No había forma de saber si estaban en las profundidades del Craig yr Aderyn o si habían entrado a través de las rocosas puertas grises a otro tiempo y lugar. A Will no le importaba. En aquel primer comienzo real de su búsqueda como Ancestral, la alegría pulsaba en sus venas. Se volvió para mirar hacia atrás y comprobó, sin sorpresa, que las puertas que acababan de cruzar ya no estaban allí. La pared rocosa al final de la cámara donde ahora se encontraban era lisa y sin grietas y, sobre ella, en lo alto, colgaba un escudo redondo de oro que brillaba sordamente como reflejo de la luz que provenía de algún lugar profundo de la estancia.
Will miró hacia atrás para examinar a Bran. El gales parecía turbado con su pálido rostro extrañamente vulnerable sin sus gafas protectoras. Pero Will no pudo captar expresión alguna en sus ojos felinos. Experimentó de nuevo una intensa curiosidad por aquel extraño chico sin rastro de color en él, nacido en aquel valle bajo el poder de las Tinieblas… mortal, y aun así, también una criatura ya conocida por los Ancestrales siglos atrás. ¿Cómo era posible que él, Will, un Ancestral, pudiera percibir tan poco de la naturaleza de Bran?
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Sí, estoy bien —respondió Bran. Miraba las paredes, más allá de Will—. Duw —añadió con suavidad—. Increíble. Mira eso.
Era una estancia larga y vacía. En las paredes colgaban cuatro tapices, dos a cada lado, de exuberantes colores, tan brillantes que parecían relucir en la penumbra como el escudo de oro. Will parpadeó al reconocer las imágenes bordadas, de colores intensos como los de las vidrieras: un unicornio de plata, un campo de rosas rojas, un reluciente sol dorado…
La luz de la estancia parecía, ahora se percataba de ello, provenir de una sola llama. En un soporte de hierro que sobresalía de una de las paredes de piedra cerca del final de la estancia, se encontraba una imponente y solitaria vela. Tenía varios pies de altura y quemaba con una firme llama blanca de un brillo intenso. La larga sombra de la vela se proyectaba contra la pared y el suelo, estática, sin parpadeos. Su estatismo, se percató Will, era el estatismo de la Gran Magia, un poder más allá de la Luz y las Tinieblas o cualquier otra lealtad… la fuerza más intensa y remota del universo, con la que pronto tendrían que enfrentarse Will y Bran en aquel lugar.
—Sigamos —propuso Will en voz baja.
El frío morro del perro acarició su mano. Luego Cafall dio media vuelta y correteó hacia su amo, meneando la cola. Bran pasó sus dedos por el pelo de la cabeza del perro en una rápida y profunda caricia, y Will supo que, a pesar de la apariencia de calma, en su mente se dibujaba una inseguridad que rayaba el pánico, un pánico que Cafall había sentido y trataba de amortiguar. Will sintió una instantánea simpatía por Bran, pero no había tiempo para explicaciones.
Sabía que tenía que confiar en su instinto que le decía que, cuando llegara el momento, la extraña lejanía, siempre presente en Bran, demostraría ser la fuente de una gran fuerza.
—Por aquí —señaló en voz alta, sin volverse. Avanzó con paso firme atravesando la larga y alta cámara. Bran le siguió, con Cafall tras él. Will oía los pasos que resonaban tras los suyos sobre el suelo de piedra. Llegó a la altura de la alta vela de la pared. El soporte de hierro estaba encajado en la piedra a un metro y medio del suelo. Los suaves costados de la vela se alzaban sobre sus cabezas, de modo que la llama blanca los iluminaba como una brillante luna llena. Will hizo una pausa.
—Primero la luna —anunció—. Luego las estrellas y, si todo sale bien, un cometa. Después, el polvo de estrellas. Y al final, el sol.
—¿Qué? —preguntó Bran.
Will le miró sin verle. Sus ojos miraban hacia dentro, a su propia mente y sus recuerdos, no a Bran. Allí, en aquel lugar, era un Ancestral, responsable de los asuntos de la Luz; nada más tenía importancia.
—Es el orden de las cosas, por el cual la Gran Magia será conocida. De esa manera nadie puede acercarse si no es por derecho de nacimiento —trató de explicar Will.
