Caer Wydyr

A pesar de sus esfuerzos, no volvieron a encontrar el camino. Y tampoco había ya rastro, por ningún lado, de los caballos: el pánico los había llevado muy lejos. Así, Will y Bran avanzaban tomando como punto de referencia la torre reluciente. Caminaron primero sobre tierra firme, y luego sobre una húmeda zona pantanosa, donde el agua estaba aún presente. Toda la Tierra Perdida era baja: una llanura costera, con la extensión de Cardigan Bay a su izquierda y las montañas a la derecha. Will comprendió que por algún punto delante de ellos debía correr el río Dyfi, hacia una desembocadura considerablemente más adelantada hacia el mar que la que había conocido. Era como si toda la costa de su tiempo hubiese ganado un kilómetro.

—O más bien —dijo en voz alta— recuperado la tierra que ha perdido.

Bran lo miró con una media sonrisa inteligente.

—Pero aún no la ha perdido, ¿no? —replicó—. Porque nosotros hemos vuelto atrás en el tiempo.

—¿De verdad? —preguntó Will pensativo.

—¡Pues claro! —respondió Bran mirándolo fijamente.

—Supongo que sí. Adelante, atrás, adelante, atrás. —Will vagaba con la mente. Miró una extensión de lirios amarillos entre las cañas de un área pantanosa que habían evitado con cuidado—. Bonitos, ¿eh? Parece que estemos en la granja, cerca del río.

—Apuesto a que realmente nos estamos acercando a un río —observó Bran, lanzándole una ojeada incierta—. Hay mucha humedad, y me muero de sed.

—¡Escucha! —exclamó Will—. ¿Oyes el rumor del agua corriente?

—Aunque sea cierto, no nos servirá de gran cosa… probablemente, será salobre —replicó Bran, pero se puso a escuchar con atención y asintió—. Sí. Más adelante, más allá de esos árboles.

Prosiguieron. Ahora, la torre brillante dominaba más alta, aunque casi oculta por los árboles. Vieron que en su parte superior había una cúpula con franjas de oro y cristal, igual a la del palacio del rey en la Ciudad. Había incluso una flecha de oro idéntica en la cima, dirigida hacia el mar.

Se hallaron en medio de un grupo de sauces enfermizos, mientras crecía el rumor del agua. De pronto alcanzaron un torrente bordeado de cañas, curiosamente rápido en un terreno tan llano. Al parecer corría desde la Ciudad hasta encontrar el río Dyfi de camino al mar. El agua parecía límpida y fresca. —¡Tengo sed!— repitió Bran. —Cruza los dedos. Introdujo una mano en el agua y la probó, y luego hizo una mueca horrible.

—¿Está salada? —preguntó Will tras emitir un gemido de disgusto.

—No —respondió Bran—. Está buenísima.

Se tendieron en la orilla herbosa y bebieron ávidamente, salpicándose la cara acalorada hasta tener el cabello mojado y chorreante. En un charco, al abrigo de una roca, Will descubrió el reflejo de Bran, y quedó hipnotizado. Sólo el brillo de los ojos dorados era propiamente suyo, porque su rostro estaba en sombra y el cabello mojado parecía estriado de claro y obscuro. Y, no obstante, Will reconoció en un extraño relámpago toda la imagen transformada.

—Te he visto ya con este aspecto, en algún lugar —dijo con brusquedad.

—Pues claro que me has visto ya —admitió perezosamente Bran.

Inclinó la cabeza y sopló burbujas, rompiendo el reflejo. El agua resplandeciente se encrespó en cien superficies distintas. De pronto apareció en ella una gran mancha clara. Una advertencia resonó en la mente de Will, que se volvió sobre su espalda y vio, nítido contra el cielo, dominándolos, al Caballero Blanco encapuchado sobre su caballo blanquísimo.

Bran levantó la cabeza del torrente y escupió para quitarse de la boca una brizna verde de hierba. Se frotó el agua de los ojos, alzó la vista… y de golpe quedó paralizado.

El Caballero Blanco bajó la mirada hacia Will con los ojos brillantes enmarcados en una faz pálida, desenfocada, sombreada por la capucha.

—¿Dónde está tu señor, Vetusto?

La voz era suave y silbante, y extrañamente familiar, aunque sabían que jamás la habían oído.

—No está aquí, como bien sabes —cortó Will.

