Jane salió del hotel, aún inmerso en el sueño, antes de las cinco. No despertó a sus hermanos. Tenía la sensación, irracional pero intensa, de que cuando Merriman había dicho «Encontraos al amanecer en la playa» se refería sobre todo a ella. Los chicos, pensó, podían alcanzarla sin problemas.
Se deslizó sola en la mañana gris, cruzó la calle silenciosa y las vías del ferrocarril. El aire era frío y sin color. Jane se estremeció, a pesar del grueso jersey. Para calentarse, cruzó corriendo el campo de golf y prosiguió hacia las dunas. Llegó jadeando a la cima de la duna más alta, y el mundo se abrió ante ella en una gran extensión de arena parda y mar gris. El horizonte plano se difuminaba en la neblina, donde los brazos de Cardigan Bay encerraban el mar y el cielo.
Resbaló duna abajo, a pasos largos pero lentos, y prosiguió hacia la vasta extensión de arena que llena el estuario del río Dyfi durante la marea baja. Ante ella sólo estaban el mar y el cielo, grises, y la larga línea de la resaca, que crecía suavemente. Bajo las sandalias, sentía las duras ondas dejadas por las olas.
Giró a la izquierda, dirigiéndose al gran promontorio arenoso donde el río Dyfi se unía con el mar. Miró hacia tierra, hacia el pueblo de Aberdyfi asomado al río, flanqueado por las montañas, y vio que el cielo sobre el montón de tejados de pizarra gris era rosa y azul, ceñido por cúmulos de nubes rojizas. Y luego, detrás de Aberdyfi, surgió el sol.
Con un vivido resplandor amarillo blanquecino el globo ardiente se elevó de la tierra. Jane se volvió de nuevo hacia el mar. Todo lo gris había desaparecido. El mar se había vuelto azul, las crestas rizadas de las olas resplandecían blanquísimas, las gaviotas brillaban blancas en el aire. Sólo las montañas del otro lado del estuario eran obscuras y sombrías, difuminadas por nubes. En el cielo azul, altas bandas de nubes se deslizaban rápidamente hacia el interior, pero el viento frío que Jane sentía crecer y azotarle el rostro soplaba de la tierra hasta el mar.
Un silbido agudo llegó de la orilla del mar. La marea subía y el agua llegaba cada vez más deprisa a la arena lisa. Jane echó a correr lejos de la orilla. El viento levantaba la arena en largos penachos y le lanzaba a los ojos una neblina fina y picante.
Unas voces la llamaron por su nombre, y luego vio a Simon y Barney correr hacia ella desde las dunas. «Han venido antes de lo previsto…», pensó. Pero algo la llevó a ignorarlos, a proseguir, e incluso cuando la alcanzaron continuó caminando hacia el este, con los chicos a su lado.
Y luego todos vacilaron cuando dos figuras tomaron forma en la arena arremolinada, contra el resplandor, como apariciones en una niebla dorada. Las nubes cubrieron el sol y la luz ardiente murió, apagando todo color. Ante ellos estaban Will y Bran, y este último llevaba una espada que resplandecía en contraste con el jersey y los téjanos blancos.
—¡La tienes! —gritó exultante Barney, con un grito de puro triunfo.
—¡Hola! —le hizo eco Simon, con una gran sonrisa.
—¡Santo cielo! ¿Estáis bien? —preguntó Jane, y luego vio la espada—. ¡Oh, Bran!
Bran tendió la espada hacia ellos, girando la hoja de doble filo de forma que incluso bajo el cielo nublado la superficie cincelada brillase y danzase con mil reflejos. Vieron que un fino núcleo dorado corría en medio del cristal de la empuñadura, una empuñadura dorada detrás de un elaborado puño en forma de cruz, con incrustaciones de nácar.
—Eirias —anunció Bran, mirando la espada con los ojos entornados—. Sí, es preciosa.
Sus lentes obscuras habían desaparecido y sin ellas su rostro parecía muy pálido y extrañamente desnudo. Se volvió despacio hacia el interior y lo mismo hizo la espada, como si lo guiase.
—Eirias, la resplandeciente. La espada del amanecer.
—Y que apunta hacia el amanecer —observó Will.
