El Rey de la Tierra Perdida

Permanecieron inmóviles, mirándose. Fuera de la torre, la furia de la Tiniebla arreciaba, como un estruendo que parecía llenar el mundo entero. Instintivamente, Will arqueó los hombros, sintiendo su fuerza como si fuese un golpe.

Y luego, de improviso, cesó. El tumulto se desvaneció por completo y ya no oyeron nada salvo el débil zumbido de la rueda que giraba, fuera. Aquel brusco cambio era más enervante que el ruido.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Bran, tenso como un resorte.

—Nada —respondió Will con falsa seguridad—. Aquí no pueden hacer nada. Olvídalos —abarcó con los ojos la sala cuadrada en la que acababan de entrar, que ocupaba la torre en toda su amplitud—. ¡Mira!

El aire estaba invadido por la claridad: una luz suave y verdosa se filtraba por las paredes de cuarzo. «Parece que estemos en una caverna de hielo», pensó Will. El lugar estaba repleto. Pilas de manuscritos yacían sobre las mesas, las estanterías y la gruesa estera de juncos que cubría el pavimento. Contra el muro, una mesa enorme y pesada tenía diseminadas tiras de fúlgido metal y de trozos de vidrio y roca, rojos, blancos y azules verdosos. Luego le llamó la atención una cosa colgada en lo alto, en el muro: un escudo redondo y sobrio, hecho de oro brillante.

Saltando ágilmente sobre una mesa, Gwion lo separó del muro. Alargó los brazos.

—Sostenlo tú, Will. En los días de su grandeza, el Rey Gwyddno fabricó tres escudos para la Luz. Esta llevó dos de ellos a lugares donde podía llegar el peligro, y el tercero lo dejó aquí. Nunca he comprendido por qué… pero quizás el motivo es este momento nuestro, y siempre lo ha sido.

Will tomó el escudo e introdujo el brazo en las correas del lado interno.

—Es magnífico —observó—. Y… lo son también los otros dos que el rey hizo. Creo haberlos visto en… otros lugares. Nunca se han utilizado.

—Esperemos que ocurra lo mismo con éste —replicó Gwion.

—¿Dónde está el rey? —preguntó Bran impaciente.

Estaba mirando una escalera de hierro colado, con espléndidas volutas, que subía en espiral, hasta desaparecer en una abertura del alto techo vítreo.

—Sí —confirmó Gwion—. Allá arriba. Subiremos, pero debéis dejaros guiar por mí. Pasaremos por algunas salas en las que no veréis a nadie, y al final llegaremos junto al rey.

Apoyó una mano en la curva barandilla de la escalera y miró a Will intensamente.

—¿Dónde está el cinturón de los Signos?

—En la batalla de Mount Badon —respondió éste tristemente—. Donde Merriman la llevó al gran rey, para conseguir la victoria. Y estará también en el último enfrentamiento, cuando llegue la Señora y todo el poder de la Luz se reúna. Pero no lo tendremos antes. E incluso entonces, sólo si…

—Eirias —dijo Bran, con voz tensa—. Eirias.

—¡No pronuncies el nombre todavía! —le reprochó Gwion—. Debes esperar. Dentro de esta torre, la espada sólo puede ser llamada por su nombre en su misma presencia. Vamos.

Subieron, y después de cruzar numerosas estancias, se hallaron en un gran hemisferio estriado de oro y vidrio translúcido que, tal como comprendió Will, debía de ser la cima en forma de cúpula de la torre, desde cuya cumbre una flecha dorada apuntaba hacia el mar.

La sala contenía sólo una mesa cuadrada, situada a un lado, un biombo de madera tallada y unas cuantas sillas de respaldo alto, tan pesadas y robustas que parecían cortadas de bloques de madera maciza.

—¿Gwion? —llamó una voz.

Un suave eco susurró por la cúpula. La voz era ronca, baja y sin fuerza. Provenía de una silla situada en la parte de la estancia opuesta a la de ellos, y de la que sólo veían el respaldo.

