El zorro gris

Will sabía que nadie más lo podía sentir. A tenor de las apariencias, no había razón alguna para que nadie sintiera la más mínima inquietud. El cielo era de un suave azul y hacía un calor impropio para la estación, así que Rhys se sentó en el tractor con la espalda al descubierto mientras araba las últimas tierras sembradas de rastrojo y comenzó a cantar con su clara voz de tenor por encima del rugido del motor. La tierra olía a limpio. La milenrama y la hierba cana salpicaban de blanco y amarillo los arbustos, sobre los que colgaban las gordas bayas rojas del espino. Las extensas laderas donde el valle comenzaba a elevarse poseían el dorado tostado de los helechos, resecos como la yesca a causa del extraño calor del veranillo de San Martín. La niebla abarcaba todo el horizonte. Las montañas descansaban como animales durmientes; sus cambiantes colores mutaban cada hora del día del tostado al verde, del verde al grana y volvían a completar el ciclo.

Y aun así, tras toda aquella calma otoñal, mientras vagabundeaba por los campos y la montaña salpicada de tojo, Will sentía que la tensión iba en aumento a su alrededor, que avanzaba sin pausa como un lento manto de lava que desde los altos picos se deslizaba sobre el valle. La hostilidad estaba comenzando a hacer mella en él. Sin prisa, pero sin pausa, la presión de la maldad lo agobiaba hasta el punto de trastornarlo y aturdido. Y nadie más lo sabía. Solo los ocultos sentidos de un Ancestral podían percibir los avances de las Tinieblas.

Tía Jen estaba encantada con el cambio en la apariencia de Will.

—Mírate, solo unos pocos días y ya tienes color en las mejillas, y si este sol continúa, incluso te pondrás moreno. Anoche le escribí a Alice que no te reconocería, que pareces otro chico.

—Un sol muy agradable, tienes razón —asintió tío David—. Pero demasiado, gracias, para esta época del año. Los pastos se están secando y los helechos de la montaña… Podríamos tener un poco de lluvia…

—Tendrías que oírte —respondió tía Jen, riendo—. La lluvia es una de las cosas de las que siempre vamos sobrados por aquí.

Pero seguían disfrutando de un día soleado y Will decidió acompañar a John Rowlands y sus perros a recoger un rebaño de corderos que iban a bajar para que pasaran el invierno en la granja Clwyd. El dueño, un granjero de la colina, ya los había conducido medio camino hasta otra granja a la cabeza del valle. Mientras observaba el ondulante y blanco caos de lomos lanudos que se agitaban y balaban en un coro ensordecedor, Will no podía ni imaginar cómo podrían llevarlas indemnes hasta Clwyd. Cuando una oveja se separó del resto y se acercó dando brincos en su dirección, no pudo persuadirla para que volviera con sus compañeras ni aun cuando le gritó y empujó sus enormes y lanosos costados.

—Beee —baló la oveja con su vacuo tono de barítono. Como si él no estuviera allí, se desvió y comenzó a masticar un arbusto. Pero cuando Tip, el perro pastor de Rowlands, se dirigió hacia ella corriendo, la oveja se volvió obedientemente y regresó con el resto, meneando la cabeza.

Will no pudo descubrir cómo John Rowlands se comunicaba con sus perros. Tenía dos: el moteado Tip que tenía dos manchas, una en el morro y otra en la punta de la cola; y otro mayor, de imponente apariencia, llamado Pen, de largo pelo negro y una oreja desgarrada, recuerdo de una vieja pelea. Rowlands solo tenía que mirarlos, dirigirles una sonrisa que arrugaba su enjuto y bronceado rostro, pronunciar una suave palabra en gales o emitir un corto silbido, y ellos ejecutaban una complicada maniobra que un hombre corriente solo podría haber entendido después de una explicación de diez minutos.

—Ves al frente —le dijo a Will a través del grave y desconcertante coro de balidos, mientras él abría el portillo y las ovejas lo superaban y se dirigían a la carretera, como una lengua de nieve—. Bien adelante, para avisar a cualquier coche que venga que se detenga a un lado.

