Uno solo marchará

Permanecieron en torno al árbol en silencio, incapaces de hablar. En lo alto, donde los últimos jirones de nubes de tormenta flotaban obscuros delante del sol, Herne el Cazador de la cornamenta de ciervo echó hacia atrás la cabeza salvaje y emitió un largo grito triunfante. El caballo de color blanco dorado partió al galope con un relincho agudo y límpido, y se dirigió hacia un punto situado más abajo, en el que una franja de nubes empujadas por el viento surcaban el cielo como un río.

El Caballero descendía saltando, y en el preciso instante en que pareció zambullirse en el río celeste y desaparecer, vieron emerger del mismo lugar la gran nave Pridwen, elegante, de alta proa, con los estandartes verdes del Señor Arturo flotando a proa y popa. Se aproximó cada vez más, en alas del viento, y de entre los Seis situados junto al árbol Will vio a Bran alzar lentamente la espada Eirias e introducirla en la vaina, ahora visible en su cintura, con un gesto curioso, reluctante, que no fue capaz de interpretar. Miró a su amigo, su tez pálida y los ojos dorados bajo el cabello blanco, pero no descubrió en él ninguna expresión, mientras Bran miraba flotar la larga nave que viajaba hacia ellos, por el cielo. Se encontró pensando, y no por primera vez, que los ojos dorados de Bran se parecían extrañamente a los de Herne, el Cazador Loco.

Y luego la nave Pridwen los alcanzó, y Will se encontró mirando los ojos grises azulados y el rostro de barba estriada, marcado por la intemperie, del caudillo y rey Arturo.

Arturo miraba, a sus espaldas, la figura esbelta y frágil, vestida de azul, de la Señora, que permanecía ligeramente separada del grupo. Desde la proa de la embarcación bajó a tierra, se arrodilló ante la Señora e inclinó la cabeza.

—Señora —anunció—, tu barquero espera.

La Señora avanzó hacia la embarcación, llamando a Arturo con un golpecito en el brazo, en la intimidad desenvuelta de quien pertenece a la misma familia.

—Todo ha terminado —anunció. De pronto, en su voz musical resonó un profundo cansancio, que revelaba su vejez, a pesar de la gracia tranquila, sin edad, del rostro de rasgos delicados—. Nuestra labor está realizada y podemos dejar la última, y la más larga, a quienes heredarán este mundo y toda su peligrosa belleza.

Los miró a todos, y como en una despedida, sonrió a Barney, a Simon y, de forma más prolongada, a Jane. Luego miró a John Rowlands, que permanecía rígido, con los ojos vacuos, junto a la enorme encina. Se dirigió hacia él rápidamente y le tomó ambas manos.

John Rowlands la miró con el rostro ensombrecido, marcado por arrugas alrededor de la boca que nunca habían parecido tan visibles.

—John —comenzó la Señora, dulcemente—, en toda esta gran cuestión, tú has hecho más por tu mundo que todos nosotros, incluso antes de tu muestra de coraje al final… porque habrías podido retirarte a una ciega felicidad tuya, y sin embargo has renunciado a hacerlo. Eres un hombre bueno y honrado, y ahora, durante algún tiempo, serás infeliz. Pero durará sólo un poco.

Le soltó las manos, pero siguió mirándolo imperiosamente a los ojos.

John Rowlands correspondió a la mirada sin temor ni sumisión. Se encogió de hombros, sin responder.

—Has tomado una decisión difícil —prosiguió la Señora— que te ha hecho perder el marco de tu vida. Yo no puedo devolverte a tu Blodwen, aquella figura inmoral, ávida de poder. Pero te puedo dar otra posibilidad, más benigna que tu situación actual. Dentro de un momento, regresarás a tu mundo y a tu época y allí descubrirás que… el cuerpo de tu esposa ha sufrido un terrible accidente, y ha perdido la vida. Te corresponde a ti decidir si, en ese momento, querrás seguir recordando todo lo que te ha sucedido. Puedes recordar la dura verdad sobre la Luz y la Tiniebla, y la verdadera naturaleza de tu esposa, si así lo deseas.

—Es muy extraño… hay una cosa que siempre se negó a decirme. Se había convertido en una especie de broma privada… no quería revelarme dónde o cuándo había nacido —murmuró John Rowlands con voz incolora, casi para sí.