—Estoy aquí, mi señor —respondió Gwion, con afecto y paciencia en la voz, como si hablase a un niño turbado—. Y… conmigo hay dos de la Luz.

Se produjo una larga pausa, cuyo silencio fue roto sólo por el débil grito de una gaviota lejana.

—Tú me traicionas. Échalos —ordenó por último la voz, fría y brusca.

Gwion atravesó la estancia y se arrodilló ante la silla tallada.

—¿Yo, traicionarte, mi señor?

—No, no —respondió cansadamente la voz—. Sé que no es cierto. Pero debes echarlos, juglar. Eso deberías saberlo tú solo.

—Pero, maestro, el peligro es demasiado grande —exclamó Will impulsivamente, adelantándose.

Se detuvo justo detrás de la silla. Vio yacer inerte en el reposabrazos una mano delgada, que llevaba en un dedo un gran anillo con una piedra obscura, parecido al de Gwion.

—Mi señor, la Tiniebla está levantando la cabeza, en su último y gran intento de arrancar a los hombres el control de la Tierra —prosiguió, en el tono más sereno que pudo—. Nosotros los de la Luz no podremos impedir ese intento, si no estamos armados con los Objetos del Poder creados para ese fin. Los tenemos todos, salvo el último, la espada de cristal, que tú, rey y señor mío, hiciste para nosotros hace tanto tiempo y ahora custodias.

—Yo no custodio nada —replicó la voz indolente—. Yo me limito a existir.

—Pero la espada está aquí desde el día en que fue creada —mientras hablaba, registraba la estancia con los ojos—. No podemos tomarla si no eres tú quien nos la da. Dánosla ahora, majestad, te lo suplico.

—Dejadme en paz —repitió la voz.

—La espada fue construida para la Luz —insistió Will—, y a la Luz debe ir.

Miraba el biombo de madera maravillosamente tallado, apoyado en la pared curva de la cúpula, cerca de donde estaba sentado el rey. ¿Era sólo un bello ornamento o escondía algo a la vista?

—No me digas «debe» a mí, Vetusto —observó la voz con débil petulancia.

—¡Pero nosotros debemos tener a Eirias! —exclamó bruscamente Bran, detrás de él.

La mano delgada apoyada sobre la silla se reanimó por un instante, sus dedos se doblaron y luego volvieron a caer blandamente.

—Gwion —reiteró la voz vacía—, nada puedo hacer por ellos. Échalos.

Aún de rodillas, Gwion miraba hacia arriba, con el rostro arrugado por la preocupación.

—Estás cansado —observó en tono desdichado, abandonando toda ceremonia—. Quisiera que no estuvieses siempre solo.

—Cansado de la vida, juglar. Cansado del mundo —su voz parecía una hoja seca y marchita, agitada por el viento invernal—. Ya no tengo gustos, ni objetivos. El tiempo arrastra a mi mente donde quiere. Mi vida inútil es como el vacío graznido de un cuervo, y todo talento que pueda haber poseído está ya muerto. Que mueran también los juguetes por él creados.

Las lentas palabras provenían de una desesperación tan profunda que Will notó que se le erizaba el vello en la nuca. Era como oír hablar a un muerto.

—Hablas como la Mary Llwyd, no como un rey —pronunció Bran claramente.

Los dedos de la mano volvieron a doblarse brevemente, y luego cayeron de nuevo inertes. En la voz se insinuó el cansado desprecio de una larguísima experiencia desafiada por el vigor ciego e ignorante de la esperanza.

—Niño imberbe, no me hables de la vida que no has vivido. ¿Qué sabes del peso que arrastra un rey que ha traicionado a su pueblo, un artista que ha traicionado su don? Esta vida es un largo engaño, lleno de promesas que no se pueden mantener, errores que no se pueden corregir, faltas que no es posible subsanar. De mi vida he olvidado todo lo que podía. Marchaos y dejadme olvidar lo demás.