Will parpadeó, alarmado.

—Pero ¿cómo hago para mantenerlas atrás? ¡Me adelantarán corriendo!

La risa sofocada de John Rowlands brilló en el bronceado rostro gales.

—No te preocupes. Pen se encargará de eso.

Y Pen así lo hizo. Era como si llevara atada una cuerda alrededor de la cabeza del rebaño de ovejas para mantenerlas en un cuidado y tirante semicírculo. Corría, se lanzaba a la carrera, descansaba sobre la barriga, se movía siempre hacia el frente, a veces guiaba una oveja errante hacia la dirección correcta con un breve ladrido. Las mantenía en marcha, obedientes, a lo largo de la carretera. Y Will, aferrando el cayado que John Rowlands le había prestado, avanzaba al frente a grandes zancadas, orgulloso y seguro de sí mismo, sintiéndose como si hubiera sido pastor desde el principio de los tiempos.

De hecho, solo se encontraron con dos coches en todo el camino del valle, pero indicarles que se pusieran al lado de los setos resultó un placer inesperado mientras las ovejas se apelotonaban en una ondulante marea gris. Will estaba disfrutando tanto de su trabajo que quizá, pensó después, había bajado demasiado la guardia. Porque, antes de que llegara el ataque, no había percibido ninguna señal de alarma.

Se encontraban en una parte solitaria de la carretera, con la tierra yerma del páramo a un lado y la obscura falda de la montaña alfombrada de árboles al otro. Allí no se cultivaban las tierras. Los helechos y las rocas flanqueaban los márgenes de la carretera como si fuera un sendero a través de las montañas. De repente, Will se dio cuenta del cambio en el balido de las ovejas a su espalda: una nota de alarma más alta que el resto, un frenesí de pezuñas que se arrastraban. Al principio creyó que serían John Rowlands y Tip persiguiendo a una oveja que escapaba, pero entonces oyó un seco y agudo silbido que impulsó a Pen a rodear las ovejas; les gruñía y ladraba amenazador para que se mantuvieran quietas. Y oyó la urgente voz de John Rowlands que le llamaba:

—¡Will! ¡Rápido! ¡Will!

Corrió en su dirección, rodeó a las asustadas y quejumbrosas ovejas y fue entonces cuando se detuvo en seco a medio camino del rebaño. En la cuneta había una gran mancha roja en la garganta de un tambaleante animal, más pequeño que el resto. Will atisbo un fugaz movimiento entre los helechos mientras alguna criatura huía. Mientras se alejaba montaña arriba, iba derribando matojos que se balanceaban y volvían a enderezarse. Will la siguió con la mirada, horrorizado, mientras la oveja herida se tambaleaba y caía. Sus compañeras se alejaron de ella, aterrorizadas. Los perros les gruñeron amenazadores en un intento frenético por contener el rebaño. Will oyó a John Rowlands gritar y el seco golpe del cayado contra el duro asfalto. También gritó y agitó los brazos ante el conmocionado rebaño de ovejas, intentando mantenerlas juntas cuando trataban de escapar hacia el páramo, presas del pánico. Gradualmente, los nerviosos animales fueron calmándose y se quedaron quietos.

John Rowlands se inclinó sobre el cordero herido.

—¿Está bien? —gritó Will a través de los ondulantes lomos.

—No está demasiado herida. No le ha encontrado la yugular. Estamos de suerte. —John Rowlands se agachó, levantó de un tirón a la oveja inerte y la pasó sobre sus hombros. Le asió la cabeza y las patas para poder transportarla sobre su espalda como si fuera una enorme bufanda. Jadeando por el esfuerzo, se levantó lentamente. Su cuello y mejillas estaban moteadas de rojo por la lana manchada de sangre de la oveja.

—¿Era un perro? —preguntó Will acercándose.

