—¿Lo ves? —dijo tía Jen—. Te dije que despejaría.
Will tragó su último bocado de beicon.
—Nunca dirías que es el mismo paisaje. Maravilloso.
El sol de la mañana se filtraba sinuoso a través de las ventanas de la alargada cocina de la granja. Se reflejaba en las azules lascas de pizarra del suelo, en el juego de porcelana con dibujos de sauce colocado en el enorme y obscuro aparador; en la estantería, sobre el horno, llena de humeantes jarras con divertidas figuras. Un arco iris danzaba en el bajo techo, atrapado por un hechizo del sol que lo proyectaba desde el asa de la jarra de vidrio de la leche.
—Y también caluroso —añadió tía Jen—. Vamos a tener un veranillo de San Martín para ti, Will. Y también vamos a engordarte un poquito, cariño. Coge un poco más de pan.
—Todo está buenísimo. No había comido tanto en meses.
Will miraba a su tía Jen con afecto mientras ella iba y venía por la cocina. Estrictamente hablando, no era su tía, sino una prima de su madre. Crecieron juntas y se habían hecho amigas íntimas. Todavía intercambiaban gran cantidad de correspondencia. Pero tía Jen había dejado Buckinghamshire hacía mucho tiempo; la historia de cómo había ido a Gales a pasar unas vacaciones, se había enamorado perdidamente de un joven granjero gales y ya no había vuelto a casa, era una de las leyendas más románticas de la familia. Ahora incluso tenía acento gales… y parecía galesa, con su figura pequeña, agradable y regordeta y sus brillantes ojos obscuros.
—¿Dónde está tío David? —preguntó Will.
—Por ahí fuera. Es una época de mucho ajetreo por las ovejas. Las granjas de las colinas hacen bajar a sus corderos durante el invierno… Pronto tendrá que ir a Tywyn y se preguntaba si querrías acompañarle. Podrías ir a la playa con este sol.
—Genial.
—Pero nada de bañarse, tenlo en cuenta —añadió tía Jen con rapidez.
Will rió.
—Ya lo sé, estoy débil, tendré cuidado. Me encantaría ir. Puedo enviarle una postal a mamá diciéndole que he llegado sano y salvo.
Seguida de un gran estrépito, una sombra apareció en la puerta. Era Rhys, desaliñado, sacándose el jersey.
—Buenos días, Will. ¿Nos has dejado algo de desayuno?
—Llegas tarde —respondió Will sonriendo.
—¿Así que tarde? —Rhys miró a Will con falso enfado—. Míralo, y nosotros ahí fuera desde las seis con tan solo una taza de té entre pecho y espalda. Mañana por la mañana, John, sacaremos a este joven diablillo de la cama y nos lo llevaremos con nosotros.
Detrás de él, una profunda voz ahogó una risa. Will desvió su atención hacia una cara que no había visto hasta entonces.
—Will, este es John Rowlands, el mejor pastor de Gales.
—Y también el que mejor toca el arpa —añadió tía Jen.
Su rostro era enjuto, de pómulos pronunciados y múltiples arrugas que, al sonreír, se agolpaban alrededor de los ojos. Unos ojos de un tostado intenso como el café. Su cabello era fino y obscuro, veteado de gris en las sienes, y tenía la bien formada y modelada boca de los celtas. Por un momento, Will se lo quedó mirando con fascinación. John Rowlands emanaba una curiosa e indefinible energía, aun cuando no era un hombre corpulento.
—Croeso, Will —le saludó John Rowlands—. Bienvenido a Clwyd. Le oí hablar de ti a tu hermana, la primavera pasada.
—Dios mío —exclamó Will con un espontáneo asombro que provocó la risa de todo el mundo.
—Nada malo —le tranquilizó Rowlands, sonriendo—. ¿Cómo está Mary?
—Bien —contestó Will—. Dijo que se lo pasó muy bien en Semana Santa. Yo también estuve fuera, en Cornwall.