—¡Así es! —Bran le lanzó un vistazo, con una especie de grato alivio—. Es cierto, apunta hacia el este, Will. Es como si… tirase.
Levantó la espada hacia la claridad en el manto de nubes detrás del cual ardía el sol recién nacido.
—La espada sabe por qué ha sido creada —declaró Will.
Parecía profundamente cansado, pensó Jane: vacío, como abandonado por toda fuerza, mientras que Bran estaba lleno de nueva vida, vibrante como un hilo tenso.
El mundo se animó, llenándose de repentinos colores, cuando el sol brilló por un instante a través de un hueco entre las nubes. La espada relució.
—¡Métela en la vaina, Bran! —exclamó Will.
Bran asintió, como si la misma fugaz advertencia lo hubiese alcanzado también a él, y todos lo miraron estupefactos imitar el gesto de levantar la espada e introducirla en la vaina imaginaria de un cinturón imaginario en su costado. Pero mientras la bajaba, Eirias desapareció. Jane, que lo miraba boquiabierta, sorprendió su mirada sobre ella.
—Ah, Jane —murmuró él—. ¿Ya no la ves?
Ella sacudió la cabeza.
—Debe ocurrirles a todas las personas… normales —intervino Simon.
—¿Y a la Tiniebla? —indagó Barney.
Jane vio que Bran y Will alzaban instintivamente la mirada y la dirigían preocupados hacia el mar. «¿Qué han debido pasar?», pensó.
—Hay demasiado que contar. Pero se trata de una especie de carrera. Una carrera contra el resurgir de la Tiniebla —dijo Will, como en respuesta a sus pensamientos.
—¿Hacia el este? —preguntó Bran.
—Hacia el este, donde nos lleva la espada.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Simon con sencillez.
—Volved atrás —ordenó— y encontraréis las cosas… colocadas de forma que otros no sean un estorbo. Y debéis actuar tal como ha sido establecido.
—¿Por el tío Merry? —preguntó Barney, esperanzado.
—Sí —replicó Will.
La luz del sol murió de nuevo, el viento murmuró. Lejos, en el mar, las nubes se acumulaban, cada vez más obscuras.
—Se prepara una tormenta —observó Simon.
—No, ya está lista —replicó Bran—. Y está a punto de llegar.
—Una última cosa —concluyó Will mirando con ansiedad a sus tres amigos—. Este es el momento más difícil de todos, porque puede suceder cualquier cosa. Vosotros habéis visto actuar a la Tiniebla. Sabéis que, aunque no pueda destruiros, puede llevaros a la autodestrucción. Por eso… vuestro juicio es el único medio para permanecer en el buen camino.
—Lo sabemos —confirmó Simon.
El viento arreciaba. Las nubes cubrían el punto en que había desaparecido el sol, y la luz era fría y gris como cuando Jane había bajado a la playa.
La arena se elevaba desde las dunas en extrañas volutas, a modo de remolinos, y de improviso de la neblina de color pardo dorado salió un sonido, una zambullida amortiguada, similar al latido de un corazón, pero dispersa a su alrededor, por lo que no lograron distinguir su origen. Jane vio a Will levantar bruscamente la cabeza, alerta, y a Bran volverse como un sabueso. Los dos se situaron espalda contra espalda, vigilantes, protectores, atentos a cubrir todas las direcciones. El rumor aumentó, aproximándose. Bran alzó el brazo con la espada Eirias, fulgurante de luz propia. Pero, en el mismo momento, el sonido amortiguado se transformó en un trueno muy cercano, y del remolino de arena surgió una figura vestida de blanco, al galope sobre un caballo alto y blanquísimo. El Caballero Blanco los alcanzó con paso rápido, con el rostro oculto por la capucha y la capa volando al viento, y en el último instante, mientras se apartaban, se inclinó lateralmente desde la silla, lanzó a Simon patas arriba sobre la arena de un golpe violento, aferró a Barney con fuerza y desapareció.
El viento soplaba, la arena danzaba, y no quedaba nadie en la escena.
—¡Barney! —gritó Jane, con voz rota—. Will… ¿dónde ha ido a parar?
Will tenía el rostro contorsionado por la preocupación y le lanzó una ojeada ciega, como si no la reconociese del todo.
