El Despertar

—Impugnamos al joven Bran, de Clwyd, en el Valle de Dysynny, del reino de Gwynedd, llamado Bran Davies por su padre en el mundo en que creció, llamado el Pendragón en virtud de su padre el Pendragón en el mundo del que proviene —anunció el Caballero Negro—. Rechazamos su papel en esta materia, pues no tiene derecho a participar en ella.

—Tiene el derecho que le otorga su nacimiento —replicó Will con brusquedad.

—Ahí radica precisamente nuestra impugnación, Vetusto. Ahora oirás nuestros argumentos.

El Caballero Negro había desaparecido: su voz resonaba en el remolino sombrío más allá de la niebla. Will tuvo la súbita sensación de un infinito ejército de formas invisibles a sus espaldas, sepultadas en las tinieblas. Apartó rápidamente la mirada.

—¿A quién eliges como juez, Señor de la Tiniebla? —replicó la voz límpida de la Señora, desde lo alto—. Porque tienes derecho a elegir, como la Luz tiene derecho a aprobar o rechazar tu elección.

Hubo una pausa. De pronto, el Caballero reapareció, nítidamente, y se volvió hacia Merriman.

—Elegimos al hombre llamado John Rowlands —respondió.

Merriman miró a Will. No habló, ni en voz alta, ni en la muda lengua de los Vetustos, pero Will advirtió su indecisión. Él experimentaba la misma vaga sospecha. —«¿Qué clase de intenciones tienen?»—, pero le rebotó fuera de la mente, como una ola que rompe contra un escollo, cuando pensó en John Rowlands y en las muchas razones que tenían para confiar en su juicio.

—De acuerdo —asintió Merriman, alzando la cabeza blanca y despeinada.

John Rowlands no les prestaba la menor atención. Permanecía en el centro del barco, con Jane, Barney y Simon apretados a su espalda en un asiento, como para consolarle a él o a sí mismos. Rowlands miraba a Bran, con el rostro moreno y delgado tenso por arrugas que reflejaban su ansiedad. Sus ojos obscuros se posaron en la figura plácida y fúlgida de la Señora, y luego volvieron a la niebla brillante que encerraba al muchacho.

—Bran —dijo tristemente—, ¿te encuentras bien?

Pero no obtuvo respuesta. En cambio, la Señora volvió el rostro grave hacia Rowlands, que de golpe quedó petrificado, mirándola. Era una figura muda, torpe, con el traje obscuro y formal apoyado en el cuerpo esbelto como si perteneciese a otra persona.

—John Rowlands —prosiguió la voz serena y musical—, ahora te serán dichas algunas cosas por los Señores de la Luz y la Tiniebla. Deberás escucharlas con gran atención y sopesar en la mente el mérito de ambas partes. Y luego deberás afirmar quién tiene razón en tu opinión, sin miedo ni parcialidad. Y el poder de la Gran Magia, que está presente en este lugar como en todo el universo, sellará tu decisión.

John Rowlands la miraba, inmóvil. Parecía invadido por un temor reverente, pero tenía ciertos puntos de color en los altos pómulos y su boca finamente modelada estaba tensada en una línea recta.

—¿Tendré que hacerlo? —repitió.

La voz de la Señora se hizo aún más plácida, más dulce.

—No, amigo mío. No hay obligaciones en esta cuestión. Te estamos pidiendo el favor de que expreses dicho juicio. Porque, en este mundo de hombres, es el destino de los hombres lo que está en juego, a la larga, y sólo un hombre debería decidirlo. ¿Acaso no les has dicho eso a los Vetustos, aquí y en otros lugares?

John Rowlands se volvió a mirar a Will, con expresión neutra.

—Está bien —respondió por último lentamente.

