Se quedaron en silencio en medio de la tenue obscuridad. En algún lugar, más allá del cerro, el trueno todavía retumbaba y rugía. Las antorchas ardían con parpadeos humeantes en las paredes.
—Era el… el… —murmuró Bran con voz ronca.
—No —contestó Merriman—, no es el Rey Gris. Pero es uno de sus más allegados y ahora ha vuelto a él. Su rabia crecerá porque estará matizada por el miedo, miedo de lo que la Luz pueda alcanzar con este nuevo Objeto de Poder. —Miró a Will con su enjuto rostro, tenso por la preocupación—. La primera parte peligrosa de la búsqueda está completada, Ancestral, pero aún habrá de llegar un peligro mayor.
—Los Durmientes han de ser despertados —contestó Will.
—Exacto. Y aunque todavía no sabemos dónde yacen y no lo sabremos hasta que los encuentres, es casi seguro que están terrible y peligrosamente cerca del Rey Gris. Desde hace tiempo hemos sabido que tenía que haber una razón para el frío y férreo abrazo a esta tierra, aunque nunca entendimos por qué. Ha sido siempre un valle tranquilo y hermoso. Y eligió erigir su reino aquí en vez de en algún lugar desolado y remoto, semejante al que muchos de su estirpe eligieron para ellos. Ahora está claro que solo puede haber una razón para ello: estar cerca del lugar donde descansan los Durmientes y mantener su descanso bajo su poder. Igual que esta gran roca, el Craig yr Aderyn, todavía lo está…
—El hechizo de protección —informó Will con su redondo rostro grave—, por el cual hemos llegado aquí intactos, ya ha expirado. Y solo se puede realizar una vez. —Miró arrepentido a Bran—. Quizá nos encontremos con una bonita recepción ahí afuera, cuando dejemos este lugar.
—No te preocupes, Ancestral. Llevas una nueva protección contigo.
Las palabras llegaron graves y suaves desde la parte superior de la sala. Al volverse, Will observó que el caballero de la capa azul turquesa estaba sentado en el trono de nuevo, entre las sombras. A medida que hablaba parecía que la luz comenzaba a inundar gradualmente la sala. Las antorchas ardían más alto y, gracias a su brillo, Will se percató de que entre ellas colgaban largas espadas en la piedra.
—La música del arpa de oro —prosiguió el caballero de la capa azul— posee el poder de no poder ser destruida ni por las Tinieblas ni por la Luz. Participa de la Gran Magia y, mientras el arpa suene, aquellos bajo su protección estarán a salvo de cualquier daño o maleficio. Toca el arpa de oro, Ancestral. Su música te protegerá.
—Podría tocarla mediante un hechizo —sugirió Will—, pero creo que sería mejor que fuera tocada por el arte de unos dedos hábiles. No sé tocar el arpa, mi señor. —Hizo una pausa—. Pero Bran sí.
Bran miró el instrumento que Will le tendía.
—Pero nunca he tocado una como esta —objetó.
Recibió el arpa de las manos de Will. Su forma era ligera, pero ornamentada, trabajada de tal manera que una vid dorada con hojas y flores doradas parecían dar la vuelta por dentro y por fuera de las cuerdas. Incluso las mismas cuerdas semejaban hechas de oro.
—Toca, Bran —pidió el caballero de barba con suavidad.
Bran apoyó el arpa con experiencia contra el codo de su brazo izquierdo y acarició las cuerdas suavemente con los dedos. Los sonidos que salieron fueron de tal dulzura que Will, a su lado, se quedó sin aliento por un instante a causa de la sorpresa. Nunca había oído unas notas tan delicadas ni tan resonantes; engarzadas, llenaron la sala de una melodía semejante a los delicados trinos del verano. Atento, fascinado, Bran comenzó a extraer las lastimeras notas de una vieja canción de cuna galesa, creándola poco a poco, completándola a medida que iba ganando confianza en la respuesta de las cuerdas bajo su mano. Will observaba la absorta devoción del músico en su rostro. Miró por un instante hacia el caballero del trono y a Merriman; supo que ellos también se encontraban en un momento de rapto, transportados fuera del tiempo por una música que no era terrenal, que fluía como la Gran Magia en un hechizo musical.
Cafall no emitió sonido alguno; se limitó a apoyar su cabeza contra la rodilla de Bran.
—Id ahora, Ancestral —conminó Merriman con su suave voz sobre la música.