Se quedó callado con expresión abstraída y vacía. John Rowlands le dirigió una rápida mirada; luego se sentó a la mesa donde Rhys se disponía a atacar el beicon y los huevos. El tío de Will entró con una pila de papeles.
—¿Cwpanaid o de, cañad? —preguntó tía Jen cuando lo vio.
—Diolch yn fawr —contestó David Evans cogiendo la taza de té que le tendía—. Y luego tengo que ir a Tywyn. ¿Quieres venir, Will?
—Sí, gracias.
—Estaremos unas dos horas. —El sonido de sus palabras era siempre muy preciso. Era un hombre bajo, de facciones duras, pero a veces sorprendía con una mirada inesperada, vaga y reflexiva en sus obscuros ojos—. Tengo que ir al banco, a ver a Llew Thomas y a buscar la rueda nueva para el Land-Rover, el coche que saltó en el aire y tuvo un pinchazo.
Rhys, con la boca llena, emitió un sonido estrangulado de reproche.
—Venga, papá —protestó mientras tragaba—. Sé que suena raro, pero no estoy loco. Allí no había nada que pudiera provocar el bandazo y el golpe contra la roca. A menos que la dirección no funcione.
—A la dirección de ese coche no le pasa nada —replicó David Evans.
—¡Pues muy bien! —Rhys frunció el ceño, indignado.
Te digo que dio un bandazo sin razón alguna. Pregúntale a Will.
—Es verdad —corroboró Will—. El coche dio una especie de salto hacia un lado y chocó contra la roca. No sé qué es lo que pudo hacerlo saltar, a no ser que pasara por encima de una piedra suelta de la carretera…, pero tendría que haber sido una piedra muy grande. Y no había señal de ninguna.
—Grandes aliados, vosotros dos. Ya veo —dijo su tío. Apuró su taza mirándolos por encima del borde. Will no estaba seguro de si se estaba riendo de ellos—. Bueno, bueno, haré que revisen la dirección de todas formas. John, Rhys, ahora a por ese vallado extra para los fridd…
Cambiaron al gales sin pensarlo. Pero a Will no le importó. Estaba ocupado tratando de no hacer caso a una vocecita que provenía de lo más profundo de su mente, una débil voz irracional con una sugerencia irracional. «Si quieren saber qué hizo saltar al coche —le susurraba una parte de su mente—, ¿por qué no le preguntan a Caradog Prichard?».
David Evans dejó a Will en un pequeño quiosco donde podía comprar postales y salió disparado para dejar el Land-Rover en el garaje. Will compró una postal donde aparecía un lago obscuro y siniestro rodeado por montañas de aspecto muy gales, y escribió: «¡Ya he llegado! Todo el mundo os manda recuerdos». La envió a su madre desde la estafeta de correos, un solemne e inconfundible edificio de ladrillo rojo en la esquina de Tywyn High Street. Luego, miró a su alrededor preguntándose adonde ir.
Eligió al azar con la esperanza de ver el mar y giró en la angosta esquina de High Street. Poco después descubrió que esa dirección no le conduciría al mar, ya que solo encontró tiendas, casas, un cine con un imponente frontal Victoriano y un rótulo donde se leía SALA DE REUNIONES y la entrada del cementerio de la iglesia con el techo de pizarra.
A Will le gustaba curiosear en las iglesias. Antes de caer enfermo, él y dos compañeros más se habían dedicado a recorrer en bicicleta todo el valle del Támesis para hacer calcos de las lápidas de bronce. Se dirigió hacia el pequeño cementerio de la iglesia para ver si allí encontraba algún bronce.
