El tren

Simon y Jane habían dejado las dunas y cruzado el campo de golf, dirigiéndose hacia las vías, cuando oyeron el extraño ruido. Resonó sobre sus cabezas traído por el viento: un nítido y brusco sonido metálico, como un único martillazo sobre un yunque.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Jane, aún muy nerviosa.

—La señal ferroviaria. Mira. —Simon señaló el poste solitario que había más adelante, junto a las vías—. Nunca lo había visto.

—Estará llegando un tren.

—Pero la señal se ha desplazado al «Stop» —dijo Simon lentamente.

—Querrá decir que el tren ya ha pasado —replicó Jane sin interés—. ¡Oh, Simon, me encantaría saber qué le ocurre a Barney!

Se interrumpió, escuchando, mientras un silbido largo y estridente llegaba con el viento desde muy lejos, por el lado de Tywyn. Ahora estaban cerca de la valla del ferrocarril. El silbido se repitió, más fuerte. Un zumbido recorrió las vías.

—El tren llega ahora.

—Pero hace un ruido tan raro…

En la lejanía, vieron un largo penacho de humo blanco y oyeron el estruendo creciente de un tren rápido, que por último se hizo visible, más allá de la curva, corriendo hacia ellos cada vez más nítido. Era distinto de cualquier otro tren que hubiesen visto jamás.

—¡Vapor! —gritó Simon, con una mezcla de alegría y terror.

Casi de inmediato hubo un silbido y un chirrido repentinos, mientras el tren se aproximaba a la señal y el maquinista accionaba los frenos. Un humo negro brotó de la chimenea de la enorme locomotora verde enganchada al largo tren, más largo que los que transitaban normalmente por la línea: una docena de vagones, todos relucientes, como nuevos. El tren aminoró la marcha. La locomotora pasó lentamente por delante de Simon y Jane, inmóviles al otro lado de la red de protección, y el maquinista y el fogonero, con mono azul y la cara negra de carbón, sonrieron y levantaron las manos en señal de saludo. Con un último y largo bufido de vapor, el tren se detuvo, silbando suavemente.

En el primer vagón se abrió de par en par una portezuela: en el umbral había una figura alta, que les hacía señales para que se acercasen con la mano estirada.

—¡Adelante! ¡Saltad la red, rápido!

—¡El tío Merry!

Treparon por la red y Merriman los izó uno a uno al tren, y luego cerró la portezuela con un golpe sonoro. Oyeron de nuevo el sonido de la señal que bajaba el brazo, y la locomotora comenzó a moverse: su lento y profundo chufchuf aumentó en intensidad y ritmo, y las dunas se deslizaron lejos, cada vez más deprisa. Las ruedas cantaban con un rápido sonido metálico.

Jane se aferró a Merriman, con un suspiro ahogado.

—Barney… han cogido a Barney, tío Merry…

Él la estrechó por un instante.

—Basta, cálmate ya. Barney está en el lugar hacia el que vamos.

—¿De verdad?

—De verdad.

Merriman los condujo al primer compartimento, totalmente vacío. Después de cerrar la puerta corredera acristalada, se dejaron caer en los asientos acolchados.

—¡Esa locomotora, tío! —Simon, un experto aficionado a los trenes, se sentía invadido por una asombrada admiración—. Clase de lujo, de los antiguos Great Western, y este vagón del viejo estilo… ni siquiera creía que existiesen ya, fuera de los museos.

—Ya —respondió Merriman en tono vago.

Allí sentado, era la misma figura ajada que, desde que recordaban, había entrado de vez en cuando en sus vidas. La larga silueta huesuda llevaba jersey grueso y pantalones obscuros, de forma indefinible, y su cabello blanco y espeso estaba alborotado. Miraba fijamente por la ventanilla. De pronto, el compartimento se precipitó en la obscuridad, iluminado sólo por una débil bombilla amarilla en el techo, mientras el tren se sumergía en una serie de cortos túneles. Emergió más allá de Aberdyfi, corriendo de nuevo junto al río. El tren superó una pequeña estación.

—¿Es un tren especial? —indagó Simon—. ¿De esos que no paran en las estaciones?

—¿Dónde vamos? —preguntó Jane.

—No demasiado lejos —replicó Merriman—. No demasiado lejos.

—Will y Bran tienen la espada —intervino Simon bruscamente.

—Lo sé —confirmó Merriman con una sonrisa orgullosa—. Lo sé. Ahora descansad un poco y esperad. Y… no os mostréis sorprendidos por quienes encontréis en este tren. Sean quienes sean.