—Todavía no sé de qué estás hablando —respondió Bran. Agitó la cabeza en una rápida y nerviosa disculpa—. Lo siento, no quería sonar…
—No importa —cortó Will—. Solo sígueme. Ya lo verás. Las pisadas resonaron de nuevo y por fin se encontraron al final de la larga estancia donde no había nada ante ellos, a excepción de un profundo agujero en el suelo. Bran clavó su mirada en él, dubitativo.
—Haz lo que yo haga —ordenó Will. Se sentó en el borde de la abrupta apertura rectangular del suelo y, en pocos segundos, pudo ver una escalera que conducía hacia abajo, formando un ángulo muy inclinado. Con cuidado, se agachó y descubrió que la escalera era estrecha y obscura. Era como bajar a un pozo. Cuando tendió los brazos hacia las paredes, las dos manos tocaron la roca a la vez. La roca del techo también estaba muy cerca de su cabeza. Bajó lentamente. Poco después oyó los cuidadosos pasos de Bran que le seguían y los suaves arañazos de las pezuñas de Cafall. Durante un tiempo, la luz que, procedente de la cámara superior, llegaba hasta ellos proyectaba ondulantes sombras contra las cercanas paredes. Pero, pronto, incluso aquella se desvaneció y no hubo más luz en aquel túnel de escaleras. A los lados, los dedos de Will encontraron dos suaves surcos labrados para formar una especie de barandilla, un sólido asidero para las manos de alguien que descendiera.
—Bran, si pones las manos en… —dijo Will en voz baja, lo que provocó un extraño eco.
—Ya las he encontrado —se adelantó Bran—. Como barandillas, ¿no? Alguien tuvo una brillante idea. —El tono era sereno, pero tras él se percibía la tensión.
Sus voces retumbaban suavemente en la escalera, como amortiguadas por una niebla.
—Ten cuidado. Puede que tenga que parar de golpe —le advirtió Will.
Se esforzaba por oír la voz de su instinto. Imágenes e impresiones danzaban dentro y fuera de su mente al azar. Algo le estaba llamando; algo cercano, cercano…
Alargó una mano, justo a tiempo para evitar golpearse contra una pared lisa de piedra. No había más escaleras, solo un callejón sin salida.
—¿Qué pasa? —preguntó Bran detrás.
—Espera un momento. —Una orden estaba tomando forma en la mente de Will, como un eco venido de otro mundo. Erguido sobre sus pies firmes en el último escalón, colocó las palmas de las manos contra la tosca e invisible superficie rocosa que les barraba el paso, y empujó. En ese mismo instante pronunció las palabras en la Antigua Lengua que le vinieron a la mente.
Y la roca retrocedió, en silencio, como lo habían hecho las grandes puertas cuando se abrieron sin ruido en el cerro de las Aves, aunque esta vez no oyeron música alguna. Con Bran y Cafall sobre sus talones, Will dio un paso al frente hacia un débil haz de luz, que lo cogió tan desprevenido que se quedó inmóvil y observó.
Ya no estaban donde habían estado. Estaban en algún otro sitio, en algún otro tiempo, en el techo del mundo. La noche y el cielo abierto los envolvían como un enorme cuenco negro dado la vuelta, y en él brillaban las estrellas, millares y millares de titilantes partículas de fuego. Will oyó que Bran contenía la respiración. Se quedaron allí de pie, mirando el cielo. Las estrellas centelleaban a su alrededor. No se percibía sonido alguno en toda aquella inmensidad. Will sintió una oleada de vértigo. Era como si estuvieran en el límite del universo, y si caían, caerían fuera del Tiempo… Mientras miraba a su alrededor, fue reconociendo gradualmente la extraña inversión de la realidad en la que estaban atrapados. Bran y él no se encontraban en una obscura noche intemporal observando las estrellas del cielo. Era al revés: estaban siendo observados. Cada brillante punto en aquel enorme hemisferio sin fin de estrellas y soles estaba dirigido hacia ellos; los contemplaban, evaluaban y juzgaban. Porque, al seguir la búsqueda del arpa de oro, Bran y él habían desafiado el poder sin límites de la Gran Magia del universo. Debían permanecer indefensos ante ella, en su camino, y se les permitiría pasar solo si tenían derecho de nacimiento. Bajo aquella inmisericorde luz de la infinidad, cualquier opositor ilegítimo sería barrido hacia la nada con la misma facilidad con la que un hombre podría eliminar una hormiga de su manga.