De pronto, Will advirtió a una multitud de Vetustos, una inmensa tropa de vagas presencias, alrededor y detrás de él, sobre el río inmóvil y nebuloso; flotaban sobre los navíos invisibles similares al suyo entrevistos por él, tal como ellos habían atravesado el espacio y el tiempo de la isla británica en el vehículo en forma de tren. Le parecía oír el murmullo de una gran muchedumbre, como ya dos veces, en su vida, había oído a todo el Círculo de los Vetustos reunido. Y sin embargo no había ruidos, lo sabía, al margen del rumor del viento entre los árboles que bordeaban el río. Con la sensación de su presencia en la mente, y la conciencia de la forma de Merriman, vestida de azul, a su lado, miró abiertamente la neblina negra y borrascosa de la Tiniebla, como antes no había osado hacer. De ella salió fuerte y segura la voz del Caballero.

—Juzga, pues. Sabes que el joven Bran nació en un tiempo muy lejano y fue llevado al futuro, para que allí creciese. Lo llevó su madre, que en su época había engañado gravemente una vez a su señor y marido Arturo y temía por lo tanto que éste no lo reconociese como hijo suyo, que en efecto era.

—Es fácil para los hombres ser engañados —replicó John Rowlands en tono vacuo.

—Pero los hombres perdonan —lo halagó el Caballero—, y el padre del chico habría perdonado y creído a Ginebra si hubiese tenido la posibilidad de hacerlo. Mas un Señor de la Luz hizo viajar a Ginebra en el tiempo a petición suya, de forma que el muchacho fue llevado lejos.

—A petición suya —repitió Merriman, con voz suave y profunda.

—Pero —replicó el Caballero—, y ahora escucha bien, John Rowlands, no a una época solicitada por ella.

Will sintió que el frío se le introducía en la mente: una terrible duda, como una pequeña fisura que crece en un dique grande y seguro encargado de retener el mar. A su lado, la túnica de Merriman crujió.

—Vino a las montañas de Gwynedd con su hijo, sin preocuparse por la época a la que llegaba —prosiguió el Caballero con voz tranquila y confiada—. Y un hombre del siglo XX, llamado Owen Davies, se enamoró de ella, la acogió y crió al hijo como suyo, cuando ella desapareció de nuevo. Pero aquel siglo no fue escogido por ella. Fue donde la llevó el Señor de la Luz, casualmente. La Luz, en cambio, hizo bien sus cálculos —el tono aumentó en intensidad, se hizo brusco y acusador—. La Luz escogió y actuó de forma que Bran, hijo de Arturo, Bran el Pendragón, viniese a esta época para crecer en el lugar adecuado y el momento adecuado para hacer realidad sus objetivos. Por ello, todas las viejas profecías se han cumplido sólo gracias a sus manipulaciones del Tiempo. Ello distorsiona los términos de la Gran Magia: en nuestra opinión, el joven Bran, que está aquí sólo por las artes de la Luz, debería regresar a la época a la que pertenece.

—¿Regresar más de mil años atrás? ¿Qué lengua hablaban los hombres en aquella época? —preguntó John Rowlands, pensativo.

—Latín —respondió Will.

—Sabe muy poco latín —observó John Rowlands, mirando la niebla obscura más allá del río.

—Eso son tonterías —cortó, áspera, la voz que salía de las tinieblas—. Se le puede poner simplemente fuera del Tiempo, como ahora, siempre que no tenga ningún papel en esta cuestión.

—No son tonterías —replicó John Rowlands—. Sólo me pregunto cómo puede decirse que un muchacho pertenece a una época de la que ni siquiera habla la lengua. Es una simple curiosidad, señor, para poder juzgar mejor.

—La pertenencia —dijo Merriman desde la popa—. Ésta es la respuesta a vuestra protesta. Ya fuese su madre o la Luz quien escogió la época en la que creció el muchacho, ya fuese casual la elección, él ha establecido unos vínculos con ella. Vínculos afectivos con respecto a las personas con las que ha vivido, y en particular Owen Davies, su padre adoptivo, y el amigo de Davies, John Rowlands.

—Sí —confirmó Rowlands, alzando la vista, con la misma rápida ansiedad de antes, hacia la extraña jaula de neblina luminosa en la que, vagamente, veían a Bran forzado a la inmovilidad.

—Tales vínculos afectivos —continuó Merriman— están más allá del control incluso de la Gran Magia, porque son lo más fuerte que existe en esta tierra.

—¡John! ¡John! —llamó de pronto desde la obscuridad, desde una dirección imprecisa, una voz espantada, con ardor.