El pórtico de la iglesia era de techo bajo, profundo como una cueva. Dentro, la iglesia era obscura y fría, de gruesas paredes y macizos pilares encalados. No había nadie. Will no encontró bronces que poder calcar, solo monumentos a impronunciables benefactores, como Gruffydd ap Adda de Ynysymaengwyn Hall. Detrás de la iglesia, en el camino de salida, se percató de una extraña y enorme piedra gris que se erguía al fondo, cincelada con inscripciones demasiado antiguas para que pudiera descifrarlas. La observó largo rato. Parecía algún tipo de ofrenda, aunque no tenía la más remota idea de lo que podía significar. Y entonces, en el pórtico, cuando salía, alzó la vista distraído hacia el tablón de anuncios donde había unas cuantas noticias de la parroquia y vio el nombre: Iglesia de Saint Cadfan.
El torbellino se apoderó de nuevo de sus oídos, como una ráfaga de viento. Tambaleante, cayó sobre el banco del pórtico. La cabeza le daba vueltas; de repente volvía a encontrarse en medio del fragor y la confusión de su enfermedad, cuando supo que algo, algo muy preciado, se le había escapado o le había sido arrebatado de su memoria. Las palabras iban y venían por su consciencia, sin orden ni concierto, y entonces una frase emergió a la superficie como un pez volador: «en la Vía de Cadfan donde el cernícalo llama…». Su mente la retuvo con avaricia, buscando más. Pero no había más. El torbellino se desvaneció. Will abrió los ojos, respiró más acompasadamente; el mareo desapareció gradualmente. Repitió quedamente, en alto:
—«En la Vía de Cadfan donde el cernícalo llama… en la Vía de Cadfan donde el cernícalo llama, en la Vía de Cadfan…».
En el exterior, las lápidas de pizarra gris y la hierba verde relucían con destellos irisados de luz, aquí y allá, a causa de las gotas de lluvia del día anterior, que aún se aferraban a los tallos más largos. Will pensaba: «“En el día de los Muertos… el Rey Gris…”. Tiene que haber algún tipo de advertencia sobre el Rey Gris… ¿Y qué es la Vía de Cadfan?».
—Vaya —exclamó en voz alta con rabia repentina—, ¡si pudiera recordar!
Se levantó de un salto y regresó al quiosco.
—Por favor —dijo—, ¿tiene alguna guía de la iglesia o del pueblo?
—Ninguna de Tywyn —respondió la chica de mejillas sonrosadas de la tienda, con sibilante acento gales—. Has llegado demasiado tarde, la temporada ya ha pasado… Pero el señor Owen vende un folleto en la iglesia, creo. Y aquí tienes este, si te gusta. Está lleno de maravillosos paseos.
Le enseñó una Guía del norte de Gales que costaba treinta y cinco peniques.
—Bueno —contestó Will contando el dinero de mala gana—. Supongo que después me la podría llevar a casa.
—Sería un bonito regalo —añadió la chica con sinceridad—. Tiene unas fotos muy bonitas. ¡Y mira qué portada!
—Gracias —respondió Will.
Tras echar un vistazo al pequeño libro, se informó de que los sajones se habían establecido en Tywyn en el año 516 d. C. alrededor de la iglesia construida por san Cadfan de Gran Bretaña y su pozo sagrado, y que la piedra con inscripciones de la iglesia era considerada la muestra más antigua de gales escrito que existía y que podía traducirse como: «El cuerpo de Cyngen yace a un lado entre las marcas donde lo encontraréis. Cadfan descansa en su refugio bajo el túmulo, pesaroso de que en él hayan quedado atrapadas las alabanzas que le debe la tierra». Pero no decía ni una palabra sobre la Vía de Cadfan. Ni tampoco, tras comprobarlo, el folleto de la iglesia.
«No es Cadfan lo que busco, sino la vía —pensó Will—. Una vía es un camino. Una vía donde el cernícalo llama debe de ser un camino sobre un páramo o una montaña».
Cuando más tarde paseaba distraído por el rompeolas azotado por el viento, aquello le hizo olvidarse incluso de la playa. Cuando volvió a encontrarse con su tío para volver a la granja, este tampoco le fue de gran ayuda.
