No se divisaba demasiado humo para todo aquel fuego. Siguiendo en una línea la ladera más baja de la montaña, la que solo se podía ver por encima del seto, las llamas se habían hecho dueñas de los helechos. Era como una larga herida, una cuchillada en la pacífica y tostada pendiente, que se agitaba con una energía devastadora y siniestra. Y aun así emitía unos colores muy apagados y estaban demasiado lejos para oír ningún ruido. Durante un segundo, Will solo se percató de lo asombroso que era que John Rowlands hubiera podido distinguirlo.
En un segundo se pusieron manos a la obra, espoleados por la urgencia de la suave voz de John Rowlands.
—A la granja, vosotros dos, rápido. Avisad del fuego en Tywyn y a la policía y luego volved con todos los refuerzos que podáis. Todas las manos libres que podáis encontrar. Y traed escobas para el fuego, Bran, tú sabes dónde están. Venga, Owen.
Los dos hombres echaron a correr sendero arriba y atravesaron el valle, mientras los chicos bajaban en picado hacia el portillo que les conducía a través de los campos hacia la granja Clwyd. Bran volvió la cabeza en un remolino de pelo blanco.
—Tómatelo con calma, ¿eh? —dijo preocupado—, o te pondrás peor.
Salió disparado como una veleta. Dejó atrás a Will, que cerró el portillo, tras lo cual corrió resignado tras su huella.
Bran ya había dado el aviso en la granja cuando lo alcanzó. David Evans los llevó en el Land-Rover con Rhys y un alto granjero llamado Tom Ellis que se encontraba allí cuando llegaron. La parte posterior del pequeño coche había sido abarrotada de escobas para el fuego, costales y diversos cubos que el tío de Will tenía la pequeña esperanza de poder utilizar. Los perros, por una vez, se quedaron atrás.
—No harían más que estorbar —explicó Rhys al ver que Will volvía la cabeza hacia los lastimeros ladridos—. Y las ovejas salvarán su pellejo ellas mismas… De hecho, a estas alturas, ya deben de estar bastante lejos.
—Me pregunto dónde estará Cafall —comentó Will antes de ver la cara de Bran y desear no haber dicho nada.
Ya cerca, el fuego de la montaña era mucho peor de lo que parecía desde lejos. Ahora lo podían oler y oír; podían oler un humo más penetrante que el de las hogueras de la granja y podían oír el suave y devastador sonido de las llamas que consumían los helechos, como si los estrujara entre las manos, y el súbito rugido de un crepitante arbusto o de un matojo de tojo cuando explotaba. Y podían ver las llamas, elevándose, de un rojo y un amarillo brillante en los extremos, pero feroz y casi invisible en su corazón.
Cuando saltaron fuera del coche, David Evans pidió las escobas a gritos. Will y Bran tiraron de ellas; eran como las escobas antiguas, pero con los mangos más largos y anchos. John Rowlands y el padre de Bran, ya equipados, desbrozaban la cabecera del fuego en un intento por contenerlo. Pero se levantó viento y las llamas, elevándose y crepitando, pronto los superaron y comenzaron a extenderse a lo largo del cerro más bajo de la montaña. Cuando llegaron a la cima, rugiendo colina arriba a través de los helechos secos como la yesca, Owen Davies tuvo el tiempo justo para saltar a un lado y apartarse de su camino.
El crepitar se elevó; el aire estaba lleno de fumaradas, humo y de remolinos negros de partículas de carbón y ceniza. Una oleada de calor los atrapó. Formaban una línea que intentaba combatir las llamas, sofocarlas atizándolas con todas sus fuerzas con las escobas, aunque solo ocasionalmente conseguían extinguir alguna ascua. John Rowlands gritó algo en gales, desesperado. Cuando descubrió la expresión de incomprensión en la cara de Will, añadió con voz entrecortada:
—¡Tenemos que conducirlo hacia arriba antes de que llegue a casa de Prichard! ¡Mantenlo alejado de las rocas!
