El viaje

Las palabras llameantes desaparecieron del aire, pero durante unos instantes su imagen flotó ante los ojos de Will. Bran, a su lado, emitió un largo y lento suspiro de alivio.

—Así pues, habéis encontrado el camino —observó con calor la voz de Gwion, desde la sombra.

Parpadeando, Will lo vio en pie ante ellos, en una alta sala abovedada, cuyas paredes blancas estaban cubiertas con ricos tapices y cuadros vivaces. Miró hacia atrás. Al fondo de la habitación, estaba el gran portón tallado que se había cerrado a sus espaldas cuando se habían encontrado en el laberinto. Del propio laberinto, no quedaba ni rastro.

—¿Era todo real? —preguntó Bran con voz aún insegura, y luego brotó de sus labios una risa temblorosa—. Pero qué pregunta tan estúpida.

Gwion fue a su encuentro, con una sonrisa.

—«Real» es una palabra difícil —dijo—. Casi tanto como «verdadero» o «ahora»… Venid. Ahora que os habéis puesto a prueba rompiendo la barrera de la Ciudad, puedo llevaros al camino del Castillo.

Apartó un tapiz de la pared, descubriendo el acceso a una estrecha escalera de caracol. Los llamó con un gesto y subieron en fila india. La escalera parecía elevarse hasta el infinito. Prosiguieron en una subida tan larga que Gwion comenzó a jadear y los muchachos tuvieron la impresión de hallarse a un centenar de metros del suelo.

—Esperad un momento —dijo Gwion, y se detuvo.

Se sacó algo del bolsillo. Era una gran llave de hierro. En la tenue luz que se filtraba por una de las estrechas ventanas opacas empotradas en la pared de la escalera, Will vio que la empuñadura estaba trabajada con un motivo ornamental: un círculo, dividido en cuartos por una cruz. Lo miró, inmóvil. A continuación, levantando la cabeza, vio que los ojos de Gwion lo miraban con un brillo enigmático.

—Ah, Vetusto —murmuró Gwion—. La Tierra Perdida está llena de signos del pasado lejano, pero pocos de sus habitantes recuerdan ya su significado.

Abrió la pequeña puerta que les cerraba el paso, y la luz del sol los alcanzó al instante, barriendo los últimos y oprimentes recuerdos del laberinto de espejos.

Al salir, se hallaron detrás de una balaustrada de oro batido, asomados sobre los tejados dorados y brillantes de la Ciudad y la extensión verde y abombada del parque, tal como al principio… pero esta vez estaban más arriba. A los pocos instantes, vieron que su terraza era el borde inferior de un amplio tejado curvo, blanco y dorado, y comprendieron que era aquél el palacio del Rey Gwyddno, el Palacio Vacío de la Tierra Perdida, cubierto por la maravillosa cúpula, jaspeada de oro y cristal, que habían visto relucir en la claridad del alba.

Gwion se situó a sus espaldas, señalando hacia occidente. Will observó en su anular un anillo con una piedra obscura tallada en forma de pez saltando.

Siguiendo la línea de su brazo, vieron cómo acababan los tejados de la Ciudad, dando paso a un mosaico verde y oro de campos que se extendían en la bruma del bochorno. Muy, muy lejos, entre la neblina, a Will le pareció divisar unos árboles obscuros, con la cadena púrpura de las montañas y el largo destello del mar detrás, pero no podía estar seguro. Sólo una cosa, allí abajo, parecía nítida: una torre deslumbrante de luz que se elevaba desde la mancha verde y confusa en la que la Tierra Perdida parecía encontrarse con el mar.

—Mirad allá —exclamó Bran de pronto—. Allá, allá… ¿La veis?, la hemos visto desde la montaña, ¿te acuerdas, Will? Sobre Cwm Maethlon —lanzó a Will una mirada afligida—. Es otro mundo, ¿verdad? Los había olvidado completamente, ¿sabes? ¿Crees que estarán bien?

—Creo que sí —respondió Will lentamente. Miraba el horizonte nebuloso, pero sin verlo, perdido en una preocupación que le bailaba en la mente desde que habían llegado a la Tierra Perdida—. Me encantaría saberlo. Y también quisiera saber dónde está Merriman. No puedo… alcanzarlo, Bran. No puedo alcanzarlo, no puedo sentirlo. Aunque creo que quisiera estar aquí, con nosotros.

—Así es, Vetusto —intervino Gwion, inesperadamente—. Pero el hechizo de la Tierra Perdida lo mantiene lejos, si ha dejado escapar el único momento propicio para romperlo.

Will se volvió de repente a mirarlo, agitado por un instinto profundo.