La Señora tendió una mano piadosa, y luego la dejó caer.

—O bien —prosiguió—, por el contrario, puedes olvidar. Puedes, si lo deseas, olvidar todo lo que has visto de los Señores de la Luz y de la Tiniebla, y aunque entonces, quizá, sientas un dolor más profundo por la pérdida de tu esposa, la llorarás y la recordarás como la mujer que conociste y amaste.

—Pero eso significaría vivir una mentira —replicó rápidamente John Rowlands.

—No —intervino Merriman a sus espaldas—. No, John, porque tú la has amado de verdad, y todo amor tiene gran valor. Todo ser humano que ama a otro ama la imperfección, porque la perfección no es de esta tierra… no hay que ser simplista.

—A ti te corresponde elegir —declaró la Señora. Se aproximó a la embarcación, se detuvo y miró hacia atrás. John Rowlands estaba ante ellos, siempre sin emociones aparentes, y luego volvió los ojos obscuros hacia la Señora.

—No puedo elegir, esta vez —respondió, con una sonrisa amarga—. No sobre algo así. ¿Tendría la amabilidad de hacerlo en mi lugar?

—Perfectamente —concedió la Señora—. Aléjate de mí, John Rowlands, y cuando te vuelvas verás un sendero a tus pies. Síguelo. En el momento en que pases por delante del árbol, dejarás este lugar y te hallarás en otro sendero, en tu valle, que conoces mucho mejor que éste. Lo que encuentres entonces en tu mente será la elección que habré realizado por ti. Te deseamos todo lo mejor.

John Rowlands inclinó la cabeza por un instante, y luego los miró a todos, uno tras otro, con una media sonrisa que no contenía felicidad alguna, aunque sí un gran cariño. Por último, miró a Bran.

—Nos vemos más tarde, muchacho —dijo.

A continuación se volvió y se encaminó hacia la encina inmensa, frondosa, por un sendero que nadie más podía ver. Cuando alcanzó el árbol, desapareció. La Señora suspiró.

—Olvidará —sentenció—. Es mejor así.

Arturo le tendió una mano, y ella subió a la embarcación. Soplaba un viento creciente, que hacía oscilar el Pridwen sobre el río celeste. De pronto, Will percibió de nuevo a una multitud enorme y supo que todos los Vetustos del Círculo estaban subiendo a bordo, para navegar junto a la Señora y el rey. En el palo mayor ondeaba ahora la gran vela, cuadrada, plena, con la cruz inscrita en el círculo, el Signo de la Luz. Oyó los gritos de los marineros, las tablas de madera crujieron y las drizas chocaron contra las vergas.

Will lanzó una ojeada a los tres Drew, a su lado, y vio en sus rostros la incipiente angustia de la pérdida y un vacío duradero. Pero no pudo mantener la mirada alejada de la gran embarcación durante más de un instante. Volvió la cabeza, y entre la espectral multitud de seres que se agolpaba en los puentes reconoció, en una serie de rápidos destellos, los rostros de todos los que había conocido, en aquel viaje y en otros, en aquel tiempo y en otros. Una figura alta y robusta, con un delantal de herrero, levantó un largo martillo para saludarlo. Distinguió a un hombrecillo de ojos vivaces con una chaqueta verde que agitaba el brazo hacia él, y a una arrogante señora de cabello gris, apoyada en un bastón, que le hacía una pequeña reverencia formal. Recibió una fugaz sonrisa de un tipo grueso, de rostro moreno, con un halo de cabello blanco. Vio a Glyndwr y la frágil silueta del Rey de la Tierra Perdida, y luego, con un sobresalto, divisó a Gwion, que lo miraba con su sonrisa resplandeciente. El viento comenzó a soplar más fuerte desde las nubes, la vela se hinchó y agitó como si estuviese impaciente, y las caras se confundieron en la multitud nebulosa.

Arturo permanecía en proa, con la cabeza barbuda nítida contra el cielo. Tendió la mano a Bran.

—¡Ven, hijo mío! —su voz resonó en un tono de calurosa bienvenida.

Bran avanzó rápidamente hacia él, y luego se detuvo. Will asistía triste a la escena, sabiendo que era la última vez que lo veía. Descubrió en el rostro de Bran una mezcla de deseo, determinación y pesar.