—Y, sin duda, te ha dicho que algo le había impedido venir, y tú no has dudado de sus palabras. El señor Merriman es más astuto que tú, Vetusto. Conoce el peligro que se encuentra aquí, y procura no exponerse a él —dijo el Caballero Blanco con una sonrisa deslumbrante.

Will se apoyó en los codos.

—Y tú estás muy equivocado si crees que me turbarás con semejantes palabras. La Tiniebla debe de estar muy mal para recurrir a trucos tan idiotas.

El Caballero Blanco irguió la espalda: parecía más peligroso que antes.

—Volved atrás —dijo fríamente la voz suave y silbante—. Volved atrás, mientras aún estéis a tiempo.

—No podéis obligarnos —replicó Will.

—Es cierto —admitió el Caballero—, pero podemos lograr que deseéis no haber venido jamás… —los ojos brillantes se deslizaron en dirección a Bran— en especial el muchacho del cabello blanco.

—Tú sabes quién es, Caballero —le reprochó Will—. Tiene derecho a un nombre.

—Todavía no ha adquirido su poder —objetó el Caballero— y hasta entonces es una nulidad. Y será una nulidad para siempre, tan sólo un hijo de vuestro siglo, porque sin tu señor no tenéis esperanza de obtener la espada. Volved atrás, Vetusto, volved atrás —la voz suave se alzó en una orden nasal, sonora, y el caballo blanco se movió inquieto—. Volved atrás —repitió el Caballero— y nosotros os haremos salir de la Tierra Perdida y regresar sanos y salvos a vuestro tiempo.

El caballo volvió a agitarse. Con una exclamación irritada, el Caballero Blanco aflojó las riendas y le hizo dar una amplia vuelta para calmar su agitación.

—¡Mira! —susurró Bran, mirando al suelo.

Will lo imitó. Bajo el sol alto y ardiente, su sombra y la de Bran yacían juntas, cortas y toscas, sobre el prado irregular. Pero mientras el Caballero Blanco y su caballo giraban hacia ellos la hierba que se encontraba entre los cuatro cascos permaneció clara y luminosa.

—Ah, sí —murmuró Will—. La Tiniebla no proyecta sombra.

—Volveréis atrás —decretó en tono nítido y seguro el Caballero Blanco.

Will se levantó.

—Nosotros no volveremos atrás, Caballero. Hemos venido a por la espada.

—La espada no es ni para nosotros ni para vosotros. Os dejaremos marchar, con toda seguridad, y la espada permanecerá con su creador.

—Su creador la hizo para la Luz —replicó Will—, y cuando vayamos a buscarla, nos la dará. Y entonces nos marcharemos realmente seguros, señor mío, lo quiera o no la Tiniebla.

El señor de la capa blanca lo miró de arriba abajo.

—Si es eso lo que esperáis de la Tierra —afirmó—, entonces sois tan estúpidos que no tenemos nada que temer de vosotros.

Y sin decir otra palabra, dio la vuelta al caballo y se alejó al trote más allá de la curva del río, desapareciendo detrás de los árboles.

Cayó el silencio. El agua murmuraba.

Bran se puso en pie y siguió al Caballero con mirada ansiosa.

—¿A qué se refería?

—No lo sé, pero no me gusta —de pronto Will se estremeció—. Estamos rodeados de la Tiniebla. ¿La sientes?

—Un poco —respondió Bran—. No completamente, no como tú. Sólo siento que… éste es un lugar triste.

—Morada de un rey triste. —Will miró a su alrededor—. ¿Debemos seguir el río?

—Eso parece.

La marea empezaba a subir, y mientras avanzaban, se intensificó. De improviso vieron una vela marrón, y sobre la espuma de la marea vino a su encuentro una barca. La barca giró hacia la orilla y llegó junto a ellos. Will miró estupefacto la figura a bordo.

—¡Es Gwion!

Gwion, esbelto y vestido de negro, pasó ágilmente a proa con una cuerda y saltó a tierra mientras la barca rozaba la orilla. Lanzó una ojeada a Will y a Bran, haciendo que irrumpiese la sonrisa familiar sobre la barba gris, bien cuidada, y luego lanzó una exclamación en gales a sus espaldas. Un hombre fornido, de cabello negro y rostro rojizo estaba a cargo del largo timón, detrás del único y tosco mástil de la embarcación. El hombre respondió a Gwion. Will lanzó una mirada interrogativa a Bran.