Mientras Will permanecía mudo, hipnotizado por el profundo y horrible desprecio de sí mismo contenido en la voz ronca, Bran acudió a su lado. Y, de pronto, todos sus sentidos le gritaron que se había iniciado un cambio: en adelante, Bran ya no volvería a ser sólo el extraño muchacho albino de ojos dorados, oculto en un valle del norte de Gales, donde los lugareños lo miraban de reojo y los niños se burlaban de él por su tez pálida y su pelo blanco.

—Gwyddno Garanhir —comenzó Bran, en una llamada tranquila, pero fría y dura como el hielo, con marcado acento gales—, yo soy el Pendragón, y el destino futuro de la Luz reside en mis manos. No puedo tolerar la desesperación. Eirias, creada por ti por orden de mi padre, es mi legítima herencia. ¿Dónde está la espada de cristal?

Con lentitud extrema, la figura de la silla se inclinó ligeramente hacia delante, volviéndose hacia ellos; así vieron el rostro del rey, idéntico al que habían divisado en el arco iris de la fuente del jardín de las rosas, en un tiempo próximo y lejano al mismo tiempo. Un rostro inconfundible: delgado, con los pómulos altos, la piel surcada por profundas arrugas de tristeza y los ojos rodeados de sombras obscuras. El rey lanzó una ojeada a Will, y luego vio a Bran. Su expresión se alteró. Quedó inmóvil, abriendo sus obscuros ojos.

—Sin embargo, era un sueño —dijo en un susurro, tras un largo silencio.

—¿Qué era un sueño, majestad? —preguntó Gwion dulcemente.

El rey lo miró. De repente, había en él una sencillez conmovedora, como la de un niño que confía un secreto a un amigo.

—Sueño sin cesar, juglar. Vivo en mis sueños: son lo único que no ha tocado el vacío. A veces son negros y horribles, pesadillas del infierno… Pero la mayoría son maravillosos, llenos de la felicidad perdida y de la alegría de hacer y existir. Sin mis sueños, habría enloquecido hace ya tiempo.

—Ah —suspiró Gwion—, lo mismo les ocurre a muchos, en este mundo.

—Y he soñado —continuó el rey, mirando a Bran con asombro— con un muchacho de pelo blanco que venía a traer tanto un final como un principio. El hijo de un gran padre, dotado de toda su fuerza, y de más todavía. Y me parecía haber conocido al padre, una vez, hace mucho tiempo… aunque no puedo decir dónde o cuándo, con la niebla que el vacío ha puesto en mi mente. El muchacho de pelo blanco… en mi sueño, no tenía ningún color. Tenía la cabeza blanca, las pestañas y las cejas blancas y llevaba círculos de vidrio obscuro para protegerse los ojos del sol, pero cuando se los quitaba se veía que eran ojos mágicos, dorados como los de un búho.

Se levantó, apoyando una mano en la silla para sostener su cuerpo delgado y tembloroso. Gwion saltó hacia delante para ayudarlo, pero el rey alzó la otra mano.

—Ha venido a mi encuentro —contó— atravesando la estancia a la carrera. El sol brillaba sobre su pelo blanco, y él se ha reído, y era la primera música de ese tipo que este castillo oía desde hace mucho, mucho tiempo —los rasgos duros se suavizaron, como un débil rayo de sol suaviza un cielo gris lleno de nubes—. Traía un final, pero también un principio. Eliminaba la maldición de este lugar. En mi sueño, se arrodillaba ante mí, y decía…

Bran rió suavemente y Will sintió que lo abandonaba toda la tensión rabiosa. El muchacho de pelo blanco avanzó rápidamente y se arrodilló ante el rey.

—Y decía: «Hay cinco barreras que romper para llegar a la espada de cristal, y se describen en cinco versos grabados con letras de fuego dorado sobre la propia espada —prosiguió con una sonrisa—. ¿Debo decirte de cuáles se trata?»

El rey lo miraba. En sus ojos despertaba una vida antes ausente.

—Yo he respondido: «Sí, dímelo».

—Y cuando te lo haya dicho. —Bran había dejado de citar— caerá la quinta barrera, ¿no es cierto, majestad? Porque ya hemos superado cuatro: las palabras son nuestros testigos. Y si logro romper tu desesperación, que es la tumba de todas tus esperanzas, ¿me dejarás tomar la espada?

