El río

El gran e informe vehículo de la Luz corría a través de la montaña como si fuese un barco transportado por un río subterráneo. John Rowlands permanecía sentado, inmóvil y mudo, con el rostro petrificado, y no se atrevían a mirarlo durante más de un instante: el espectáculo resultaba insoportable.

—El árbol. ¿A qué se refería, tío Merry? Ha dicho: «Todos vuestros Objetos del Poder no os ayudarán a llegar al árbol» —preguntó Jane, por último.

—El árbol de pleno estío, en las Chiltern Hills de Inglaterra —explicó Merriman—. El árbol de la vida, el pilar del mundo. Una vez cada setecientos años aparece en esta tierra, y sobre él el muérdago, que ese día lleva su flor de plata. Y cualquiera que corte la flor, en el momento en que se abre completamente del capullo, dirigirá los acontecimientos y tendrá el poder de controlar la Antigua Magia y la Magia Instintiva para expulsar a toda potencia rival del mundo y fuera del Tiempo.

—¿Y nosotros nos dirigimos hacia el árbol? —preguntó Barney, casi en un susurro.

—Así es —respondió Merriman—. Y lo mismo hace la Tiniebla, siguiendo el sendero programado desde siempre, para hacer coincidir el momento final de su último y más grande despertar con el momento en que la plata se halle en el árbol.

—Pero ¿cómo puedes estar seguro de que seremos nosotros quienes cortemos la flor, y no la Tiniebla? —preguntó Jane, al no ver más que el rápido fulgor que los rodeaba, aunque por un instante tuvo una vivida imagen del cielo gris lleno de los Señores de la Tiniebla, a caballo, con Blodwen Rowlands, el Caballero Blanco, lanzando contra ellos su larga y fría carcajada.

—Nosotros tenemos la espada Eirias —explicó Merriman— y la Tiniebla no. Y aunque sea de doble filo, y pueda ser poseída tanto por la Luz como por la Tiniebla, fue creada efectivamente por orden de la Luz. Si Bran la protege y los Seis y el Círculo protegen a Bran, todo irá bien. «Y donde el árbol de pleno estío crezca alto —su voz se hizo ronca con la cadencia del verso— por la espada del Pendragón caerá la Tiniebla».

Will lanzó una mirada mecánica a la espada de cristal, que brillaba en manos de Bran. Ahora la hoja aparecía límpida: las llamas habían desaparecido. Pero, mientras miraba, tuvo la impresión de que el fuego azul volvía a danzar en la punta: débil y escaso primero, crecía, remontando la hoja centímetro a centímetro en dirección al puño dorado. El movimiento de la luz empezó a cambiar: se hizo más pronunciado, como si realmente se balanceasen sobre un río impetuoso. Parecía que estuviesen en una embarcación, ellos seis y John Rowlands. Will lo sabía, aunque no viese nada tangible a su alrededor.

Miró a Barney y sonrió. El niño permanecía sentado, inconsciente de cualquier presencia, con una íntima sonrisa de puro placer por las sensaciones que se sucedían en su mente. El miedo que le habían inspirado los hombres de Glyndwr se había disuelto, y en él ya no quedaba sombra de ansiedad, sino sólo estupor, asombro y alegría.

Barney alzó la vista de improviso, como si supiese que Will lo estaba mirando.

—Es el mejor sueño posible —dijo, ensanchando la sonrisa.

—Sí —convino Will—. Pero no… te dejes llevar por él. No se sabe qué puede ocurrir.

—Lo sé —respondió él con placidez—. De verdad. Pero…

Con la cabeza hacia atrás, lanzó un grito instintivo, desenfrenado, lleno de alegre excitación, tan sorprendente que todos se volvieron. Su inquietud disminuyó por un momento, e incluso Merriman, después del primer instante de severidad, se echó a reír.

—¡Sí! —exclamó—. Eso nos es tan útil como la espada, Barney.