Sus ojos ojerosos y hundidos se encontraron con los de Will por un instante, en una férrea comunicación de confianza y esperanza. Will miró a su alrededor por última vez, contemplando la alta sala iluminada por antorchas, con la figura vestida con la obscura capa de pie, y el desconocido caballero de la barba sentado inmóvil en su trono. Dio media vuelta y condujo a Bran, quien seguía rasgueando con delicadeza una melodía, hacia la estrecha escalera de piedra que los conduciría a la cámara por donde habían entrado. Ciando comenzó a subir se volvió para alzar un brazo a modo de saludo y luego prosiguió.
Bran esperó en la estancia de piedra superior, tocando, mientras Cafall y Will le alcanzaban. A medida que tocaba comenzaron a tomar forma, en la lisa pared al final de la cámara, debajo del solitario escudo de oro colgado, las dos grandes puertas a través de las cuales habían penetrado en el corazón del cerro de las Aves.
La música del arpa se onduló en una cadenciosa escala superior y, poco a poco, las puertas se fueron cerrando. Más allá, vieron el cielo gris y encapotado entre las escarpadas paredes de la hendidura de la roca. Aunque el fuego ya no ardía en la montaña, un fuerte y estancado olor a quemado flotaba en el aire. A punto de salir, Cafall los superó de un salto, a través de la hendidura, y desapareció.
Aturdido por un súbito temor a perderlo de nuevo, Bran cesó de tocar.
—¡Cafall! ¡Cafall! —gritó—. ¡Mira! —apuntó Will suavemente. Estaba medio vuelto y miraba hacia atrás. Tras ellos, los altos bloques de piedra se unían lentamente en silencio y parecieron fundirse como si no hubieran existido jamás. Solo quedó una erosionada superficie rocosa con la misma apariencia que había tenido durante miles de años. En el aire flotaba una débil y evanescente melodía de delicada música. Pero Bran solo pensaba en Cafall. Tras una breve ojeada a la roca, colocó el arpa bajo su brazo y se lanzó a través de la abertura por la que el perro había desaparecido.
Antes de poder alcanzarla, un remolino de blanco frenesí se abalanzó sobre ellos a través de una nube de finas cedizas, les gruñó, los empujó y golpeó los costados de Bran tan fuerte que casi le hace tirar el arpa. Era Cafall, pero un desbocado, furioso y transformado Cafall que les gruñía y les mostraba los dientes, mientras les conducía hacia las profundidades de la grieta como si fueran sus enemigos. En cuestión de segundos los tuvo pegados y desconcertados contra la pared rocosa y apoyó la barriga contra el suelo, dispuesto a atacar con sus largos dientes al descubierto y emitiendo un frío gruñido.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Bran, anonadado, cuando reunió suficiente coraje para hablar—. ¿Cafall? ¿Qué demonios…?
Y no tardaron mucho en averiguarlo porque, de repente, el mundo entero a su alrededor se convirtió en un rugiente frenesí de estruendo y destrucción. Ramas rotas y carbonizadas pasaron volando en un torbellino sobre la cima de la rocosa grieta; caían piedras que rodaban sin control desde la nada, por lo que instintivamente se agacharon y se cubrieron las cabezas. Se tendieron en el suelo y se apretaron en el hueco que quedaba entre la tierra y la roca, con Cafall a su lado. A su alrededor, el viento aullaba y desgarraba el cerro con un sonido como el de un enorme y loco alarido humano, amplificado más allá de lo posible. Era como si todos los vientos de Gales hubieran sido dirigidos en un gran tornado de arrasadora destrucción y estuvieran azotando en un frenesí de frustrada rabia la estrecha obertura en cuyo refugio se agazapaban desesperadamente.
Will se puso a gatas. Tanteó con una mano hasta que tocó el brazo de Bran.
—¡El arpa! —exclamó Will, presa de un presentimiento—. ¡Toca el arpa!
Bran parpadeó, confundido por el ruido sobre su cabeza, hasta que comprendió. Se obligó a enfrentarse contra el temible viento que intentaba penetrar por las paredes rocosas, apretó el arpa de oro contra un costado y rasgueó las cuerdas con su trémula mano derecha.
De súbito, el estruendo aminoró. Bran comenzó a tocar y, a medida que las dulces notas fluían como el canto de una alondra, el furioso viento se desvaneció. Fuera, solo quedaba el traqueteo de los cantos rodando aquí y allí, uno a uno, montaña abajo. Por un instante, un solitario rayo de sol iluminó el arpa de oro. Luego desapareció y el cielo pareció más triste, y el mundo, más gris. Cafall se arrastró hasta sus pies, lamió la mano de Bran y los condujo con docilidad hacia la pendiente exterior, fuera de la estrecha hendidura que los había protegido de la furia del viento. Sintieron que una fina lluvia comenzaba a caer.