John Rowlands levantó la cabeza, de repente, con una mezcla de desconfianza y deseo.

—¡Es la señora Rowlands! —susurró Jane.

—¿Dónde está? —Bran dio una pirueta sobre sí mismo: el grito parecía venir del aire.

—¡Allí! —señaló Simon, y la voz murió en su garganta—. Allí…

Veían sólo su rostro, débilmente iluminado en la obscuridad junto al barco, y sus manos tendidas. Miraba a John Rowlands con gesto suplicante. Su voz era la voz suave y cálida que habían conocido al principio, y estaba llena de miedo.

—John, ayúdame, ayúdame… nada tengo que ver con todo esto, estoy poseída. Hay una mente de la Tiniebla que invade la mía, y entonces… digo y hago cosas, y ni siquiera sé cuáles son… John, también nosotros tenemos unos vínculos afectivos. Debes intervenir. ¡Dicen que me dejarán libre si los ayudas!

—¿Ayudarles… a ellos? —John Rowlands parecía hablar con dificultad. Su voz sonaba lenta y envejecida.

—Restablece el equilibrio. Otórganos la decisión justa, es decir, que la Luz no tiene derecho a la ayuda del joven Bran, y nosotros dejaremos la mente de tu esposa Blodwen Rowlands, restituyéndotela a ti —explicó el Caballero Negro bruscamente.

—¡Oh, John, te lo ruego!

La señora Rowlands tendió los brazos hacia él, y su llamada era tan conmovedora que Jane, al escucharla, tuvo dificultades para permanecer quieta. Lo que había averiguado de Blodwen Rowlands se desvaneció por completo de su mente. Sólo percibía la infelicidad y el deseo de un ser humano separado de otro.

—Una posesión —seguía habiendo una especie de estridencia en la voz de John Rowlands, como si las palabras saliesen por la fuerza—. ¿Quieres decir que es como la posesión diabólica de la que hablaban antiguamente?

El Caballero Negro lanzó una carcajada suave, efervescente pero fría.

—Sí, sí, exacto —respondió Blodwen Rowlands, impaciente—. La Tiniebla se apodera de mi mente y me transforma en otra persona. Oh, John, tesoro, di lo que ellos quieren, así podremos volver a nuestra casa y ser de nuevo felices como lo hemos sido durante todos estos años. Esto es sólo una terrible pesadilla… quiero ir a casa.

John Rowlands miró el rostro de su esposa larga y atentamente. Luego, volviéndose, inseguro, miró a Merriman y a Will, y por último la figura alta y remota de la Señora, pero todos le respondieron con gesto neutro, sin sombra de amenazas, llamadas o consejos. Rowlands volvió a mirar a Blodwen, y de pronto, Jane advirtió un hueco en el fondo del estómago por el asombro, porque la expresión de su rostro era la de un triste adiós a algo que se desvanece para siempre.

Su voz era baja y dulce: apenas la oían entre el susurro de la brisa en la orilla del río.

—No creo que ningún poder pueda poseer la mente de un hombre o una mujer, Blod, o cualquiera que sea tu nombre verdadero. Por el contrario, creo en el libre albedrío concedido por Dios. Opino que nada nos puede ser impuesto, salvo por otras personas como nosotros. Opino que nuestras decisiones son sólo nuestras. Y tú no estás poseída, sino que eres aliada de la Tiniebla, porque has decidido serlo… por muy terrible que sea para mí creerlo, después de todos estos años. O bien ni siquiera eres humana, sino una criatura venida totalmente de la Tiniebla, una criatura distinta a la que nunca he conocido de verdad.

La voz sombría y suave flotó sobre el río nebuloso, y por un instante no vieron ni sonidos ni movimientos, ni desde la flotilla de la Luz ni desde la obscuridad vacía y repleta al mismo tiempo de la Tiniebla. El rostro resplandeciente de Blodwen Rowlands seguía allí, con la silueta imponente del Caballero.