Antes de que pudiesen preguntarse a qué se refería, una figura se detuvo en el pasillo, junto a su compartimento. La puerta se abrió y apareció John Rowlands. Envuelto en un traje obscuro y suave, parecía endomingado, incómodo, y los miraba aterrado.

—Buenos días, John Rowlands —saludó Merriman.

—Mira quién está aquí —respondió él en tono vacuo. Sonrió lentamente a Simon y Jane, asintiendo, y luego dirigió a Merriman una extraña mirada, larga y perpleja—. Nos encontramos en extraños lugares, nosotros dos.

Merriman respondió encogiéndose amablemente de hombros.

—¿Dónde va, señor Rowlands? —preguntó Jane.

—A Shrewsbury, al dentista —respondió éste con una mueca—. Y mientras tanto Blod irá de compras.

En el pasillo, alguien se acercó a John Rowlands.

—Hola, señora Rowlands —saludó Simon con educación.

—¡Pero qué agradable sorpresa! Me preguntaba precisamente con quién hablaba John, porque no hemos visto a ningún conocido nuestro subir al tren en Tywyn —en sus palabras había una débil pregunta, pero Simon la dejó pasar—. ¿No es fantástico este tren? ¡Una locomotora de vapor!

—Igual que en los viejos tiempos —convino John Rowlands—. Debe de ser una especie de aniversario, o algo parecido. Cuando ha entrado en la estación, me parecía haber vuelto atrás treinta anos.

—¿Por qué no se sienta aquí con nosotros, señora Rowlands? —propuso Jane.

—Excelente idea, gracias.

Sonriendo, Blodwen Rowlands se deslizó por el umbral, a fin de ver a Jane. Sus ojos saltaron hacia Merriman.

—Oh —exclamó Jane—, la señora Rowlands… éste es nuestro tío, el profesor Lyon.

—Mucho gusto —dijo Merriman en tono neutro—. Encantada —respondió Blodwen sin dejar de sonreír—. Voy a coger mi bolso —añadió, mirando a Jane, y desapareció por el pasillo.

John Rowlands entró en el compartimento y se sentó junto a Simon. Dos siluetas pasaron por el pasillo, y luego otra, sin mirar dentro.

La señora Rowlands regresó con su bolso. Vaciló en la puerta. —¿Quiere sentarse en el rincón?— ofreció Jane impulsivamente, desplazándose hacia Merriman.

—Gracias, querida —la mujer le lanzó su asombrosa sonrisa, que le hizo arder las mejillas, y se sentó a su lado—. ¿Dónde vais vosotros? —indagó.

Jane la miró a los ojos, tan cercanos y amistosos, y se sintió desfallecer. La invadió una gran sensación de extrañeza: los ojos de Blodwen Rowlands no tenían luz, como si no fuesen redondos, sino planos. «No seas tonta», pensó.

—El tío Merry nos lleva de excursión durante todo el día —respondió parpadeando y apartando la mirada.

—A las Marcas —confirmó Merriman, con la voz ronca e incolora que utilizaba con los desconocidos—. Las tierras de la frontera, donde han comenzado tantas batallas.

—Bonito programa —comentó Blodwen Rowlands sacando del bolso un ovillo de color rojo vivo para hacer punto.

Un hombre robusto pasó lentamente por el pasillo, se detuvo, miró dentro del compartimento y se inclinó ligera y cortésmente hacia Merriman. Todos lo miraron. Y, en efecto, tenía un aspecto que llamaba la atención: piel muy negra y cabello espeso, blanco como la nieve. Merriman inclinó gravemente la cabeza en respuesta, y el hombre se alejó. Jane percibió un rápido sonido metálico: la señora Rowlands se había puesto a hacer punto muy deprisa.

—¿Quién era ése? —preguntó Simon, con un silbido fascinado.

—Un conocido —replicó Merriman.

Por el pasillo, procedente del mismo lado, cojeando y apoyándose en un bastón, se acercó una anciana que llevaba un abrigo elegante pero anticuado, un sombrero sin alas muy usado y algunos mechones sueltos en su cabello gris recogido.

—Buenos días, Lyon —saludó mirando a Merriman, con voz sonora e imperiosa.

—Buenos días, señora —correspondió Merriman. La mujer abarcó a sus acompañantes con la mirada, y luego desapareció.

Cuatro niños pasaron corriendo. Reían y gritaban.