—Ha hablado de cómo amarrar —tradujo éste—. Y de cómo aprovechar la marea —dijo de pronto a Gwion, tendiendo una mano para aferrar una segunda cuerda lanzada desde la barca. Juntos la ataron a popa y a proa a un par de mástiles, mientras oscilaba en el río a la llegada de la marea.

—Muy bien: habéis llegado sanos y salvos hasta aquí —saludó Gwion, estrechándoles un hombro a ambos—. Ahora vamos.

Se puso a caminar de inmediato a lo largo de la orilla, a paso rápido.

—Explícanos, explícanos —le incitó Bran, alargando el paso para no quedarse atrás—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Por qué la barca? ¿Cómo sabías dónde encontrarnos, y cuándo?

Gwion le sonrió.

—Cuando hayas alcanzado tu pleno poder, Bran Davies de Clwyd, estarás tan seguro como nuestro Will y no te preocuparás de hacer estas preguntas. Yo he venido simplemente porque me necesitaréis. Y, de esta forma, he infringido la Ley de la Tierra Perdida, que obliga a no tener relaciones ni con la Luz ni con la Tiniebla, cuando éstas están en lucha. Y seguiré infringiéndola, sin duda, hasta el final de los Tiempos. Despacio, ahora…

La voz se le quebró. Aminoró el paso, abriendo los brazos para mantenerlos atrás.

Habían llegado al final de un bosquecillo de encinas y pinos curvados por el viento, que bordeaban aquel lado del río. Ante ellos, se hallaba ahora el Castillo de la Tierra Perdida, una torre fulgurante que se erguía por encima de un círculo de espesos y altos árboles.

El semblante de Gwion se puso serio. Dejó caer los brazos y por un instante permaneció inmóvil, como si hubiese olvidado a Will, a Bran, a sí mismo y todo lo demás, a excepción de la torre brillante y solitaria que se alzaba ante él.

—Caer Wydyr —dijo en voz baja, casi en un susurro—. Tan bella como siempre ha sido. Y mi gran rey apenado, encerrado dentro, nunca ve su belleza. En realidad no hay nadie, en toda la Tierra Perdida, que pueda verla, salvo los señores de la Tiniebla.

—Y ellos están en todas partes, aunque ocultos —dijo Will mirando inquieto a su alrededor.

—En todas partes —confirmó Gwion—. Entre los árboles guardianes. Pero no pueden dañarlos, igual que no pueden tocar ni al rey ni a su castillo.

Los grandes árboles crecían en un círculo irregular en torno a la torre, rozándola con las ramas y las hojas, y ésta se elevaba desde ellos como una isla desde un mar verde.

—Siete árboles, ha dicho la Señora. —Bran se volvió hacia Will—. Siete árboles. Como los siete Durmientes que, un día, sobre Llyn Mwyngil, despertaron ante nuestros ojos, para cabalgar hasta el mañana.

Sus ojos dorados brillaban en la tez pálida. Miró a su alrededor, sin temor, con rostro desafiante, invadido por un instante por una seguridad febril que Will nunca le había visto.

—Pero los Durmientes eran seis —replicó Will lentamente.

—Serán siete —decretó Bran al final. Y ya no se llamarán Durmientes, sino Caballeros, como los señores de la Tiniebla.

—Éste es el primer árbol —anunció Gwion.

Su voz era neutra, pero Will advirtió que cambiaba deliberadamente de tema. Ante ellos, cerca del río, había un denso grupo de troncos esbeltos, de corteza verde y hojas anchas y redondas, danzantes.

—El aliso —dijo Bran—. Crece con los pies mojados, como en nuestro valle, donde John Rowlands lo maldice como si fuese una mala hierba.

Gwion partió tres ramitas de una rama principal, tomando cada una por el punto de unión, donde no se doblaban ni deshebraban.

—A veces, será invasora como una mala hierba, pero tiene una madera que no se rompe ni se pudre. El aliso es el árbol del fuego, y como el fuego posee el poder de liberar la tierra del agua. Y nosotros podríamos necesitarlo. Tomad.

Dio una ramita a cada uno y prosiguió hacia la amplia copa caída de un sauce, de ramas finas y largas hojas. De nuevo, partió tres ramitas y distribuyó dos de ellas.

—El sauce, el árbol del mago —observó Will, volviendo con la mente a cierto libro antiguo que le había mostrado Merriman cuando aprendía a utilizar sus dones de Vetusto—. «Fuerte como un joven león, dócil como una mujer enamorada y amargo al gusto, como todo hechizo es al final» —dirigió a Gwion una sonrisa alusiva—. Hace algún tiempo, me lo enseñaron todo sobre los árboles.