—¿La Vía de Cadfan? —preguntó David Evans—. De todas formas, se pronuncia Cadvan; la efe se pronuncia siempre como una uve en gales… La Vía de Cadfan… No. Me resulta familiar. Pero no te sé decir, Will. John Rowlands es la persona indicada para estas cosas. Tiene una enciclopedia por cabeza, ya lo creo que sí, llena de cosas antiguas.
John Rowlands estaba fuera, ocupado en algún lugar de la granja, así que por el momento Will tuvo que contentarse con un mapa plegado y vuelto a desplegar. Salió con este aquella tarde, solo, hacia el soleado valle, para caminar por las lindes de la granja. Su tío se las había señalado toscamente. Clwyd era una granja en las tierras bajas, que se extendía a lo largo de la mayor parte del valle del río Dysynni. Algunas de las tierras cerca de la ribera eran pantanosas, y otras se elevaban hacia la altísima ladera de la montaña salpicada de rocas verdes, grises y pardas. Pero la mayoría estaban compuestas por la exuberante tierra verde del valle, fértil y acogedora. Algunas tierras estaban preparadas para volverse a arar después de la cosecha de aquel año, y el resto servían como pasto para el rotundo y robusto ganado gales de cara negra. En las tierras de la montaña solo pacían las ovejas. Algunas de las laderas más bajas habían sido aradas, aunque, aun así, a Will le parecían demasiado empinadas y se preguntaba cómo podía un tractor mantenerse derecho sin rodar ladera abajo. En ellas solo crecían los helechos, unos cuantos grupos de árboles achaparrados, retorcidos por el viento, y la hierba. La montaña se elevaba hacia el cielo. El profundo y errante balido de una oveja llegó hasta él y quedó flotando en la tranquila y calurosa tarde.
Pero fue otro sonido el que le llevó hasta John Rowlands, por sorpresa. Mientras paseaba por los campos de Clwyd, hacia el río con altos arbustos silvestres en una ribera y obscura tierra arada en la otra, percibió un ruido sordo y amortiguado que provenía de algún sitio frente a él. De repente, en un recodo del camino divisó una figura de movimientos constantes y rítmicos, como si estuviera interpretando una danza lenta y pausada. Se detuvo fascinado a observar. Rowlands, con la camisa medio abierta y un pañuelo rojo atado al cuello, estaba llevando a cabo una transformación del paisaje. Se movía rítmicamente sobre una hilera de árboles achaparrados. Primero los cercenaba aquí y allá con una mortífera herramienta, que semejaba un cruce entre un hacha y un sable de pirata. Luego, la dejaba a un lado y arrancaba y trenzaba lo que quedara de la tupida vegetación. Los pequeños árboles proliferaban sin orden ni concierto, grandes brazos que se extendían sin control en todas direcciones, como si el avellano y el espino hicieran lo imposible por convertirse en árboles hechos y derechos. Tras él, a medida que avanzaba sin descanso, dejaba una limpia cerca: montones de ramas guillotinadas acabadas en punta, como lanzas, altas hasta la cintura. Torcía cada quinta hacia abajo sin compasión en ángulo recto y la entrelazaba alrededor del resto como si se tratara de una valla.
Will le observó en silencio hasta que Rowlands se percató de su presencia y se incorporó, jadeante. Se desató el pañuelo rojo, se limpió el sudor de la frente con él y se lo volvió a atar alrededor del cuello. Las patas de gallo de su arrugado y tostado rostro se fruncieron imperceptiblemente cuando vio a Will.
—Ya lo sé —convino con su solemne voz aterciopelada—. Estás pensando que es un arbolito magnífico y sano, lleno de hojas y de frutos, que se eleva hasta los cielos y que aquí estoy yo, mutilándolo como un carnicero descuartizando una oveja, convirtiéndolo en una horrible y desnuda cerca, esperpéntica y sin gracia.
Will dejó escapar una risita.
—Bueno-asintió. —Algo parecido, sí.