—¡Qué ropas tan extrañas! —exclamó Jane con interés, inclinándose para atisbar—. Parecen túnicas.

—Tal vez sean una especie de uniformes —observó Simon pensativo.

La señora Rowlands sacó del bolso otro ovillo, amarillo, y empezó a trabajar con él junto al rojo.

—Es un tren muy concurrido —comentó John Rowlands—. Si hubiese más así, quizá no hablarían de cerrar la línea.

—Disculpadme un instante —dijo Simon aferrándose a la puerta.

—Por supuesto —dijo Merriman.

Inició una amable conversación con John Rowlands acerca de la necesidad de los servicios ferroviarios, mientras la señora Rowlands escuchaba, haciendo punto, y Jane miraba las montañas de color pardo y púrpura. Simon permaneció fuera mucho tiempo; por último, metió la cabeza por la puerta.

—Ven a ver una cosa —le dijo a Jane con desinterés. Jane salió. Él la guió al fondo del pasillo, donde una puerta cerrada ponía fin al vagón.

—Ésta es la parte anterior del tren —explicó, con voz extraña—. Más allá ya no hay nada.

—¿Y qué? —replicó Jane.

—Pues que si piensas en todos los que han pasado… Jane jadeó, con una especie de sollozo.

—¡Han venido de este lado! ¡Todos! ¡Pero no es posible!

—Pero así es —suspiró Simon. Se miraron a los ojos.

—Supongo que será mejor volver atrás —concluyó Jane.

—Trata de parecer normal —le recomendó Simon—. Y concéntrate.

Jane obedeció hasta el punto de superar la puerta de su compartimento y detenerse delante del siguiente. Un hombre sentado en un rincón levantó la mirada y le dirigió una cálida sonrisa de saludo a través del vidrio de la puerta.

—¡Capitán Toms! —exclamó alegremente Jane. Luego parpadeó, o bien el aire dio un salto, y el hombre desapareció.

—¿Cómo? —preguntó Simon.

—Creía… haber visto a alguien que conocíamos. —Jane miró el asiento vacío: en el compartimento no había absolutamente nadie—. Pero… me equivocaba.

—Recuerda que debes parecer normal —repitió Simon. Abrió la puerta del compartimento y entraron juntos. Se sentaron en silencio, mientras las voces sonaban a su alrededor y las agujas de la señora Rowlands tintineaban a un ritmo vertiginoso. Jane echó la cabeza hacia atrás y miró por la ventanilla, dejando que transportase su mente el ritmo de las ruedas. Chirriaban y chasqueaban, mezclándose con el ruido de las agujas de hacer punto. Con una punzada de pesadilla, Jane tuvo la impresión de que decían «Dentro de la obscuridad, dentro de la obscuridad, dentro de la obscuridad…».

Luego, de pronto, se encontró con la garganta seca y los dedos apretados al asiento. Como si fuese niebla, vio a un grupo de jinetes al galope, unos de negro, otros de blanco, que saltaban setos, veloces como el tren, que sin embargo corría a toda velocidad… Y mientras las nubes grises se acumulaban al oeste en el cielo, las atravesaron como si fuesen montañas.

Jane, con los ojos muy abiertos, apenas osaba moverse. Fue desplazando poco a poco una mano sobre el asiento hacia Merriman, y la fuerte mano de él fue a su encuentro y la estrechó por un instante.

—No tengas miedo, Jane —le susurró al oído—. Éste es el Despertar, sí, la última cacería. Y ahora el peligro aumentará. Pero no tocarán este tren temporal nuestro, porque en él transportamos algo de ellos.

El tren, con un gran estruendo, oscilaba convulsamente sobre las vías. El compartimento se obscureció, mientras el cielo fuera se cubría de nubes y figuras que saltaban. El ritmo de las agujas de la señora Rowlands disminuyó, el tren aminoró la velocidad y se oyó, un poco por delante de ellos, un estallido amortiguado, luego otro, y el convoy frenó gradualmente.

—¡Los petardos! —exclamó John Rowlands, estupefacto—. Estallan los petardos que colocaban hace años en las vías como alarmas antiniebla —miró hacia el exterior—. A decir verdad, el cielo está tan gris que podría haber perfectamente niebla.

