El caballo de Will agitó la cabeza súbitamente, husmeando el aire, y aceleró el paso.
Bran se situó a su lado.
—Van a toda velocidad. ¿Tratan de llegar al Castillo antes que nosotros?
—Supongo que sí.
—¿Debemos correr?
—No estoy seguro.
Will dirigió la mirada hacia su animal, que se mostraba inquieto, dio un golpecito a las riendas y el caballo partió con un salto. Los caballos corrían con soltura y seguridad. En la lontananza, los Caballeros de la Tiniebla seguían galopando paralelos a ellos, y luego, al poco rato, desaparecieron detrás del bosque que surgía en el centro del País, entre la Ciudad y el Castillo de la Tierra Perdida.
Will había pensado que también su camino rodeaba el bosque. Pero cuando levantó la cabeza descubrió que él y Bran galopaban en línea recta hacia él y que se alzaba ante ellos mucho más obscuro y espeso de lo que había parecido a primera vista. Los caballos aminoraron la marcha.
—¡Adelante! —Bran tiró de las riendas con impaciencia.
—Saben lo que hacen —replicó Will—. Ese bosque no me gusta.
—Sin embargo, no se detienen —dijo Bran—. ¿Por qué no lo rodean?
—Creo que deben seguir el camino.
Al principio, la vegetación era escasa y el camino, reducido a un sendero, discurría entre los árboles claramente, pero poco a poco se hizo menos nítido, manchado de hierba e invadido por los brazos de las plantas trepadoras. Como se espesaba cada vez más, los caballos avanzaban en fila india. Los cantos de los pájaros eran escasos y el bosque parecía no terminar nunca.
Will trató de ignorar la sensación que se introducía en su mente, mientras la luz menguaba y los árboles se hacían imponentes: pero debía admitir que tenía miedo.
Ya no se oía ningún sonido, salvo el suave rumor de los cascos. En algún lugar, un pájaro levantó el vuelo bruscamente y los caballos se detuvieron nerviosos.
—Tienen tanto miedo como yo —observó Will, en tono forzadamente alegre.
Una rama crujió allí cerca, provocándole un sobresalto.
Bran miró a su alrededor en la penumbra.
—¿Debemos volver atrás? —preguntó, inquieto. Pero, como en respuesta, los caballos comenzaron a avanzar de nuevo a paso regular—. Tal vez se trata sólo de una… barrera —dijo—. Como el laberinto. Tal vez ellos saben que no hay nada que temer verdaderamente.
Una criatura invisible se elevó en el sotobosque junto al sendero, saltando entre los árboles inmóviles y los helechos que los rodeaban. Will y Bran jadearon, pero esta vez los caballos prosiguieron como si tal cosa. Luego, de forma casi imperceptible, aumentaron la velocidad, la luz comenzó a filtrarse entre las ramas y el sendero apareció nítido.
—¡Ya salimos! —observó Bran, suspirando de alivio—. Tenías razón, los caballos sabían que sólo era una falsa alarma.
Los caballos partieron al trote, con un ágil balanceo, y agitaron la cabeza como por una sensación de liberación. Will sintió que el martilleo de su corazón se aplacaba, irguió la espalda, avergonzado de su miedo, y alzó los ojos hacia los árboles que se aclaraban.
—Mira, ha vuelto el cielo azul. ¡Qué diferencia!
Ambos estaban relajados en la silla, con las riendas sueltas y mirando a su alrededor, cuando de improviso uno de los caballos relinchó aterrorizado, y ambos animales se encabritaron, mientras una «cosa» grande y ruidosa salía como una flecha desde los árboles hacia ellos. Antes incluso de darse cuenta, Will y Bran rebotaron hacia atrás y rodaron por el suelo, impotentes. Los caballos, presa del pánico, saltaron por el prado que se extendía desde el bosque.
Will tuvo una rápida visión de la cosa que los perseguía.
—¡No! —aulló, horrorizado e incrédulo.
Bran emitió un callado graznido, y juntos huyeron precipitadamente por los campos. En el calor del sol estival, Will tenía frío. La cabeza le zumbaba.
El esqueleto de un caballo gigantesco los miraba con las órbitas ciegas de una calavera, corriendo, saltando y encabritándose sobre sus patas huesudas guiadas por músculos espectrales, consumidos mucho tiempo atrás. Galopaba más veloz que cualquier caballo viviente, y sin ningún ruido. Los alcanzó casi de inmediato y los adelantó en silencio, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta en una mueca burlona. Los blancos huesos de la gran caja torácica relucían al sol. Unas cintas rojas le colgaban y oscilaban desde la mandíbula como largos estandartes.