Bran dejó que sus dedos vagaran con indolencia pero sin descanso sobre las cuerdas del arpa. No tenía intención alguna de volver a parar. Miró a Will y agitó la cabeza sin decir una palabra, sorprendido, lleno de remordimiento y sorpresa.
Will se agachó y sostuvo el morro de Cafall entre sus manos. Acarició la cabeza del perro suavemente.
—Cafall, Cafall —murmuró maravillado. Por encima del hombro se dirigió a Bran—. El Gwynt Traed yr Meirw, ¿es así como se dice? Con toda su inmemorial fuerza, el Rey Gris ha enviado su viento del norte contra nosotros, el viento que sopla alrededor de los pies de los muertos, y con los muertos es con los que estaríamos si no fuera por Cafall, condenados para siempre en un tiempo más allá del mañana. Antes de que hubiéramos visto un simple árbol doblarse nos hubiera atrapado porque provenía desde lo alto y no hay criatura humana que hubiera podido verlo. Pero este cazador tuyo es el perro de los ojos de plata, y un perro así puede ver el viento… Lo vio, supo qué haría y nos condujo adentro, a salvo.
—Si no hubiera parado de tocar, quizá el Brenin Llwyd ni siquiera hubiera podido enviar el viento —comentó Bran con culpabilidad—. La magia del arpa lo hubiera detenido.
—Quizá sí —asintió Will—. Y quizá no. —Acarició la cabeza de Cafall por última vez y se enderezó.
El blanco perro pastor miró a Bran con la lengua colgándole en una mueca semejante a una sonrisa.
—Rwyt ti’n gi da. Buen chico —le dijo Bran con adoración, pero sin dejar que sus dedos se detuvieran sobre el arpa.
Comenzaron a descender despacio. Aunque ya estaban cerca del mediodía, el cielo no parecía más despejado, sino gris y lleno de nubes. La lluvia todavía era fina, pero estaba claro que se haría más fuerte y que seguiría durante el resto del día. El valle ahora estaría seguro de cualquier otra amenaza de fuego. La cercana pendiente de la montaña, el cerro de las Aves y el límite del valle estaban ennegrecidos y carbonizados. Algunas espirales de humo todavía se elevaban de entre los restos. Pero las brasas estaban apagadas, las cenizas frías y húmedas, y las verdes tierras de las granjas ya no volverían a estar aquel año en peligro de incendio.
—¿Trajo el arpa la lluvia? —preguntó Bran.
—Creo que sí —contestó Will—. Espero que no traiga nada más. Eso es lo malo de la Gran Magia, como hablar en la Antigua Lengua… Es una protección, pero también te marca y hace que sea fácil encontrarte.
—Pronto estaremos en el valle.
Pero justo cuando acababa de decirlo, el pie de Bran resbaló sobre la superficie húmeda de la roca y cayó al suelo. Se aferró a un arbusto para evitar seguir rodando cuesta abajo… y dejó caer el arpa. En el instante en que la música se detuvo, Cafall irguió la cabeza y comenzó a ladrar con furia, con una mezcla de rabia y desafío. Saltó a una roca que sobresalía y allí se mantuvo erguido, mirando a su alrededor. De súbito, los ladridos se convirtieron en un furioso y grave aullido, como el de un perro cazador, y saltó.
El gran zorro gris, el líder de los milgwn, hizo una finta en medio del aire y chilló como una raposa. En una veloz carrera a través del cerro de las Aves, había saltado hacia ellos desde arriba y se dirigía directo a la cabeza y el cuello de Bran. Pero el choque contra el enérgico salto de Cafall le hizo perder el equilibrio lo suficiente como para que acabara dando una voltereta y rodando montaña abajo. Volvió a chillar, un sonido sobrenatural que hizo que los chicos se encogieran de terror, y no se revolvió contra el perro, sino que siguió corriendo frenético montaña abajo. A continuación, Cafall ladró, lleno de alegría, y se lanzó tras él.
A Will, sobre la roca, bajo el lluvioso cielo gris, le invadió al instante un presentimiento de desastre tan abrumador que sin pensarlo dos veces se estiró para alcanzar el arpa de oro y gritó a Bran:
—¡Detén a Cafall! ¡Detenlo! ¡Detenlo!