Rowlands no podía mover la cabeza a causa de la oveja, pero sus brillantes ojos giraron con rapidez.

—¿Viste un perro?

—No.

—¿Estás seguro?

—He visto algo que corría entre los helechos, pero no sabría decir lo que era. Pensé que sería un perro… Quiero decir, ¿qué otra cosa podría ser?

Rowlands no contestó, sino que le señaló con la mano que siguiera adelante y silbó a los perros. El rebaño empezó a desfilar carretera abajo. Anduvo a su lado, dejando la retaguardia a Tip. El perro mantuvo las ovejas avanzando ordenada y eficientemente.

Pronto llegaron a una casa desierta, fuera de la carretera, de paredes de piedra y tejado de pizarra, de firme apariencia pero con los vidrios de las dos pequeñas ventanas rotos. John Rowlands abrió la pesada puerta de madera de una patada, entró y salió sin la oveja; respiraba con dificultad y se limpió el sudor de la cara con la manga. Cerró la puerta.

—Ahí estará segura hasta que podamos volver a por ella —explicó a Will—. Ya no queda mucho.

Pronto se encontraron en Clwyd. Will abrió el portillo del ancho pasto donde sabía que guardaban las ovejas y los perros las condujeron dentro. Durante unos momentos, las ovejas se arremolinaron en un círculo sin parar de balar. Luego se dedicaron al goloso mordisqueo de la abundante hierba.

John Rowlands fue a por el Land-Rover y Will le acompañó a recoger a la oveja herida. En el último momento, el negro perro Pen saltó dentro del coche y se acomodó entre los pies de Will. Will le acarició las sedosas orejas.

—Seguramente un perro atacó a las ovejas, ¿no? —preguntó mientras estaban en camino.

—Espero que no —suspiró Rowlands—. Pero, de hecho, no sé de otra criatura salvaje que hubiera atacado a un rebaño custodiado por perros y hombres. Solo un lobo pudo hacerlo, y en Gales no hay lobos desde hace doscientos años o más.

Puso rumbo hacia la casa. Rowlands giró el coche para facilitar el acceso a la puerta trasera y entró en la pequeña construcción de piedra.

Volvió a salir casi al instante, con las manos vacías, mirando con inquietud a su alrededor.

—¡No está!

—¡No está!

—Tiene que haber alguna señal. ¡Pen! ¡Tyrd yma! —John Rowlands dio una vuelta alrededor de la casa, fijando su mirada en la hierba, los helechos y el tojo, mientras su perro lo hacía por la otra parte y alrededor de él, con el hocico a ras del suelo. También Will miraba, esperanzado, buscando plantas pisadas o señales de lana o de sangre. No vio nada. Una roca de cuarzo blanco mellada relució ante él a la luz del día. Una alondra cantó. Entonces, de repente, Pen emitió un corto y seco ladrido y comenzó a seguir un rastro; corría con seguridad, con la cabeza gacha, a través de la hierba.

Le siguieron. Pero Will estaba confundido, y observó el mismo desconcierto en el arrugado semblante de John Rowlands… porque el perro estaba siguiendo una pista a través de la hierba intacta, ni tan solo un tallo torcido por el paso de una pequeña criatura, mucho menos de una oveja. Se oía el rumor del agua correr en algún lugar enfrente de ellos y pronto llegaron a un pequeño riachuelo que fluía hacia el río. Las sobresalientes rocas del lecho demostraban cuánto más bajo de lo usual corría en aquella estación seca.

Pen se detuvo, resiguió arriba y abajo el riachuelo sin éxito, y se volvió hacia John Rowlands, quejoso.

—Lo ha perdido —anunció el pastor—. Fuera lo que fuese. Quizá no era más que un conejo, por supuesto…, aunque nunca había oído de un conejo que fuera capaz de borrar su rastro en el agua.

—Pero ¿qué le ha pasado a la oveja? —preguntó Will—. Estaba herida, no pudo irse sola.

—Sobre todo a través de una puerta cerrada —corroboró Rowlands con sequedad.