Will se quedó quieto y esperó. No podía hacer nada más. Buscó amigos en el cielo. Encontró al Águila y al Toro; la roja Aldebarán brillaba y las Pléyades refulgían. Vio a Orion esgrimir su garrote en alto, alentador, con Betelgeuse y Rigel centelleando en su hombro y en el dedo del pie. Vio al Cisne y al Águila volar el uno hacia el otro a través de la Vía Láctea. Vio el difuminado indicio de la distante Andrómeda, y a los vecinos de la Tierra, Tau, Cetus y Procyon, y a Sirius, la estrella can. Con anhelante esperanza, Will los miró fijamente; los saludó, esperanzado, porque durante el tiempo que estuvo aprendiendo las artes de un Ancestral, había volado entre ellos.
El cielo giró como una rueda y las estrellas se desplazaron y cambiaron. Centauro galopaba a la cabeza y la doble estrella azul Acrux portaba la Cruz del Sur. La Hydra serpenteaba con desidia sobre los cielos. El León desfilaba, y la gran Nave Argo navegaba su pausado y eterno camino. Y por fin un brillante punto de luz, con una larga cola curvada, se hizo visible brillando sobre la mitad del cuenco vuelto del cielo, haciéndose paso en un progreso continuo. Will supo que Bran y él habían llegado a su última prueba.
Apretó el brazo de Bran brevemente y vio un destello de luz que se reflejaba a medida que volvía la blanca cabeza.
—¡Es un cometa! —susurró Bran.
—Espera. Hay más, si todo está bien —contestó Will en otro susurro.
La larga y centelleante cola del cometa iba desapareciendo gradualmente de la vista, bajo el horizonte de aquel mundo y tiempo indefinidos. Todavía en el obscuro hemisferio, las estrellas brillaban y giraban lentamente. Bajo ellas, Will se sentía tan infinitesimalmente pequeño que parecía imposible que pudiera existir. La inmensidad hizo mella en él, aterrándole, amenazándole… y entonces, en un rápido movimiento, como en una danza, como el destello de un pez volador, llegó un latigazo de fulgor desde el cielo que provino de una estrella fugaz. Luego otra, y otra, aquí, allí, a su alrededor. Oyó que Bran emitía un pequeño gorjeo de gozo; una chispa prendió en la misma repentina y brillante alegría que embargaba su propio ser. «Piensa un deseo —oyó una apagada voz en su cabeza proveniente de algún día ya lejano de su infancia—, pide un deseo». El grito de un placer y una fe tan antiguas como los propios hombres.
—Pide un deseo —le susurró Bran al oído.
A su alrededor, los meteoritos aparecían brevemente y desaparecían a medida que las minúsculas motas de polvo de estrellas, tras el largo viaje en su nube, intentaban penetrar la aureola de la tierra, ardían por completo y se desvanecían.
«Deseo —decía Will con fuerza en su mente—, deseo… deseo…».
Y el brillante cielo iluminado de estrellas desapareció en un fogonazo de tiempo que no pudieron atrapar. La obscuridad los envolvió tan rápido que parpadearon incrédulos en su espesa nada. Estaban de vuelta en la escalera bajo el cerro de las Aves, con los escalones de piedra bajo sus pies y una curvada barandilla de piedra, suave al contacto de sus manos. Cuando Will alargó una mano para tantear ante él, no encontró la pared lisa de piedra que antes les barrara el paso, sino un espacio abierto.
Despacio, vacilante, continuó bajando por la obscura escalera, y Bran y Cafall le siguieron.
Poco a poco, una débil luz comenzó a filtrarse desde abajo. Will distinguió una luz tenue en las paredes que los circundaban; luego, la forma de los peldaños bajos sus pies. Más tarde, tras un recodo de la larga escalera, el brillante círculo que anunciaba su final. El destello de luz se hizo más intenso, el círculo se amplió. Will sintió que sus pasos se hacían más rápidos y urgentes, y se burló de él mismo, pero no pudo evitarlo.