—Tú lo conoces, ¿verdad? Una vez, hace mucho tiempo, estabas muy próximo a Merriman.

—Muy próximo —confirmó Gwion, con una punzada aguda de afecto en la voz—. Y puedo decirte algo, ahora que me has hablado de él. Debería haberse unido a vosotros en este palacio. Pero empiezo a temer que, de un modo u otro, la Tiniebla lo ha retenido en ese mundo vuestro. Y si ha perdido el momento adecuado para entrar en la Tierra Perdida ya no puede venir.

—¿Nunca jamás? —preguntó Will.

—No —confirmó Gwion.

De repente, Will se dio cuenta de cuánto había confiado en que Merriman llegase allí, pronto, a apoyarlos. Miró a Bran.

—Entonces sólo nos queda lo que ha dicho la Señora. Que encontraremos la espada de cristal en la torre de vidrio, entre los siete árboles, donde el… el cuerno detendrá la rueda.

—Y un hueso blanco nos cortará el paso, y un espino volante nos salvará. Cualquiera que sea el significado.

—La torre de vidrio —repitió Will, y sus ojos se volvieron hacia la construcción que relucía en el horizonte.

—La que estáis mirando es Caer Wydyr —explicó Gwion, con voz sombría y triste—. El Castillo de la Tierra Perdida, con su torre de vidrio. Allí reside mi señor, envuelto en una melancolía mortal que nadie puede disipar.

—¿Podemos saber más? —preguntó Will, vacilante.

—Oh, sí —respondió Gwion con expresión grave—. Hay cosas que debo deciros, de la Tierra y de la espada. Debo deciros todo lo que pueda. La Tierra Perdida no pertenece ni a la Tiniebla ni a la Luz, y siempre ha sido así. Y, no obstante, a nuestros artesanos, los mejores que han vivido jamás en el Tiempo, o fuera de él, no… les interesaba trabajar para la Tiniebla. Realizaron sus obras más valiosas para la Luz. Tejieron tapices, esculpieron tronos y cofres, forjaron candelabros de oro y plata. Trabajaron cuatro de los seis grandes Signos de la Luz.

Will levantó rápidamente la mirada.

—Ah, Buscador de los Signos —murmuró Gwion suavemente, sonriéndole—. En la Tierra Perdida, en un tiempo muy antiguo, olvidado ya por toda su gente, se produjo el inicio de esa cadena tuya con los anillos de oro, con el hierro, el bronce, el agua y el fuego… Además, un artesano de esta tierra creó la gran espada Eirias para la Luz.

—¿Quién la hizo? —preguntó Bran con ansiedad.

—Fue creada por alguien que se hallaba cerca de la Luz —respondió Gwion—, pero no era ni un Señor de la Luz, ni un Vetusto… en esta tierra, no existen personajes así… Era el único en poseer la maestría para realizar semejante maravilla, incluso aquí, donde muchos son hábiles. Un artesano exquisito, inigualable —ante aquel recuerdo, hablaba lentamente, en tono reverente, sacudiendo la cabeza por el asombro—. Pero los Caballeros de la Tiniebla podían moverse libremente por la tierra, ya que nosotros no teníamos ni deseo ni motivo para excluir a ninguna criatura, y cuando oyeron que la Luz había encargado la espada pidieron que no fuese creada. Sabían, naturalmente, que palabras escritas mucho tiempo atrás profetizaban el uso de Eirias, una vez forjada, para la derrota de la Tiniebla.

—¿Y qué hizo el artesano? —indagó Will.

—Reunió a todos los creadores de esta tierra —refirió Gwion, levantando un poco la cabeza—. A todos aquellos que escribían o daban vida a las palabras o a la música ajenas, o fabricaban cosas bellas. Y les dijo: «Tengo esta obra dentro de mí, que, lo sé, será la cima de todo lo que jamás podré hacer, y la Tiniebla está tratando de impedirme que la lleve a cabo. Si me niego a obedecer, tal vez suframos todos, y por ello no puedo tener yo solo la responsabilidad de decidir. Decidme, decidme cómo actuar».

—¿Y qué respondieron? —preguntó Bran mirándolo fijamente.

—Respondieron: «Debes hacerla». —Gwion sonrió, orgulloso—. Sin excepciones. «Fabrica la espada», dijeron. Así, él se retiró a un lugar propio y creó a Eirias: en una tierra de maravillas, era lo más maravilloso y potente jamás creado. Y la furia de la Tiniebla fue violenta, pero ineficaz, porque sus Señores sabían que no podían destruir una obra construida para la Luz, ni robarla, ni hacerle ningún… mal a su creador.

Enmudeció, mirando el horizonte nebuloso.