—Entonces será tuya —concedió el rey, con los ojos clavados en él.

Bran se levantó lentamente, respiró hondo y las palabras salieron como un canto rítmico:

Yo soy la matriz de todo amparo.

Yo soy la llama sobre toda montaña.

Yo soy la reina de toda colmena.

Yo soy el escudo para toda cabeza.

Yo soy la tumba de toda esperanza…

¡Yo soy Eirias!

El rey Gwyddno emitió un suspiro prolongado, y con un estruendo súbito el biombo de madera tallada situado contra la pared de la cúpula se partió en dos y cayó al suelo. En el muro vieron los versos apenas recitados por Bran llamear nítidos con letras de oro. Debajo de ellos, sobre una placa de pizarra, como un carámbano brillante, una espada de cristal.

El rey avanzó lenta y rígidamente por el blando pavimento cubierto de esteras. En la parte posterior de la capa de color verde obscuro que llevaba sobre la túnica blanca, estaba bordado en oro el escudo real, con las rosas y el pez saltando. El rey Gwyddno tomó la espada entre las manos y se volvió de nuevo hacia ellos. Pasó un dedo sobre el lado plano y cincelado de la hoja con gesto asombrado, como incrédulo de haber podido crear un objeto de tal belleza. Luego, aferrando la espada por la cruz del puño, a fin de apuntarla hacia abajo, se la tendió a Bran.

—Que la luz vaya a la Luz —decretó—, y Eirias a su legítimo heredero.

Bran tomó la espada, dirigiéndola con cuidado hacia arriba, y a Will le pareció que súbitamente se había vuelto más erguido, más imperioso. Desde un punto lejano, fuera de la torre, vino un estruendo prolongado y denso, similar a un trueno.

—Y ahora, que suceda lo que deba suceder —dijo el rey en tono neutro. Se llevó bruscamente la mano a la cabeza, frotándose la frente—. ¿Había… había una vaina, Gwion? ¿Hice una vaina para la espada?

—Sí, majestad, una vaina de piel y oro —respondió Gwion sonriendo—. Y el vacío de tu mente, como lo llamas, comienza a romperse, o no te acordarías.

—Estaba… —el rey arrugó la frente y cerró los ojos, como por el dolor.

Luego, de golpe, volvió a abrirlos, señalando un sobrio baúl de madera clara situado al otro lado de la cúpula, con la figura de un hombre a lomos de un pez pintada en azul en el costado. Gwion fue hasta allí y levantó la tapa.

—Hay tres objetos —reveló tras un instante, con una extraña nota, una emoción en su voz que Will no lograba entender.

—¿Tres? —repitió el rey, confuso.

Gwion sacó del baúl una vaina colgada de un cinturón de piel blanca, ambos adornados con tiras de oro.

—Para disimular el resplandor —dijo sonriendo y tendiéndoselos a Bran.

—Bran —intervino lentamente Will, escuchando un débil pero profundo eco en su mente—, creo… que no deberías meter la espada en la vaina, al menos por el momento.

Bran, con la espada en una mano y la vaina en la otra, lo miró con las cejas levantadas y un nuevo y arrogante gesto de su cabeza blanca.

—Está bien, de acuerdo —respondió simplemente cuando, por último, con un rápido estremecimiento, volvió a ser el muchacho de siempre.

—Y luego, está… ésta —continuó Gwion, siempre delante del baúl. Le temblaba la voz, y también la mano, mientras sacaba una pequeña arpa brillante. Miró a su rey—. Hace sólo unos instantes, mi señor, deseaba tener el arpa que he dejado en la Ciudad, a fin de poder tocar para ti, como en los viejos tiempos.

El rey sonrió con afecto.

—También esa arpa es tuya, juglar. La construí para ti en los primeros días que pasé en la torre, cuando luchaba contra la desesperación, luchaba aún por trabajar… —sacudió la cabeza, sorprendido—. Lo había olvidado, ha pasado tanto tiempo… Había decidido estar solo, y la rueda impedía el acceso a todos los demás, pero sentía tanta nostalgia de ti y de tu música que creé el arpa. Para mi Gwion, mi Taliesin, mi tañedor.

