El jardín de las rosas

Un montón de caras se deslizaban a su alrededor como las imágenes de un caleidoscopio. Un niño hizo girar ante sus ojos un puñado de vivaces estrellas fugaces. Unas palomas de cuello verde los rozaron en un alegre torbellino. Superaron a un grupo de personas que bailaba y un hombre alto cargado de cintas rojas tocaba con la flauta una melodía alegre y cautivadora. Casi tropezaron, en el adoquinado liso y gris, con un anciano frágil y curvado, que dibujaba en el suelo con unas tizas. Con súbito asombro, Will divisó el tema: un árbol verde y grande sobre una redonda montaña, con una luz vivida que brillaba desde las ramas, justo antes de que el flautista arrastrase en una ráfaga de música a los danzarines, que lo devoraron.

El rostro barbudo de Gwion seguía allí en la multitud y se movía a su lado.

—¡Permaneced junto a mí! —exclamó.

Pero Will observó que, a parte de él, nadie más en aquel gentío cruzaba nunca los ojos con los suyos. Las personas que los rodeaban parecían capaces de verlo, ahora, y le lanzaban ojeadas. No obstante, nadie les miraba realmente ni a él ni a Bran, por lo que podía entender. Luego la multitud se agitó y las caras se volvieron. Will fue aplastado hacia atrás por los cuerpos. Oyó un ruido de cascos, un tintineo de arreos, un chirrido y un estruendo de ruedas. Por encima de la selva de cabezas, divisó a unos jinetes que pasaban bailoteando, con la cabeza descubierta, vestidos de azul. El estruendo creció. Y entonces vio una carroza con el techo azul obscuro y espléndidas volutas de oro, precedida de altos caballos negros como la noche, en cuya frente flotaban plumas, también azules.

El ruido disminuyó, las ruedas chirriaron sobre la calle de piedra y la carroza se detuvo, oscilando suavemente. Gwion se aproximó a Will y a Bran, empujándolos hacia delante. La multitud se separó rápido y respetuosamente; todos se apartaron de inmediato a la vista de la cabeza gris y erguida de Gwion. Y, de pronto, la carroza apareció ante ellos, enorme, parecida a un reluciente barco azul que oscilaba sobre fuertes correas de cuero, colgadas de una estructura curva, desde las altas ruedas. Sobre la cabeza de Will, la puerta brillante llevaba grabado un escudo de oro. Los caballos negros patalearon, resoplando. No había cocheros a la vista.

Gwion abrió la portezuela y, alargando dentro el brazo, bajó un peldaño para subir.

—Adelante, Will —incitó.

Will levantó los ojos, inseguro. El interior de la carroza estaba oculto por la sombra.

—Ningún peligro —decretó Gwion—. Confía en tu instinto, Vetusto.

Will dirigió una mirada intensa, curiosa, a los ojos arrugados por la sonrisa en un rostro curtido.

—¿Vienes también tú? —preguntó.

—Todavía no —respondió Gwion—. Tú y Bran, antes.

Los ayudó a subir y cerró la portezuela. Will se sentó, mirando hacia fuera. En torno a Gwion, la multitud volvió a sus asuntos, hablando, agitándose, en un mosaico vivido al sol. En el interior, la carroza estaba fresca y débilmente iluminada, con amplios asientos acolchados que olían a cuero. Un caballo relinchó: los cascos pisotearon el suelo y el coche se movió.

Will se apoyó en el respaldo, mirando a Bran. El muchacho del cabello blanco se quitó las gafas y le sonrió.

—Primero los caballos, luego un tiro de cuatro. ¿Qué nos ofrecerán la próxima vez? ¿Un Rolls-Royce?

Pero no se daba tregua, parpadeó ante los edificios que pasaban al otro lado de las ventanillas y volvió a colocarse sobre la nariz las lentes obscuras.

—Un gran pájaro —susurró Will, en respuesta—. O un grifo, o quizás un basilisco.

También él miró de nuevo la claridad, que se movía con los saltos y oscilaciones de la carroza. Había muy poca gente por el camino. Recorrían una amplia calle, bordeada de hileras de casas que le parecían de una belleza asombrosa, con sus líneas límpidas, las puertas de arco, las ventanas armoniosas y bien distanciadas, las paredes de piedra cálida y dorada. Nunca antes había pensado en los edificios como algo bello.

—Es un lugar… tan perfecto —observó Bran vacilante, expresando el mismo pensamiento.

—Todo tiene la forma adecuada —convino Will.

—Exacto. ¡Mira allí!

Bran se inclinó hacia delante, señalando. Encajada entre las casas estaba la entrada alta y curvada de un majestuoso patio con columnas, pero la carroza pasó antes de que pudiesen mirar hacia el interior.