—Volved atrás… lo encontraremos-respondió, ronco, abarcando las dunas con un gesto.
Se quedó con Bran. Ambos tenían una mano en el puño de la espada de cristal. Bran lo miró de reojo, como a la espera de instrucciones.
—Date la vuelta —murmuró Will.
Sin dejar la espada, desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, como si jamás hubiesen estado allí. A Jane y Simon les quedó sólo el reflejo obscuro dejado en sus ojos por una luz brillante que se desvanece, porque en el último instante habían visto arder una llama de color blanco azulado a lo largo de toda la espada.
—Lo traerán —dijo Simon, con voz temblorosa.
—¡Oh, Simon! ¿Qué podemos hacer?
—Nada. Sólo esperar. Obedecer a Will. ¡Ahhh! —Simon bajó la cabeza, parpadeando—. ¡Esta maldita arena!
Como en respuesta, el viento cesó de repente, y la arena, que formaba remolinos, volvió a caer al suelo, completamente inerte.
En silencio, los chicos se dirigieron hacia las dunas.
La mente de Barney estaba vacía de todo, salvo del torbellino de la velocidad, seguido de una vaga pero creciente sensación de limitación, de tener las manos atadas delante y una venda en los ojos. Luego un tacto rudo lo desplazó, haciéndole vacilar sobre un terreno pedregoso. Una vez cayó y gritó, golpeando una roca con la rodilla; un coro de voces reaccionó con impaciencia, en una extraña lengua gutural, pero una mano se le introdujo bajo el brazo para guiarlo.
Oyó órdenes de tono militar, y el camino se hizo más practicable; varias puertas se abrieron y se cerraron. Por último lo detuvieron y le quitaron la venda de los ojos. Parpadeando, se encontró que era estudiado por un rostro marcado por la intemperie, con la barba obscura y los ojos brillantes: ojos sabios, hundidos, que le recordaban a Merriman. El hombre que lo escrutaba estaba apoyado en una pesada mesa de madera, llevaba pantalones y chaqueta corta de piel y una gruesa camisa de lana. Desplazando la mirada de la cara a las ropas de Barney y viceversa, pronunció una breve frase en la lengua gutural.
—No comprendo —objetó Barney.
El rostro se endureció ligeramente.
—¿Tan mal están que ahora utilizan a los niños como espías?
Barney no respondió, porque realmente se sentía como un espía: con el rabillo del ojo, trataba de descubrir dónde se hallaba. Estaba en una sala baja y obscura, con las paredes y el suelo de madera, y el techo con vigas. A través de una ventana, divisó muros externos de piedra gris. Unos hombres que parecían soldados estaban reunidos en corrillos y llevaban sólo una especie de armadura de cuero sobre prendas toscas, pero cada uno tenía un cuchillo en el cinto, y unos cuantos sostenían arcos de su misma altura. Lo miraban con hostilidad, y algunos con odio manifiesto. Barney se estremeció de improviso, al ver una mano que jugaba inquieta con un cuchillo. Alzó los ojos hacia el hombre de cabello obscuro, en una llamada desesperada.
—No soy un espía, de verdad. Ni siquiera sé dónde estoy. Me han secuestrado.
—¿Secuestrado? —el hombre frunció el ceño, sin comprender.
—Robado. Llevado.
—¿Robado, para ser traído a mi fortaleza, en esa parte de Gales donde ningún inglés, aunque sea mi aliado, osa poner el pie? Los Señores de las Marcas, en sus rivalidades, cometen muchas estupideces, pero ninguno de ellos es tan tonto. Vuelve a comenzar, muchacho, si quieres salvar la vida. No veo por qué no debería escuchar a mis hombres, que están impacientes por colgarte por el cuello al otro lado de aquella puerta, en los próximos cinco minutos.
Barney tenía la garganta seca, apenas podía tragar saliva.
—No soy un espía —repitió, en un susurro.
Desde la sombra detrás del jefe, el hombre del cuchillo prorrumpió en una observación ruda, despreciativa, pero otro le puso una mano sobre el brazo y avanzó pronunciando algunas palabras en voz baja. Era un anciano, de rostro moreno y muy arrugado, y barba y cabellos blancos y escasos. Estudiaba a Barney atentamente.