En aquel momento, su instinto le recomendó precaución y en los últimos peldaños de la escalera, antes de la luz, se detuvo. Will estuvo atento en un intento por localizar la fuente de alarma. Vio, sin verlo propiamente, que los escalones sobre los que se encontraba habían sido esculpidos en la roca con mucho cuidado y simetría. Formaban ángulos perfectos, suaves como el cristal. Los detalles eran tan nítidos como si la roca hubiera sido tallada el día anterior. Aun así, había una profunda depresión en el centro de cada escalón que solo podía haberse formado tras siglos de uso. Luego ya no sintió nada más; la conciencia le había llamado desde el más profundo rincón de su mente y le había indicado lo que tenía que hacer.
Con sumo cuidado, Will se remangó hasta el codo la manga izquierda de su jersey y dejó el antebrazo desnudo. En el reverso del brazo lucía una lívida cicatriz que una vez había ardido accidentalmente como una marca: la señal de la Luz, un círculo cuarteado por una cruz. Con un gesto deliberadamente lento, medio a la defensiva, medio desafiante, izó su herida cicatrizada ante el rostro, como si quisiera proteger sus ojos de la brillante luz o protegerse de un esperado golpe. Bajó los últimos peldaños de la escalera y se dirigió hacia la luz. Cuando llegó al suelo, experimentó la sensación más intensa que nunca hubiera conocido: una llamarada de un blanco destello lo cegó y desapareció. Un breve y terrible trueno aturdió sus oídos y se desvaneció. Una fuerza parecida a la onda expansiva de una gran explosión traspasó su cuerpo brevemente y se disipó. Will se quedó quieto, respirando con rapidez. Sabía que aquella singular protección los había conducido a través de la última puerta de la Gran Magia: una barrera viviente que hubiera consumido a cualquier intruso ilegítimo en una llamarada de energía tan inimaginable como el holocausto del Sol. Observó la estancia en la que se encontraba, y por un instante de ilusión, creyó haber visto el mismo Sol.
Era una inmensa habitación cavernosa, de techo alto, iluminada por unas llameantes antorchas colocadas dentro de soportes en las paredes de piedra, difuminadas por el humo. El humo provenía de las antorchas. En el centro, en el suelo, ardía un gran fuego, solo, sin una chimenea o un hogar que lo albergara. No desprendía humo alguno, pero ardía con una luz blanca de tal brillantez que a Will le fue imposible mirarlo directamente. Tampoco emitía un calor intenso, pero el aire estaba impregnado de una aromática fragancia de madera quemada y se percibía el crepitante y chasqueante sonido de un fuego.
Will continuó hacia delante, sobrepasó el fuego e invitó a Bran a que lo siguiera. Se detuvo bruscamente cuando vio lo que los esperaba enfrente de ellos.
En la penumbra, al final de la estancia, se encontraban tres figuras sentadas en tres grandes tronos, que parecían labrados en la suave pizarra galesa gris azulada. No se movían. Parecían hombres, vestidos con largas capas con capucha de diferentes tonos azulados. Una de las capas era obscura; otra, clara, y la que se encontraba en medio de las anteriores poseía el cambiante color turquesa del mar en verano. Entre los tres tronos se encontraban dos cofres de madera de intrincadas inscripciones. Al principio, parecía no haber nada más en la enorme habitación, pero, tras unos instantes, Will percibió movimiento en las profundas sombras más allá del fuego, en la obscuridad que envolvía a los tres caballeros iluminados. Eran como unas figuras brillantes en un lienzo obscuro, iluminadas para atraer la vista. Más allá, en la obscuridad, otros seres de naturaleza insospechada estaban al acecho.
No pudo percibir nada de la naturaleza de las tres figuras, a excepción de que poseían un gran poder. Tampoco pudieron sus sentidos de Ancestral penetrar en la envolvente obscuridad. Era como si una barrera invisible se erigiera a su alrededor, a través de la cual no penetraría ningún hechizo.
Will estaba a pocos pasos de los tronos y elevó la vista. Los rostros de los caballeros de los tronos estaban ocultos tras las sombras de sus capuchas. Por un momento, reinó el silencio, solo roto por el suave crepitar del fuego que ardía. Entonces, desde las sombras, una voz grave dijo:
—Te saludamos, Will Stanton. Y te nombramos por la señal. Will Stanton, Buscador de los Signos.