—Ya lo veo. Háblame del próximo —respondió Gwion tranquilamente.

—El abedul —anunció Will.

Un gran árbol blanco se erguía ante ellos, con duras espigas en flor que danzaban desde las ramas largas y delgadas. Bajo las hojas verdes y temblorosas había un tronco viejo, marcado por la extensa cicatriz de una vieja herida que le proporcionaba los primeros signos de decadencia.

—Nunca he visto un abedul por esta zona —exclamó Bran sorprendido, sin reflexionar. Luego miró a Will y sonrió con ironía—. Y tampoco una gran torre de vidrio, ni un espino que crecía de un tejado.

—No has dicho ninguna tontería —replicó suavemente Gwion, tendiéndoles las ramitas de abedul—. En mi tiempo, el clima de Gales es más cálido y más seco que en el vuestro, y tenemos bosques de alisos, abedules y pinos, mientras que vosotros sólo tenéis encinas y los árboles exóticos que serán traídos por hombres nuevos. Y tampoco ésos —se interrumpió por un instante— estarán exactamente en el mismo lugar en que se hallan estos árboles de mis días.

Will se sintió invadido por una especie de terror al comprender a qué se refería Gwion, pero el gales los llevó rápidamente hacia delante, más allá del gran abedul, y de pronto la torre de vidrio, Caer Wydyr, se recortó ante ellos en toda su altura por primera vez. Se apoyaba en una gran roca recortada. La piedra era desconocida: no era ni el gris brillante del granito, ni el gris azulado de la pizarra, sino un negro bruñido, amortiguado aquí y allá por vividas manchas de blanquísimo cuarzo. La torre, circular, estaba hecha de un cuarzo cristalino, similar a la piedra, blanco, translúcido, con una extraña y lechosa claridad. En el muro completamente liso se abrían las troneras de las ventanas.

—¿No hay puerta? —preguntó Bran.

Gwion no respondió, sino que los condujo a través de la hierba larga e hirsuta hacia otros dos árboles. El primero no era alto, sino ancho y frondoso, con las hojas redondeadas y los frutos aún en capullo, una típica planta de muchos setos de Inglaterra y Gales.

—El avellano sirve para sanar —anunció Gwion, tomando tres ramitas.

—Y para alimentar a los caminantes hambrientos —añadió Bran.

—Entonces ¿estaban buenas? —preguntó Gwion riendo.

—Exquisitas. Y también las manzanas.

—El manzano es otro de nuestros árboles —afirmó Will, recordando.

—Pero antes el acebo. —Gwion se volvió hacia un árbol de tronco gris y liso, con las hojas obscuras, verdes y brillantes, espinosas en las ramas inferiores y ovaladas en las más altas. Tomó sólo ramitas con hojas espinosas, y de nuevo tendió una a cada uno.

—Y del manzano podréis tomar también los frutos —dijo con una sonrisa—. Pero debo ser yo quien desprenda las ramitas de cada árbol.

—¿Por qué? —preguntó Bran.

—Porque de lo contrario —respondió Gwion con sencillez— el árbol protestaría y entraría en vigor la ley por la que ni la Luz ni la Tiniebla pueden efectuar un solo movimiento para sus fines en la Tierra Perdida —se interrumpió por un instante y los miró atentamente, acariciándose la barba canosa. Su voz era grave—. No os engañéis: la Tierra Perdida no es un lugar apacible. Aquí hay una dureza, una indiferencia a todas las emociones distintas de las pertenecientes a la Tierra, que es la otra cara de la belleza del jardín de las rosas y de la habilidad de los artesanos y los creadores. No la subestiméis.

—Pero nuestro verdadero enemigo es sólo la Tiniebla —decretó Bran.

Gwion inclinó la barbilla en un extraño movimiento arrogante, pero algunas arrugas de dolor le marcaban la boca.

—¿Quién crees que ha llamado a la Mari Llwyd para hacerte casi enloquecer, Bran Davies? —replicó tranquilo—. ¿Quién crees que ha concebido el laberinto de espejos? ¿Qué te amenaza ahora en la tarea, casi imposible, de alcanzar al Rey Perdido y su espada de cristal? ¿Crees que la Tiniebla tiene mucho que ver con todo ello? Nada de eso. Aquí la Tiniebla se halla casi impotente, en comparación con los poderes propios de este lugar. Aquí te mides con la Tierra Perdida, y te lo juegas todo.

