—¿Estás despierto, Will? ¿Will? Despierta, es la hora de la medicina, cariño…
El rostro oscilaba como un péndulo, adelante y atrás; una indefinida mancha rosada que se alejaba y se acercaba, dividida en otras seis manchas que, como ruedas, daban vueltas sin parar. Cerró los ojos. Sentía la frente perlada de sudor frío y la mente paralizada por el pánico. «Lo he perdido. ¡Lo he olvidado!». Incluso en la penumbra, el mundo daba vueltas. Un persistente zumbido resonaba en su cabeza, como un torrente de agua, hasta que, de nuevo, la voz consiguió abrirse paso a través de él.
—¡Will! Solo será un momento, despierta…
Era la voz de su madre. Lo sabía, pero no podía distinguir su origen. La obscuridad lo envolvía y lo aturdía. «He perdido algo. Ya no está. ¿Qué era? Era muy importante, tengo que recordarlo, ¡tengo que hacerlo!». Comenzó a luchar en un intento por alcanzar la conciencia y, en la lejanía, oyó su propio y quedo gemido.
—Vamos a ver.
Otra voz. El doctor. Un brazo firme le sujetaba por los hombros; un metal frío en sus labios; le vertieron con destreza un líquido en la garganta. Tragó mecánicamente. El mundo giraba sin parar. El pánico le invadió de nuevo. Unas pocas palabras confusas cruzaron su mente como un fragmento de música; su memoria intentó retenerlas, aferrarías. «En el día de los Muertos…».
La señora Stanton miraba angustiada el pálido rostro, los ojerosos ojos cerrados, el húmedo cabello.
—¿Qué ha dicho?
De repente, Will se incorporó de un salto, con los ojos abiertos como platos; miraba sin ver.
—«En el día de los Muertos…». —La miró, suplicante, sin reconocerla—. ¡Es todo lo que puedo recordar! ¡Se ha esfumado! ¡Había algo que tenía que recordar, algo que tenía que hacer! ¡Era de vital importancia y lo he perdido! Lo he olvidado…
Su rostro se contrajo y cayó hacia atrás sin fuerzas, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Su madre se inclinó sobre él, le rodeó con los brazos y le arrulló suavemente, como si fuera un bebé. Poco después comenzó a relajarse y a respirar acompasadamente. Ella alzó la vista, angustiada.
—¿Delira?
El doctor negó con la cabeza, con cara compasiva.
—No, eso ya lo ha superado. En el aspecto físico ya ha pasado lo peor. Esto no es más que una pesadilla, una alucinación…, aunque puede que haya perdido algo de memoria. La mente está muy vinculada a la salud del cuerpo, incluso en los niños… No se preocupe. Dormirá y, a partir de ahora, cada día estará mejor.
La señora Stanton suspiró. Posó una mano sobre la perlada frente del menor de sus hijos.
—Le estoy muy agradecida. Ha venido tan a menudo… No hay demasiados médicos que…
—Venga, venga —la interrumpió con rapidez el pequeño doctor Armstrong, al tiempo que sostenía la muñeca de Will para tomarle el pulso—. Somos viejos amigos. El niño ha estado muy, muy enfermo. De todas formas, cojeará durante un tiempo… Ni siquiera los jovencitos se recuperan de este tipo de cosas tan rápidamente. Volveré, Alice. No se le olvide: cama durante otra semana como mínimo y, después de eso, nada de colegio durante un mes. ¿No podría enviarlo lejos de aquí? ¿Qué me dice de ese primo suyo de Gales con el que estuvo Mary en Semana Santa?
—Sí, podría ir allí. Seguro que sí. Es muy bonito en octubre, y el aire del mar… Les escribiré.
Will agitó la cabeza sobre la almohada, murmuró algo, pero no se despertó.