John Rowlands se puso en cuclillas, descansó la cabeza del hacha contra el suelo, entre sus rodillas, y se apoyó en ella.
—Ah —prosiguió—, duw, has recorrido un buen trecho hasta aquí. Yo ya no puedo ir tan rápido como antes. Bueno, déjame decirte que si dejáramos este precioso arbusto silvestre tal como está ahora, el año que viene por estas fechas ya sería dueño y señor de la mitad del campo. Y aunque le estoy cortando la cabeza y la mitad del tronco, de todos esos brotes tristes y retorcidos que ves ahí saldrán tantas ramas nuevas la próxima primavera que casi no notarás la diferencia.
—Ahora que lo dice —declaró Will—, sí, claro, los arbustos son iguales en casa, en Bucks. Solo que nunca antes había visto hacer eso a nadie.
—Hace un año que le eché el ojo a este —continuó John Rowlands—. Se me pasó el pasado invierno. Es como la vida, Will a veces parece que no tienes más remedio que hacerle daño a alguien para hacer algo bueno por él. Pero no demasiado, gracias a Dios. —Se agachó de nuevo—. Pareces estar mejor, bachgen. El sol gales te hace bien.
Will miró el mapa que tenía entre las manos.
—Señor Rowlands —dijo Will—, ¿podría decirme alguna cosa acerca de la Vía de Cadfan?
El gales comenzó a pasar uno de sus dedos morenos a lo largo del filo del hacha, hizo una pequeña pausa y luego el dedo continuó su curso.
—¿Se puede saber qué te ha llevado a pensar en eso? —preguntó lentamente.
—No lo sé. Supongo que debo de haberlo leído en alguna parte. ¿Existe una Vía de Cadfan?
—Claro, sí, ya lo creo —aseguró John Rowlands—. Llwyhr Cadfan. No es ningún secreto, aunque mucha gente ya lo ha olvidado. Creo que tienen una carretera de Cadfan en una de las nuevas urbanizaciones de Tywyn, de hecho… san Cadfan fue una especie de misionero; vino de Francia, en los días en que a Gran Bretaña, Cornwall y Gales les unían fuertes lazos. Hace mil cuatrocientos años tenía una iglesia en Tywyn, y un pozo sagrado… Se supone que fundó el monasterio de Enlli, que también está en Bardsey. ¿Conoces la isla de Bardsey, donde van los ornitólogos, más allá del extremo norte de Gales? La gente solía visitar Tywyn e ir a Bardsey… Dicen que existe una vieja ruta de peregrinaje que recorre la montaña desde Machynlleth hasta Tywyn, pasando por Abergynolwyn. Y, sin duda, por esta parte del valle. O quizá más arriba. La mayoría de los antiguos caminos están en las alturas, era más seguro pasar por allí. Pero nadie sabe dónde se encuentra exactamente la Vía de Cadfan hoy en día.
—Ya veo —asintió Will. Era más que suficiente. Ahora sabía que sería capaz de encontrar la vía, solo era cuestión de tiempo. Pero tenía la sensación de que precisamente era eso lo que le faltaba, y que era necesario que llevara a cabo su empresa, eliminada de forma tan extraña de su memoria, lo antes posible. «“En el día de los muertos…”. ¿Y en qué consiste la búsqueda? ¿Y por dónde? ¿Y por qué? Si tan solo pudiera recordar…».
John Rowlands se volvió de nuevo hacia el pequeño árbol.
—Bueno…
—Ya nos veremos —se despidió Will—. Gracias. Estoy tratando de recorrer los límites de la granja.
—Tómatelo con calma. Es un largo paseo para un convaleciente si lo quieres hacer todo. —Rowlands volvió a erguirse sin aviso, dirigiendo un dedo hacia él a modo de advertencia—. Y si sigues montaña arriba y llegas al final de Craig yr Aderyn, por aquel camino, asegúrate de que compruebas los límites en el mapa y de que no traspasas las tierras de tu tío. Más allá se encuentra la granja de Caradog Prichard, y no es muy amable con los intrusos.