Bran le miró, horrorizado, y acto seguido se lanzó tras Cafall, corriendo, tropezando, llamando desesperado a su perro. Will bajó de la roca con el arpa en una mano; vio que la cabeza blanca se movía con rapidez a través del campo más cercano y, más allá, una mancha veloz que supo era Cafall perseguía al zorro gris. Con la cabeza aturdida por un presentimiento, también comenzó a correr. Todavía sobre las montañas, pudo ver dos campos más allá de los tejados de la granja de Caradog Prichard y, cerca de estos, a un grupo blanco grisáceo de ovejas y algunas figuras humanas. De súbito, paró en seco. ¡El arpa! No habría forma de explicar el arpa en el caso de que alguien la viera. Estaba seguro de que alcanzaría a aquellos hombres en cuestión de minutos. Tenía que esconder el arpa. Pero ¿dónde?
Miró con desesperación en derredor. El fuego no había llegado hasta aquel campo. En su extremo más lejano divisó un pequeño cobertizo, nada más que tres paredes de piedra y un tejado de pizarra, un refugio abierto para las ovejas o un pequeño almacén para su comida en invierno. Ya estaba lleno de balas de heno acabadas de apilar. Corrió hacia él y metió la pequeña y brillante arpa entre dos balas de heno de manera que fuera invisible desde el exterior. Se irguió, alargó una mano y, en la Antigua Lengua, pronunció sobre el arpa el Hechizo de Caer Garadawg, por el poder del cual solo la canción de un Ancestral podría sacar el arpa de aquel lugar, o incluso hacerla visible.
Volvió corriendo al campo, hacia la granja de Prichard, desde donde unos distantes gritos anunciaron el final de la persecución. Pudo observar, en una pradera más allá de los edificios de la granja, al gran zorro gris hacer una finta y saltar en un último esfuerzo por desembarazarse de Cafall, mientras este le seguía de cerca con obstinación. El zorro parecía poseído por la locura; una espuma blanca goteaba desde sus fauces. Will llegó sin aliento al patio de la granja, donde encontró a Bran luchando por abrirse camino a través de un grupo de hombres y ovejas en el portillo. John Rowlands estaba allí, igual que Owen Davies y el tío de Will. Sus ropas y sus fatigados rostros todavía estaban ennegrecidos por las cenizas tras haber luchado contra el fuego, y Caradog Prichard estaba ceñudo con su escopeta bajo el brazo.
—¡Ese maldito perro se ha vuelto loco! —aullaba Prichard.
—¡Cafall! ¡Cafall! —Bran se abrió camino a la fuerza hacia el campo y desperdigó las ovejas, sin hacer caso a nadie. Prichard le ladró y Owen Davies le dijo secamente:
—¡Bran! ¿Dónde has estado? ¿Qué has estado haciendo?
El zorro gris dio un gran salto en el aire tal como ya antes lo hiciera en el cerro de las Aves. Cafall saltó tras él e intentó morderle en el aire.
—Ese perro se ha vuelto loco —corroboró David Evans con tristeza—. Pronto alcanzará las ovejas…
—¡Solo quiere atrapar a ese zorro! —la voz de Bran sonó aguda por la angustia—. ¡Cafall! ¡Tyrd yma! ¡Déjalo!
El tío de Will miró a Bran como si no pudiera creer lo que acababa de oír. Miró a Will.
—¿Qué zorro? —preguntó, confundido.
El terror explotó en el cerebro de Will cuando de repente comprendió, y comenzó a gritar. Pero era demasiado tarde. El zorro gris dio un giro y se dirigió de un salto directamente hacia ellas, con Cafall a sus talones. En el último segundo dio un brusco giro y se lanzó contra una de las ovejas que se apelotonaban, aterrorizadas, alrededor del portillo y hundió sus colmillos en la lanuda garganta. La oveja baló. Cafall saltó sobre el zorro. Unos veinte metros más allá, Caradog Prichard lanzó un furioso grito, apuntó con su escopeta y disparó a Cafall en medio del pecho.
—¡Cafall! —El desesperado grito de horror de Bran golpeó a Will de tal manera que por un segundo cerró los ojos de dolor. Sabía que aquello resonaría en sus oídos para siempre.
El zorro gris esperó a que Will lo mirara con una mueca parecida a una sonrisa y la lengua roja colgándole de la boca goteando, más brillante a causa de la sangre. Le dirigió un inconfundible aullido de sorna. Marchó a paso rápido a través del campo, rápido como una flecha, y desapareció por encima del seto más lejano.