Al mirar fijamente hacia la gran y extensa pendiente rocosa del Craig yr Aderyn Will consiguió ver, por primera vez, la esquina de un edificio de piedra gris que sobresalía a lo lejos. La luz emitía destellos a través del agua rociada al lado de la casa; alguien estaba empapando la tierra a su alrededor en un intento de amortiguar el fuego en el caso de que llegara hasta allí. Pero Will, sacudiendo con desespero su larga escoba de puntas planas pensó que nada iba a poder detener aquel infierno que ya rugía por encima de sus cabezas al alcanzar un matorral de zarzas. Era como una bestia enorme que arrasaba la montaña y engullía todo lo que encontraba a su paso con una irresistible glotonería. Era tan poderoso, y ellos tan insignificantes, que incluso el esfuerzo de controlar su dirección se antojaba ridículo. Pensó: «Es como las Tinieblas», y por primera vez se preguntó cómo había comenzado el fuego.
Por debajo de ellos, desde la carretera al pie del gran Craig, llegó el aullido de la sirena del coche de bomberos, y Will divisó salpicaduras de un rojo vivo a través de los árboles y una manguera que serpenteaba en el aire. Las voces de algunos hombres llegaban amortiguadas y se oyó un ruido de motores. Pero arriba, en la pendiente, el fuego ganaba terreno mientras el viento soplaba a rachas y, gradualmente, fueron obligados a retirarse hacia los árboles que bordeaban la carretera. En un trueno triunfal, el fuego rugió tras ellos.
—¡Hacia la carretera! —gritó el enjuto Tom Ellis—. ¡Pronto alcanzará esos árboles!
Will respiraba con dificultad al lado de John Rowlands.
—¿Qué va a pasar?
—Casi se ha consumido. —Pero el arrugado rostro del gales seguía contraído.
Bran se acercó corriendo por el otro costado con su pálida piel sucia y manchada.
—El problema es este viento que se lo lleva hacia el valle… ¿Está la casa de Prichard en verdadero peligro, señor Rowlands?
John Rowlands detuvo su avance un momento para observar a su alrededor. Se estaban formando nubes en el cielo azul, extrañas y deshilvanadas nubes de un blanco sucio que parecían venir de ninguna parte.
—No lo sé… El viento es muy cambiante en esta estación, y ahora está cambiando, pero es difícil decir hacia dónde… Tarde o temprano lloverá.
—Bien —suspiró Will esperanzado—, la lluvia acabará con el fuego, ¿no? —Pero mientras hablaba oía el crepitar y el rugido del fuego, como si se riera a sus espaldas, y no se sorprendió cuando John Rowlands negó con la cabeza.
—Solo con una lluvia muy fuerte… El suelo está muy seco, como nunca antes a estas alturas del año. Solo una buena tromba de agua tendría algún efecto. —Miró a su alrededor y frunció el ceño en dirección hacia las montañas y el cielo—. Hay algo extraño en ese fuego…, algo que no va bien… —Se encogió de hombros dando por acabada la búsqueda y siguió hacia delante mientras doblaban por un recodo en dirección al camión de los bomberos y su atronador y rugiente motor.
Will pensó: «Ah, John Rowlands, ves más de lo que crees, aunque no lo suficiente. El Caballero de las Tinieblas ha comenzado su labor en estas montañas; el Rey Gris está levantando una pared para proteger al arpa de oro y a los Durmientes que han de ser despertados y así impedir que me acerque y complete mi búsqueda. Porque si los puede mantener alejados del alcance de la Luz, entonces los Ancestrales no obtendrán todo su poder y no habrá nadie que pueda impedir que resurjan las Tinieblas…».
—¡Pero no se saldrán con la suya! —exclamó sin darse cuenta de que hablaba en voz alta. Una suave voz le dijo al oído:
—¿Quién no se saldrá con la suya? —Los obscuros cristales de las gafas de Bran le observaban y le ocultaban los ojos.