—Continúa —lo incitó Bran—. Continúa.

—Así, la Tiniebla hizo algo muy sencillo —prosiguió con un suspiro—. Le mostró al creador de la espada su inseguridad y su miedo. Miedo de haber actuado mal… miedo de que, tras realizar esa gran obra, ya no fuese capaz de efectuar nada de gran valor… miedo de la edad, de la insuficiencia, de las promesas insatisfechas. Todos esos miedos infinitos que son la ruina de quienes tienen el don de la creación y yacen siempre, en alguna parte, en su mente. Y poco a poco el artesano cayó en la desesperación. El miedo creció en su interior, y él se refugió en la apatía. Su esperanza murió, dando paso a una melancolía terrible, paralizante. Aún la sufre, esclavo de su propia mente. Y la espada Eirias, creada por él, comparte su destino. La desesperación lo mantiene prisionero: la desesperación, lo más terrible jamás inventado. Porque, en los grandes hombres, la mente puede producir fantasmas gigantes, de enorme potencia. Y el Rey Gwyddno es un gran hombre.

—¡El Rey! —exclamó Will lentamente—. ¿El Rey de la Tierra Perdida fabricó la espada?

—Sí —reveló Gwion—. Hace mucho, mucho tiempo el rey se marchó solo a su castillo, a la torre de vidrio de Caer Wydyr. Fabricó la espada Eirias, y desde entonces él y la espada han permanecido allí, solos, encerrados en una trampa creada por el propio rey. Y sólo vosotros, quizá, podréis abrirla.

Parecía hablarles a ambos, pero miraba a Bran.

—¿Solo? —repitió Bran, con la cara tensa por el horror—. ¿Solo desde entonces? ¿Nadie lo ha visto jamás?

—Yo lo he visto —replicó Gwion, pero su voz estaba cargada de tanto dolor que nadie le preguntó nada más.

Repentinamente, Will tuvo la ilusión de la presencia de Merriman, acompañada de una sensación de gran urgencia. Merriman no estaba, ni siquiera como voz mental: lo sabía, y sin embargo la urgencia permaneció, como el eco de algo que ocurría en otro lugar, muy lejos. Mirando el rostro de Gwion, vio en él la misma conciencia. Sus ojos se encontraron.

—Sí —prosiguió Gwion—. Ha llegado la hora. Debéis emprender el viaje hacia el Castillo, a través del País que os separa de él, y yo os he ayudado todo lo posible. Pero no puedo deciros qué podréis encontrar por el camino, ni protegeros de ello. Recordad, estáis en la Tierra Perdida, y aquí domina su hechizo —miró ansiosamente la torre fulgurante en el horizonte—. Observad bien vuestra meta y concentrad en ella la atención. Y ahora, venid.

Miraron una vez más la torre de luz, lejos en la neblina, y luego siguieron a Gwion escaleras abajo, en el Palacio Vacío en el que ya no vivía ningún rey. Pero aunque el rey había desaparecido, se dieron cuenta ahora de que el lugar albergaba a otros además de Gwion… y descubrieron que ya habían estado en él.

Cuando se encontraban a la mitad de la escalera de caracol, Gwion abrió una puerta en el muro que Will no había visto antes. Los condujo hacia abajo por una escalera distinta, recta y menos profunda, hacia el centro del palacio. Y, de improviso, oyeron un débil murmullo ante ellos y se encontraron en una larga sala revestida de vidrio, llena de libros, estanterías y mesas pesadas.

Era la larga galería, la estancia similar a una biblioteca. Will miró hacia un lado y vio que seguía allí la obscuridad, el espacio vacío sin luces ni sombras visibles: el gran teatro en el que se podía representar toda la vida. Sin embargo, otras cosas habían cambiado. Ahora la sala estaba repleta de gente, que la llenaba con un rumor de voces, y quien lanzaba una ojeada hacia ellos tres, de pie en el umbral, sonreía, o alzaba la mano en señal de saludo.

La atravesaron, subiendo y bajando por los extraños y diversos niveles del pavimento. En el extremo opuesto, un hombre que había permanecido inclinado sobre un gran libro en una mesa se irguió y se volvió a su llegada, estirando una mano para detenerlos. Will creyó recordar su rostro, como el del hombre al que había hablado la primera vez que se habían encontrado en la sala: el que entonces parecía no verlo ni oírlo y leía un libro de páginas blancas.

—Antes de emprender el viaje, observad —los incitó—. Hay una parte de este libro que debéis ver y recordar.

—Recordar… —repitió en voz baja Gwion mirándolos, y el eco despertó en sus mentes.

