El palacio vacío

—¿Taliesin? —indagó Will.

—Es un nombre, un nombre como otro —respondió Gwion—. Entonces ¿os gusta lo que veis de mi Ciudad? —añadió tendiendo la mano para acariciar una ramita de rosas blancas que había a su lado.

Will no correspondió del todo a su rápida sonrisa. Había un pensamiento que lo acosaba.

—¿Sabías que veríamos al Caballero, cuando nos has embarcado en la carroza?

Gwion se puso serio, tocándose la barba.

—No, Vetusto, no lo sabía. La carroza sólo servía para conduciros hasta aquí. Sin embargo, tal vez lo sabía él. Hay muy poco que la Tiniebla no sepa en la Tierra Perdida, pero también hay poco que pueda hacer —respondió, y se volvió bruscamente hacia la fuente—. Venid.

Lo siguieron hasta un punto situado ante el centro de la fuente, donde el agua se elevaba en una espiral reluciente desde los blancos delfines entrelazados. Muy cerca, trepaba el más imponente de todos los rosales, una alta mata de blancas y delicadas rosas de té, ancha como una casa. Desde la fuente, una salpicadura fina cubrió sus cabellos de resplandores, humedeciendo sus caras. Will vio las gotas brillantes aprisionadas incluso en la barba gris de Gwion.

—Debéis buscar el arco de la Luz —proclamó Gwion.

Will miró el agua danzante, los delfines resplandecientes, las rosas de cuatro pétalos. Todo se mezclaba y se confundía.

—¿Te refieres al arco iris?

De pronto reapareció: un arco de color tenue, nacido del sol, con la sombra etérea de otro arco por encima de él.

—Buscad bien. Buscad durante mucho tiempo —murmuró Gwion, a sus espaldas.

Dóciles, atentos, miraron el arco iris, hasta que sus ojos quedaron deslumbrados a causa de la luz reflejada por el mármol y el agua que resbalaba.

—¡Mirad! —gritó Bran de improviso.

Al mismo tiempo Will saltó hacia delante, apretando los puños. Divisaron, dibujada débilmente detrás del arco iris, la figura de un hombre que parecía flotar en el aire: un hombre con traje blanco y capa verde, con la cabeza gacha y todos los miembros invadidos por la melancolía; en la mano sostenía una espada relumbrante.

Will se esforzó por ver con mayor claridad. Apenas osaba respirar. La figura levantó la cabeza a medias, como si advirtiese su mirada y tratase de corresponderle, pero después la indolencia pareció dominarle, y su cabeza cayó de nuevo, junto a su mano…

… hasta que quedó sólo el arco iris, dibujado entre las salpicaduras brillantes de la fuente.

—Eirias. Ésa era la espada —anunció Bran, en tono sombrío—. ¿Quién era el hombre?

—¡Qué triste estaba! —exclamó Will.

Gwion exhaló un largo suspiro, desfogando su tensión.

—¿Habéis visto? ¿Habéis visto bien? —su voz contenía una llamada ansiosa.

—¿Y tú no? —preguntó Will mirándolo con curiosidad.

—Ésta es la fuente de la Luz —explicó Gwion, mirando intensamente a Will y Bran—, el único pequeño toque de su mano permitido en la Tierra Perdida. Sólo quienes pertenecen a la Luz pueden ver lo que ésta ofrece. Y yo… no pertenezco del todo a la Luz. ¿Reconoceríais ese rostro? ¿El rostro triste y la espada?

—En cualquier parte —proclamó Will.

—Siempre —confirmó Bran—. Era…

Se detuvo, indeciso, y miró a Will.

—Lo sé —convino éste—. No hay forma de describirlo. Pero lo reconoceremos. ¿Quién es?

—Ése es el rey. Gwyddno, el Rey Perdido de la Tierra Perdida —respondió Gwion suspirando.

—Y tiene la espada —observó Bran—. ¿Dónde se encuentra?

Will observó que un extraño fervor parecía adueñarse de Bran cada vez que se nombraba la espada de cristal.