La criatura jugaba con ellos, empujándolos aquí y allá, como un gatito con una cucaracha. Saltaba a uno y otro lado, y se detenía de golpe, resbalando con los cascos en el suelo arenoso. Luego, con la cabeza sarcástica echada hacia delante, y las mandíbulas abiertas de par en par, se lanzaba sobre ellos en un terrible silencio. En un instante, los adelantaba y volvía a esperarlos.
Dando vueltas convulsamente alrededor, Bran tropezó y cayó. Se sentó en el suelo, con los ojos de oro muy abiertos: sus gafas habían desaparecido.
—¡La Mari Llwyd! —murmuró mirando a la criatura como embrujado—. ¡La Mari Llwyd!
—¡Levántate, rápido!
Will había divisado un refugio en las proximidades. Llevado por el pánico, tiró de Bran hasta ponerlo en pie. El espectro comenzó a dar vueltas a su alrededor, lenta y silenciosamente.
—¡Por aquí! ¡Adelante!
Se trataba de una construcción sumamente rara: una casa pequeña y baja, hecha de ladrillos de piedra gris, con un tejado que algún día fue de paja y ahora se hallaba cubierto de turba, de hierbas y de las ramas, cargadas de flores blancas, de un espino que crecía desde el tejado antiguo.
Bran estaba paralizado, con los ojos fijos en el esqueleto.
—¡La Mari Llwyd! —murmuró de nuevo.
—¡Cierra los ojos! —ordenó Will con vehemencia. Le puso la mano delante del rostro para impedirle ver, y al mismo momento se le ocurrieron las palabras adecuadas—. Piensa, rápido, ¿qué dijo la Señora?
—¿La Señora? —repitió Bran en tono ausente.
—¿Qué le dijo la Señora a Jane? ¡Piensa!
—A Jane… —el rostro de Bran empezó a animarse—. Que nos dijese… «un hueso blanco os cortará el paso… y un espino volante…».
—Os salvará. ¡Míralo! ¡Míralo!
Will lo obligó a girar hacia la casa de piedra con la planta de flores blancas que crecía desde el tejado. La cosa que los perseguía se acercó cada vez más. Con una especie de sollozo, Bran se lanzó hacia delante. Will lo empujó más allá de la puerta y la volvió a cerrar de golpe a sus espaldas. Luego se apoyó en ella, jadeando. Fuera, había un silencio que ponía la piel de gallina.
Will atravesó la habitación, hasta un ventanuco sin cristales que dejaba entrar una luz tenue.
—¿Puedes venir a ver? —preguntó Will.
Bran se unió a él. Y, al mirar por la ventana, aferró el brazo de Will tan fuerte que le dejó la señal.
El gran esqueleto blanco del caballo cornudo, muerto y vivo al mismo tiempo, daba vueltas frente a la casita, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Sus patas huesudas bailaban bajo las costillas blanquísimas y desnudas de su caja torácica. La larga calavera, adornada con cintas, saltaba arriba y abajo en un terrible y siniestro frenesí, cada vez más rápido. Cuando miraba hacia la casita, la criatura bajaba el testuz como un toro que carga, y se detenía un instante antes de volverse inquieta, reanudando su movimiento circular.
—Está a punto de atacarnos. Se lanzará contra la puerta. ¿Qué podemos hacer? —susurró Will.
—¿Bloquear la puerta? ¿Lograremos detenerlo?
—No hay esperanza.
—¿Hay algo que tú puedas hacer?
—Estamos en la Tierra Perdida…
Y la cosa monstruosa, allá afuera, al sol, dibujó una última y amplia curva antes de irrumpir contra la puerta, para destruirlos. Acercándose a la ventana de la casa, prorrumpió en una carcajada muda y espantosa, durante un segundo. Fue su último segundo. Un torbellino como de nieve descendió desde arriba, desde encima de la ventana, sobre el monstruo: una nube trémula y fluctuante de copos: era el espino que expandía todos sus pétalos en una larga y suave lluvia. El caballoesqueleto perdió fuerza, como una marioneta con los hilos cortados, y cayó en pedazos. Los huesos se desprendieron y cayeron al suelo de golpe, con un choque tan nítido como lo había sido anteriormente el silencio. Y ya no quedó nada, salvo una pila de huesos que relucían al sol, blanqueados, muertos tiempo atrás. Las cintas rojas deslucidas colgaban de la calavera burlona que yacía de través sobre el montón.