—¡Sí, claro! ¿Cree que el animal que la atacó fue lo suficientemente inteligente para volver y llevársela?

—Suficientemente inteligente, quizá —contestó Rowlands volviendo la mirada hacia la casa—, pero no lo suficientemente fuerte. Un cordero pesa unos cincuenta kilos, casi me rompo la espalda cuando la llevé durante ese trecho. Se necesitaría un poderoso y enorme perro para arrastrar ese peso.

—¿Dos perros? —se oyó Will a sí mismo preguntar.

John Rowlands entrecerró los ojos cuando le miró.

—Tienes unas curiosas ideas, Will, para alguien que no se ha criado en una granja… Sí, dos perros juntos podrían arrastrar una oveja. Pero ¿cómo lo harían sin dejar un gran rastro detrás? De todas formas, ¿cómo podrían dos o veinte perros abrir una puerta?

—Quién sabe —respondió Will—. Bueno, quizá no fue un animal. Quizá alguien pasó por aquí y oyó a la oveja balar. La sacó de la casa y se la llevó. Quiero decir que no podían saber que íbamos a volver.

—Ya —convino John Rowlands—. Bueno, si alguien ha hecho eso, encontraremos a la oveja en casa cuando volvamos porque llevaba la marca de Pentref en la oreja y cualquier persona del lugar sabe que nosotros nos ocupamos de los corderos de Williams Pentref. Venga, vamos.-Silbó a Pen.

De camino a casa no abrieron la boca, cada uno profundamente concentrado en desconcertantes conjeturas. John Rowlands, como Will sabía, estaba preocupado por encontrar la oveja pronto para curarle las heridas. Will tenía sus propias preocupaciones. Aunque no se lo había mencionado a Rowlands, y casi ni se atrevía a pensar en qué podía significar, sabía que en el momento en que la oveja se tambaleaba y caía al lado del rebaño, había visto algo más que el rápido movimiento entre los helechos por donde el atacante huyó. Había visto el fulgor de un cuerpo plateado y el morro de lo que había parecido un perro blanco.

Una melodía fluía en el aire desde la granja como una dorada corriente, como si el sol estuviera dentro y enviara sus rayos a través de las ventanas. Will se detuvo, asombrado, a escuchar. Alguien tocaba el arpa y producía largos, ondulantes y agudos arpegios, como el canto de un pájaro. Y entonces la música cambió, sin pausa alguna, y sonó algo similar a una sonata de Bach, notas y pautas tan perfectas como copos de nieve. John Rowlands lo miró mientras sonreía y luego abrió la puerta y entró. Una puerta lateral conducía a un pequeño recibidor en el que Will no había reparado antes. Parecía un saloncito recogido, disimulado en la enorme cocina donde realmente se hacía la vida de la casa. La música provenía de la pequeña sala. Rowlands asomó la cabeza, y lo mismo hizo Will. Allí sentado, rasgueando las cuerdas de un arpa el doble de grande que él, estaba Bran.

Se detuvo y amortiguó la vibración de las cuerdas con las manos.

—Hola.

—Mucho mejor —opinó John Rowlands—. Hoy muchísimo mejor.

—Gracias —contestó Bran.

—No sabía que tocaras el arpa —intervino Will.

—Ah —respondió Bran con solemnidad—. Hay un montón de cosas que los ingleses ignoran. El señor Rowlands es mi maestro. También le enseñó a tu tía, esta arpa es de ella. —Recorrió con uno de los dedos las melodiosas cuerdas—. En esta habitación siempre te hielas de frío en invierno, pero se mantiene mejor afinada que con el calor… Ah, Will Stanton, no sabes a qué distinguido lugar has ido a parar. Esta es la única granja de Gales que tiene dos arpas. El señor Rowlands también tiene una en su casa, ya ves. —Señaló con la cabeza a través de la ventana, hacia el trío de casas al otro lado del patio—. Practico mucho allí. Pero la señora Rowlands hoy está ocupada haciendo la limpieza.