—La tiene, y tal vez os la dé si os oye cuando le habléis. Hace mucho tiempo que ya no oye a nadie. No porque tenga los oídos enfermos, sino porque se ha encerrado en su propia mente.

—¿Dónde se encuentra? —volvió a preguntar Bran.

—En su torre —respondió Gwion—. Su torre en Caer Wydyr.

—Caer Wydyr —repitió Bran, y miró a Will, reflexionando—. Significa «el castillo de vidrio».

—Una torre de vidrio —murmuró Will—. Que se ve en un arco iris —se volvió a observar los chorros de la fuente que caían en una lluvia de diamante sobre el lomo brillante de los delfines, y luego se detuvo a escrutar con más atención—. Mira, Bran. No me había dado cuenta: hay una inscripción en la fuente, justo aquí debajo.

Se inclinaron ambos a mirar, protegiéndose con la mano la cara de las salpicaduras. Había una inscripción esculpida en el mármol, semioculta por la hierba. Las letras estaban manchadas de musgo verde.

—YO SOY LA MATRIZ DE TODO AMPARO —leyó Will tras apartar la hierba.

—La matriz de todo amparo. El amparo es como un… refugio, ¿verdad? Pero ¿y la matriz? ¿Qué es la matriz? —preguntó Bran frunciendo el entrecejo.

—El origen —explicó en voz baja Gwion.

Bran se bajó las gafas obscuras y examinó las palabras grabadas.

—¿El origen de todo refugio? ¿Y qué diablos significa?

—No puedo decíroslo, pero creo que deberíais recordarlo —respondió Gwion, y señaló la carroza azul, que esperaba detrás del arco—. ¿Venís?

—¿Qué es ese escudo dorado que hay sobre la portezuela, con el pez saltando y las rosas? —preguntó Will, mientras subían el peldaño plegable para entrar en la carroza.

—Ese pez es un salmón del Dyfi. Más tarde, en heráldica se le llamará Azur, Salmón que nada en campo dorado entre tres Rosas de sépalos y botones de Plata —explicó Gwion, y se elevó sobre sus cabezas para hacer de cochero, recogiendo las riendas. Sus últimas palabras llegaron débiles hasta ellos—. Ése es el escudo del rey Gwyddno.

Luego tiró de las riendas. Los caballos negros sacudieron las cabezas plumadas y partieron, oscilando y piafando por los prados del amplio parque verde y las calles de piedra de la Ciudad. Aquí y allá, varias personas caminaban en grupos o en parejas. Ante la carroza tintineante levantaron la cabeza y la siguieron con mirada sorprendida, y a veces incluso curiosa. Nadie aventuró un saludo, pero a diferencia de antes, nadie ignoró ya su paso: esta vez, todas las cabezas se volvieron.

La carroza aminoró la marcha. Mirando hacia fuera, Will y Bran vieron que estaban superando el arco de entrada de un patio. A cada lado se elevaban altas paredes con columnas, que presentaban grandes ventanas de nueve tableros; fantásticas torrecillas agudas se erguían sobre la línea balaustrada del tejado. Todas las ventanas estaban vacías; no vieron sombra alguna de rostro humano.

La carroza se detuvo. Bajaron. Ante ellos una escalinata de piedra subía estrechándose hasta una entrada cuadrada, bordeada de columnas y adornada con figuras y volutas grabadas en la piedra. Y, sobre todo ello, dominaba una réplica del escudo con el pez saltando reproducido en la portezuela de la carroza. Will y Bran intercambiaron una mirada, y luego miraron hacia delante. La puerta estaba abierta: más allá, sólo se veía la obscuridad.

—Este es el palacio de Gwyddno Garanhir —anunció Gwion, a sus espaldas—. Se le ha llamado el Palacio Vacío desde el día en que el rey se retiró a su castillo junto al mar, sin volver a salir de él. Entrad, vosotros dos, y yo me reuniré allí con vosotros, si encontráis el camino.