—Y pronto tocaré para ti —replicó Gwion.

—La hallarás afinada —explicó el rey, y en su sonrisa estaba el eco del orgullo del creador por su obra.

Gwion dejó el arpa en el suelo y volvió a introducir la mano en el baúl. Extrajo una bolsita de piel, cerrada por un cordoncillo.

—Éste es el tercer objeto —dijo—, pero no sé de qué se trata.

Abrió la bolsita, y se vertió en su mano un reguero de piedrecillas de color verde azulado: brillantes, redondas, como pulidas por el mar. Una cayó en el suelo. Will la recogió y se la pasó por la palma, observando el motivo dibujado por los colores en la forma lisa e irregular.

El rey les echó un vistazo.

—Son bonitas, pero sin valor —declaró—. No las recuerdo.

—Quizás alguna vez quisiste usarlas para trabajar —sugirió Gwion volviendo a meterlas en la bolsita.

Will le tendió la que había caído. Gwion le sonrió.

—Quédatela —ofreció con desenvoltura. Cogió otra y se la ofreció a Bran—. Y quédate una también tú, Bran. Deberíais tener un talismán. Un pedazo de sueño que llevaros, en recuerdo de la Tierra Perdida.

—Perdida… perdida —repitió el rey en tono vacuo, suave.

Fuera, volvió el estruendo sordo y lejano, más intenso que antes. De pronto, la luz que entraba por el techo se debilitó y la cúpula pareció obscurecerse.

—¿Qué ocurre? —preguntó Bran mirando a su alrededor.

—Es el comienzo —explicó el rey.

La voz fina se había hecho más fuerte, más viva, como su rostro. Y aunque la aceptación resignada se traslucía con mucha claridad, ya no llevaba el rastro del vacío terrible y negro de la desesperación.

—No debemos permanecer bajo este techo —exclamó Will instintivamente.

—Venid —los exhortó Gwion.

Con el arpa bajo un brazo, se dirigió a una parte de la pared curva que parecía igual a todo el resto. Alzó la mano, y con un fuerte tirón desplazó de lado toda una sección en forma de cuña. Se abrió una especie de puerta triangular y apareció el cielo, de un gris plomizo.

Salieron todos a un balcón, incluso el rey, que respiraba más deprisa que antes, por no estar ya habituado desde hacía mucho al fresco aire exterior.

Al oeste, sobre el mar, se formaba un cúmulo gigantesco de nubes obscuras: redondo, pesado, de color amarillo grisáceo. Al crecer, se hinchaba y se agitaba como algo vivo. Will apretó los dedos en torno a la correa del escudo dorado, que aún tenía sobre un brazo.

El estruendo lejano llenaba aún el aire, venía como una niebla del horizonte occidental, donde flotaban las grandes nubes. Y, no obstante, no era el estruendo de un trueno: el sonido era más sordo, más persistente, distinto de cualquier otro que jamás hubiese oído Will.

—Prepárate —susurró Gwion, a su lado.

—¿Qué es eso? —murmuró Will.

—Es el fin de la Tierra Perdida, Vetusto. Debe llegar, cuando sea el momento.

Tomó el arpa y sus dedos comenzaron a componer las notas en una delicada melodía. El rey, apoyado en la pared brillante de la cúpula, emitió un murmullo de placer.

El estruendo aumentó. El viento, un extraño viento cálido, les azotaba las mejillas, despeinándolos. Will levantó la cabeza, husmeando el aire: de pronto, la atmósfera estival parecía llena del olor del mar, de la sal, de la arena mojada, de las algas. La luz moría, las nubes se ensanchaban grises en el cielo. Oyó un débil rumor, como un chirrido, sobre su cabeza, y alzó bruscamente la mirada. Sobre la cúpula, la flecha dorada, que brillaba aún en la penumbra, giraba suavemente: giró y giró, hasta apuntar hacia tierra, al lado opuesto al mar. Un resplandor en el cielo detrás de ella llamó la atención de Will. También Bran lo miraba.