El mundo pareció ensombrecerse. Will vio que el sol había desaparecido. Permanecían sentados oscilando dentro de la carroza, con los oídos llenos del ruido de los cascos de los caballos. Y la luz menguaba cada vez más.

—¿Está obscureciendo? —preguntó Will frunciendo el entrecejo.

—Será culpa de las nubes. —Bran se levantó, entre un asiento y otro, y miró hacia fuera, agarrándose a la portezuela—. Sí, veo grandes nubes grises, arriba, en el cielo. Parece que se prepara una verdadera tormenta de verano. Will… había jinetes vestidos de azul delante de nosotros, ¿verdad?

—Exacto, como un cortejo.

—Ahora no hay nadie. Delante no tenemos nada, pero algo… nos sigue.

La tensión de su voz obligó a Will a ponerse en pie de un salto; escrutó por encima de la cabeza blanca. La amplia calle se había vuelto tan obscura que era difícil ver con claridad. Un grupo de siluetas obscuras parecía avanzar a su misma velocidad; en realidad, se acercaba cada vez más. Le pareció oír, detrás, otra confusión de cascos. Luego, instintivamente, apretó con la mano el marco de la ventanilla: llegaba algo, a sus espaldas, que debía temer.

—¿Qué ocurre? —preguntó Bran, y una sacudida lo arrojó sobre el asiento.

Will se tambaleó hacia atrás y cayó a su lado. La carroza se balanceaba y oscilaba como un barco en un mar tormentoso.

—¡Vamos demasiado deprisa! —gritó Bran.

—¡Los caballos están asustados!

—Pero ¿de qué?

—De… de… lo que hay ahí atrás.

Las palabras no le salían: Will tenía la garganta seca. La cara blanca de Bran bailaba ante él. En la obscuridad, el muchacho gales había vuelto a quitarse las gafas, y sus extraños ojos dorados estaban llenos de miedo.

Fuera, un torbellino de siluetas tenebrosas se situó a su lado, a uno y otro lado. Los caballos galopaban con furia, sus crines y colas volaban al viento, las capas sombrías flotaban tras los jinetes encapuchados. Aquí y allá una figura blanca destacaba en la masa obscura. Dentro de las capuchas no vieron rostros, sólo sombra. No había forma de decir si los había, en realidad.

Una figura, más alta que las demás, llegó al galope hasta la ventanilla de la carroza que oscilaba en la penumbra grisácea. La cabeza se volvió hacia ellos. Will oyó la respiración ahogada de Bran.

La cabeza se echó hacia un lado, desplazando la capucha fluctuante. Y apareció un rostro: un rostro que Will reconoció con terror. Lo miraba fijamente, lleno de odio y maldad, y los vividos ojos azules traspasaban los suyos con relámpagos de fuego.

Will oyó un graznido ronco: era su voz.

—¡Caballero!

Unos dientes blancos centellearon en una sonrisa terrible, sin alegría, y luego la capucha cayó de nuevo hacia atrás. La figura envuelta en la capa espoleó a su montura y se desvaneció en la obscura masa de las sombras a caballo. El ruido de los cascos que invadía el aire y zumbaba en los oídos empezó a atenuarse.

El mundo pareció hacerse algo menos obscuro y el balanceo frenético de la carroza se fue calmando poco a poco.

—¿Quién era ése? —preguntó Bran mirando fijamente a Will, rígido como una estatua.

—El Caballero, el Caballero Negro, uno de los grandes Señores de la Tiniebla… —respondió Will, y de pronto se incorporó, con los ojos ardientes—. No debemos dejarlo marchar, ahora que nos ha visto. ¡Debemos seguirlo! ¡Síguelo! ¡Síguelo! —ordenaba a la carroza, como si fuese un objeto animado.

La carroza volvió a acelerar de golpe, el rumor se acentuó, los caballos se lanzaron hacia delante. Bran buscó convulsivamente un apoyo.

—¡Will, estás loco! ¿Qué haces? ¿Seguir… a aquél? —el espanto hizo salir sus palabras en un grito.

Will se agachó en un rincón oscilante, con decisión.

—Debemos… debemos descubrir… Calma. Calma. Es él quien provoca el terror, con su carrera. Si lo seguimos el terror disminuye. Sujétate. Espera y verás…

Ahora se movían veloces, pero sin el ímpetu del pánico; los caballos mantenían un galope intenso y regular. La luz fue creciendo cada vez más y pronto el sol se filtró de nuevo a través de las ventanillas abiertas.