—Saludos —contestó Will con la voz más fuerte y clara que pudo emitir. Se bajó la manga sobre el brazo de la cicatriz—. Mis señores —continuó—, es el día de los Muertos.
—Sí —confirmó la figura de la capa azul claro. Su rostro parecía enjuto tras las sombras de su capucha, los ojos le brillaban y su voz era clara, sibilante, siseante—. Sssí… —El eco susurraba, como serpientes saliendo de la obscuridad, como si cientos de otras pequeñas voces siseantes provinieran de formas sin nombre detrás de él. Will sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Tras él, oyó que Bran emitía un amortiguado e involuntario gemido y supo que el horror debía de estar arrastrándose como una blanca neblina por su mente. La fuerza de Will como Ancestral se rebeló.
—¿Mi señor? —intervino con un breve y frío reproche.
El terror desapareció como una nube barrida por el viento, y el caballero de la capa azul claro rió suavemente. Will frunció el ceño en su dirección, sin moverse. Un joven del montón, con vaqueros y jersey, quien, sin embargo, se sabía poseedor de un poder suficiente como para enfrentarse con aquellos tres seres.
—Es el día de los Muertos —prosiguió con confianza—, el más joven ha abierto las más antiguas montañas a través de la puerta de las aves. Y se le ha dejado pasar a través del ojo de la Gran Magia. He venido por el arpa de oro, mis señores.
—Y el cuervo está contigo —puntualizó la segunda figura, vestida con la capa de color azul del mar.
—Sí.
Will se volvió hacia Bran, que permanecía dubitativo cerca del fuego, y le hizo señas para que se acercara a él. Bran se acercó poco a poco, vacilante, como si nadara contra corriente, y se quedó a su lado. La luz de las antorchas de las paredes se reflejaba en su níveo cabello.
El caballero de la capa azul turquesa se inclinó hacia delante en su trono. Atisbaron un afilado y enérgico rostro y una puntiaguda barba gris.
—¿Cafall? —preguntó, sorprendido.
Al lado de Bran, el perro blanco se estremeció. No dio ningún paso al frente, como si obedeciera una orden interior que le decía cuál era su lugar, pero meneó la cola con frenesí de un lado al otro, como nunca lo había hecho a excepción de cuando estaba con Bran. Emitió un suave y apagado gemido.
—Le habéis puesto el nombre adecuado, sin duda.-Unos dientes blancos relucieron en el rostro encapuchado.
—¡Es mi perro! —exclamó Bran celoso, con una súbita y feroz ansiedad—. Mi señor —añadió, compungido.
Will sintió su alarma ante su temeridad. Pero la risa que provino desde las sombras era amable.
—No tienes nada que temer, muchacho. La Gran Magia jamás apartará a tu perro de ti. Y, por supuesto, tampoco lo hará el Ancestral. Las Tinieblas podrían intentarlo, pero no lo conseguirán.-Se inclinó hacia delante, sin previo aviso y, por un instante, el enérgico rostro con barba fue visible. La voz se hizo más suave y se podía apreciar una hiriente tristeza en ella. —Solo las criaturas de la Tierra arrebatan lo de los demás, muchacho. Todas las criaturas, pero los hombres en especial. Arrebatan la vida, la libertad y todo aquello que otro hombre pueda poseer, a veces por avaricia, otras por estupidez, pero siempre por provecho propio. Cuídate de tu propia raza, Bran Davies…, ellos son los únicos que al final podrían hacerte daño.
El pánico abandonó a Will cuando sintió la profunda tristeza en la voz, porque había una compasión en ella dirigida únicamente a Bran, como si el gales viviera en el límite de un antiguo pesar. Tuvo una fugaz sensación de que existía una misteriosa afinidad entre ellos y sabía que el caballero de la capa azul turquesa intentaba dar a Bran fuerza y apoyo sin ser capaz de explicar por qué. La figura encapuchada volvió a su posición original y el sentimiento desapareció.
—Sin embargo —intervino Will con voz ronca—, mi señor, los derechos de esa raza siempre han sido asunto de la Luz. Y en defensa de ellos reclamo el arpa de oro.
El caballero de voz suave, vestido con la capa más clara, que había hablado primero, se levantó de inmediato. Sus vestiduras se arremolinaron en torno a él como una neblina azul. Unos ojos brillaron en el pálido y enjuto rostro que centelleaba tras la capucha.