Luego un nuevo soldado irrumpió en la estancia y habló rápidamente en la lengua gutural. El jefe barbudo lanzó una exclamación airada. Habló brevemente al anciano, indicando a Barney con la cabeza, y luego salió preocupado, rodeado de un grupo de hombres. Permanecieron sólo dos soldados para guardar la puerta.
—¿Y de dónde has sido robado, muchacho? —preguntó el viejo.
—De… de muy lejos —respondió Barney, infeliz.
Sus ojos brillantes lo miraron con escepticismo a través de las arrugas.
—Yo soy Iolo Goch, bardo del Príncipe, y lo conozco bien, muchacho. Ha recibido malas noticias, y eso no lo pondrá de buen humor. Cuando vuelva, te aconsejo que le digas la verdad.
—¿El Príncipe? —repitió Barney.
El anciano lo miró fríamente, como si hubiese querido poner el título en tela de juicio.
—Príncipe Glyndwr —explicó, con gélido orgullo—. Príncipe, exacto, con ocasión de esta gran rebelión proclamado Príncipe de Gales. Toda Gales está con él contra los ingleses. Gales entera se está levantando —la voz se hizo rítmica, como si estuviese cantando—. Y los campesinos han vendido el ganado para comprar las armas, y las madres han enviado a sus hijos a las montañas para que se uniesen al Príncipe. Los galeses que trabajan en Inglaterra han regresado a casa, trayendo consigo armas inglesas, y los estudiosos galeses de Oxford y Cambridge han dejado sus libros para unirse al Príncipe. Y estamos venciendo. Gales tiene de nuevo un jefe y los ingleses no volverán a poseer tierras galesas, despreciándonos y gobernándonos desde Londres, ¡porque Glyndwr nos conducirá a la libertad!
Barney escuchó impotente la pasión en la voz frágil, con inquietud creciente.
La puerta se abrió de golpe y Glyndwr reapareció entre sus hombres, mudo, ceñudo. Desplazó la mirada de Barney a Iolo Goch. El anciano se encogió de hombros.
—Escúchame, muchacho —empezó Glyndwr, con rostro sombrío—. En estas noches, una cometa pasará por el cielo mostrando mi triunfo inminente, y sobre ese signo cabalgaré. Nada podrá detenerme. Nada… y aún menos el pensamiento de despedazar a un espía del rey Enrique que se niega a confesar quién lo envía —la voz se elevó ligeramente—. Acabo de saber que un nuevo ejército inglés ha acampado más allá de Welshpool. Te queda un minuto para decirme quién te ha enviado a Gales, y si ese ejército sabe que yo estoy aquí.
Ahora, un solo pensamiento resonaba en la mente de Barney, invadida por el miedo: «Podría pertenecer a la Tiniebla. No hables, no le digas quién eres…».
—No —respondió en tono ahogado.
El hombre se encogió de hombros.
—Muy bien. He mandado llamar otra vez a quien te ha traído, ése de Tywyn, con la voz fina y el caballo blanco. Y después…
Se interrumpió, mirando la puerta, y mientras Barney volvía la cabeza el veloz torbellino pareció regresar. Todo giraba, giraba…
… y, después de girar, Will y Bran, cada uno con una mano sobre la espada de cristal, se encontraron inmóviles de improviso. Una pesada puerta de madera se abrió de pronto hacia una sala obscura, de techo bajo, dentro de la cual vieron un grupo de hombres armados. Uno, con la barba obscura y aspecto de autoridad, permanecía separado; de frente, tenía a Barney, pequeño y con el rostro contraído. Varios hombres saltaron hacia delante, en un caos fragoroso. El barbudo gritó una única y áspera palabra, y de inmediato se echaron atrás como perros asustados, rápidos pero reacios, mirando a su jefe con una especie de asombro que se parecía a la sospecha. Will sintió que sus sentidos de Vetusto vibraban como la cuerda de un arpa. Su mirada se cruzó con la del hombre de la barba, y las sombrías arrugas de su rostro se fueron relajando poco a poco en una sonrisa. Un tácito saludo en la Vieja Lengua resonó en la mente de Will.