—Ven, hijo mío —repitió la voz cálida—. La larga labor de la Luz ha terminado y el mundo está libre del peligro del dominio por parte de la Tiniebla. Ahora, está todo en manos de los hombres. Los Seis han realizado su gran misión, y tú y yo hemos cumplido nuestra herencia. Ahora podemos descansar, en el tranquilo castillo rodeado de plata más allá del Viento del Norte, entre los manzanos. Y aquellos que dejamos atrás podrán saludarnos todas las noches, cuando la corona del Viento del Norte, la Corona Boreal, se eleva sobre el horizonte con su anillo de estrellas —alargó de nuevo un brazo—. Ven.

—No puedo venir, mi señor —respondió claramente Bran, mirándolo con amor intenso.

Se produjo un silencio, roto sólo por el canto suave del viento. Arturo dejó caer lentamente el brazo.

—Gwion ha dicho esto cuando la Tierra Perdida estaba a punto de sumergirse, y él no pensaba abandonarla: éste es mi hogar —declaró Bran, agitado—. Si, como afirmas, ahora todo está en manos de los hombres, entonces los hombres se enfrentarán con dificultades, y quizás haya cosas, en el futuro, que pueda hacer para ayudarlos. Y aunque no sea así, éste será siempre… mi hogar. Aquí tengo vínculos afectivos, tal como ha dicho Merriman. Y ha explicado —miraba a Merriman, a su lado— que esos vínculos escapan incluso al control de la Gran Magia, porque son lo más fuerte que existe en esta tierra.

—Es la pura verdad —aprobó Merriman—. Pero piénsalo bien, Bran. Si abandonas tu lugar en la Gran Magia, tu identidad en el Tiempo que está fuera del Tiempo, entonces serás sólo un mortal, como nuestros Jane, Simon y Barney. Ya no serás el Pendragón, nunca más. No recordarás nada de lo que ha sucedido, morirás y vivirás como hacen todos los hombres. Abandonarás toda posibilidad de salir del Tiempo con los de la Luz… como yo haré pronto y como, algún día, hará también Will. Y… no volverás a ver a tu noble padre.

Bran se volvió bruscamente hacia Arturo, y mientras miraba a ambos Will volvió a ver los ojos dorados de Herne el Cazador en el rostro de Bran, y al mismo tiempo, no obstante, también una sombra de Arturo, como si los tres fuesen la misma persona. Parpadeó, perplejo.

—Ve donde sientas que debes ir, hijo querido, Bran Davies de Clwyd, y que mi bendición te acompañe —dijo suavemente Arturo, sonriendo lleno de afecto y orgullo.

Bajó de nuevo de la embarcación a la orilla herbosa, abriendo los brazos. Bran corrió hacia él, y por un instante permanecieron juntos.

Luego Arturo dio un paso atrás, sonriendo, y Bran, sin dejar de mirarlo, extrajo a Eirias, blanquísima y brillante, de la vaina de su cintura, se deslizó el cinturón por encima de la cabeza y tendió a su padre tanto vaina como espada. Will oyó a Merriman suspirar despacio, como aliviado, y descubrió que inadvertidamente había apretado los puños. Arturo tomó a Eirias en una mano y la vaina en la otra, y envainó la espada. Por un instante, desplazó la mirada de Bran a Merriman y sonrió con los ojos, aunque no con la boca.

—Volveré a verte pronto, mi león —saludó, y Merriman asintió con la cabeza.

Luego el rey regresó al Pridwen y la amplia vela se infló. La nave zarpó en el cielo azul, punteado de pequeñas nubes iluminadas de sol, similar a un mar diseminado de islotes. Y cuando desapareció, en realidad era imposible decir si se hallaba en el cielo o en el mar.

Bran permaneció mirando hasta que no quedó nada que ver, pero Will no observaba ningún rastro de pesar o tristeza en su rostro.

—A esto debía referirse John Rowlands —murmuró Bran.

—¿John Rowlands? —preguntó Will.

—Al marcharse, me ha dicho: «Nos vemos más tarde, muchacho».

—Pero… él no sabía que regresarías —replicó Jane lentamente.

—No —reconoció Bran.

—Pero lo conoce —concluyó Merriman.