Will recordó los perversos ojos de escasas pestañas y el despreciativo rostro que había visto desde el Land-Rover con Rhys.
—Ah, ya —dijo—, caradog Prichard. De acuerdo. Gracias. Diolch yn fawr. ¿Se dice así?
El rostro de John Rowlands se contrajo por la risa.
—No está mal —respondió—. Pero quizá deberías quedarte solo con el diolch.
El suave ruido sordo de su hacha se diluía detrás de Will y acabó perdiéndose entre el zumbido de los insectos en la tarde soleada, entre los cantos dispersos de los pájaros y las ovejas. El camino que Will transitaba conducía a lo largo del valle. A medida que avanzaba, verdes y grisáceos terrenos montañosos se alzaban ante él, bloqueándole cada vez más la visión del cielo. Pronto comenzó a subir la ladera y descubrió, entre la hierba, helechos a modo de susurrante alfombra, alta hasta la rodilla, y desperdigados macizos de puntiagudo y verde tojo, de flores amarillas todavía brillantes entre los tallos duros y espinosos. No había arbustos en aquellas alturas; solo las paredes de pizarra que giraban en cada curva, interrumpidas de vez en cuando por una escalera para pasar por encima, lo suficientemente baja para los hombres pero demasiado alta para las ovejas.
Will se quedó sin resuello antes de lo que hubiera esperado. Tan pronto como llegó a una roca lo bastante grande y lisa para poder sentarse, dobló el cuerpo intentando recuperar el aliento. Mientras tanto consultó el mapa. Las tierras de la granja de Clwyd parecían terminar a mitad de montaña, pero, por supuesto, no tenía garantía alguna de encontrar la antigua Vía de Cadfan antes de alcanzar el límite. Albergaba la esperanza de que las tierras montaña arriba no pertenecieran a Caradog.
Metió el mapa de nuevo en el bolsillo y continuó la marcha, hacia lo alto, a través de tostados macizos de helechos que crujían. Comenzó a ascender en diagonal cuando la pendiente se hizo más pronunciada. Los pájaros se alejaban. En lo alto, el canto ondulante y vibrante de una alondra fluía en el aire. De súbito, Will comenzó a percibir la indescriptible sensación de que alguien le seguía.
Se detuvo en seco y giró sobre sí mismo. No se movía nada. La pendiente de helechos tostados permanecía tranquila bajo la luz del sol, entre la que brillaban de vez en cuando blancos afloramientos rocosos. Oyó el zumbido de un coche mientras pasaba por la carretera de más abajo, invisible entre los árboles. Se encontraba sobre la granja, desde allí veía desde el hilo plateado del río hasta las montañas que se alzaban verdes, grises y pardas tras él, tornándose de un azul difuminado en la distancia. Por encima del valle, la zona montañosa donde se encontraba, se vestía de un verde obscuro por las agrupaciones de cuidados árboles. Tras ellos, pudo distinguir un enorme y sombrío despeñadero, un pico que se alzaba solitario, más bajo que las montañas circundantes, pero aun así dominaba toda la tierra alrededor. Enormes pájaros negros volaban en círculos sobre la cima. Mientras los observaba, se agruparon en forma de una larga uve, como hacen los gansos, y volaron sin prisa en dirección al mar, alejándose de las montañas.
Fue entonces cuando, de algún sitio cercano, le llegó el ladrido seco de un perro.
Will dio un salto. No era probable que el perro estuviera solo en las montañas. Pero no había señal de otro ser humano. Si había alguien cerca, ¿por qué se escondía?
Dio la vuelta para seguir ascendiendo por la pendiente y fue entonces cuando vio al animal. Se quedó petrificado. Estaba en guardia por encima de él, alerta, expectante, un perro blanco, todo blanco a excepción de una pequeña mancha negra en el lomo, como una silla de montar. Aparte del curioso entramado de colores, parecía un típico perro pastor gales, musculoso y de morro prominente, con patas y rabo de pelo largo, una versión de collie en pequeño. Will alzó la mano.