El libro yacía abierto ante ellos sobre la pesada mesa de roble. En una de sus páginas de pergamino podía verse un dibujo, y una sola frase en la página siguiente.

Will miraba el dibujo: representaba a una mujer joven de cabello rubio, vestida de azul, de pie en un jardín lleno de rosas como aquel en el que habían estado. El rostro, de rasgos finos, tenía una belleza delicada, y su expresión era seria, ni triste ni sonriente.

—¡Es la Señora! —exclamó Will.

—Pero habías dicho que era muy vieja —observó Bran sorprendido, y reflexionó por un instante—. Claro que depende, ¿verdad?

—Es la Señora —repitió Will lentamente—. Incluso lleva ese gran anillo rosa en el dedo. Nunca la he visto sin él. Y mira… en el dibujo, detrás de ella, ésa no es…

—¡La fuente! —Bran se acercó y miró sobre sus gafas—. Es la misma fuente, la del parque… por lo que ése debe ser el mismo jardín de las rosas. Pero cómo…

Will mantenía el dedo sobre la línea de caracteres manuscritos, negros, gruesos, en la página siguiente. Leyó en voz alta: «Yo soy la reina de toda colmena».

—Recordad —intimó el hombre, y cerró el libro—. Recordad —reiteró Gwion—. Y ahora marchaos —apoyó rápidamente una mano en sus hombros, mirándolos atentamente a los ojos—. ¿Conocéis este lugar, la galería donde nos hallamos? Entonces, recordaréis el camino por el que habéis entrado, el mismo que debéis seguir. Yo permaneceré aquí, durante algún tiempo. En este lugar hay hombres y mujeres de cierta habilidad, y me dirán lo que puedan sobre Merriman. Me reuniré con vosotros, pero ahora debéis partir, de inmediato.

Will bajó la mirada y encontró la trampilla cuadrada, abierta en el suelo, y la escalera que conducía hacia abajo.

—¿Por ahí?

—Por ahí —confirmó Gwion—. Coged lo que encontréis, y lo que encontréis os situará en el buen camino —su rostro intenso, enmarcado por la barba gris, se distendió en una sonrisa cálida y luminosa—. Buen viaje, amigos míos.

Will y Bran se introdujeron en la sombra, bajando de nuevo por la escalera, y llegaron a la pequeña puerta de madera. Will palpó su superficie agujereada con la palma de la mano.

—Tampoco en este lado hay tiradores.

—Se abría hacia fuera, ¿no? Quizá sólo haya que empujar.

Y, en efecto, a la primera presión la puerta giró sobre sus goznes abriéndose directamente a la calle. Tan pronto como salieron, volvió a cerrarse a sus espaldas con un estruendo que indicó que no volvería a abrirse con tanta facilidad. Y allí, esperándolos, estaban los dos caballos dorados de blancas crines que habían montado en un pasado cercano y lejano al mismo tiempo.

Los caballos sacudieron la cabeza, como para saludar, y sus guarniciones de plata tintinearon como cascabeles. Sin una palabra, Will y Bran montaron, con la misma inexplicable facilidad de antes, y los caballos trotaron por la estrecha calle, entre las paredes altas y grises dominadas por la franja vivida y delgada del cielo azul.

Emergieron en un lugar más amplio, lleno de personas que parecieron reconocerlos al instante, agitando los brazos y lanzando gritos de saludo. Los caballos atravesaron la multitud con prudencia; los gritos se convirtieron en aclamaciones frenéticas; unos niños corrieron a su lado, chillando y riendo. Bran y Will se sonrieron, agradablemente abrumados. Prosiguieron hasta llegar a una torre imponente, con una gran puerta por la que pasaba la ancha calle adoquinada. A través del arco, vieron un paisaje de campos verdes y árboles lejanos.

La multitud se había reunido ante el arco, pero los caballos dorados avanzaron al paso, sin detenerse, abriéndose camino con delicadeza.

—¡Que la fortuna os asista!

—¡Que os evite los peligros!

—¡Buen viaje!

A su alrededor, la gente de la Ciudad gritaba y agitaba los brazos.

Luego, de improviso, se hallaron al otro lado de la enorme puerta de la ciudad. Toda la multitud había desaparecido. Ante ellos, yacían amplios campos verdes y un camino abrupto, de arena dorada, que se prolongaba en la lejanía, en dirección a un bosque. Las voces de la ciudad se apagaron.

Sin hablar, Bran le señaló a Will, en la lontananza, a lo largo de los campos verdes, una mancha de blanco y negro que se movía deprisa en una dirección paralela a la suya. Sabía que sólo podía tratarse de los Caballeros de la Tiniebla, que se dirigían, como ellos, al Castillo de la Tierra Perdida.