Will le miró y dijo con repentina y desnuda honestidad: —No sé qué pensar de ti.
—Ya sé que no lo sabes —respondió Bran con su peculiar sonrisa torcida en su extraña y pálida cara—. Pero, de todas formas, me necesitas. —Giró en redondo, mientras el humo procedente del fuego en lo alto de la montaña llegaba en oleadas y los rodeaba—. No te preocupes —prosiguió mientras ahogaba una risita—, nunca nadie ha sabido qué pensar de mí. —Y se alejó, girando, corriendo, casi bailando, carretera arriba hacia el camión de los bomberos.
Will corrió tras él. Y de repente, ambos se detuvieron en seco ante una visión sobrecogedora. Bajo la amenazadora mole del Craig yr Aderyn, los bomberos tenían dos mangueras en funcionamiento que empapaban la montaña y una parte de la carretera en un intento por impedir que el fuego se elevara hacia el Craig y bajara hacia la granja de los Prichard. Otros corrían arriba y abajo con cubos, escobas, cualquier cosa con la que poder ahogar o combatir las huidizas chispas antes de que prendieran. La carretera hervía de agitada actividad. Y, en medio de todo aquello, se erguía rígido e inconsciente del peligro, invadido por la rabia, Caradog Prichard con su hirsuto pelo rojo, sangre en la camisa, una escopeta en una mano… y la otra alzada, rígida, que apuntaba acusadoramente a John Rowlands mientras gritaba, consumido por la ira:
—¡Entrégueme el perro! ¡Entréguemelo! ¡Le demostraré que fue él, él y ese engendro de chucho blanco del monstruoso chico de Davies! ¡Se lo demostraré! ¡Seis ovejas en mi campo, hay seis, con las gargantas abiertas, maldita sea, con media cabeza fuera… y solo por divertirse! ¡Eso es lo que sacan esos malditos perros y es por eso por lo que les voy a pegar un tiro! ¡Tráigamelos aquí! ¡Tráigamelos! ¡Y se lo demostraré!
Los chicos se quedaron petrificados mientras le observaban con horror. En aquel momento no parecía un ser humano, sino una frenética criatura poseída por la ira, convertida en un animal. Se podía percibir en él la urgencia por hacer daño y era, como siempre será, la visión más terrible del mundo.
Observando a Prichard con los ojos de un humano y la visión de un Ancestral, a Will le invadió una abrumadora compasión: la seguridad de lo que sin duda le sucedería a Caradog Prichard si no se le apartaba, ahora y siempre, de aquella pasión antes de que fuera demasiado tarde. «Detente —quería decirle—, detente antes de que el Rey Cris te vea y te tienda la mano amistosamente, y tú, ignorante, la tomes y te pierdas…».
Sin pensar lo que hacía, dio un paso al frente y el movimiento hizo que el hombre pelirrojo se volviera hacia él. También el dedo giró con rabia, señalándole a través del aire.
—Y tú también, Sais bach, eres parte de todo esto, tú y la granja de tu tío. Son los perros de Clwyd, esas bestias asesinas. Vosotros sois los responsables, y tendréis lo que os merecéis, todos vosotros…
Expulsaba espumarajos por las comisuras de la boca. No había nada que hacer. Will se retiró hacia atrás. Con la furia de los alaridos de Prichard, incluso los bomberos habían hecho una pausa, sorprendidos. No se oía más ruido que el rugido del camión de los bomberos mientras bombeaba y el crepitar de las acechantes llamas. No hubo movimiento alguno durante un instante. Entonces David Evans se adelantó, una pequeña y vigorosa figura con una escoba en la mano y manchas de hollín en el rostro y la camisa. Asió a Prichard por el hombro sin temor y lo zarandeó con fuerza.