—Y ésta es la Magia Instintiva —observó Will lentamente—. O algo que se le parece mucho.

—Una forma suya —confirmó Gwion—. Pero no sólo eso. Bran estaba inmóvil y parpadeaba perplejo.

—¿Y tú formas parte de ella?

—Ah —suspiró Gwion, pensativo—. Yo soy un renegado que va por su camino. Aunque amo con pasión a mi país, no recibiré ningún bien —sonrió a Bran, indicando con la cabeza un punto situado delante—. Vamos, servios.

Un viejo y amplio manzano doblaba sus ramas hacia el suelo. Era el único árbol que crecía bajo y no dominaba sobre sus cabezas. Pequeñas manzanas amarillas, y otras aún más pequeñas, de color verde intenso, punteaban las ramas obscuras entre las hojas poco abundantes. Bran miró con gran asombro.

—¿Las manzanas del año pasado junto a las de este año? —preguntó, y tomó una amarilla, cuya pulpa dura y jugosa mordió.

—A veces permanecen aquí colgadas durante dos años —respondió Gwion, tras reír entre dientes—. Ésta es una manzana de un tiempo muy anterior al tuyo, tenlo presente. En tus días existen muchas cosas que ni siquiera eran soñadas, salvo por los Vetustos, en esta época en que la Tierra se perdió. Pero, igualmente, antaño existían otras cosas notables que desaparecieron para siempre, junto a la Tierra.

—¿Para siempre? —objetó Will suavemente. Tomó una manzana amarilla y la mantuvo alta, sonriendo a Gwion con los ojos.

Gwion lo miró con una expresión extraña, lejana.

—«Por los siglos de los siglos», decimos en las oraciones. «Los siglos de los siglos», repetimos, Vetusto, ¿no es cierto? Como si una cosa pudiese durar para siempre, como una vida, un amor o una búsqueda, y sin embargo volver a empezar y ser para siempre igual que antes. Y todo fin que puede, en apariencia, venir, no es verdaderamente tal, sino una ilusión. Porque el Tiempo no muere, el Tiempo no tiene ni principio ni fin, y así nada que se sitúe en el Tiempo puede terminar o morir.

Bran volvía la cara del uno al otro, masticando la manzana, callado.

—Y aquí estamos en un tiempo transcurrido hace mucho, que aún no ha llegado —afirmó Will.

—Yo ya he estado en este lugar —intervino inesperadamente Bran.

—Sí —confirmó Gwion—. Tú naciste aquí. Entre muchos árboles como éstos.

Will alzó rápidamente la mirada, pero el muchacho del cabello blanco no añadió nada más. Tampoco Gwion habló. Prosiguió, partiendo tres ramitas nudosas y negruzcas del viejo manzano.

Pero una voz llegó a sus espaldas: una voz suave, con un acento inequívoco.

—Y el muchacho que nació aquí tal vez pueda quedarse… por los siglos de los siglos —una burla maligna hacía el tono de voz áspero como un látigo—. Lo cual significa un tiempo larguísimo, por muchas vueltas metafísicas que podamos darle.

Will se volvió lenta y deliberadamente, para afrontar la figura alta, vestida de obscuro, sentada en el gran semental negro. El Caballero Negro había bajado la capucha: el sol resplandecía sobre sus cabellos castaños, de brillo rojizo como el pelo de un zorro, y sus ojos llameaban como brasas azules. Tras él, otras figuras a caballo esperaban en silencio: caballeros todos de negro o blanco, uno junto a cada árbol y otros diseminados más lejos de lo que Will podía ver claramente.

—Ya no habrá más advertencias, Vetusto. Ahora será cuestión de puro desafío y de amenaza. Y de promesas —anunció el Caballero Negro.

—Las promesas de la Tiniebla no poseen fuerza en nuestra tierra, Señor mío-objetó Gwion, con voz fuerte y profunda.

El Caballero Negro lo miró como habría podido mirar a un perro, o a un niño pequeño.

—Es más sensato temer la palabra de un Señor de la Tiniebla que prestar oídos a la del juglar de un rey perdido —replicó con desprecio.

Una premonición pellizcó a Will por todo el cuerpo, como un insecto reptante. Le resonó al oído: «Oh, oh, de estas palabras te arrepentirás…». Pero Gwion no parpadeó, se limitó a avanzar como si el Caballero Negro no existiese, y se dirigió a la enorme y robusta encina a cuya sombra estaba la figura sombría.