—Y en lo que respecta a Bran —prosiguió John Rowlands en su susurro grave, como si expresase sus pensamientos para sí—, se trata de un muchacho que desde el principio no ha escogido, pero luego ha vivido su vida. Realmente ha establecido vínculos afectivos con su padre, su padre adoptivo, si se quiere. Así como conmigo y con los demás que lo han visto crecer en Clwyd Farm. Pero no con mi mujer, como había creído.

La voz murió en un suspiro ronco. Tragó saliva y permaneció mudo por unos instantes.

Jane observaba el rostro de Blodwen Rowlands, que poco a poco comenzaba a endurecerse: el deseo cayó como una máscara, dando paso a la indiferencia y a una fría rabia.

—Si debo juzgar —concluyó John Rowlands—, entonces juzgo que Bran Davies pertenece a la época en la que tanto él como yo vivimos nuestra vida, que dado que él no es independiente, como yo, sino que ha puesto su destino al servicio de la Luz y por ella ha corrido graves riesgos, no hay razón por la que no deba ser libre de ayudar a su causa. Como… otros… son libres de ayudar a la Tiniebla, si así lo escogen. Éste es mi juicio —dijo con voz deliberadamente dura, mirando a la Señora, como si estuviese tratando de aislarse.

—La Gran Magia lo confirma y te da las gracias, John Rowlands. Y la Luz acepta que ésta es la ley —respondió claramente la Señora. Se volvió ligeramente hacia la orilla del río, hacia la obscuridad borrascosa detrás de la bruma. En torno a ella, el esplendor pareció aumentar y la voz se elevó—. ¿Y la Tiniebla, Caballero?

El viento se intensificó. En la lejanía vibró un trueno lejano.

—La ley es la ley —respondió el Caballero Negro con cólera contenida. Emergió un poco de su sombrío refugio, empujando hacia atrás la capucha, y sus ojos azules destellaron en el rostro acuchillado—. ¡Eres un tonto, John Rowlands! Optar por destruir tu casa, por el bien de una causa imprecisa…

—Por el bien de un muchacho y su vida —replicó John Rowlands.

—¡Siempre ha sido un tonto! —exclamó la voz de Blodwen Rowlands saliendo de las tinieblas, estridente, más fuerte que antes: era de nuevo la voz del Caballero Blanco.

Will comprendió ahora que siempre había advertido la semejanza entre las dos voces, aunque nunca se le había ocurrido identificarlas. Y vio, por la expresión de Jane, que también ella había establecido la misma terrible conexión.

El trueno resonó de nuevo, más cerca.

—¡Un idiota! —gritó Blodwen Rowlands—, ¡un pastor! ¡Tonto! —su voz se elevó hacia lo alto, en el gemido del viento que crecía, y desapareció en el aire cada vez más obscuro.

En torno a ellos, la niebla se espesaba y el cielo era invadido por nubes de un gris tan intenso que parecía casi negro.

Pero la Señora levantó el brazo, dirigiendo los cinco dedos hacia Bran, que permanecía inmóvil en su jaula de bruma brillante.

Will tenía en los oídos el eco de una música, aunque no sabía si era el único en oírla. Y de pronto Bran quedó libre, con la espada Eirias en la mano, cuya hoja llameaba con una fría luz azul.

Bran levantó a Eirias en el aire, como un estandarte. Por detrás y a su alrededor, Will advirtió la brigada de la Luz, que se espesaba, avanzaba, empujaba, y vio que su barco había reanudado la navegación.

El viento sopló en ráfagas, y por un instante todas las luces quedaron cubiertas, mientras el tornado vertiginoso de la Tiniebla se libraba en el cielo con un rugido, viajando por encima y delante de ellos, rodeando el horizonte para recoger las últimas fuerzas.

Sólo una franja de luz seguía brillando. De pie en la proa de su embarcación, Bran agitaba la espada de cristal ante sí, hendiendo el aire con una línea azul, y la niebla obscura se abría en una fisura recortada, cada vez más ancha. Vieron campos verdes elevarse ante ellos, y de improviso se encontraron todos en una suave pendiente, con el río reducido a un lejano murmullo en los oídos.

—Permaneced juntos, vosotros Seis —ordenó Merriman.