—El fuego nos atrapará en poco tiempo, Caradog Prichard. ¿Quieres que se queme tu granja? ¡Todos nosotros aquí dejándonos la piel para alejar las llamas de tu tejado, tu mujer allí dentro haciendo lo mismo, y tú aquí fuera dando voces como un loco sin pensar nada más que en unas cuantas ovejas muertas! ¡Tendrás muchas más que lamentar, hombre de Dios, y también una granja arrasada, si no entras en razón ahora mismo! ¡Ya!
Prichard le miró sin expresión alguna, con los pequeños ojos brillantes de su flácido rostro entrecerrados suspicazmente. Y entonces pareció que comenzaba a despertar poco a poco, y a darse cuenta de dónde estaba y de qué estaba pasando. Confundido, miró las llamas elevarse por encima del seto.
La bomba del camión se elevó una nota más cuando los bomberos dieron la vuelta a las mangueras para encarar el imparable fuego. Las chispas volaban en todas direcciones mientras el resto azotaba los helechos con frenesí. Caradog Prichard lanzó un corto chillido de terror, se volvió y corrió de vuelta a su granja.
Sin una palabra, Will y Bran se reunieron con el resto en la línea y bordearon diagonalmente ladera arriba, en un intento por evitar que el fuego se expandiese por el Craig y lo sobrepasara. El cielo iba nublándose a medida que las nubes engordaban y la tarde seguía su curso. Pero no aparecía la más mínima señal de lluvia. El viento comenzó a rachear de nuevo: paraba un instante y volvía a elevarse en una repentina racha. No hacía falta ser adivino para saber lo que vendría a continuación. Cada vez con más fuerza, Will podía sentir la hostilidad del Gran Rey arremetiendo contra él desde las altas cimas a la cabeza del valle. Una barrera tan intensa como la pared de llamas que rugía hacia ellos desde todas direcciones, aunque el único que podía sentir la fuerza de ambos, el único atrapado entre los dos, era el Ancestral, Will Stanton, destinado desde su nacimiento a seguir aquella búsqueda donde quiera que le condujera…
De súbito, le invadió una alegría salvaje y sacó fuerzas de donde no las había para endurecer sus vencidos brazos y piernas. Gritó con repentino gozo; reía como un loco a Bran mientras sofocaba las llamas; azotaba los helechos a sus pies como si los quisiera aplastar contra el suelo.
Entonces, un movimiento furtivo montaña arriba acaparó su atención: más allá de la línea de las llamas, cerca de las desnudas rocas, vio, lanzado hacia delante a una velocidad increíble, la forma de un zorro gris y blanco. Con la cola ondeante tras él y las orejas pegadas a la cabeza, efectuó un salto hacia la elevada ladera del Craig yr Aderyn. El humo se arremolinó, se elevó con el viento y el zorro desapareció. Will solo lo había podido distinguir unos instantes.
Oyó un agudo gemido proveniente de Bran.
—¡Cafall! —El chico gales ya escalaba ladera arriba, haciendo caso omiso de los gritos de preocupación de más abajo, sin tener en cuenta el fuego, el humo y todo aquello que no fuera la visión del animal blanco que creía era su perro.
—¡Bran, vuelve! ¡No es Cafall! —Will trepó desesperado tras él, con el corazón desbocado, como si quisiera salírsele del pecho—. ¡Bran! ¡Vuelve!
La pendiente se hacía cada vez más pronunciada, hasta que se encontraron en el mismo Craig trepando entre los helechos, sobre la resbaladiza hierba, bordeando los salientes de la roca gris. Bran hizo una pausa en una de ellas, jadeante. Con ojos desorbitados observó a su alrededor. Will se dejó caer a su lado, casi sin poder hablar.
—¡Cafall! —gritó Bran al aire.
—No era Cafall, Bran.
—Ya lo creo que sí. Lo he visto.
—Era un zorro, Bran. Uno de los milgwn. Bran, es un engaño, ¿no lo ves?
Will tosió sofocado a causa del remolino de humo que los envolvió, proveniente de la nube negra que serpenteaba por la pendiente. No podían ver nada a excepción del humo, la escarpada roca y fragmentos de cielo gris sobre sus cabezas. Abajo, no había señal de la granja, de los hombres o del valle, y solo se podía oír el suspiro del viento y, en alguna parte, los discordantes y apagados chillidos de los pájaros.