Y, de improviso, emergieron a la luz del día, en medio de cielos grises con un sol pálido que en vano trataba de perforar las nubes cada vez más densas, y vieron que su embarcación era un largo navío sin puente, de alta proa, con asientos para los remeros, y que delante y detrás de ellos había otras embarcaciones de la misma forma, llenas de figuras que no se veían bien. La neblina seguía flotando sobre ellos, temblorosa. Will oyó una música familiar, delicada y fugaz. Mirando el agua, vio unas olas relucientes y una orilla difuminada, con campos verdes y las siluetas vagas de hombres y caballos detrás. Por un instante, la niebla se dividió en jirones, y más allá vio montañas, y el humo de las hogueras, y hombres reunidos en espera, columnas y columnas, muchos montados en animales pequeños, robustos y vigorosos que parecían obscuros, fuertes y determinados como los jinetes a los que llevaban. Era una caballería armada con espadas brillantes, que esperaba nerviosamente. Luego la niebla volvió a cerrarse y sólo quedó el espacio blanco y gris.

—¿Quiénes son? —indagó Simon con voz ronca—. ¿Los has visto, entonces? —preguntó a su vez Will, mirando a su alrededor.

Los tres hermanos estaban reunidos a su lado, mientras Bran y Merriman permanecían lejos en proa y John Rowlands, sombrío, acurrucado en popa.

—¿Quiénes son? —repitió Jane.

Los hermanos Drew parecían profundamente absortos, observando en vano la bruma.

De pronto, surgieron unos sonidos de la atmósfera gris: vagos, confusos, de todas las direcciones al mismo tiempo: el choque de las armas, el relincho de los caballos, los gritos y los aullidos de triunfo de los hombres que combatían.

Simon se volvió de repente, con el rostro contorsionado por la frustración.

—¿Dónde están, qué ocurre? ¡Will! —exclamó, con un grito de auxilio, de súplica.

—Tu desconfianza está más que justificada —explicó Merriman con voz profunda desde proa, con un eco de la misma desesperación—. Se trata de los albores, del primer parto de tu tierra, trabajada en el yunque durante tantos siglos. Es Mons Badonicus, la batalla de Badon, en la que la Tiniebla lleva a cabo su ascenso y… ¿Cómo va la jornada?

La voz se elevó en un grito indagador, una pregunta formulada a seres invisibles, lanzada al azar en la neblina gris.

Y desde la neblina, como en respuesta, se perfiló una silueta: una embarcación más larga y ancha que la suya, que tomaba forma junto a la orilla, a la que se aproximaban navegando por el río. Estaba cargada de armas y hombres armados, con banderas verdes que ondeaban a proa y popa. Parecía la embarcación de un general, más que de un rey. Pero la figura de proa tenía el porte de un rey: era un hombre de hombros cuadrados, rostro bronceado, ojos azules y límpidos, cabello castaño estriado de gris y una pequeña barba gris. Llevaba una corta capa de color verde azulado y, debajo, una armadura de forma romana. Y al cuello, semioculto pero brillante, con una luz similar al fuego, llevaba el círculo de los Signos de Will. Miró a Merriman, alzando la mano en un saludo triunfante.

—Vamos bien, mi león. Los hemos detenido, por fin. Regresarán a sus cubiles y allí permanecerán, para dejarnos vivir en paz. Al menos durante algún tiempo…

Suspiró. Sus ojos vividos miraron a Bran y se suavizaron.

—Muéstrame la espada, hijo mío —lo invitó.

Bran lo miraba, resuelto, desde el primer momento en que había aparecido la embarcación. Ahora, sin sombra de cambio en la mirada atenta, irguió la espalda, mostrando su figura delgada y pálida de tez incolora y cabello como la nieve, y alzó la hoja de Eirias, llameante de azul, en un saludo formal.

—¡De nuevo la advertencia! Vuelve a arder como ante la Tiniebla —las palabras salieron en otro suspiro.