Los condujo hacia arriba por la pendiente herbosa. La cadena de los Signos resonaba armoniosamente en el cuello de Will, que sentía que las mil vagas formas del Círculo les rodeaban, les protegían y les incitaban. John Rowlands avanzó junto a la Señora, con la mirada perdida, como en trance. El trueno resonó, sobre sus cabezas.

Luego, los últimos restos de niebla se disolvieron y en la luz débil, bajo el cielo amenazador, vieron un bosque de hayas que dominaba una montaña. Poco a poco, en la pendiente que había delante del bosque, apareció un solo árbol enorme. Su perfil indistinto se hizo gradualmente más nítido y real. Creció, tomó forma y sus hojas amplias se agitaron y crujieron en el viento. El tronco era tan grueso como diez hombres, sus ramas se extendían anchas como una casa. Se trataba de una encina, más grande y antigua que cualquier otra que hubiesen visto jamás.

Sobre sus cabezas, el rayo desgarró una de las nubes obscuras y el trueno los golpeó como un puño enorme.

—¿La plata en el árbol?… —preguntó Barney, casi en un susurro.

Bran dirigió a Eirias hacia la planta, con un revoloteo triunfante.

—Mira, donde la primera rama se divide… ¡allí!

Y entre las ramas oscilantes vieron el muérdago, de un verde distinto al de la encina. Will lo miró con atención para distinguir algo entre la maraña. La capa obscura de Merriman oscilaba a su alrededor, en el viento cada vez más intenso.

—Habrá una sola ramita de flores —anunció él, con la voz cargada de tensión—. Veremos romperse todos los capullos, y cuando todas las floréenlas radiantes estén abiertas, sólo entonces cortaremos esa ramita. Ni antes ni después; sólo en ese momento funciona el gran hechizo. Y en ese momento, además, quien corte el muérdago debe estar protegido de los ataques por obra de los Seis, cada uno con uno de los Signos.

Volvió los ojos, rodeados de profundas sombras, hacia Will, que se llevó la mano al cuello para tomar el círculo de los Signos unidos por el oro. Pero antes de poderlos tocar, mientras el rayo relampagueaba de improviso mucho más cerca que antes, Will vio que la silueta alta de Merriman se ponía rígida, dirigida hacia el gran árbol. También él se volvió, buscando el muérdago, y vio de inmediato que un destello vivido como el fuego provenía del centro de la extraña maraña verde. El momento estaba a punto de llegar: el primer capullo de la ramita de muérdago se había abierto en flor.

Así comenzó el Despertar de la Tiniebla.

Will nunca había sabido, con ninguna magia, cómo sería. Mucho más tarde, pensó que debía parecerse a lo que le ocurre a una mente que enloquece por completo en un instante. Si no peor, porque aquí era el mundo el que enloquecía. Como una muda explosión, la fuerza inmensa de la Tiniebla sacudió todo lo que lo rodeaba, sacudió sus sentidos. Will se tambaleó, gesticulando ciegamente en busca de un apoyo que no existía. El aspecto de las cosas se desordenó: el negro parecía blanco, el verde parecía rojo, y todo latía y temblaba como si el sol se hubiese tragado la tierra. Un gran árbol escarlata se recortaba contra un cielo de una blancura lívida, mientras los otros Seis, que aparecían y desaparecían, se asemejaban a negativos fotográficos, formas desenfocadas con los ojos negros, blancos y vacíos. El infinito estallido del trueno le llenaba los oídos y la mente. Sentía debilidad y náuseas, frío y calor al mismo tiempo. Tenía los ojos reducidos a una fisura, la garganta apretada por un nudo.

Incapaz de mover un músculo, vio a través de sus párpados de plomo que Simon, Barney y Jane se habían derrumbado en el suelo, y desplazándose con un esfuerzo inmenso, como aplastados por pesos, se esforzaban en vano por levantarse. La obscuridad se cernía sobre ellos. Volviendo lentamente la cabeza, con angustioso terror, Will observó que la mitad del cielo y la mitad del mundo a sus espaldas estaban llenos del tornado negro de la Tiniebla, que giraba entre nubes y tierra, más vasto de lo que sus sentidos podían percibir. Vio a Bran tambaleándose y alzando una franja de fuego azul, como para aferrarse a ella. «Qué azul tan brillante —pensó—. Nunca he visto un azul más brillante, salvo en los ojos de la Señora. La Señora, ¿dónde está la Señora?». Y no logró moverse para buscarla, sino que cayó de rodillas mientras el mundo se agitaba hacia delante y hacia atrás en su mirada inquieta. Sólo por pura casualidad su mano débil tocó el círculo de los Signos que llevaba colgado del cuello.