Bran miró a Will, incrédulo.
—Bran, créeme.
—Está bien. Estaba tan seguro… Lo siento.
—No te preocupes. No fuiste tú quien vio. Fue el Rey Gris quien te hizo ver. El problema es que no podemos volver por ahí, el fuego se está acercando…
—Hay un camino por la otra parte —dijo Bran mientras se limpiaba el sudor que le caía sobre los ojos—. Allí no hay helechos que el fuego pueda quemar, solo roca. Pero es un paso difícil. —Miró dubitativo el pálido y tiznado rostro de Will.
—Estoy bien. Vamos, vamos.
Siguieron trepando los pedregosos escalones de hierba y roca, aferrándose con las manos y los pies.
—¡Aquí hay un nido de pájaros! —Will había vislumbrado una desordenada pila de ramitas y helechos a poca distancia de su cabeza.
—También habría pájaros si no fuera por el fuego. En primavera es un lugar de anidación, como ya te expliqué. No solo para los cormoranes, también para los cuervos. Un montón de pájaros… Por eso lo llaman el cerro de las Aves, claro. Aquí…-Bran hizo una pausa en una ancho saliente de la roca bordeado de helechos. —Estamos en la loma. Llega hasta la otra parte, hacia la granja de Prichard.
Pero Will le miraba, paralizado.
—¿El cerro de las Aves?
—Eso es —asintió Bran sorprendido—, el Cerro de las Aves. Craig yr Aderyn, la roca de los pájaros. Creía que lo sabías.
Will recitó despacio, reflexionando:
En el día de los Muertos, cuando también el año muere, En el día de los Muertos, cuando también el año muere,
Deberá el más joven abrir las más antiguas montañas
A través de la puerta de las aves, donde cae el viento…
Bran se lo quedó mirando.
—Te refieres… a la puerta de las aves… ¿aquí?
—El cerro de las Aves. Tiene que serlo. Lo sé. Y hoy es el día de los Muertos…-Will sacudió la cabeza con brusquedad y alzó la vista al cielo, donde las nubes flotaban como buñuelos grises de humo. —Y el viento está cambiando, observa… No… Sí, ahora… Un viento maligno, un viento de las Tinieblas. No me gusta, Bran, se dirige al Rey Gris—. Hablaba sin alojar en su pensamiento duda alguna sobre la lealtad de Bran.
—Está cambiando hacia el norte —añadió el chico del pelo blanco con tristeza—. Es el peor de los vientos. Le llaman el Gwynt Traed yr Meinv, «el viento que sopla alrededor de los pies de los muertos». Trae tormentas. Y a veces cosas peores.
El distante crepitar del fuego se hacía cada vez más intenso. Will miró por encima del hombro, colina abajo; el fuego era más denso allí y sintió que el aire era más caliente. El viento soplaba racheado y almacenaba las cenizas y el hollín en remolinos obscuros sobre sus cabezas. De repente, Will supo con total certeza que el Rey Gris había detectado su presencia; lo sabía muy bien, estaba reuniendo su poder para atacar… y fue en ese preciso instante cuando comenzó el fuego en la montaña. Se encogió en un repentino sentimiento de terrorífica soledad. Un Ancestral, solo, sin los otros de la Luz, era vulnerable a las Tinieblas cuando estas eran fuertes. Aunque no podía ser destruido, podía ser desarmado. Si lo atrapaba indefenso, el poder absoluto de un Caballero de las Tinieblas podía expulsarlo fuera del Tiempo por un período tan dilatado que, cuando pudiera ser de ayuda a sus compañeros, sería demasiado tarde. Así que el Rey Gris golpeaba a Will con el fuego y con todo aquello que pudiera estar bajo su mando. Y Bran era aún más vulnerable. Will se volvió rápidamente.