Los edificios de piedra, con arcos, seguían bordeando un lado de la amplia calle, y al otro lado los árboles altos y la hierba suave se ensanchaban en una verde extensión; caminos y senderos de grava surcaban los prados aquí y allá.

—Debe de ser… aquel parque —la voz de Bran salía en sollozos entre un bote y otro—. El que hemos visto… al principio… desde el tejado.

—Tal vez. ¡Mira!

Will señaló con el dedo: dos jinetes habían dejado la calle y avanzaban al trote, sin prisa aparente, por una de las avenidas del parque. Formaban una extraña pareja, dos figuras rituales, similares a piezas de ajedrez: un caballero con capucha y capa negras sobre un caballo negro como el carbón, y otro con capucha y capa blancas sobre un caballo blanco como la nieve.

—¡Síguelos! —gritó Will.

Bran miró la calle larga y desierta, de la que se apartaban.

—Pero eran tantos… como un nubarrón obscuro. ¿Dónde han ido?

—Donde van las hojas en otoño —respondió Will.

Bran lo miró y pareció relajarse súbitamente.

—Qué frase tan poética —dijo sonriendo.

—Sin embargo, es cierto. Aunque el problema de las hojas es que vuelven a crecer… —respondió Will tras estallar en una carcajada.

Pero su atención se centraba en las dos altas figuras a caballo, que destacaban con gran nitidez contra el suave verde del parque. En pocos minutos, el Caballero Blanco, como sentía que debía llamarlo, se alejó a un trote tranquilo. La carroza avanzó, siguiendo la forma erguida y negra de su compañero.

—¿Por qué algunos de los Caballeros de la Tiniebla van vestidos de blanco y los demás de negro? —indagó Bran.

—Sin color… —observó Will, pensativo—. No sabría decirlo. Quizá porque la Tiniebla puede alcanzar sólo a quienes se hallan en los extremos… cegados por sus ideas brillantes, o encerrados en las tinieblas de sus cabezas.

Las ruedas crujieron en el camino. Comenzaron a ver parterres de forma bien definida a ambos lados, intercalados con bancos de piedra blanca, y aquí y allá personas sentadas o paseando, y niños que jugaban. Ninguno de ellos concedió más de una mirada fugaz de tibio interés al Caballero Negro que avanzaba solemne sobre su caballo obscuro, o a los sementales engalanados con penachos que tiraban de la carroza oscilante con su portezuela de escudo dorado.

Bran vio a un anciano alzar los ojos, mirar la carroza y volver de inmediato a su libro.

—Ahora nos ven. Pero parece que… no les importemos.

—Tal vez cambien las cosas más tarde —replicó Will.

La carroza se detuvo. Él abrió la portezuela y bajó el peldaño con el pie. Saltaron a la grava crujiente del camino y luego, mirando a su alrededor, permanecieron inmóviles durante un instante, como hipnotizados por el placer.

El aire estaba saturado de perfume y por todas partes había rosas. Cuadrados, triángulos y círculos de flores vivaces cubrían la hierba: rojas, amarillas, blancas, y de todos los matices intermedios. Ante ellos, se abría la entrada de un jardín circular: un arco imponente en un alto seto de colgantes rosas rojas. Lo cruzaron. Su fragancia casi daba vértigo. En el gran círculo del jardín, balaustradas y bancos de blanco mármol estaban dispuestos armoniosamente en torno a una fuente reluciente, en la que había tres delfines blancos esculpidos en el acto de saltar sin descanso, lanzando un alto y triple chorro de gotas hermosas, con un tenue arco iris empapado de sol. Y, como para equilibrar las frías líneas del mármol, enormes matas de rosas crecían por todas partes, imponentes y lozanas como árboles.

Ante una de las matas más grandes, se recortaba como una marca negra la figura del Caballero sobre su alto caballo obscuro.

Will y Bran llegaron junto a la fuente y se detuvieron a cierta distancia del hombre y el caballo. Este último se situó de lado, piafando inquieto, y el Caballero tiró bruscamente de las riendas. Empujó un poco hacia atrás la capucha. Will vio el rostro bello e intenso que ya había conocido, y el resplandor del cabello castaño rojizo.

—Bueno, Will Stanton —comenzó el Caballero en tono suave—. Es largo el camino, del valle del Támesis a la Tierra Perdida.

—Y también es largo desde los confines del mundo, donde la Cacería Salvaje rechazó a la Tiniebla —replicó Will.

Algo semejante a una mueca de dolor surgió en el rostro del Caballero, que volvió ligeramente la cabeza para cubrirla bajo la capucha, pero no con la rapidez suficiente para ocultar una cicatriz terrible en la mejilla. Pero fue sólo un instante: enseguida irguió la espalda, orgulloso.