—Has de responder los tres acertijos tal como la ley exige, Ancestral, tú y tu ayudante, el Cuervo Blanco, y solo entonces el arpa será tuya. Pero si respondéis incorrectamente, las puertas de la roca se cerrarán, quedaréis indefensos dentro de la fría montaña y la Luz perderá el arpa para siempre.
—Responderemos —replicó Will.
—Tú, muchacho, serás el primero. —La niebla azul se arremolinó de nuevo. Un huesudo dedo apuntó hacia Bran y la capucha entre las sombras se volvió hacia él. Will también lo hizo, angustiado; casi había esperado aquello.
—¿Yo? Pero… pero yo… —murmuró Bran casi sin aliento.
Will alargó la mano y le tocó el brazo.
—Inténtalo. Solo inténtalo. Estamos aquí solo para intentarlo. Si la respuesta está dormida en ti, despertará. Si no es así, no te preocupes. Pero inténtalo —le animó Will con suavidad.
Bran le miró fijamente, sin sonreír, y Will vio que su garganta se movía cuando tragó saliva. La blanca cabeza se volvió de nuevo.
—De acuerdo.
—¿Quiénes son los Tres Ancianos del mundo? —pronunció la sibilante voz.
Will sintió que la mente de Bran se dejaba llevar por el pánico mientras trataba de encontrar un sentido a aquellas palabras. No había forma de poder ayudarle. En aquel lugar, la ley de la Gran Magia prohibía a un Ancestral enviar la más mínima imagen o pensamiento a otra mente. A Will solo se le permitía escuchar. Así que, tenso, sintió el torbellino de los pensamientos de su amigo mientras estos giraban desesperadamente, buscando un orden.
Bran luchaba.
Los Tres Ancianos… De alguna forma lo sabía… Era extraño y a la vez familiar, como si lo hubiera visto o leído…
Las tres criaturas más antiguas, las tres cosas más antiguas… Lo había leído en el colegio y lo había leído en gales… Las tres cosas más antiguas… Extrajo las gafas del bolsillo de la camisa, como si juguetear con ellas pudiera aclarar su mente y vio, devolviéndole la mirada, el reflejo de sus propios ojos. Ojos extraños…, ojos espeluznantes, como los llamaban en el colegio. En el colegio. En el colegio… Ojos redondos, extraños y felinos, como los de una lechuza. Volvió a meter las gafas en el bolsillo mientras su mente buscaba a tientas un eco. A su lado, Cafall meneó ligeramente la cabeza hasta que esta topó con la mano de Bran. El pelo rozó sus dedos suavemente, muy suavemente, como la caricia de unas plumas.
«Plumas. Plumas. Plumas…».
Lo tenía.
Will, a su lado, sintió, haciéndose eco en su mente, la invasión de alivio y luchó por contener su gozo.
Bran se irguió y aclaró su garganta.
—Los Tres Ancianos del mundo —anunció— son la Lechuza de Cwm Cawlwyd, el Águila de Gwernabwy y el Mirlo de Celli Gadarn.
—¡Bien hecho! ¡Bien hecho! —le animó Will en voz baja.
—Correcto —asintió la fina voz sobre ellos, sin rastro de emoción. Como una estrella matutina, la capa azul claro se arremolinó ante ellos y la figura se hundió de nuevo en su trono.
Del trono central se elevó el caballero de la capa azul turquesa. Dio un paso al frente y miró a Will. Tras su barba gris, el rostro parecía extrañamente joven, aunque tenía la piel cuarteada y morena, como la de un pescador curtido largamente por el mar.
—Will Stanton —proclamó—, ¿quiénes fueron los tres hombres generosos de la isla de Gran Bretaña?
Will se lo quedó mirando. El acertijo no era imposible, sabía que la respuesta se escondía en algún lugar de su mente, almacenada en el Libro de Gramarye, el libro mágico de los hechizos de la Luz que había sido destruido tan pronto como a él, el último de los Ancestrales, se le había enseñado su contenido. Will puso su mente a trabajar, buscó. Pero, al mismo tiempo, un acertijo más profundo le preocupaba. ¿Quién era aquel caballero de la capa azul turquesa que sentía tanto interés por Bran? Conocía a Cafall… Sin duda era un caballero de la Gran Magia y, aun así, había algo en él…, algo…
Will dejó las conjeturas a un lado. La respuesta al acertijo había emergido a la superficie de su memoria.