—Bran, vamos, subamos por la colina hacia la cima. Antes de que el fuego…
Su voz murió en la garganta. Silenciosamente, en la colina que los envolvía, a través de los agujeros y las grietas, tras los recodos y los riscos, aparecieron sigilosas las fantasmagóricas figuras grises y blancas de los milgwn, más de una veintena de ellos, las cabezas bajas mostrando los clientes, con una mancha blanca que brillaba en la rígida, gris y peluda cola. El olor a zorro impregnaba el aire, más intenso que el del fuego. A la cabeza se erguía el rey de los zorros, su líder; la lengua roja le colgaba de la boca mientras emitía un espantoso gruñido. Sus colmillos eran blancos y largos como dedos y tan afilados como sus garras, carámbanos de hueso. Les brillaban los ojos y el collarín de pelo blanco alrededor del enorme pecho y cuello.
Will apretó los puños cuando pronunció a gritos palabras mágicas en la Antigua Lengua, con rabia, pero el gran zorro gris no retrocedió. Al contrario, dio un repentino y brusco salto y cayó en el mismo sitio, tal como Will había visto hacer una vez a un zorro en Buckinghamshire, lejos de aquel valle, para saber qué peligro le amenazaba en un campo de trigo que sobrepasaba su cabeza en altura. Mientras saltaba, el líder de la manada emitió un corto y seco ladrido, grave y claro. El milgwn lanzó un profundo gruñido. Y una súbita llamarada se elevó al lado de Will con un sonido de ropa rasgada, como si el fuego de la montaña hubiera llegado al fin a la colina del Craig yr Aderyn y rugiera crepitando a su alrededor entre los helechos.
Will saltó hacia atrás. No había más camino de salida que a través de los zorros. El gran zorro se agachó y se quedó inmóvil; se apoyó en el estómago, tensando los músculos dispuesto a saltar.
Will oyó un repentino y penetrante grito a la altura de su hombro. Bran saltó hacia delante, agitando en su mano un retorcido manojo de pequeñas ramas de roble que ardían como la yesca, un haz de llamas. Lo dirigió hacia la cabeza del zorro gris. El animal gimió y se retiró. Tropezó con sus compañeros y los zorros se apiñaron confundidos. Antes de que las ramas se consumieran hasta llegar a su brazo, Bran las lanzó a un lado. Pero, de súbito, llevadas por una racha de viento, cayeron en la cara opuesta de la colina, en la ladera intacta. Siguieron rodando y sobrepasaron el borde, hacia abajo, hacia la parte más alejada del Craig, donde el fuego no hubiera podido llegar de otra manera. Se oyó el jadeo de la llama cuando el fuego prendió en su nueva presa. Bran gritó, horrorizado:
—¡Will! He enviado el fuego ladera abajo hacia la granja de Prichard… ¡Estamos atrapados!
—¡La cima! —urgió Will—. ¡Tenemos que llegar a la cima!
Con la completa certeza de antiguos instintos, sabía el lugar que tenía que encontrar. Habían comenzado a llamarle apremiante, invisible, habían despertado con su búsqueda. Sabía qué aspecto debía tener, sabía qué tenía que hacer cuando llegaran. Pero llegar hasta allí era otra cosa. Las llamas crepitaban a ambos lados y quemaban su fina piel seca. Enfrente de ellos, los milgwn se reunían en un apretado semicírculo, a la expectativa…
Angustiado, Will quiso protegerse a sí mismo y a Bran plantándose firme, cara al norte, y pronunciando algunas palabras en la Antigua Lengua. Era el Hechizo de Helledd, el que protegía al viajero contra cualquier amenaza de los dueños de la tierra por la que deambulara. Pero no estaba del todo seguro de que funcionara. Sabía que no duraría mucho tiempo. A su lado, oyó que Bran lanzaba un implorante alarido, como un pequeño animal pidiendo ayuda sin saber que lo hace. —¡Cafall! ¡Cafall! Y de la nada, atravesando la colina y en su dirección, apareció un rayo blanco que saltó sobre el zorro más cercano y cargó sobre uno de sus costados de forma que cayó rodando con un aullido. El tenso semicírculo vaciló, desconcertado. Cafall saltó con un gruñido sobre el siguiente zorro y cerró las fauces con fuerza sobre uno de los hombros. El animal gimió de forma espantosa y salió corriendo. Allí estaba el perro blanco, en medio de la confusión que había provocado, rompiendo las filas de los milgwn, beligerante como un toro, con las patas firmes sobre la roca. El mensaje que brillaba en sus extraños y plateados ojos era claro. Will asió a Bran del brazo y tiró de él sobrepasando a Cafall, libres, mientras los jadeantes zorros dudaban.