—Pero también en nuestro tiempo expulsaremos a las potencias de la Tiniebla, mi señor —replicó Bran con ardor—. Llegaremos al árbol antes que ellas, y entonces las rechazaremos, fuera del Tiempo.

—Desde luego. Debo restituir algo que ha servido a mi objetivo y ahora debe servir al vuestro —se echó hacia atrás la capa y se alzó del cuello el círculo de los Signos—. Tómalos, Buscador de los Signos. Con mi bendición.

Will se acercó al barco y tomó la brillante cadena de sus manos morenas y fuertes. Al ponérsela al cuello, sintió que el peso le tiraba de los hombros.

—Gracias, mi señor.

La niebla formó remolinos en torno a las dos embarcaciones en el río gris. Se alzó un instante para ofrecer una rápida visión del denso ejército de sombras que estaba tras ella, y luego volvió a caer dejándolo todo vago e indefinido.

—El Círculo está completo, excepto por un representante —observó Merriman—. Y los Seis son fuertes juntos.

—Lo son de verdad, y todo está bien hecho —sus ojos azules y penetrantes se posaron rápidamente en Jane, Simon y Barney, en reverente silencio. Pero luego, como obligado a ello, Arturo se volvió de nuevo hacia Bran, que sujetaba con fuerza la espada Eirias—. Y cuando todo se haya cumplido, hijo mío —añadió con voz suave—, ¿vendrás conmigo en el Pridwen, mi barco? ¿Vendrás conmigo al castillo ceñido de plata más allá del Viento del Norte, donde hay paz bajo las estrellas y crecen los manzanos?

—Sí —respondió Bran—. ¡Oh, sí!

Su tez pálida estaba animada por la alegría y por una especie de veneración. Al mirarlo, Will pensó que nunca hasta entonces lo había visto vivo de verdad.

—Y será un reposo más fácil que el último y sin fin, a diferencia de aquel otro. —Arturo volvió la vista hacia la niebla, hacia el tiempo pasado del que les hablaba—. Porque nuestra gran victoria contra la Tiniebla, en Badon, no dura mucho. Nosotros los británicos permanecemos tranquilos en nuestra parte de esta isla, y los ingleses en paz en la suya, y la Paz de Arturo florece durante veinte años. Pero luego regresan los sajones, esos piratas sanguinarios, primero un arroyuelo, luego un diluvio, y devastan nuestra tierra hacia el oeste, de Kent a Oxford, de Oxford a Severn. Y lo que queda del viejo mundo se destruye: nuestras ciudades, nuestros puentes, nuestra lengua. Todo —ahora la voz estaba cargada de angustia, era un largo y doloroso lamento—. Perdido, todo perdido… Los salvajes traen la Tiniebla, y los siervos de la Tiniebla prosperan. Nuestros artesanos y nuestros constructores se marchan, y nadie los sustituye, salvo para enriquecer a reyes bárbaros.

Y en nuestras calles, sobre las viejas costumbres, crece la hierba verde.

—Los hombres huyen al oeste —prosiguió Merriman suavemente, desde la proa de su navío— hasta los últimos rincones de la Tierra donde la antigua lengua sobrevive, durante algún tiempo. En esos lugares donde la Luz siempre espera que la fuerza de la Tiniebla mengüe, de forma que los nietos de los invasores puedan ser domados y suavizados por la tierra saqueada por sus antepasados. Y uno de esos fugitivos lleva consigo un cáliz de oro llamado grial, que tiene grabado el mensaje gracias al cual una época más tardía podrá afrontar mejor el último y más peligroso despertar de la Tiniebla… aquel que no se producirá con el derramamiento de sangre, sino con la frialdad en el corazón de los hombres.

Arturo inclinó la cabeza en una especie de disculpa. La niebla soplaba a su alrededor y sus contornos parecían más débiles, su capa de un azul marino menos vivo.