En el margen más lejano de la Tierra Perdida, sobre los tejados de la Ciudad, aún vagamente visibles, los repentinos haces de luz de los fuegos artificiales irrumpían como fuentes, estallaban en una fantasmagoría de colores y luego desaparecían. En aquel fulgor súbito, Will oyó, sumamente débil en el sordo bramido procedente del oeste que llenaba el mundo, el agudo y festivo tintineo de muchas campanas elevarse en algunos puntos de la Ciudad. Delicadamente, Gwion modificó el timbre y el ritmo de su melodía, a fin de adaptarla a las campanas.

El mar se volvió tan obscuro como el cielo y las olas crecían, con las crestas iracundas cubiertas de espuma. El viento soplaba más fuerte. Y luego, con un rayo enorme, desgarrador, el cielo rugió, el mar pareció aullar y una enorme pared de agua se acercó zumbando hacia ellos, sobre la arena, el pantano, los cañizares, devorando árboles, tierra y río, ensanchándose en un torbellino convulso.

En el cielo obscuro sobre la Ciudad, los fuegos artificiales cesaron de golpe y el sonido de las campanas se convirtió en un largo y estridente tintineo, confundido con el ritmo del arpa. Luego, también murió. Pero la música de Gwion continuó. El mar alcanzó la parte baja de la torre: la sintieron temblar bajo sus pies. Las oleadas llegaron fragorosas, una tras otra, el mar se elevó cada vez más.

—¡Perdida! ¡Perdida! —gritó la voz aguda del rey.

Y desde el mar en tempestad, vino a su encuentro, como por arte de magia, oblicua sobre las olas, la barca tosca con su capitán de cabello obscuro y la única vela marrón inflada. Desde su puesto en el timón, el capitán tendió un brazo hacia Will y Bran y los llamó con un gesto. Durante unos instantes, la barca estuvo casi al mismo nivel que el balcón de la torre.

—¡Marchaos! —aulló Gwion mientras, inclinado hacia un lado, sostenía con el hombro al rey tambaleante.

—¡No sin ti!

—¡Mi hogar es éste! —sólo vieron el último resplandor de una sonrisa, sobre el rostro barbudo, en sombra—. ¡Marchaos! ¡Bran, salva a Eirias!

Las palabras hirieron a Bran como un aguijón; agarró a Will y saltó con él a la barca, que flotaba a la distancia de un brazo. La barca bajó por una ola. Durante unos instantes oyeron el arpa de Gwion, tenue y dulce en el zumbido del mar, hasta que una línea vivida y cegadora desgarró el cielo y alcanzó la torre, partiendo la cúpula en dos. La flecha dorada se desprendió del tejado y cayó en dirección a las olas, hacia ellos. Will alzó el escudo con ambas manos. La punta brillante lo golpeó, y en una gran llamarada de luz amarilla, ambos se desvanecieron.

Will acabó tumbado en el fondo de la barca, sobresaltado. Tenía los ojos empañados, la mente invadida por un trueno. Vio a Bran sobre él con la espada ardiente de azul, oyó rugir las olas, notó que el barquero tenía el rostro contorsionado por el esfuerzo en el intento de poner la barca a salvo. El mundo oscilaba y zumbaba en un tumulto obscuro e infinito, y ya no existía el paso del tiempo.

Entonces, hubo un balanceo tan violento que Will perdió el conocimiento. Cuando volvió a abrir los ojos, se hallaba en un mundo de luz cenicienta y sonidos tenues, donde las olas rompían suavemente en una playa. El y Bran yacían en una larga banda de arena, en una mañana límpida, con un cielo de color blanco azulado sobre sus cabezas. La espada de cristal despedía un fulgor blanquísimo en la mano de Bran, y la vaina estaba a su lado. La gran playa se extendía a lo lejos, hasta el estuario del río Dyfi. Las verdes dunas brillaban sobre la orilla más lejana, y aún más allá, sobre las montañas y los tejados grises de Aberdyfi, subía el primer rayo dorado del sol naciente.