—¡Hacia arriba, Bran, rápido! ¡Es el único sitio! Los ojos de Bran destellaron sobre la negra tierra y la blanca piel, obscuras colinas y cielo gris. Vio como el gran rey de los milgwn los observaba, recobrada la calma, preparado para la persecución. Entonces, Cafall dio media vuelta para encararse con el animal y emitió en crescendo el gruñido más largo y helador que Bran hubiera oído jamás en su vida. Como cumplimiento de algún largo destino, el perro estaba haciendo lo posible por que escaparan. No había excusa para no obedecer. Con una súbita invasión de confianza y humildad, Bran dio media vuelta y comenzó a enfilar la colina detrás de Will. Trepaban con ayuda de manos y pies sobre la rocosa loma. Will se dirigía al lugar donde debían llegar; le llamaba, invitándole. Bajo las rocas que habían escalado, el humo formaba remolinos como un mar obscuro. Sobre ellos, pájaros invisibles chillaban y chirriaban con rabioso terror. Cuando no pudo seguir subiendo, Will vio una estrecha hendidura que se distinguía entre las rocas enfrente de él, por encima de sus cabezas; una larga abertura, ensanchada y erosionada por las heladas, el viento y la lluvia. Sus paredes grises de granito estaban salpicadas de verde por el liquen. Atrajo a Will de forma irresistible.
—¡Aquí! —le gritó a Bran. Luego elevó la voz, con autoridad—: ¡Cafall!
Las paredes grises de granito de la grieta se elevaban tres veces más por encima de su cabeza. Cuando entró, Will miró hacia atrás por encima del hombro. Vio que Bran le seguía, perplejo, y una rápida figura blanca se colaba tras él. Cafall corrió como un rayo y descansó su morro brevemente en la mano de Bran cuando lo alcanzó. Fuera de la roca, una desaforada turba de frustrada rabia se elevó entre los furiosos milgwn, a los que les estaba prohibida la entrada. El poder de su amo, Will ahora lo sabía, era un poder sobre las rocas, las montañas y sobre todos los lugares elevados de Gwynedd, pero solo sobre estos. El interior de la roca y de la montaña estaba fuera de su alcance.
Continuó hacia delante. Al fondo, la rocosa grieta se ensanchaba un poco. La luz era tenue. Las cosas no parecían tener forma, como en un sueño. Fuera, los zorros gruñían y aullaban. Poco después, delante de Will ya no había nada más que pura roca gris, una formidable pared lisa donde finalizaba la grieta. Will miró fijamente la roca. El entusiasmo por el descubrimiento y un alivio tan intenso como la alegría invadieron su mente. Cafall estaba a su lado, erguido y orgulloso como un brioso corcel. Will reposó una mano sobre su cabeza. Elevó el otro brazo, estiró los dedos en un gesto de dominio y pronunció tres palabras en la Antigua Lengua.
Delante de él, la roca se abrió como una gran puerta, con una débil melodía, muy débil, de delicada música profundamente familiar y aun así extraña, que desapareció tan pronto como la oyeron. Will caminó hacia delante y traspasó las puertas rocosas con Cafall que correteaba con seguridad a su lado, la cabeza alta y meneando la cola. Y Bran, vacilante, los siguió.