Bran levantó la vista y de golpe pareció muy joven y vulnerable, con los ojos claros sin protección y sin el peso de la espada Eirias en su cintura.

—¿He hecho lo correcto?

—Sí, Bran. Has hecho lo correcto, para ti mismo y para el mundo.

Por último, Barney se movió del punto de la pendiente herbosa en el que él, Simon y Jane habían permanecido juntos largo rato, en un silencio perplejo.

—Tío Merry, ¿te estás marchando o te quedarás también tú? —preguntó con ansiedad.

—Oh, Barney —exclamó Merriman, y Jane se volvió hacia él con preocupación maternal, dado el cansancio de su voz—. Barney, Barney, el tiempo pasa, tanto para los Vetustos como para ti, y aunque las estaciones se repiten similares de año en año el diseño del mundo es distinto en cada una de ellas. Aquí, mi tiempo ha terminado, así como el de la Luz. Habrá otra labor que hacer para nosotros, en otro lugar.

Se interrumpió y les sonrió. El cansancio desapareció ligeramente de su rostro huesudo y arrugado, con la nariz intensa y aguileña, y los ojos hundidos.

—Aquí están los Seis —prosiguió—, juntos por primera y última vez en el lugar que nos está destinado, en una montaña de las Chiltern Hundred de Buckinghamshire, donde hace siglos los hombres que huían de la Tiniebla intentaron en vano esconder sus tesoros y elevaron oraciones al cielo para que los protegiese. Miradlo. Miradlo bien: mantendréis vivo un pedacito de él.

Así, preguntándose a qué se refería, observaron largo rato la pendiente de hierba verde y suave punteada de pequeñas linarias y mariposas azules que revoloteaban. Miraron el bosquecillo de hayas que dominaba la montaña, la amplia y misteriosa encina que se erguía justo debajo de él, el cielo azul y límpido diseminado de blancas nubes algodonosas.

Y luego, aunque Merriman no se movía, todos ellos parpadearon de improviso, porque su vista pareció ofuscarse. Se tambalearon ligeramente, con un zumbido en los oídos y una sensación de vértigo que les quitaba el equilibrio. Todo a su alrededor bailaba extrañamente, como si el aire danzase en el calor de una hoguera. El perfil de la encina gigante tembló, se atenuó y desapareció, y el verde de la montaña se ensombreció. Aunque el sol seguía brillando, en la montaña había ahora manchas obscuras y verdes jaspeadas de amarillo, marrón y púrpura, donde crecían helechos, aliagas y brezos. Otras formas se elevaron en la lejanía, montañas remotas veladas en el horizonte por una neblina gris azulada. Y cuando se volvieron a mirar atrás, vieron extenderse a sus pies un amplio valle de arena dorada y el hilo tortuoso y plateado de un río que se encaminaba hacia el mar azul e inmenso. Oyeron los esporádicos balidos de las ovejas romper el silencio de vez en cuando, bajos profundos con tenores por contrapunto, y en un punto debajo de ellos ladró un perro. Sobre sus cabezas, volando hacia el río y el mar, vino una única gaviota, repitiendo su grito melancólico y espectral.

—Mirad bien —repitió Merriman en voz baja, tras emitir un prolongado suspiro.

—¿No te veremos nunca más? —preguntó Jane muy despacio, con la vista puesta en la franja de arena dorada levantada por el río como protección contra el mar.

—No —respondió Merriman—. Ninguno de vosotros, salvo mi guardián Will. Y así debe ser.

En su voz había una perentoriedad y una fuerza tranquila que los paralizaron a todos. Permanecieron mirándolo, hipnotizados por los ojos obscuros y vividos y por su rostro triste.

—Porque, recordad —continuó—, ahora el mundo es enteramente vuestro. Os hemos liberado del mal, pero el mal que hay dentro de los hombres les corresponde a los hombres controlarlo. La responsabilidad, la esperanza y la promesa están en vuestras manos; en las vuestras y en las de los hijos de todos los hombres de esta tierra. El futuro no puede censurar al presente, como el presente no puede censurar al pasado. La esperanza está siempre aquí, siempre viva, pero sólo con sumo cuidado podréis encenderla en un fuego que caliente el mundo.

Su voz resonaba en la montaña, más apasionada que cualquier otra que jamás hubiesen oído. Escuchaban con suma atención.