Silbando, chirriando, el tren se puso a avanzar a paso humano, y de improviso una pequeña estación apareció al otro lado de la ventanilla. Simon se puso en pie de un salto, arrastrando a Jane al pasillo, y ambos atisbaron el exterior. Al parecer, la estación no tenía nombre y consistía en un solo andén perdido en la nada, con una estructura en forma de arco desenfocada en la niebla. Más allá, vagamente visible a través de un agujero que había en la nube, una alta montaña se erguía en el horizonte. Luego, lenta y gradualmente, tres formas indistintas emergieron del arco.

Simon las miró.

—¡Jane, abre la portezuela! ¡Rápido!

Pero Jane parecía paralizada. Saltó delante de ella, bajó la larga palanca y empujó la portezuela, alargando la mano. Y Bran, Will y Barney subieron al tren.

—¡Oh! —gritó Jane, incapaz de decir nada más.

Estrechó a Barney en un breve e intenso abrazo al que, para su sorpresa, él correspondió. El tren empezó a moverse y todo se disolvió en la nada.

—¡Bran, tesoro, qué bien! Entonces ¿los concursos se celebran en Shrewsbury? John no me había dicho… —exclamó complacida Blodwen Rowlands desde el compartimento.

—Le decía a Blodwen ayer —intervino la voz profunda y cauta de John Rowlands, antes de que Bran pudiese hablar— que vosotros, muchachos, ayudaríais a Idris Jones ty-Bont a llevar las ovejas a los concursos de los perros pastores. Este año le toca a él proporcionarlas para las eliminatorias, dado que no participan perros suyos. Creo que es el presidente, ¿no, Bran?

—Sí —confirmó Bran, con desenvoltura, mientras se agolpaban en el compartimento—. Y hemos tenido que recoger más ovejas aquí: en el camión no quedaba espacio para nosotros, así que el señor Jones nos ha puesto en el tren. Es una sorpresa encontrarlos aquí.

—¡Y también viene el pequeño! ¡Cuánto se divertirá! —comentó la señora Rowlands, sonriendo a Barney como si fuese lo más natural del mundo que él ayudase a reunir las ovejas.

Barney correspondió debidamente a la sonrisa, y sin responder se deslizó junto a Simon. El tren corría de nuevo a toda velocidad. La masa de la montaña ahora se erguía ante ellos como una pared, sobre la que pasaban deprisa las nubes grises. Con un nudo en la garganta, Jane volvió a ver a los jinetes, que volaban por el cielo en filas y grupos. El pánico la asaltó. Dónde iban, hacia dónde corría el tren, dónde…

Will oscilaba en el umbral, agarrado con la mano al marco de la puerta.

—¿Hay mucha gente en el tren? —indagó, mirando a Merriman como si fuese un desconocido.

—Está prácticamente lleno —respondió Merriman con la misma rígida cortesía.

De pronto, la locomotora emitió un fuerte chirrido y el tren se sumergió bajo la montaña. Un túnel se los tragó y la obscuridad los rodeó. Un zumbido suave invadió sus oídos, y el olor sulfúreo del tren llenó el aire que respiraban. Jane vio una chispa de inquietud en el rostro de la señora Rowlands, pero lo olvidó con la sensación vivida y aplastante de penetrar en la montaña, bajo toneladas de roca, mientras el tren los llevaba inexorablemente hacia delante.

Poco a poco, empezó a sentir que ya no se hallaban en un tren, que los confines de su compartimento se iban difuminando. Seguían todos allí: las figuras sentadas y Will vigilándolas desde lo que había sido la puerta. Pero ahora una extraña claridad los rodeaba, como la imagen de su velocidad, como si fuese ella la que los arrastrase. Sintió que corrían a toda marcha por la tierra, empujados por algún poder suyo, y una gran multitud de gente los acompañaba enloquecidamente hacia el este. La claridad creció cada vez más, se hizo brillante y los rodeó, como si viajasen por un río de luz.

Jane vio asombro e incomprensión en el rostro de John Rowlands, marcado por las inclemencias del tiempo. Con un súbito gemido de miedo, Blodwen Rowlands se puso bruscamente en pie, dejando caer al suelo la labor de punto, y corrió a sentarse a su lado. Rowlands la ciñó con un brazo tranquilizador.

—Cálmate, tesoro. No tengas miedo. Tranquilízate y confía en ellos. El señor Merriman, el amigo de Will, nos mantendrá lejos del peligro —dijo.

Pero ahora, Jane vio aterrada que tanto Will como Merriman estaban de pie ante Blodwen Rowlands. Ambos permanecían inmóviles, y sin embargo expresaban una inmensa y tácita amenaza, la amenaza de la acusación. Detrás de ellos, Bran se levantó lentamente y sacó la espada invisible de la vaina invisible. Y de pronto apareció la espada, desnuda, terrible, resplandeciente. La hoja de cristal ardía de azul en toda su longitud.