—Ven bonito —le invitó. Pero el perro le enseñó los dientes y de su garganta brotó un gruñido grave y amenazador.
Will dio unos pasos para seguir subiendo la pendiente, en diagonal, reanudando la dirección que llevaba con anterioridad. Con el estómago tocando a tierra, el perro siguió su movimiento, las fauces brillantes y la lengua colgando. Aquella postura le era extraña y a la vez familiar y, de repente, Will se dio cuenta de que la había visto la tarde anterior en los dos perros de la granja de su tío, cuando habían ayudado a Rhys a entrar las vacas para ordeñarlas. Era el movimiento de control, la postura vigilante de un perro pastor en plena faena, desde la que salta para dirigir los animales hacia una dirección u otra.
Pero ¿adonde trataba de dirigirle aquel perro?
Sin duda, solo había una manera de saberlo. Tomó aliento, dio media vuelta para encararse con el perro y comenzó a subir la pendiente con determinación. El perro se detuvo y un nuevo, largo y grave gruñido se inició en su garganta. Volvió a llevar el estómago hasta el suelo, arqueó el lomo como si tuviera las cuatro patas plantadas como árboles a la tierra. El gruñido que surgió de las blancas fauces decía claramente: «Por aquí no». Pero Will, apretando los puños, continuó subiendo. Cambió ligeramente de dirección para poder pasar cerca del perro, pero sin tocarlo. Entonces, de repente, el perro emitió un seco ladrido, tomó impulso y se lanzó contra él. Will dio un involuntario respingo, perdió el equilibrio y cayó rodando colina abajo. Desesperado, estiró los brazos intentando asirse a algo para frenar la caída. Siguió resbalando y dando volteretas durante unos cuantos metros; un terror intenso cruzó por su cabeza como un grito escalofriante, hasta que algo le detuvo, algo que tiraba con fuerza de una de sus mangas. Su caída terminó de golpe contra una roca con un ruido sordo.
Abrió los ojos. La línea donde las montañas se mezclaban con el cielo daba vueltas por encima de él. El perro estaba muy cerca, con su cálido aliento, su hocico negro y sus ojos inquisitivos, los dientes clavados en la manga de su chaqueta, tirando con fuerza de él. Y cuando le miró directamente a los ojos, el mundo de Will comenzó de nuevo a dar vueltas, tan rápido que pensó que todavía caía. El desconcertante zumbido invadió de nuevo sus oídos, y todo a su alrededor se transformó en un rápido caos. Porque los ojos de aquel perro eran imposibles. Deberían ser castaños y eran de un blanco plateado, ojos de ciego en la cabeza de un animal que podía ver. Y cuando aquellos se posaron en los suyos y notó el cálido aliento del perro en su rostro, Will recordó, en un perturbador instante, todo lo que su enfermedad le había arrebatado. Recordó los versos grabados en su memoria para que le sirvieran de guía en la fría y solitaria empresa que estaba destinado a llevar a cabo. Recordó quién era y qué era… y reconoció el propósito que bajo el disfraz de coincidencia le había traído a Gales.
En ese mismo instante otra especie de inconsciencia se desvaneció y se percató del inmenso peligro al que estaba expuesto, como una gran sombra sobre el mundo, esperándole en aquella extraña tierra de verdes valles y de cimas desdibujadas por la niebla. Era como el adalid de una batalla recibiendo los partes de guerra. Fue consciente, como no lo había sido un instante antes, de que, más allá del horizonte, un extenso y espantoso ejército estaba a la espera, preparándose para alzarse como una gigantesca ola y arrasar con todo lo que se pusiera en su camino.
Temblando de emoción, Will alargó su otro brazo y acarició las orejas del perro. Este soltó la manga y se quedó allí parado, observándole, con la lengua rosa colgando de la boca.