Entonces, de repente, vio claramente, y se sintió invadido por el asombro. Del fondo del cielo tempestuoso, hendiendo las colosales nubes de color gris y negro, venían seis jinetes. Eran tres por cada lado, unas figuras brillantes de color gris plata sobre caballos del mismo color: galopaban con las capas flotando y la espada desenvainada en la mano. Uno de ellos llevaba sobre la cabeza un pequeño círculo reluciente, pero Will no logró verle bien la cara.

—¡La cabalgata de los Durmientes! —le gritó Bran, que, inclinado hacia atrás, miraba atento al cielo, con la espada tendida, llameante de azul—. ¡Los siete Durmientes, convertidos en Caballeros, tal como había predicho!

—Pero yo recuerdo que había seis Durmientes —murmuró Will a Merriman, en voz baja para que Bran no lo oyese—. Seis Durmientes, que pertenecen a la noche de los tiempos y a los que una vez despertamos de su largo sueño junto al lago, con el arpa dorada.

Merriman no se movió ni habló, sino que se quedó observando aquel cielo tremendo. Y mientras Will alzaba la vista hacia los caracoleantes Caballeros de la Luz, un largo resplandor empezó a chispear al este. Como un sol blanco que surge, otra silueta saltó por el aire: un caballero distinto, con una forma distinta, que no se parecía a ninguna criatura terrestre.

Era un hombre alto, montado sobre un brillante caballo blanco dorado, y tenía la cabeza astada como un ciervo, con cornamenta reluciente, ramificada en siete puñales. Ante la mirada de Will, alzó la gran cabeza, con los ojos redondos y dorados, parecidos a los de un búho, y lanzó un grito que era como la nota que el cazador toca con el cuerno para llamar a los perros. Y por el cielo, detrás de él, ladrando y gañendo, vino una jauría interminable de perros enormes, espectrales, blancos, con las orejas y los ojos rojos, criaturas espantosas que seguían inexorables un recorrido que ningún poder viviente era capaz de desviar. Giraron en torno a las patas del caballo del Cazador, allá arriba en el cielo, mientras él estallaba en una carcajada horrible, por el placer de la persecución. Se agolparon en torno a los caballos de los Caballeros, que esperaban impacientes poder unirse a la cacería.

Y luego el Cazador, con un grito desenfrenado, lanzó la orden de iniciar la persecución, y él y los guerreros del color de la ceniza, siete jinetes en total, saltaron entre las nubes con los Perros del Juicio siguiéndolos en masa, con los ojos rojos ardientes, un millar de gargantas cuyo ladrido era tan frenético como el aleteo de las ocas migratorias. Era la Jauría Salvaje, lanzada contra la Tiniebla por última vez.

El macizo y tempestuoso cono de la Tiniebla se agitaba con furia en el cielo, azotándolo agónicamente, y la punta estaba a punto de romperse. Horribles zurriagazos llenaron el aire, hasta que con una última y convulsa sacudida que pareció hacer precipitar al suelo la mitad de las nubes, el enorme pilar negro, similar a un tornado, desapareció hacia arriba y la nada, mientras los Durmientes y la Jauría Salvaje lo seguían despiadados, entre feroces aullidos.

Pero el gran Herne, el Cazador, tiró de las riendas de su caballo, saltando alto en los cielos con la fuerza de la inercia de su carrera, y se volvió a escrutar entre las nubes desgarradas e inquietas con sus locos ojos dorados. De improviso, con nuevo terror, Will vio lo que buscaba: la cima del poder de la Tiniebla, que nunca huiría, las dos figuras enormes, ahora indestructibles en su pleno poder, del Caballero Negro y el Caballero Blanco, que describían una amplia curva en el cielo, dirigiéndose hacia abajo rápidamente, hacia la herbosa montaña de Chiltern y el árbol encantado.