Will miró hacia atrás. La espléndida carroza y los caballos negros como la noche habían desaparecido. El gran patio estaba desierto. Gwion se hallaba al final de los peldaños, obscuro y nítido, con el rostro barbudo hacia arriba y surcado por súbitas e inequívocas arrugas de ansiedad. Esperaba, presa de la tensión.

Will asintió. Se volvió de nuevo hacia la entrada del palacio, abierto, inmenso. Bran miraba la obscuridad: no se había movido desde que Gwion había hablado.

—Vamos pues —dijo, sin volver la cabeza.

Entraron juntos. Con un largo chirrido y un choque que resonó como un profundo eco, el portón enorme se cerró tras ellos. De inmediato, la obscuridad estalló en un resplandor de luz blanca. Will tuvo el espacio de un segundo para ver a Bran retroceder, protegiéndose los ojos, antes de que el impacto de lo que estaba ante ellos lo alcanzase plenamente, arrancándole un jadeo ahogado.

A su alrededor, en un centelleo violento, había innumerables imágenes repetidas de él y Bran. Se volvió bruscamente, mirando cómo se volvían todos los demás Will, una larga procesión que retrocedía en el espacio. Gritó, esperando instintivamente que un eco infinito rebotase hacia delante y hacia atrás, tal como las figuras reflejadas se sucedían en sus ojos. Pero aquel único sonido retumbó a su alrededor y se apagó.

Fue precisamente el sonido lo que le dio a Will, de un modo u otro, el sentido del espacio en el que se hallaban: era de forma estrecha y larga.

—¿Estamos en un corredor? —preguntó perplejo.

—¡Espejos! —Bran miraba convulsamente aquí y allá, con los ojos entornados incluso detrás de las lentes obscuras—. Espejos por todas partes. Este lugar está hecho de espejos.

Will salió de su turbado desconcierto y comenzó a razonar sobre lo que veía.

—Espejos, sí. Salvo en el suelo —bajó los ojos a la obscuridad brillante—. Y éste es de vidrio negro. Mira, arriba y abajo. Es un corredor, un largo corredor curvo todo hecho de espejos.

—Veo demasiados «yo» —replicó Bran con una risa incómoda.

Hubo un brillo blanco en cada rostro, mientras la serie completa de los Bran se echaba a reír simultáneamente… y luego se calmó, con la mirada atenta.

Will avanzó con algunos pasos inseguros, sobresaltándose cuando la fila de sus copias lo acompañó. La curva del corredor se le abría ligeramente delante, sin reflejar nada salvo su propia brillantez, como la página reluciente y vacía de un libro enorme. Alargó la mano, tirando de la manga de Bran.

—¡Eh! Camina junto a mí. Si tienes a alguien más a quien mirar, aunque sea de reojo, todos esos reflejos no te dan demasiado vértigo.

Bran lo alcanzó.

—Tienes razón —respondió con voz tensa, vacilante, pero a los pocos momentos se detuvo de golpe: tenía el rostro demacrado y doliente—. Pero es terrible. El vidrio, el resplandor, todo aplastándote. Parece que estemos dentro de una caja espantosa.

—Valor —reaccionó Will, tratando de parecer seguro—. Quizá detrás de esa curva se abra el corredor. No puede durar siempre. Pero, superada la curva, llegaron sólo a un par de ángulos muy netos, que descompusieron los reflejos en líneas repetidas de forma aún más incontrolada: otro corredor de espejos se cruzaba con el primero, de modo que podían escoger entre tres posibles direcciones.

—¿Hacia dónde? —preguntó Bran, sombrío.

Will se metió una mano en el bolsillo y sacó una moneda.

—Cara vamos por la derecha o por el centro, cruz vamos por la izquierda.

Lanzó al aire la moneda, la atrapó y estiró el brazo.

—Es cruz —anunció Bran—. A la izquierda, entonces.

Will dejó caer la moneda. La oyeron girar y rodar.