Blodwen Rowlands se echó hacia atrás, aplastándose contra su marido.

—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó John Rowlands con una angustia rabiosa, mirando la silueta muda e impresionante de Merriman.

—¡No dejes que se me acerquen! —gritó la señora Rowlands—. ¡John!

Rowlands no podía levantarse, retenido por su peso, pero pareció erguirse mientras los observaba, con un profundo reproche en la mirada.

—Dejadla en paz, sea lo que sea lo que estéis haciendo. ¿Qué tiene que ver ella con vuestras cosas? Es mi mujer, y no quiero que la asustéis. ¡Dejadla en paz!

Bran tendió la espada Eirias, con las llamas azules danzando en la hoja, y sostuvo la punta entre Will y Merriman, dirigida contra el rostro contorsionado de Blodwen Rowlands.

—Es de cobardes —declaró, con voz fría y adulta— protegerse detrás de quienes te aman, sin dar amor a cambio. Muy astuto por su parte, naturalmente. Casi tanto como estar en el lugar adecuado para ayudar a criar a un extraño muchacho pálido que viene del pasado… y asegurarse de que no haga, diga o piense nunca nada sin que ella esté perfectamente al corriente.

—¿Qué te ocurre, Bran? —preguntó John Rowlands, en una llamada atormentada.

—Ella pertenece a la Tiniebla —explicó Merriman con su voz ronca y neutra.

—¡Está loco! —exclamó John Rowlands apretando el brazo de su mujer.

—Es nuestro rehén —añadió Will—. Igual que el Caballero Blanco de la Tiniebla ha tomado como rehén a Barney, esperando obtener a cambio a Bran y la espada. Un rehén que nos permite una carrera segura.

—¡Una carrera segura! —exclamó Blodwen Rowlands con una voz nueva, suave, y soltó una carcajada.

John Rowlands quedó petrificado, y Jane se estremeció ante la incredulidad horrorizada que le nacía en los ojos.

La risa de la señora Rowlands era fría, y su voz, de pronto, se había vuelto extrañamente distinta: suave y silbante, pero empapada de una seguridad nueva. Jane no podía creer que viniese del rostro familiar, cálido y amistoso que aún tenía delante.

—¡Una carrera segura! —repitió la voz, riendo—. Corréis hacia vuestra ruina, todos vosotros, y la espada no servirá para salvaros. La Tiniebla está reunida y os espera, con vuestro rehén como guía. Ha subido y os espera, Lyon, Stanton y Pendragón. Y todos vuestros Objetos del Poder no os ayudarán a llegar al árbol, cuando dentro de un momento salgáis de la tierra y la fuerza de la Tiniebla os caiga encima.

Se levantó. La mano de John Rowlands cayó inerte de su mano y yació sobre el asiento como un guante abandonado. Él permaneció allí, turbado y con la mirada fija. La mujer, de pronto más alta, parecía brillar en el resplandor nebuloso. Deliberadamente, se movió hacia la punta de Eirias. Bran alzó despacio la espada, para que no la tocase. Will y Merriman se apartaron.

—Eirias no puede destruir a los Señores de la Tiniebla —comentó Blodwen Rowlands, triunfante.

—Sólo la Tiniebla destruye a la Tiniebla —replicó Will—. Esta es una parte de la Ley que no hemos olvidado.

Merriman dio un paso adelante, alzó una mano y la dirigió contra Blodwen Rowlands.

—La luz te expulsa de este flujo de Tiempo —decretó, y su voz retumbó, como el canto del tren en la tierra hueca—. Te enviamos lejos de nosotros. ¡Fuera! ¡Fuera! Y sálvate como mejor puedas, cuando vueles por este gran impulso y la fuerza terrible de tu Tiniebla te caiga encima, creyendo tender una emboscada a la Luz.

Blodwen Rowlands dio un gritito de rabia, ante cuyo sonido Jane se sintió la garganta encogida por el horror. Luego pareció girar, cambiar y alejarse como un remolino en el espacio obscuro en torno a ellos, como una silueta vestida de blanco sobre un caballo galopante del mismo color. Encabritándose, invadido por la ira y el miedo, el Caballero Blanco se elevó del fulgor en el que viajaban y desapareció, ante ellos, en una obscuridad velada que ocultaba todos los contornos.