—¿Dónde está David Evans? —indagó John Rowlands.

—En el patio con Rhys. En el establo de las vacas, creo.

—Diolch.

Salió preocupado.

—Creía que estabas en el colegio —dijo Will.

—Hoy no hay clases por la tarde. He olvidado por qué.

Bran llevaba las gafas de sol hasta dentro de casa, lo que le daba un aspecto excéntrico e irreal, con aquellos inescrutables círculos obscuros que arrebataban cualquier expresión al pálido rostro. Llevaba unos pantalones y un jersey obscuros que ayudaban a que su cabello pareciera aún más sorprendente y sobrenatural. De repente, Will pensó: «Lo hace a propósito, le gusta ser diferente».

—Ha pasado una cosa horrible —anunció, y le contó a Bran lo de la oveja. Pero, de nuevo, omitió la breve visión del atacante que le llevaba a pensar que había sido un perro blanco.

—¿Estás seguro de que la oveja estaba viva cuando John la dejó? —preguntó Bran.

—Sí, eso creo. Siempre queda la posibilidad de que alguien se la llevara. Supongo que John lo está comprobando.

—Qué cosa tan rara —murmuró Bran. Se levantó y se estiró—. Ya he practicado bastante. ¿Quieres que salgamos afuera?

—Avisaré a tía Jen.

Camino del exterior, Bran cogió su cartera de piel de la silla al lado de la puerta.

—Tengo que dejar esto en casa. Y tengo que prepararle el té a mi padre. Siempre viene a tomar una taza más o menos a esta hora, si trabaja cerca.

—¿Tu madre también trabaja? —preguntó Will con curiosidad.

—Bueno, no tengo madre. Murió cuando yo era un bebé, no la recuerdo. —Bran le miró de soslayo con una extraña expresión—. ¿Nadie te ha hablado de mí? Mi padre y yo vivimos en una casa de solterones. La señora Evans ha sido siempre muy amable. Los fines de semana venimos a cenar a la granja. Claro que tú todavía no has estado un fin de semana aquí.

—Siento como si llevara aquí semanas —respondió Will mientras alzaba el rostro hacia el sol. Algo en la forma de hablar de Bran le producía una extraña inquietud, algo sobre lo que no quería ponerse a reflexionar. Lo enterró en lo más profundo de su mente, junto a la imagen del blanco destello de un hocico entre los helechos.

—¿Dónde está Cafall? —indagó.

—Estará por ahí con mi padre. Seguro que cree que todavía estoy en el colegio —rió Bran—. El trabajo que tuvimos para convencer a Cafall cuando era pequeño de que la escuela era para niños y no para cachorros. Cuando iba al colegio del pueblo, solía sentarse a esperarme en la puerta todo el día.

—¿Adonde vas ahora?

—Al instituto Tywyn. En autobús.

Arrastraron los pies por el polvo del camino que conducía hacia las casas, un camino hecho por las ruedas, dos rodadas con una mediana de montéenlos de hierba. Había tres casas, pero solo dos estaban habitadas. A medida que se acercaban, Will observó que la tercera había sido convertida en un garaje. Miró más allá, hacia el valle, donde las montañas se recortaban hermosas, en un azul difuso, contra el despejado cielo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aunque el misterio de la oveja herida había ocupado su mente durante un tiempo, un inquietante desasosiego comenzaba a apoderarse de él. Sentía la maldad de las Tinieblas cerniéndose sobre él, amenazadora. Sabía que no podía ser localizado por la mirada de un gran ojo escrutador. Un Ancestral poseía el poder de ocultarse para que no detectaran su presencia con facilidad. Pero, sin duda alguna, el Rey Gris sabía que su destino lo había llevado hasta allí desde alguna parte. Ellos también tenían sus profecías, como las de la Luz. Las barreras habían desaparecido y se hacían cada día más fuertes. Will experimentó lo extraño que era ser el invasor, que la Luz avanzara contra las Tinieblas. Desde el principio de los tiempos había sido al revés. Los poderes de las Tinieblas lanzaban un terrible y constante ataque sobre la tierra de los hombres protegidos por la benevolencia de la Luz. La Luz siempre había sido la defensora de los hombres, la vencedora de todo lo que las Tinieblas intentaran derribar. Ahora, un Ancestral debía, deliberadamente, invertir aquella vieja costumbre. Debía encontrar el empuje para el ataque en vez de la defensa enérgica y resuelta que había mantenido acorraladas a las Tinieblas durante tanto tiempo.