Bran emitió un largo suspiro en voz baja, cubriéndose los ojos con las manos, y volviéndose de lado, se dejó caer poco a poco en el suelo. Así, fue sólo Will, de pie ante la ventana, con los ojos desencajados por el asombro, quien observó cómo el remolino de pétalos blancos se elevaba de nuevo, tembloroso, vivo, como la gran multitud de falenas plumadas que había visto una vez, en algún lugar… elevarse en el cielo hasta desaparecer.
Will se volvió tambaleándose y miró la habitación débilmente iluminada. Pasó algún tiempo antes de que pudiese distinguir algo. Y mientras sus sentidos en ebullición se calmaban descubrió que estaba mirando la puerta: una vieja puerta de madera maltrecha y podrida, que no habría resistido el menor impacto. Sobre ella vio escritas algunas palabras, cubiertas por el tenue brillo del oro. No había suficiente luz para descifrarlas. Con paso tembloroso fue a abrir la puerta y la claridad irrumpió dentro.
—YO SOY EL ESCUDO PARA TODA CABEZA —leyó lentamente Bran, detrás de él.
—Y está escrito en el interior, donde no podíamos verlo —replicó Will, retrocediendo para observar mejor la inscripción—. Así, quizá jamás habríamos osado entrar, de no haber sido por la profecía de la Señora.
Bran permanecía sentado con la espalda erguida, los brazos sobre las rodillas y su cabeza blanca inclinada.
—Esa… cosa…
—No hables de ella —le reprochó Will. Un escalofrío lo atravesó como una brisa gélida, mientras lo asaltaba un recuerdo—. Bran, ¿cómo la has llamado? Cuando te había… hipnotizado… la has llamado con un nombre gales.
—Ah —suspiró Bran—. Es una auténtica pesadilla, todo eso. Al sur de Gales hay un antiguo ritual navideño, con la llamada Mari Llwyd, la Yegua Gris… una procesión recorre las calles, y un hombre envuelto en una sábana blanca lleva la calavera de un caballo clavada en un palo. Puede hacerle abrir y cerrar las mandíbulas, fingiendo que muerde a la gente. Y una Navidad, cuando era muy pequeño, los Rowlands nos llevaron a mi padre y a mí. Yo vi la Mari Llwyd y me llevé un susto de muerte. Fue terrible: durante semanas tuve pesadillas espantosas —miró a Will con una débil sonrisa—. Si alguien hubiese querido enloquecerme, no habría podido escoger mejor forma.
Will regresó a la habitación, dejando la puerta abierta a los rayos de sol.
—¿Ha sido obra de la Tiniebla? Es difícil decirlo. De un modo u otro, creo que sí. Algún viejo fantasma de la Tierra Perdida, despertado por…
—Por el paso de los Caballeros, quizá —completó Bran pensativo, alargando la mano hacia la alforja que había dejado caer en el suelo, y miró en su interior—. ¡Eh, aquí hay comida! ¿Tienes hambre?
—Un poco —respondió Will.
Paseando por la casita, echó un vistazo a la única otra habitación, en la parte posterior, pero concluyó, por el olor y los restos de heno viejo, que siempre se había utilizado sólo para los animales. En la habitación principal los muros eran de bloques macizos de piedra y pizarra, superpuestos sin argamasa. No había muebles, salvo una estantería rudimentaria en una pared. Mientras pasaba perezosamente el dedo sobre la estantería, Will encontró un objeto inesperado: un pequeño espejo, encajado en un pesado marco de roble, tallado con un motivo de peces saltando. Quitó el polvo del cristal con la manga y puso el espejo en pie sobre la estantería.
Bran se situó a sus espaldas y lo vio mirar el espejo.
—¿No has tenido bastantes espejos? —preguntó con una mueca.
Will apenas lo oyó. Mirando el reflejo de Bran, descubrió otro rostro familiar detrás de él.
—¡Merriman! —gritó alegremente, volviéndose de golpe.
Pero a sus espaldas encontró sólo a Bran, con la boca semiabierta en una expresión de asombro. La habitación estaba vacía, salvo por ellos dos.
Will miró de nuevo el espejo: Merriman seguía allí. Los ojos hundidos en su rostro huesudo lo miraban, desde detrás del reflejo de las facciones perplejas de Bran.
—Estoy aquí —le dijo Merriman, desde el espejo. Tenía un aspecto ansioso y tenso—. Contigo, y no obstante lejos de ti, y debo decirte que Bran no puede ni verme ni oírme, ya que aún no ha asumido el poder… No me está permitido acudir a tu lado, Will, ni tampoco hablar al estilo de los Vetustos. Como te ha dicho Gwion, sólo tenía un momento para superar la Ley de la Tierra Perdida, y cuando ese momento llegaba el arte de la Tiniebla me ha retenido en otro tiempo. Pero tenemos esta fracción de segundo. Estáis actuando bien, estad tranquilos. No hay nada que no podáis alcanzar, ahora, si lo intentáis.