—Aquí no se recogen hojas, tañedor de tres al cuarto-se burló el Caballero. —Creo que la reina de los árboles está fuera de tu alcance.

El escalofrío de advertencia atravesó a Will con una intensidad aún mayor. Gwion permaneció impasible. Con cuidado y dignidad extendió del todo un brazo moreno y delgado, tomó una rama de hojas recortadas y la partió en tres fragmentos.

—Te prometo, juglar, que si entras en la torre no volverás a salir —anunció el Caballero con aspereza.

Mientras volvía la cabeza, vieron la terrible cicatriz a un lado del rostro.

—Tú no puedes hacer nada para detenernos, señor mío —le replicó Will.

Tirando de Bran, se dirigió hacia Gwion y la encina imponente.

El Caballero se relajó bruscamente; sonrió.

—Oh, no necesito hacerlo —concluyó, y poco a poco apartó a un lado a su magnífico semental, negro como la noche, dejando plenamente a la vista la torre de vidrio que se alzaba ante Will y Bran.

Will se detuvo, con un gemido de aprensión incontrolable. El Caballero Negro soltó una carcajada aguda, burlona. Ahora, estaba demasiado claro lo que había querido decir.

El gran portón de Caer Wydyr era por fin visible, alto sobre la base rocosa, en la cima de un abrupto tramo de peldaños apenas marcados. Pero era un portón obstruido por un hechizo que Will jamás habría imaginado: ante él había una rueda gigante, la cual giraba tan rápido que parecía un disco brillante. No tenía eje, ni ningún tipo de apoyo; estaba suspendida en el aire, mortífera, moviéndose en círculo tan velozmente que emitía un amenazador zumbido.

—¡No! —murmuró Bran.

De los Señores de la Tiniebla, que se agitaban entre los árboles sobre sus caballos blancos y negros, surgió un rumor insolente, lleno de maldad satisfecha. El Caballero Negro estalló en una nueva carcajada, insoportable y traicionera.

Volviéndose, presa de una desesperada confusión, Will halló los ojos brillantes de Gwion clavados en él. Decían: «Debo hablarte, pero no puedo hacerlo… piensa…».

Will pensó y lo comprendió de pronto.

—¡Vamos!

Agarrando a Bran por el brazo, comenzó a correr y subió a toda prisa por la escalera de la gran roca sobre la que se erguía la torre, hasta que se encontró en el último peldaño, tan cerca de la rueda giratoria que podía ser cortado por la mitad. Gwion estaba detrás de ellos, mostrando sus dientes blancos en una sonrisa de alegría febril. Will se inclinó hacia Bran.

—¿Qué es lo último que dijo la Señora? —le susurró al oído.

—«Sólo el cuerno puede detener la rueda.» —dijo con voz ahogada.

Will bajó la mano hasta el cinturón y tomó el pequeño cuerno de caza que estaba colgado de él. Se detuvo, respiró hondo, echó la cabeza hacia atrás y tocó una única nota, larga y límpida, que resonó como un trino armónico sobre el terrible zumbido de la rueda giratoria. Y ésta se detuvo de inmediato, como bloqueada por una fuerza inmensa, mientras un gran grito desgarrado de cólera se elevaba de los Caballeros de la Tiniebla. Will y Bran tuvieron un instante para ver que la rueda tenía cuatro radios, que la dividían en cuartos, antes de que Gwion los empujase a atravesar el más cercano y se introdujese detrás de ellos.

Gwion le puso en la mano a Will su haz de siete ramitas y esta vez, sin tan siquiera mirarlo a la cara, Will supo qué hacer. Agarrando también el haz de Bran, a fin de tener los tres, tendió rápidamente el brazo a través de los radios de la rueda. Una oleada de obscuridad, furia y amenaza ascendía hacia ellos, por los peldaños que llevaban a la torre. Con toda la fuerza que pudo recoger, Will echó las ramitas en la Tiniebla. Una potencia enorme, como una muda explosión, irrumpió desde la torre, y la gran rueda empezó a girar de nuevo.

Giró cada vez con más fuerza. El zumbido creció, la entrada quedó obstruida por el hechizo, mientras la Tiniebla, abajo, gritaba de rabia. Will, Bran y Gwion se encontraron en la claridad suave y lechosa, dentro de la torre de vidrio del Rey Perdido.