Pero, sin lugar a dudas, creía que aquel ataque no sería más que un pequeño capítulo de la defensa, construir una resistencia a la espera de aquel otro momento, último y terrible, cuando las Tinieblas resurgieran de nuevo. Su misión era despertar a los últimos aliados de la Luz. Y quedaba muy poco tiempo.

Haciéndose eco del último hilo de sus pensamientos, Bran exclamó de pronto:

—Esta noche es Halloween.

—Sí —respondió Will.

Antes de que pudiera añadir nada más, se encontraron ante la puerta de la casa. Estaba medio abierta, una baja y pesada puerta encajada en la pared de piedra. Al oír las pisadas de Bran, Cafall apareció dando brincos, un pequeño y blanco torbellino, que saltaba y giraba sobre sí mismo lleno de gozo mientras le lamía la mano. Era curioso que no ladrara. Desde el interior, llegó la voz de un hombre:

—¿Bran?

Comenzó a hablar en gales. Cuando Will siguió a Bran a través de la puerta, el hombre que se encontraba sentado a la mesa se volvió a media frase y reparó en él. Se detuvo al momento y dijo formalmente:

—Lo siento.

—Este es Will —dijo Bran y tiró su mochila llena de libros encima de la mesa—. El sobrino del señor Evans.

—Sí. Eso pensé. ¿Cómo está, joven? —El padre de Bran se acercó y le tendió la mano. Su mirada era directa y el apretón de manos firme, aunque Will tuvo la inmediata y curiosa sensación de que el hombre real no estaba tras aquellos ojos—. Soy Owen Davies. He oído hablar de ti.

—¿Cómo está, señor Davies? —correspondió Will. Trataba de no parecer sorprendido. Fuera lo que fuese lo que esperaba del padre de Bran, no era con lo que se había encontrado: un hombre completamente normal y corriente, con el que te podrías cruzar por la calle sin ni siquiera percatarte de su presencia. Alguien tan extraño como Bran debería tener un padre singular. Pero Owen Davies era un tipo corriente: de altura media, cabello castaño medio en cantidad media; un rostro corriente y agradable, con una nariz ligeramente puntiaguda y labios finos; una voz corriente, ni profunda ni estridente, con la misma entonación nítida que Will descubrió que era innata de los hombres del norte de Gales. Sus ropas eran corrientes, la misma camisa, pantalones y botas que podría llevar cualquier otro en la granja. Incluso el perro que descansaba a su lado y los observaba con calma era un perro pastor gales común, con el lomo negro, el pecho blanco, la cola negra, corriente. Muy diferente a Cafall, igual que el padre de Bran no era, en absoluto, como Bran.

—Hay té en la tetera, Bran, si quieres una taza —indicó el señor Davies—. Yo ya me he tomado la mía. Voy al pasto grande. Y también estaré fuera esta noche; hay una reunión en la capilla. La señora Evans te dará de cenar.

—Qué bien —contestó Will alegre—. Así podrá ayudarme con mis deberes.

—¿Deberes? —preguntó Bran.

—Sí. Esto no son unas vacaciones para mí, ya sabes. Me han dado todo tipo de tareas en el colegio, para que no me quedara atrás. Hoy toca álgebra. E historia.

—Eso está muy bien —admitió el señor Davies con sinceridad mientras se ponía el abrigo—, siempre que Bran también procure hacer su tarea. Por supuesto, sé que lo hará. Bueno, ha sido un placer conocerte, Will. Nos vemos luego, Bran. Cafall puede quedarse.