—Oh, Dios mío —respondió Will, con la voz débil y desorientada, tal como se sintió él de pronto.
—¿Qué ocurre? —indagó Bran, confuso.
Will ni siquiera lo oyó.
—Merriman, ¿todos los demás están bien?
—Sí —respondió Merriman, sombrío—. Se hallan en peligro… pero por el momento están bien.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Will.
Bran estaba en pie, inmóvil como una estatua. En el espejo, lo miraba sin una palabra.
—Recordar las palabras de la Señora, como ya habéis hecho —había confianza en el rostro reflejado de Merriman—. Ahora id y procurad recordar otras cosas que se os han dicho, aquí en la Tierra Perdida. No podéis hacer más. Y recuerda esta afirmación mía, Will: podéis confiar a Gwion vuestras vidas como yo, una vez, le confié la mía —un afecto caluroso le hizo más profunda la voz. Lanzó a Will una última e intensa mirada—. La Luz os guiará, cuando regreséis con la espada. Cuídate, Vetusto —concluyó.
Y desapareció.
Will se apartó del espejo, emitiendo un largo suspiro.
—¿Estaba aquí? ¿Se ha ido? —preguntó Bran, en un susurro.
—Sí.
—¿Por qué no he podido verlo? ¿Dónde estaba?
—En el espejo.
—¡En el espejo! —Bran lo miró con temor, y luego le lanzó la bolsa de avellanas—. Ten, come. ¿Qué ha dicho Merriman?
—Que seguramente no podrá venir a la Tierra Perdida —respondió Will con la boca llena—. Que debemos proseguir solos. Que recordemos qué se nos ha dicho… creo que se refiere a cosas como ésa —señaló la inscripción sobre la puerta de la casa—. Y… que podemos confiar en Gwion.
—Eso ya lo sabíamos —replicó Bran.
—Sí. —Will pensó en la figura delgada con el rostro curtido, de barba gris y sonrisa resplandeciente—. ¿Quién debe de ser Gwion? Y qué es…
—Es un creador —anunció Bran inesperadamente.
—¿Un qué? —preguntó Will dejando de masticar.
—Apostaría a que es un bardo: tiene los callos del tañedor de arpa en la punta de los dedos. Pero, sobre todo, has oído cómo hablaba de los creadores, de todo tipo, cuando nos contaba la historia del rey. Con amor…
—Y él y Merriman, una vez, deben de haber afrontado un grave peligro juntos… Bueno, supongo que tarde o temprano descubriremos de qué se trata. Ten… —Will le tendió a Bran la bolsa de las avellanas—. Acábatelas si quieres. Son realmente buenas. ¿Has dicho que había unas manzanas?
—Una por cabeza.
Bran le tendió una y comenzó a enrollar la alforja.
Will se dirigió a la puerta, mordiendo la manzana; era pequeña, amarilla y dura, pero sorprendentemente dulce y sabrosa.
Trató de no mirar el montón de huesos. Alzó los ojos hacia el Campo.
—¡Bran! ¡Ven a ver lo cerca que estamos!
El sol estaba alto en un cielo azul, surcado por nubes blancas y grandes. En el abrupto prado, quizás a un kilómetro y medio de distancia, una torre reluciente se erguía desde un bosquecillo de altos árboles, y el sol la alcanzaba con un reflejo tan vivido que los cegaba.
Bran salió. Juntos, miraron el Castillo durante un largo momento. Detrás de él, la Tierra Perdida acababa en el horizonte plano y reluciente del mar azul. Will volvió la cabeza para lanzar una última ojeada al bajo y amplio espino que crecía desde el tejado de la casita. Sus ojos se desencajaron. La planta que había estado cubierta de flores blancas como la leche, cuya mágica tormenta de nieve había destruido a la Mari Llwyd, ahora estaba repleta de bayas de color rojo vivo, apretadas en las ramas, brillantes como el fuego.
Bran sacudió la cabeza, por el asombro. Tanto él como Will tocaron el robusto muro de piedra de la casa, en un instintivo y agradecido adiós. Luego se pusieron en camino a través del prado, hacia la torre fulgurante.
Y cuando miraron hacia atrás una vez más, hacia el pequeño refugio con la planta que brotaba del tejado, ya no vieron ninguna casa, sino sólo un montón de matas de espino que crecían en campo abierto con sus bayas rojas.