—Hijos míos, la Tiniebla ya no está en su hamaca, ni Arturo duerme en ninguna parte. Ahora no podéis esperar perezosamente la segunda llegada de nadie, porque el mundo es vuestro y os corresponde a vosotros administrarlo. Ahora, precisamente porque el hombre tiene fuerza para destruir este mundo, es su responsabilidad mantenerlo con vida, con toda su belleza y alegría maravillosa —la voz se le suavizó—. Y el mundo seguirá siendo imperfecto, porque los seres humanos son imperfectos. Los buenos seguirán siendo asesinados por los malos, y a veces por otros buenos, y continuará habiendo dolor, enfermedades, carestías, rabia y odio. Pero si trabajáis y permanecéis atentos, como nosotros hemos tratado de hacer por vosotros, entonces, a la larga, el peor nunca triunfará sobre el mejor. Y los dones atribuidos a ciertos hombres, que resplandecen fúlgidos como la espada Eirias, iluminarán los rincones obscuros de la vida para todos los demás, en un mundo tan valeroso.

Se produjo un silencio, en el que se deslizaron los pequeños sonidos de la montaña: las débiles llamadas de las ovejas, el zumbido de un coche lejano, y mucho más arriba, el alegre trino de una alondra.

—Lo intentaremos —respondió Simon—. Haremos todo lo que podamos.

Merriman le regaló una rápida y sorprendente sonrisa.

—Es lo máximo que se puede prometer —concluyó. Lo miraron tristes, incapaces de corresponder a la sonrisa, aplastados por la melancolía de la despedida. Merriman se envolvió en la capa azul obscura, pasándosela sobre el hombro.

—Venid, ahora —los exhortó—. Las fórmulas más antiguas son siempre las mejores: «Estad alegres». Yo voy a reunirme con nuestros amigos, porque estoy muy cansado. Y ninguno de vosotros volverá a recordar lo que he dicho ahora, porque sois mortales y debéis vivir en el tiempo presente, y aquí no es posible razonar de la forma antigua. La última magia será precisamente ésta: que ahora que me veis por última vez en este lugar, todo lo que sabéis de los Vetustos y de la gran labor que se ha realizado se retirará a los rincones ocultos de vuestra mente y no recordaréis nada de todo ello, salvo en los sueños. Sólo Will, que tiene mi misma vocación, deberá recordar… pero vosotros olvidaréis incluso esto. Y ahora adiós, mis queridos compañeros. Estad orgullosos de vosotros mismos, como yo lo estoy de vosotros.

Los abrazó uno a uno, brevemente, para despedirse de ellos. Tenían el semblante triste y los ojos húmedos. A continuación Merriman subió a la montaña, por la hierba blanda y los punzones de pizarra, a través de los helechos marrones y las aliagas punteadas de amarillo, y no se detuvo hasta que estuvo exactamente en la cima, nítido contra el cielo azul. Vieron su figura alta, familiar, permanecer perfectamente erguida, con el perfil de nariz aguileña y el mechón alborotado de cabello blanco que ondeaba ligeramente al viento surgido de la nada. Era una imagen que saltaría dentro y fuera de sus sueños durante el resto de sus vidas, incluso después de olvidar todo lo demás. Merriman alzó el brazo, en un saludo al que nadie tuvo fuerzas para responder, y luego los cinco dedos se abrieron, apuntando hacia ellos…

Y el viento formó remolinos sobre la montaña, la cuesta se recortó vacía contra el cielo y cinco muchachos se encontraron en la montaña más alta de Gales observando un valle dorado y el mar azul.

—Hay una vista fantástica —comentó Jane—. Valía la pena subir hasta aquí. Pero el viento me ha hecho llorar.

—Aquí debe de ser muy violento —añadió Simon—. Mirad esos árboles, todos inclinados hacia el suelo.

Bran miraba, perplejo, una piedrecilla verde azulada que tenía en la palma de la mano.

—La llevaba en el bolsillo —le dijo a Jane—. ¿La quieres, Jane?

—¡He oído música! —exclamó Barney, recorriendo la montaña con la mirada—. Escuchad… no, se ha interrumpido. Debía de ser el rumor del viento entre los árboles.

—Creo que es hora de regresar —concluyó Will—. Nos queda mucho camino por recorer.