—Aquélla fue una victoria de la Luz, pero sólo una —replicó con frialdad—. No habrá otras. Estamos en la última fase, Vetusto. Ha llegado nuestro momento. No tenéis forma de detenernos.

—Existe una forma —dijo Will—. Sólo una.

—La espada no tiene el poder del Pendragón mientras no se halle en sus manos, y el Pendragón no existe en sí mientras no tenga la espada —declaró solemnemente el Caballero, como en un canto litúrgico, mirando ahora a Bran con sus ojos azules y brillantes; a continuación volvió a dirigirse a Will, pero sus ojos permanecieron fríos como el hielo, a pesar de su sonrisa—. Estamos ante ti, Will Stanton. Estamos aquí desde que esta tierra se perdió, y puedes hacer todos los esfuerzos que quieras para tomar la espada Eirias de la mano que la sostiene ahora, pero no tendrás éxito. Porque esa mano nos pertenece a nosotros.

Will notó que Bran se volvía hacia él con un tácito desconcierto, pero no lo miró: estaba estudiando al Caballero. Su rostro y su porte dejaban traslucir una seguridad inmensa, un concentrado de arrogancia, y sin embargo el instinto le decía a Will que ésta no era completa. En algún lado había un punto vulnerable, una pequeña grieta en la certeza que tenía la Tiniebla acerca de su propio triunfo. Y en esa grieta residía la única esperanza que le quedaba a la Luz, ya, para detener su descenso.

Will no dijo nada, pero miró al Caballero largo rato, sosteniendo su mirada, y por fin los ojos azules se apartaron. Entonces Will supo que tenía razón.

—Haríais mejor en abandonar la estupidez de perseguir fines imposibles mientras estáis aquí, y en disfrutar en cambio las maravillas de la Tierra Perdida —exclamó el Caballero en tono ligero, para ocultar la derrota—. Aquí no hay nadie que ayude a la Tiniebla, como no hay nadie que os ayude a vosotros. Pero hay mucho con lo que disfrutar.

El caballo negro se movió inquieto y él tiró de las riendas, haciéndole girar unos pasos hacia una mata de rosas trepadoras amarillas. Con un gesto arrogante, casi afectado, el Caballero se inclinó a arrancar una y la olió.

—¡Qué flores! Rosas de todos los siglos. Ésta, la Maréchal Niel, de perfume inigualable, o aquella extraña rosa alta detrás de vosotros, con las pequeñas corolas rojas, la Moyesii: a veces brota más lozana que ninguna otra, y luego, no vuelve a florecer durante años.

—Las rosas son imprevisibles, mi señor. Y lo mismo ocurre con las gentes de la Tierra Perdida —añadió una voz sarcástica.

De pronto apareció Gwion, una figura obscura y nítida junto a la fuente. No vieron de dónde había venido. Era como si hubiese salido del arco iris que fluctuaba sobre las gotas brillantes.

El caballo volvió a agitarse, y al Caballero le costó calmarlo.

—Tendrás un duro destino, juglar, si prestas ayuda a la Luz —le dijo, gélido, el Caballero.

—Mi destino me pertenece —replicó Gwion.

Mirando hacia atrás, hacia el arco brillante de rosas por el que habían entrado, Will vio allí fuera, cegadora al sol, la silueta inmóvil del caballero vestido de blanco sobre su pálida cabalgadura.

Gwion siguió su mirada.

—Oh, oh —murmuró.

—No estoy solo en esta tierra —observó el Caballero.

—Tienes razón-convino Gwion. —Se decía que los principales señores de la Tiniebla se habían reunido en este Reino, y compruebo que es cierto. Tenéis aquí toda vuestra fuerza… y la necesitaréis— habló ligeramente, sin énfasis, pero pronunció las últimas palabras con deliberada lentitud.

El Caballero se irritó. Con un gesto brusco se echó la capucha sobre la cara, y sólo su voz emergió, silbando, desde la sombra.

—¡Ponte a salvo, Taliesin[1], o perecerás junto a las vanas esperanzas de la Luz! ¡Perecerás!

La capa negra flotó en el aire mientras obligaba al caballo a dar la vuelta, y alcanzó al Caballero Blanco, que se volvió a saludarlo. De improviso, creció un trueno en la lontananza, y los caballeros de la Tiniebla que antes habían adelantado a Will y Bran cruzaron como una flecha el parque, estropeando el hermoso día como una gran nube. Se dirigieron a los Señores de la Tiniebla, que aguardaban con sus animales, los rodearon y se los llevaron. La nube obscura desapareció por la calle y el trueno cesó. Will, Bran y Gwion quedaron solos entre las rosas, en la Ciudad, en el jardín oloroso de la Tierra Perdida.