—Los tres hombres generosos de la isla de Gran Bretaña: Nudd el Generoso, hijo de Senllyt. Mordaf el Generoso, hijo de Serwan. Rhydderch el Generoso, hijo de Tydwal Tudglyd. Y el propio Arturo fue más generoso que los tres juntos —respondió Will con claridad.
De forma deliberada, en la última línea, su voz resonó con el eco por la sala como una campana.
—Correcto —contestó el caballero de la barba puntiaguda. Miró fijamente a Will y pareció estar a punto de añadir algo más, pero, en lugar de eso, simplemente asintió con la cabeza lentamente. Se ciñó la capa en una ola azul y volvió a su trono.
La sala parecía haber obscurecido, invadida por danzantes sombras que provenían de la titilante luz del fuego. Un repentino destello y crepitar provino de detrás de los chicos, cuando uno de los troncos rodó y las llamas se elevaron. De forma instintiva, Will miró atrás. Cuando volvió la vista al frente, la tercera figura, que hasta aquel momento no había dicho nada ni había hecho movimiento alguno, estaba de pie y en silencio ante su trono. Su capa era de un azul profundo, la más obscura de las tres, y su capucha estaba tan echada hacia delante que no se distinguía rastro alguno de su rostro, solo una sombra.
Su voz era grave y resonante, como la de un violoncelo, y llevó la música a la sala.
—Will Stanton —anunció—, ¿qué es lo que se halla en la orilla que teme al mar?
Will avanzó instintivamente y apretó los puños, porque aquella voz le había golpeado en lo más profundo de su ser. Sin duda, sin duda…, pero el rostro se ocultaba tras la capucha y le negaba cualquier forma de reconocimiento. Intentó que alguno de sus sentidos alcanzara los grandes tronos, pero se encontró con una muralla lisa que le apartaba de la Gran Magia. Una vez más, Will se dio por vencido y centró su atención en desentrañar el último acertijo.
—Qué se halla en la orilla que teme al mar… —murmuró lentamente.
Las imágenes atravesaron su mente: enormes olas que rompían contra las rocas de la costa… La luz verde del océano, el reino de Tetis, donde vivían criaturas extrañas… Después, un mar apacible que bañaba con lentas olas una interminable playa dorada. La orilla…, la playa…, la playa…
La imagen se onduló y cambió. Se disolvió en un bosque verde salpicado de árboles nudosos y ancianos, de troncos suaves y anchos de una peculiar corteza gris clara. Las hojas danzaban en las copas, nuevas, suaves, brillantes de un delicado verde que condensaba la primavera. Los estertores del triunfo comenzaron a susurrar en la mente de Will.
—La orilla —musitó—. La playa que el mar baña. Y ¿qué hay en la playa que tema al mar? Una madera de textura fina y delicada, que puedes encontrar en el mango de un cincel, en las patas de una silla, en el palo de una escoba o en el relleno de una silla de montar. Y me atrevería a decir que esos dos cofres entre vuestros tronos están hechos de ella. Los únicos lugares donde no debe usarse son bajo el cielo abierto y en el mar, porque esta madera pierde su virtud si se moja con el agua. La respuesta a vuestro acertijo, mi señor, es la madera del haya.
Las llamas del fuego se elevaron a su espalda y, de repente, la sala se iluminó. El gozo y el alivio parecían inundar el aire. Los dos primeros caballeros de la capa azul se levantaron de sus tronos para unirse al tercero, como tres torres que se cernieran encapuchadas sobre los chicos. El tercer caballero retiró hacia atrás la capucha de su capa azul obscuro para revelar un rostro fiero de nariz aguileña, ojos hundidos y una melena de enmarañado cabello canoso. La gran barrera de la Gran Magia contra el reconocimiento se derrumbó.
—¡Merriman! —gritó Will lleno de gozo.
Saltó hacia delante en dirección a la alta figura, como un niño pequeño se encaminaría hacia su padre, y estrechó las manos que le tendía. Merriman le miró sonriendo mientras Will reía con júbilo.