Salió, saludando con la cabeza, completamente serio. Eso hizo reflexionar a Will que, después de todo, había una cosa en Owen Davies que no era del todo común: no había ni un atisbo de relajación en él.

El rostro de Bran no expresaba emoción alguna.

—Mi padre es un hombre importante para la capilla —explicó con tono neutro—. Es el diácono, y siempre celebran dos o tres reuniones a la semana. Los domingos vamos dos veces.

—Ah —dijo Will.

—Sí. Ah. ¿Quieres una taza de té?

—No, gracias.

—Entonces salgamos.-De forma mecánica, Bran enjuagó la tetera y la dejó boca abajo en el escurridor. —Tyrd yma, Cafall.

El perro blanco saltaba alegremente a su lado mientras cruzaban los campos y se alejaban de la casa y de la granja, hacia el valle, las montañas y el cercano y solitario pico. Se erguía casi en ángulo recto con la montaña posterior, sobresaliendo de entre el llano terreno del valle.

—Es curioso cómo destaca ese cerro —comentó Will.

—¿Craig yr Aderyn? Es especial, es el único lugar de Gran Bretaña donde los cormoranes anidan en tierra. No muy adentro, claro. Estamos a cuatro millas del mar. ¿No has estado allí? Vamos, tenemos tiempo. —Bran cambió ligeramente de dirección—. Desde la carretera se pueden ver los pájaros bastante bien.

—Creía que la carretera era por ahí —señaló Will.

—Lo es. Pero podemos atajar por aquí. —Bran abrió un portillo que daba a un sendero, lo cruzó y saltó la pared del lado opuesto—. Solo tenemos que procurar no hacer ruido —dijo sofocando la risa—. Estas tierras son de Caradog Prichard.

—Chissst, Cafall —instó Will volviendo la cabeza. Pero el perro ya no estaba allí. Will se detuvo, confundido—. ¿Bran? ¿Dónde está Cafall?

Bran silbó. Ambos esperaron; miraron tras ellos hacia la extensa pared de pizarra que se prolongaba a través del campo de rastrojos. No se movía nada. El sol brillaba. A lo lejos, las ovejas balaban. Bran volvió a silbar sin obtener respuesta. Entonces dio media vuelta, seguido de Will, y ambos saltaron de nuevo la pared y se encaminaron hacia el sendero que acababan de atravesar.

Bran silbó por tercera vez y lo llamó en gales. La preocupación impregnaba su voz.

—¿Dónde puede haberse metido? —preguntó Will—. Estaba detrás de mí cuando llegué a la pared.

—Nunca había hecho esto. Nunca. Nunca se iría sin permiso o dejaría de acudir cuando se le llamara. —Bran observó angustiado el largo sendero—. Esto no me gusta. No tendría que haberle dejado acercarse a las tierras de Caradog Prichard. Nosotros es una cosa, pero Cafall… —Desesperado, volvió a silbar fuerte.

—No creerás… —comenzó Will. Se detuvo.

—¿Que Prichard pudiera pegarle un tiro tal como dijo?

—No, iba a decir que no creerás que Cafall sabe que no debe entrar en las tierras del señor Prichard y por eso no viene. Eso no tendría sentido, ningún perro puede razonar hasta ese punto.

—Bueno —contestó Bran con tristeza—, los perros pueden razonar cosas aún más complicadas. No lo sé. Vamos a probar por ese sendero. Conduce al río.

Emprendieron la marcha a lo largo de la vereda y se alejaron de la amenazadora montaña del Craig yr Aderyn. A lo lejos, en algún sitio por delante de ellos, se oyó un ladrido.

—¿Es él? —preguntó Will esperanzado.

Bran ladeó su nívea cabeza hacia un lado. El perro volvió a ladrar, más cerca.