—Buen perro —murmuró Will—. Buen perro.
Entonces, una figura tapó el sol y Will giró rápidamente sobre sí mismo para sentarse y ver quién se erguía dibujado contra el cielo.
—¿Estás herido? —preguntó una clara voz galesa.
Era un chico. Iba vestido pulcramente con lo que parecía un uniforme de colegio: pantalones grises, camisa blanca, calcetines rojos y corbata. Llevaba la cartera colgada del hombro y aparentaba la misma edad que Will. Pero le envolvía un extraño halo, igual que al perro, que le hizo tragar saliva. Se lo quedó mirando maravillado, porque el chico estaba privado de todo color, como una caracola blanqueada por el sol del verano. Su cabello era blanco, como sus cejas. Estaba pálido. El efecto era tan desconcertante que, por un momento, Will se preguntó si el cabello había sido decolorado deliberadamente, teñido a propósito para causar asombro o alarma. Pero la idea se desvaneció tan pronto como había aparecido. La mezcla de arrogancia y hostilidad con la que le miraba le demostró que no era de aquella clase de chicos.
—Estoy bien. —Will se levantó, se sacudió y retiró unos cuantos restos de helecho de su pelo y de su ropa—. Deberías enseñarle a tu perro la diferencia entre la gente y las ovejas.
—Bueno —contestó el chico con indiferencia—, sabía lo que hacía. No te hubiera hecho daño.
Le dirigió unas palabras en gales al perro, que regresó al trote colina arriba y se sentó a su lado. Se quedó observándolos. —Bueno…— comenzó Will, pero luego se detuvo. Tras mirar al chico a la cara se había topado con otro par de ojos que le hicieron perder el equilibrio. Esta vez no fue el sobrecogimiento sobrenatural que le había provocado el perro, sino la repentina sensación de creer haberlos visto antes en alguna otra parte. Los ojos del chico eran extraños, de un color dorado como los de un gato o los de un pájaro, ribeteados de pestañas tan claras que casi eran invisibles, y emitían un brillo frío e insondable.
—El Cuervo —susurró al instante—. Ese eres tú, así es como te describe el antiguo verso. Ahora ya lo tengo todo, lo recuerdo. Pero los cuervos son negros. Entonces, ¿por qué te llaman así?
—Me llamo Bran —contestó el chico, serio, mirándole sin pestañear—. Bran Davies. Vivo allá abajo, en la granja de tu tío.
Will se quedó estupefacto por un instante a pesar de la renovada seguridad.
—¿En la granja?
—Con mi padre. En una casa. Mi padre trabaja para David Evans. —Parpadeó a causa de la luz, extrajo unas gafas de sol del bolsillo y se las puso. Los ojos dorados desaparecieron en la obscuridad. Añadió en el mismo tono desenfadado—: Bran es la palabra galesa para «corneja». Pero la gente que se llama Bran en las viejas leyendas también está unida con el cuervo. Hay muchos cuervos en estas colinas. Así que supongo que me puedes llamar el Cuervo si quieres. Como si fuera una licencia poética.
Se descolgó la cartera del hombro y se sentó al lado de Will en una roca, mientras jugueteaba con la correa de piel.
—¿Cómo sabes quién soy? ¿Que David Evans es mi tío? —indagó Will.
—Yo también podría preguntarte cómo sabes quién soy yo —replicó Bran—. ¿Cómo lo sabías para llamarme el Cuervo?
Recorrió la correa despreocupadamente con el dedo, arriba y abajo. Entonces sonrió, una sonrisa que iluminó su pálido rostro como una repentina llamarada, y volvió a quitarse las gafas de sol.
—Te contestaré las dos preguntas, Will Stanton —prosiguió—. Lo sé porque no eres del todo humano, sino uno de los Ancestrales de la Luz enviado para frenar el avance del terrible poder de las Tinieblas. Eres el último del Círculo que había de nacer en la Tierra. Y te estaba esperando.