—Lo sabía —reveló—. Lo sabía. Y aun así…
—Felicidades, Ancestral —respondió Merriman—. Ahora ya eres miembro de pleno derecho del Círculo. Si hubieras fallado en esta parte de la búsqueda, todo se hubiese perdido. —Las frías y duras líneas de su rostro se suavizaron por el afecto; sus obscuros ojos brillaron como negras antorchas. Se volvió hacia Bran y le cogió por los hombros. Bran le miró, pálido y sin expresión alguna.
—Y el Cuervo —añadió la voz grave, con delicadeza—. Nos hemos vuelto a encontrar. Has llevado a cabo tu parte con éxito, como se sabía que lo harías. Manten con orgullo la cabeza bien alta, Bran Davies. Eres el portador de una gran herencia. Se te ha pedido mucho, y aún se te pedirá más. Mucho más.
Bran miró a Merriman con sus felinos ojos, sin pestañear, y no dijo nada. Al sentir el estado de ánimo del galés, Will experimentó un incómodo y desconcertante placer.
Merriman dio un paso atrás.
—Tres Caballeros de la Gran Magia han custodiado durante siglos el arpa de oro. No hay nombres en este lugar, ni aliados en esta empresa. Aquí, como en otros lugares que todavía no conocéis, todo está condicionado por la Ley, la Gran Ley. No tiene importancia alguna que yo sea un Caballero de la Luz o que mi colega de allí sea un Caballero de las Tinieblas. —Efectuó una ligera e irónica reverencia hacia la alta figura que portaba la capa azul claro. Will contuvo la respiración en repentina comprensión y buscó con la mirada el enjuto rostro oculto tras la capucha. Pero lo mantenía apartado de él, miraba hacia las sombras de la sala.
La figura central de la capa azul turquesa dio un paso adelante. Le rodeaba un halo de solemne y silenciosa autoridad, como si estuviera seguro, sin pompa, de saberse el amo y señor de aquella sala. Retiró la capucha hacia atrás y pudieron observar la abrumadora fuerza y bondad del rostro de barba cerrada. A pesar de que su barba era gris, su cabello era castaño ligeramente veteado de gris. Parecía un hombre de mediana edad, en plena posesión de sus fuerzas, pero con una gran sabiduría.
«Pero —pensó Will— no es un hombre…».
Merriman inclinó la cabeza con respeto, haciéndose a un lado.
—Señor-musitó.
Will observó y empezó a entender todo aquello.
Al lado de Bran, Cafall emitió el mismo apagado sonido de devoción que había emitido con anterioridad. Unos ojos de un azul claro fijaron su mirada en Bran.
—Que la fortuna te proteja en mi tierra, hijo mío —dijo el caballero suavemente. Mientras Bran lo miraba perplejo, el caballero se puso en pie y elevó la voz—: Will Stanton —pronunció—. Dos cofres se erigen entre nuestros tronos. Debes abrir el cofre de mi derecha y extraer lo que encuentres dentro. El otro permanecerá sellado, en caso de necesidad, hasta otro tiempo que espero no haya de llegar. Ahora.
Se volvió y se lo señaló con el dedo. Will se dirigió hacia el gran cofre con inscripciones, giró su ornamentado cierre de hierro forjado y tiró de la parte superior. Era tan ancho y la tapa de madera con inscripciones tan pesada, que tuvo que arrodillarse y empujar hacia arriba con todas sus fuerzas, pero rechazó con un gesto de la cabeza la ayuda que Bran pretendía prestarle.
Poco a poco, la enorme tapa cedió y se abrió del todo. Por un instante se oyó una delicada música suspendida en el aire… Will buscó dentro del cofre y, cuando se enderezó de nuevo, llevaba en las manos una pequeña y reluciente arpa de oro.
La lánguida melodía de la sala murió, dando paso al débil y creciente fragor de un trueno distante. Poco a poco se fue acercando, cada vez más fuerte. El caballero de la capa azul celeste, con el rostro aún oculto tras su capucha, se separó de ellos. Asió sus vestiduras y las ciñó contra su cuerpo con una largo barrido del brazo.
El fuego siseó y se apagó. El humo inundó la sala, obscuro y penetrante. El trueno estalló y rugió alrededor. El caballero de la capa azul celeste emitió un alarido de rabia y desapareció.