, pero también con algo de culpa. Sin razón alguna, tenlo en cuenta, excepto en su propia conciencia. Owen tiene demasiada conciencia. A la gente no le importa, incluso a la gente de su parroquia. Creen que Bran es su hijo natural, pero los cuchicheos se acabaron hace años. Tienen suficiente sentido común para juzgar a un hombre por lo que ha demostrado ser, no por el error que pudo, o no, haber cometido largo tiempo atrás.
John Rowlands suspiró y se estiró. Vació su pipa y enterró las cenizas en el suelo. Se levantó. Los perros saltaron a su lado. Bajó la vista hacia Will.
—Esto es lo que había detrás cuando Caradog Prichard disparó al perro de Bran Davies —concluyó.
Will recogió una flor de un arbusto de tojo a su lado. El brillante amarillo centelleaba en su manchada mano.
—La gente es muy complicada —suspiró tristemente.
—Sí que lo es —afirmó John Rowlands. Su voz se hizo un poco más grave, alta y clara de lo que había sido—. Pero cuando las batallas entre tú y tus adversarios hayan acabado, Will Stanton, al final, la fe de todo el mundo dependerá de esa gente, y de cuántos de ellos sean buenos o malos, estúpidos o sabios. Y de hecho, es todo tan extremadamente complicado que no me atrevo a predecir qué es lo que harán con su mundo. Nuestro mundo. —Silbó suavemente—. Tyrd yma, Pen, Tip.
Con cuidado, recogió su rollo de alambre de espino y, con los perros a los talones, continuó caminando al lado de la valla, sobre la colina.