Will oyó a Simon gritar en las proximidades del árbol, el primer sonido que emitía alguno de los Seis durante toda su atónita observación. Al volverse, vio brillar sobre la planta nuevos y pequeños puntos de luz, mientras otros capullos en la verde mancha de muérdago se abrían en las flores mágicas. Se llevó las manos al cuello, en el preciso instante en que oyó resonar en su mente el mudo grito de mando de Merriman, y desprendió de él el círculo de los Signos. Altos en el cielo, los Caballeros, ahora enormes, se aproximaron rápidamente a la tierra.

—¡Los seis Signos arderán! ¡Tomad uno y rodead el árbol! —aulló Will a Simon, Barney y Jane.

Se acercaron a él, sin perder un instante, tendiendo las manos, y los Signos de la cadena se separaron fácilmente unos de otros cuando el oro que los unía pareció fundirse como cera. Simon tomó el Signo liso y negro del Hierro y corrió con él hacia el árbol: manteniéndolo alto, a modo de desafío, se apoyó contra el tronco colosal y nudoso. Jane siguió con el fulgurante Signo del Bronce y Barney con el Signo de la Madera, obtenido del serbal. Permanecieron allí, valientes pero temblorosos, mirando aterrorizados a los monstruosos Caballeros que galopaban lanzándose en picado desde las altas nubes, con fines de destrucción. Rápido, Merriman los alcanzó con el Signo del Fuego, de oro deslumbrante, y Bran con el Signo de la Luz, hecho de cristal, junto a la espada. El último en colocarse con la espalda contra el tronco fue Will, con el Signo de la Piedra, de sílex negro brillante, alzado provocativamente. Y los Caballeros se les echaron encima, acompañados de relámpagos vividos y truenos sombríos, que no procedían de nubes, sino del aire obscuro. Los caballos enormes se encabritaron, gritando, coceando a lo loco con los mortales cascos. La gran figura encapuchada de Herne atacó a los Señores de la Tiniebla desde lo alto, y la fuerza de todas las sombras invisibles del Círculo resistía, luchaba, se oponía a ellos desde abajo, con la Señora como fúlgido punto de apoyo, pero la tensión casi había alcanzado el punto de ruptura. Y en una explosión de resplandor, el último capullo del muérdago se abrió en flor.

Bran, con el cabello blanco flotando al viento, hizo girar la espada Eirias sobre su cabeza para cortar la ramita, pero con el Signo de la Luz en la mano izquierda le quedaba un solo brazo libre para sostener la larga hoja de cristal y no lograba mantener el equilibrio. De sus labios brotó un grito desesperado. Los azules ojos del Caballero Negro llamearon como zafiros; saltó hacia delante triunfante, tratando de quebrantar la fuerza del Círculo y alcanzar la resplandeciente flor con su espada. Pero, de pronto, John Rowlands se colocó junto a Bran. Aferró el Signo de la Luz y lo dirigió contra el ataque incipiente. En su mano grande y morena, el círculo de cristal brillante parecía sumamente frágil.

Bran, libre ahora de utilizar ambas manos, bajó la hoja fulgurante de la espada Eirias sobre el muérdago verde y cortó la ramita florida, que Merriman aferró antes de que cayese y luego, con un gesto rápido, capaz de cortar el aliento, la lanzó alta en el aire. En aquel instante, la flor de muérdago se transformó en un pájaro blanco, que desapareció volando por el cielo, lejos, hacia el mundo, a través de las nubes recortadas y el color de la nieve que flotaban en el azul.

Todos y cada uno de los Signos sujetos en las seis manos relampaguearon de improviso con una luz fría similar al fuego, demasiado violenta para que los ojos pudiesen resistir su visión. Lanzando dos aullidos simultáneos de miedo y desesperación, las grandes y amenazadoras figuras del Caballero Blanco y el Caballero Negro cayeron hacia atrás, lejos de aquel tiempo, y desaparecieron. De pronto, cada una de las seis manos se encontró vacía, porque cada uno de los Signos ardió con su gélida llama, consumiéndose en la nada.