—Has venido en un extraño momento, Buscador de los Signos. Pero eres bienvenido, si mis hombres no te toman por otro informador inglés, como el que tenemos aquí —dijo el otro en voz alta, en un inglés vacilante.
—Will, no deja de decirme que soy un espía y que quieren matarme. ¿Tú lo conoces? —intervino Barney con voz ronca y titubeante.
—Yo te saludo, Príncipe Glyndwr —replicó Will.
—El gales más grande de todos —añadió Bran, mirando al hombre barbudo con temor reverente—. El único que jamás logró reunir Gales contra los ingleses, entre luchas y antagonismos.
Glyndwr lo miraba con los ojos entornados.
—Pero tú… tú… —lanzó una ojeada al rostro neutro e impasible de Will y sacudió la cabeza, irritado—. Ah, no, tonterías. En mi cabeza no hay lugar para los sueños, ahora que nos espera la última batalla, la más dura de todas. Esos condenados ingleses surgen por todas partes como hormigas en primavera —señaló a Barney—. ¿El muchacho está contigo, Vetusto?
—Sí —respondió Will.
—Eso explica muchas cosas —prosiguió Glyndwr—, pero no su estupidez al negarse a decírmelo.
—¿Cómo podía saber que no formabas parte de la Tiniebla? —objetó Barney, a la defensiva.
Con una breve e incrédula carcajada, el gales echó la cabeza hacia atrás, pero luego se irguió, con una especie de respeto en el rostro.
—Está bien. Tienes razón. No está mal, muchacho. Pero ahora llévatelo, Buscador de los Signos —estiró un brazo robusto y empujó hacia atrás a Barney, como si fuese un juguete—. Perseguid vuestros fines en mi tierra en paz, y os daré todo el apoyo que necesitéis.
—Necesitaremos mucho —confirmó Will, sombrío—, si no es ya demasiado tarde.
Indicó la espada que Bran blandía ya, con estupor y alarma. La hoja brillaba de nuevo con luz azul, como había hecho ya durante la destrucción de la Tierra Perdida y la fulminante incursión de la Tiniebla que se había llevado a Barney.
—La Tiniebla —dijo bruscamente Glyndwr—. Pero ésta es mi fortaleza, y aquí no puede haber ninguno de sus adeptos.
—Pues hay muchos —replicó una voz suave, desde la puerta—. Y con derecho, ya que has dejado entrar al primero.
—¡Cáspita! —exclamó Glyndwr, poniéndose en pie de un salto y sacando instintivamente un puñal del cinto.
En la entrada, entre dos hombres armados paralizados, estaba el Caballero Blanco; sus ojos y sus dientes brillaban desde las sombras de la capucha, del color de la nieve.
—Tú me has hecho llamar, Príncipe —dijo el Caballero—. ¿Llamarte a ti?
—«Ése de Tywyn, con la voz fina y el caballo blanco» —citó el Caballero, en tono burlón—. A quien tus hombres han acogido calurosamente, tras el regalo de un pequeño espía inglés —la voz se endureció—. Y que ahora, a cambio, exige que le entreguéis a otro muchacho más importante, junto a la espada que lleva.
—No tienes ningún derecho sobre mí —replicó Bran con desprecio—. Esta espada me conduce a mi pleno poder y fuera de tu alcance, en este tiempo o en cualquier otro.
Glyndwr miró a Bran, luego a Will, luego de nuevo a Bran y la espada llameante de azul.
—La hoja es de doble filo —observó el Caballero Blanco—. La espada pertenece a la Luz.
—La espada no pertenece a nadie. Sólo se encuentra en posesión de la Luz. Su poder es el poder de la Antigua Magia que la creó.
—La creó por orden de la Luz —objetó Will—. Y, sin embargo, es también la tumba de toda esperanza —murmuró el Caballero, aún oculto por la capucha blanca—. ¿No te acuerdas, Vetusto? Estaba escrito. Y no se decía quién debía enterrar sus esperanzas.