—Cierto, cierto. Y el grial es hallado, junto a todos los demás Objetos del Poder, por vosotros Seis, y la Luz es reforzada de forma que todos nosotros, los del Círculo, podamos acudir en su ayuda, al final. Lo sé, mi león. No olvido la esperanza prometida por el futuro, aunque lloro por el dolor sufrido por mi tierra, aquí en el pasado.

El río comenzó a separar las embarcaciones, el fragor de la batalla y los gritos triunfantes surgieron de nuevo de la neblina que los rodeaba. La voz de Arturo se alejó, elevándose en una última llamada.

—Recorred el río. Marchad. Estaré con vosotros dentro de muy poco.

Y el barco, con sus banderas y sus hombres armados, desapareció en la niebla brillante, y en su lugar los rodeó, por ambos lados del radiante torrente, una obscuridad borrascosa, profunda y vasta como el mar, que crecía, envolviendo y atacando su mente.

John Rowlands se alzó lentamente desde la proa del barco, donde había permanecido sentado en silencio. Will lo distinguía como una forma vaga, no era capaz de decir cuánto veía de lo que sucedía.

Rowlands alargó una mano en la obscuridad, aplastando el cuerpo contra la baranda. Lanzó una exclamación en gales, cargada de miedo y deseo.

—¡Blodwen! ¡Blodwen! —gritó luego.

Guiado por la hoja llameante de azul de la espada que sostenía Bran, John Rowlands se aproximó a ellos, y cuando los alcanzó, aferró a Merriman por el hombro.

—¿Siempre ha sido así? ¿Siempre, fuera del mundo, como tú? —preguntó con la voz tensa de angustia. Miraba a Merriman como un hombre que suplica para salvar su vida—. ¿Nada ha sido nunca real?

—¿Real? —replicó Merriman, afligido. Por primera vez desde que Will lo conocía, su voz sonaba carente de autoridad, incierta, perdida—. ¿Real? Cuando vivimos en vuestro mundo como vosotros, John, tanto si pertenecemos a la Luz como a la Tiniebla, sentimos, vemos y oímos como vosotros. Si nos pincháis, sangramos, si nos hacéis cosquillas, reímos… sólo que si nos envenenáis no morimos, y tenemos ciertos sentimientos y percepciones ajenos a vosotros. Tu vida con Blodwen era real, existía, ella la sentía igual que tú. Pero… en su naturaleza había otro lado, más potente, que nunca has podido ver.

John Rowlands alargó un brazo y asestó en el borde de la embarcación un golpe que su mano ni siquiera pareció sentir.

—¡Mentiras! —la palabra salió en un grito—. Eso ha sido todo: un engaño, una ficción. ¿Acaso puedes negarlo? ¡Mi vida se ha basado en una mentira!

—Bueno —los anchos hombros de Merriman se aflojaron por un instante, y luego se irguieron lentamente. Su voz le pareció a Will cargada de un gran cansancio—. Lo siento, John. ¿Le echas la culpa a la Luz? ¿La mentira sería menor si jamás hubieses sabido de la Tiniebla?

—¡Al diablo las dos! —exclamó amargamente John Rowlands. Miró con frialdad a Merriman, Bran y Will, alzando la voz por la ira y la desesperación—. ¡Al diablo todos vosotros! Éramos felices antes de esta historia. ¿No podíais dejarnos en paz?

Y mientras sus palabras resonaban en el aire, ante todos los ocupantes del barco apareció una silueta desde el remolino de niebla obscura, como flotando sobre el eco de la frase rabiosa: una silueta sombría, a caballo. Cada uno de ellos vio de forma distinta aquella figura imponente, envuelta en una capa, con la capucha retirada del rostro arrogante.

Bran vio al Señor de la Tiniebla que los había perseguido a Will y a él en la Tierra Perdida, con la persecución desenfrenada en la Ciudad, el acecho junto al Castillo y la furia fragorosa en el momento en que habían obtenido la espada.