—No. Ese es el perro grande de John Rowlands, Pen. Pero Cafall puede haber ido por ese lado si lo ha oído…

Ambos empezaron a correr a lo largo de la pedregosa vereda salpicada de hierba. Will se quedó sin aliento con rapidez y se retrasó. Bran desapareció en un recodo del sendero. Cuando Will dobló el recodo, dos cosas golpearon al unísono su conciencia: Bran… sin Cafall… hablando con su padre y con John Rowlands, y la enfermiza seguridad de que algo maligno había tomado el control de todo lo que sucedía en aquellos momentos en la granja Clwyd. Fue como el repentino reconocimiento de un sonido u olor agobiante.

Se aproximó e intentó recuperar el aliento mientras Bran decía:

—… oí a Pen ladrar y pensé que quizá había venido por aquí, así que me acerqué corriendo.

—¿Y no has visto nada? —inquirió Owen Davies. Su rostro estaba tenso a causa de alguna profunda inquietud. Mirándole, Will tuvo un presentimiento que le atenazó la boca del estómago.

—¿Y tú, Will? ¿Has visto a alguien o algo por el camino? —indagó John Rowlands, con voz grave y tensa.

Will lo miró fijamente.

—No. Solo a Cafall, antes, y ahora lo hemos perdido.

—¿No se os cruzó ninguna criatura?

—Nada de nada. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—En el prado grande, ahí arriba, hay cuatro ovejas degolladas y no hay ningún portillo abierto o señal alguna de lo que puede haberlas atacado —explicó apenado Owen Davies.

—¿Es el mismo…? —Will miró horrorizado a John Rowlands.

—¿Quién sabe? —contestó el pastor con sequedad. Igual que Davies, parecía nadar entre la desesperación y la rabia—. Pero no son perros, es imposible que lo sean. Se asemeja más al trabajo de los zorros, aunque no me explico cómo es posible.

—Los milgwn de las colinas —sugirió Bran.

—Tonterías —cortó su padre.

—¿Los qué? —preguntó Will.

—Los milgwn —repitió Bran mientras sus ojos seguían buscando a Cafall a su alrededor. Prosiguió automáticamente—: Zorros grises. Algunos granjeros dicen que son tan grandes como los que viven en las montañas, más grandes y más rápidos que los zorros rojos de aquí abajo.

—Eso son tonterías —insistió Owen Davies—, no existen tales cosas. Ya te lo he advertido, no voy a tolerar que escuches esos viejos cuentos llenos de sandeces.

Su tono era cortante. Bran se estremeció.

Pero por la mente de Will cruzó rauda una clara imagen, tan nítida como una película sobre una pantalla: vio a tres grandes zorros corriendo en fila india, enormes animales blancos y grises, de gruesas pieles que crecían hasta el ancho collar de pelo alrededor del cuello, y pobladas colas. Avanzaban a través de la colina, entre las rocas y, por un instante, uno de ellos volvió la cabeza y le miró de frente, con sus brillantes ojos fijos en los de él. Durante ese instante los vio con tanta claridad como veía a Bran. Luego la imagen desapareció, se desvaneció, y él se quedó allí de pie, bajo el sol, mudo, confundido. Era consciente de que sus maestros le habían enviado una imagen de aviso sobre las criaturas del Rey Gris, los agentes de las Tinieblas, en una de las breves comunicaciones que pueden transmitirse, muy raramente y sin previo aviso, de un Ancestral a otro.

—No son cuentos. Bran tiene razón —anunció con sequedad.

Bran clavó su vista en él, sobrecogido por la crispada seguridad de su voz. Pero Owen Davies le lanzó una mirada de gélido reproche mientras las comisuras de su fina boca formaban un arco hacia abajo.

—No digas tonterías —respondió con frialdad—. ¿Qué puedes saber tú de zorros?

Will nunca sabría qué le habría respondido porque John Rowlands lanzó un grito, urgente y angustiado, que rompió la tensa quietud de la luz del atardecer.

—¡Tan! ¡Mirad allí! ¡Hay fuego en la montaña! ¡Fuego!