—¡Pues vosotros, naturalmente! —exclamó Glyndwr. Dirigió unas palabras en gales a sus hombres y saltó al fondo de la sala, tendiendo el brazo hacia algo. Los soldados se arrojaron contra el Caballero. Nadie logró tocarlo. Por el contrario, cayeron hacia un lado, chocando con un muro invisible, y el Caballero se lanzó contra Bran, pero Bran agitó a Eirias ante él, como si escribiese en el aire, y la espada dejó en el aire una cortina de llamas azules. El Caballero se derrumbó hacia atrás, con un grito, y al moverse pareció cambiar, multiplicarse como en una multitud. El Príncipe llamaba con urgencia, por lo que Will no se atrevió a detenerse a mirar y siguió a los demás a través de una puerta que antes no habían visto.
Los soldados galeses los empujaron hacia ponis de montaña grises y robustos, y siguieron rápidos y en silencio al Príncipe. El estruendo y la confusión de la Tiniebla se elevaron a sus espaldas, y al mismo tiempo el sonido metálico de las espadas, el silbido de las flechas lanzadas por los arcos, gritos ingleses y galeses. Will no dijo nada, pero sabía que, además de la suya, allí comenzaba otra batalla, el motivo por el que la Tiniebla había escogido aquella época para tomarlos de nuevo como rehenes, y que el Príncipe no estaba en el lugar en el que, probablemente, se moría de ganas de estar. Cuando alcanzaron un abrupto sendero de montaña y el Príncipe les hizo señas de desmontar y seguirlo a pie, Will miró abiertamente hacia atrás… y vio que se elevaba humo de los tejados grises que habían dejado, junto a lenguas de fuego.
—Los normandos cabalgan siempre sobre la Tiniebla, tal como hacían los sajones y los daneses —dijo el Príncipe amargamente.
—Y supongo que yo soy una mezcla de todo eso —replicó Barney, afligido—. Normando, anglosajón y danés.
—¿En qué siglo? —quiso saber Glyndwr, mientras se detenía para escrutar la ladera de la montaña.
—El siglo XX —respondió Barney.
Por un instante, el gales quedó petrificado. Miró a Will, que asintió.
—¡Dios mío! —exclamó Glyndwr, y luego sonrió—. Si el Círculo se extiende tan hacia delante, no es una gran tragedia fracasar aquí, por el momento. Hasta la última convocatoria del Círculo, fuera de cualquier Tiempo. No te preocupes por tu raza, muchacho. Al final, el tiempo cambia la naturaleza de todas —añadió, dirigiéndose a Barney.
—¡La Tiniebla está llegando! —gritó Bran por encima de ellos, lleno de inquietud.
En su mano, Eirias relucía con un azul cada vez más intenso. El Príncipe miró montaña abajo, en la dirección de la que habían venido, y apretó los labios. También Will se volvió: una cortina de llamas blancas avanzaba constantemente hacia ellos, a través de los helechos, sin ruido ni calor, despiadada en su persecución de aquellos a quienes quería destruir. Una parte de la tropa de Glyndwr se hallaba directamente en su camino.
—La situación no es tan mala como parece —observó el jefe gales, mirando fijamente a Will—. Glyndwr conoce los trucos de los Vetustos, puedes estar seguro —sus dientes blancos brillaron en el rostro moreno. Le dio un golpecito en el hombro a Will, empujándolo—. Sube por ese sendero —ordenó— y pronto te hallarás donde debes estar. Deja que haga bailar a la Tiniebla en estas montañas. Y si parece que mis hombres y yo estamos retenidos aquí para siempre no será tan grave, porque demostrará a mi gente que el Señor de la Tiniebla estaba equivocado y que la esperanza no yace muerta en una tumba, sino que permanece siempre viva para el corazón de los hombres.
Lanzando una ojeada a Bran, alzó su puñal en un saludo formal.
—Hermano mío —concluyó gravemente.
Luego él y sus hombres bajaron a toda prisa por la montaña, y Will abrió la marcha, ascendiendo por el sendero al que había sido encaminado. Serpenteaba entre sombríos punzones de roca gris, cada vez más estrecho, hasta que llegaron a una curva repentina, donde la piedra sobresalía sobre ellos, y tuvieron que inclinar la cabeza para pasar bajo un arco natural. Y en el momento en que los tres se hallaron en fila india, en el tramo de sendero cubierto por la roca, el aire formó remolinos a su alrededor y un extraño, largo y áspero chirrido llenó sus oídos. Cuando se recuperaron del vértigo se encontraron en un lugar y un tiempo distintos.