Jane, Simon y Barney vieron una figura que habían confiado en olvidar, vinculada a un momento pasado de su vida, en el que habían participado en una búsqueda del grial de la Luz: un hombre de cabello y ojos obscuros, llamado Hastings, potente y feroz, animado al final por un rabioso impulso de venganza.

Will vio al Caballero Negro, que montaba su negro semental sobre una torre de la Tiniebla, hecha de nubes vertiginosas, con un lado del rostro vuelto para ocultarlo a la vista. Vislumbró un ojo azul bajo sus brillantes cabellos castaños, y el revoloteo de un brazo que apuntaba hacia Bran, mientras el Caballero se volvía sobre la silla. El alto caballo se encabritó sobre ellos, con los cascos relucientes y los ojos blancos y muy abiertos. Will vio a Jane apartarse instintivamente.

—¡Escucha nuestra impugnación, Merlion! —llamó el Caballero Negro, con voz clara pero débil, como amortiguada por la obscuridad—. Sostenemos que no hay lugar para el Pendragón, el muchacho, en esta carrera y en esta búsqueda. Pedimos esto: ¡él debe marcharse!

Merriman le volvió la espalda bruscamente, en un despreciativo rechazo, pero el Caballero no se movió. A través de la niebla, llegaron volando dos cisnes. Flotaron lentamente sobre sus cabezas, unas veces visibles y otras no, a través de los jirones de bruma, hasta que bajaron en picado, torpemente, por ambos lados del barco y se deslizaron hasta el río. Y en el preciso momento en que alzó la vista de las dos aves, Will vio, como erguida sobre la proa de su embarcación, la figura de la Señora.

No era ni joven ni vieja: su belleza carecía de edad. Permanecía erguida, mientras el viento agitaba los pliegues de una túnica azul como el cielo del amanecer. Sumamente feliz, Will saltó hacia delante y tendió una mano en señal de bienvenida. Pero el rostro delicado de la Señora era grave. Ella miró a Will como si no lo viese realmente, y luego a Merriman y Bran. Sus ojos se posaron rápidamente sobre los demás, deteniéndose por un momento en Jane, y por último volvieron a Merriman.

—La impugnación es válida —declaró.

Will no daba crédito a sus oídos. La voz musical carecía de emoción: se limitaba a afirmar, sin expresión, pero con total decisión. Impulsivamente, Merriman dio un paso adelante, y luego se detuvo. Sin atreverse a alzar la mirada, Will vio los largos dedos de una mano huesuda y nudosa apretarse en un puño, con las uñas clavadas en la palma.

—La impugnación es válida —repitió la Señora, con un débil temblor en la voz—. Porque la Tiniebla ha invocado la Gran Magia contra la Luz, sosteniendo que Bran, hijo de Arturo, no tiene un lugar legítimo en esta porción del Tiempo, por lo que no puede efectuar el viaje hacia el árbol. La notificación es un derecho suyo y debe escucharse: de lo contrario la Gran Magia ya no dejará que avance nada en este asunto.

Alargó un brazo, armonioso como el ala de un pájaro en los pliegues sueltos de la túnica azul, y dirigió los cinco dedos hacia Bran. Por un instante, una brisa sopló sobre el río inmóvil, y por el aire pasó la huella de una música tenue. Luego la luz azul murió sobre la hoja de Eirias, que con un extraño y lento movimiento cayó sobre el puente del barco, sin un ruido. Bran se puso rígido y permaneció inmóvil, erguido, con los brazos a lo largo del cuerpo, como una figura delgada, vestida de obscuro. Su rostro, casi tan blanco como el cabello, estaba inerte, como muerto. Un resplandor velado tomó forma y flotó a su alrededor, semejante a una jaula de luz, de forma que aún estaba con ellos, y sin embargo separado.

La Señora miró en el espacio, hacia la silueta del Caballero Negro suspendida en la obscuridad nebulosa.

—Expresad vuestra impugnación —indicó.