—¡Vaya! ¿Dónde ha ido a parar? Qué raro… este vidrio no parece tener juntas —la tensión en el rostro de Bran lo turbó—. Valor… salgamos de aquí.

Prosiguieron por la izquierda. Pero el corredor de vidrio, idéntico al anterior, parecía infinito. Por último, llegaron a otra encrucijada de corredores.

Bran miró a su alrededor, desalentado.

—Parece el mismo de antes.

Un relampagueo distinto del brillo del vidrio atrajo hacia el suelo los ojos de Will. Inclinándose, vio su moneda. Se irguió, tragando saliva profundamente para atenuar la repentina sensación de vacío en la garganta. Tendió la mano hacia Bran. —Es el mismo. Mira.

—Cáspita, hemos caminado en círculo. —Bran lo miró sombrío—. ¿Sabes una cosa? Creo que nos encontramos en un laberinto.

—Un laberinto…

—Un laberinto de espejos… podríamos pasarnos aquí toda la vida.

—Y Gwion lo sabía, ¿verdad? —Will volvió a pensar en el rostro de barba gris que lo miraba inquieto—. Gwion ha dicho: «Me reuniré allí con vosotros, si encontráis el camino…».

—¿Sabes algo de laberintos?

—Una vez estuve en uno, en Hampton Court, hecho de setos. Al entrar, tenías que girar siempre a la derecha, y al salir siempre a la izquierda. Pero aquél tenía un centro. Éste, en cambio…

—Esas curvas —ahora que tenía algo sobre lo que reflexionar, Bran parecía menos alterado—. Pensemos. Pensemos bien. Al principio hemos ido hacia la derecha, y luego ha habido una curva…

—Una curva a la izquierda.

—Y luego hemos llegado al cruce, y hemos tomado el corredor más a la izquierda, que giraba de nuevo a la izquierda y nos ha devuelto al cruce, yendo en círculo.

Will cerró los ojos, tratando de visualizar la estructura.

—Así, girar hacia la izquierda debe de ser un error. ¿Debemos girar a la derecha, entonces?

—Sí, mira —respondió Bran, con su rostro pálido iluminado por una idea. Abriendo la boca, exhaló una respiración profunda sobre la pared de espejos del corredor, y en la mancha de vapor trazó con el dedo un esquema en espiral, hecho de una serie vertical de anillos que ascendían sin tocarse. Los extremos curvos de los anillos se dirigían hacia la izquierda. Parecía el dibujo de un muelle muy flojo puesto en pie—. Debe de tener este aspecto. ¿Ves el primer anillo? Ésa es la parte que hemos recorrido hasta ahora. Y los laberintos se repiten siempre, ¿no?

—Se avanza en anillos, es una espiral —concluyó Will, mirando cómo se desvanecía la imagen en el vapor—. Y no necesitamos seguir completamente cada anillo, nos bastaría subir por el lado de la derecha, en que cada uno vuelve a unirse con él mismo.

—Girando a la derecha cada vez. ¡Vamos! —lo incitó Bran saltando triunfante hacia el corredor de la derecha.

—Espera un instante. —Will respiró sobre el muro y dibujó de nuevo la espiral—. Miremos hacia el lado incorrecto. ¿Ves? Hemos recorrido todo el primer anillo, por lo que nos dirigimos hacia atrás, hacia la dirección de la que hemos venido. Y si ahora girásemos a la derecha, en realidad giraríamos a la izquierda.

—Y reharíamos de nuevo el anillo. Tienes razón, disculpa. Tengo demasiada prisa. —Bran giró los brazos de lado y se volvió en la dirección opuesta con un ágil salto. Miró con aversión las infinitas imágenes reflejadas que acompañaban su movimiento—. Ánimo. Odio estos espejos.

Will lo observó pensativo mientras seguían el corredor de la derecha, que dibujaba una curva.

—Hablas en serio, ¿verdad? Desde luego, tampoco a mí me gustan, son siniestros. Pero tú…

—Es culpa del resplandor. —Bran miró a su alrededor con ansiedad y apretó el paso—. Y hay algo más. Todos esos reflejos hacen un efecto… es como si te chupasen el alma. ¡Ah! Sacudió la cabeza, falto de palabras.