Bran cayó de rodillas al lado del perro, sollozó y acunó la blanca cabeza en su regazo. Llamó a Cafall con desespero, le acarició las orejas y acercó sus mejillas, con ansia, para descansar contra el suave cuello. Pero no había nada que hacer. Tenía el pecho destrozado. Los ojos plateados estaban helados y no parpadeaban. Cafall estaba muerto.
—¡Maldito perro asesino! —Prichard todavía farfullaba hecho una furia en una especie de salvaje alegría—. ¡No volverá a matar a ninguna de mis ovejas!
—Solo iba detrás del zorro. ¡Estaba tratando de salvar a sus ovejas! —Bran se ahogó con sus palabras y lloró.
—¿De qué estás hablando? ¿Un zorro? Dammo, chico, estás tan loco como ese perro. —Prichard extrajo el casquillo de la escopeta con su nacido rostro alegre.
Owen Davies estaba arrodillado al lado de Bran.
—Venga, bachgen —trató de consolarle con voz suave—. No había ningún zorro. Cafall fue directo a las ovejas, no hay duda. Todos lo vimos. Era un perro adorable, una belleza… —su voz se quebró y se aclaró la garganta—, pero se había vuelto peligroso. No puedo decir que no le hubiera disparado en lugar de Caradog. Era lo mejor. Una vez que un perro se convierte en asesino, es lo único que se puede hacer.
Rodeó los hombros de Bran con firmeza. Bran alzó la vista hacia el resto, se quitó las gafas sin ver y se frotó los ojos con una mano.
—Pero ¿nadie vio al zorro? —preguntó lleno de asombro e incredulidad—. ¿Ese enorme zorro gris sobre el que saltó Cafall cuando iba a matar a la oveja?
—No, Bran —respondió John Rowlands con voz grave y compasiva.
—No había ningún zorro, Bran —corroboró David Evans—. Lo siento, chico bach. Venga, deja que tu padre te lleve a Clwyd. Nosotros te llevaremos a Cafall.
—Ah —se burló Prichard—. Podéis llevaros esa carroña fuera de mis tierras tan pronto como queráis, sí. Y también pagar la factura del veterinario cuando haya revisado a esa oveja.
—Cae dy geg, Caradog Prichard —cortó el tío de Will bruscamente—. Ya hablaremos de todos esos ataques a las ovejas más tarde. ¿Qué te cuesta mostrar un poco de compasión por el muchacho?
Caradog Prichard le miró con sus pequeños e inexpresivos ojos brillantes. Conminó a uno de sus hombres a que retiraran la oveja herida. Luego escupió en el suelo sin darle importancia y se dirigió caminando hacia su granja. Una mujer le esperaba en el quicio de la puerta. No se había movido durante el transcurso de los acontecimientos.
El padre de Bran le ayudó a ponerse en pie y se lo llevó. Bran parecía mareado. Miró a Will sin expresión alguna, como si no estuviera allí.
—Espera un momento —murmuró David Evans taciturno—, hay algunos costales en el coche. Voy a buscarlos.
John Rowlands permaneció junto a Will bajo la fina lluvia, chupó su pipa vacía y observó con detenimiento el rígido cuerpo blanco con aquella horripilante herida roja en el pecho.
—¿Viste tú ese zorro, Will Stanton? —preguntó.
—Sí —asintió Will—, por supuesto. Estaba enfrente de nosotros, tan claro como lo está usted ahora. Intentó atacarnos en el cerro de las Aves, y Cafall lo persiguió hasta aquí abajo. Pero ninguno de ustedes podría haberlo visto. Así que nadie nunca nos creerá, ¿verdad?
John Rowlands permaneció en silencio durante un instante sin mostrar expresión alguna en su rostro tostado y arrugado.
—A veces, en estas montañas, pasan cosas que son muy difíciles de creer, incluso cuando las has visto con tus propios ojos. Por ejemplo, ahí está Cafall, y con nuestros ojos lo vimos abalanzarse sobre las ovejas. Y aun así algo hundió sus colmillos en el cuello de la oveja. Y haciéndolo le debió de quedar la boca llena de sangre porque había mucha alrededor de la lana de esa oveja que tiene suerte de seguir viva. Es extraño, algo que no me cabe en la cabeza: aunque el pobre Cafall yace ahí con toda esa sangre en el pecho, ¡no hay ni rastro de ella en su boca!