—Aquí llega el cruce sucesivo. Esta vez, hemos avanzado mucho más deprisa.

—Y es lógico, si realmente hemos encontrado la solución. Vamos de nuevo hacia la derecha.

Cuatro veces giraron a la derecha, junto a la larguísima fila de sus copias, que mantenían regularmente su paso.

Y de improviso, al girar después de la cuarta curva, se encontraban de nuevo cara a cara consigo mismos: dos figuras estupefactas los miraban desde una monótona pared de espejos.

—¡No! —exclamó Will con rabia, y oyó cómo su propia voz temblaba, mientras veía a Bran inclinar la cabeza y los hombros por la desesperación.

—Callejón sin salida —murmuró Bran—. Pero ¿cómo podemos habernos equivocado? —El cielo lo sabrá, pero eso es lo que ha ocurrido. Supongo que debemos volver atrás y… volver a empezar desde el principio.

Bran se dejó caer de rodillas sobre el suelo de vidrio negro.

Will lo miró en el espejo.

—No lo creo.

—Pero es verdad.

—Quiero decir que no creo que debamos volver a empezar.

—Pues así es. —Bran miró tristemente sus imágenes reflejadas: el jersey azul y los téjanos de la silueta en pie, la cabeza blanca y las gafas obscuras de la arrodillada—. Una vez, hace mucho, ya nos sucedió algo parecido… ser detenidos por un muro liso. Entonces tu magia de Vetusto podía ayudarnos, pero aquí no es posible, ¿verdad?

—No —confirmó Will—. No en la Tierra Perdida.

—Entonces, resignémonos.

—No —replicó Will con obstinación. Se mordió una uña, mirando las ciegas paredes de espejos que sólo podían devolver reflejos y, no obstante, de algún modo parecían contener todo un mundo propio—. No. Hay algo… por fuerza hay algo que deberíamos recordar —bajó la mirada hacia Bran, sin verlo verdaderamente—. Piensa. ¿Qué ha dicho Gwion, desde que lo hemos visto, que pudiese parecer un mensaje? ¿Qué nos ha recomendado que hiciéramos?

—¿Gwion? Nos ha dicho que subiésemos a la carroza… —Bran se puso en pie de un salto, arrugando la frente pálida, mientras volvía a recorrer el pasado mentalmente—. Ha dicho que se reuniría con nosotros, sí encontrábamos el camino… pero eso ha sido lo último. Antes de eso… había algo que nos ha recomendado, tienes razón. ¿Qué era? «Recordad…», ha dicho. «Recordad…».

—«Recordad… el rostro del hombre en el arco iris» —dijo Will con el cuerpo rígido—, y luego otra cosa, la inscripción en la fuente. «Creo que, quizá, deberíais recordarlo…».

Irguió perfectamente la espalda, con ambos brazos hacia delante y dirigiendo los diez dedos hacia el vidrio de espejo que les cerraba el camino.

—«Yo soy la matriz de todo amparo» —pronunció, de forma lenta y clara, repitiendo las palabras que habían leído en la piedra recubierta de musgo de la fuente del parque.

Y poco a poco, débilmente, en el vidrio que había sobre sus cabezas comenzó a brillar otra frase, que se hizo cada vez más vivida, hasta que su brillantez ofuscó cualquier otra luz alrededor.

Apenas tuvieron tiempo de mirar las palabras y comprenderlas: «Yo soy la llama sobre toda montaña».

Por un instante, el fulgor fue tan violento que les hizo retroceder; luego, con un sonido extraño, suave, como una explosión amortiguada por muchas millas de distancia, todas las paredes de vidrio que los rodeaban se rompieron y cayeron en una delicada armonía.

Y fueron libres, con las palabras resplandecientes suspendidas en la obscuridad ante ellos y el laberinto de espejos desaparecido como si jamás hubiese existido.