La Ciudad

El extraño camino, curvo como un arco iris, los condujo al centro de la neblina luminosa. Will y Bran descubrieron que sólo tenían que permanecer inmóviles: tan pronto como pusieron el pie en él, el camino los llevó, a través del espacio y el tiempo, con un movimiento que, más tarde, no fueron capaces de describir. Luego, al salir de aquel resplandor, se encontraron abajo, en la Tierra Perdida: el camino había desaparecido y todo lo demás se desvaneció de su mente, mientras miraban a su alrededor.

Se hallaban sobre un tejado alto y dorado, tras una baja reja de oro batido que formaba una especie de valla. Detrás de ellos, y a sus lados, se extendían los tejados resplandecientes de una gran ciudad. Agujas, campanarios y torrecillas cubrían el cielo, algunas de ellas doradas, como su punto de observación, otras obscuras como el sílex negro. La ciudad estaba muy tranquila. Parecía una mañana fría y serena. Ante ellos, una bruma blanca y luminosa cubría hasta donde alcanzaba la vista las amplias copas de los árboles de un parque, brillantes de rocío. Más allá del parque, el sol surgía tras unas nubes.

Will observó los árboles. No estaban agrupados al azar, como en los terrenos incultos, sino bien distanciados, cada uno ancho, poblado y orgulloso; se elevaban de la neblina como islas verdes y brillantes en un mar gris blanquecino. Vio encinas, hayas, castaños y olmos. Sus siluetas le eran tan familiares como extraños le parecían los edificios a su alrededor.

—¡Mira! —murmuró Bran, junto a él.

Indicaba un punto detrás de su espalda. Al volverse, Will vio, entre los picos y las crestas de los tejados, una gran cúpula de oro, dominada por una flecha que apuntaba en dirección oeste, hacia el azul horizonte del mar.

Bran miró, doblando las manos en torno a las gafas obscuras.

—¿Es una iglesia?

—Es posible.

—O uno de esos edificios árabes… una mezquita.

Instintivamente, hablaban en susurros. El sosiego era absoluto. No había nada que rompiese el silencio de la ciudad, salvo una vez, durante pocos instantes, el grito quejumbroso y lejano de una gaviota, entre las copas de los árboles.

Will alargó una mano hacia la reja; la barra superior no se movía. La reja tenía una altura más o menos igual a la mitad de su estatura, por lo que pensó en saltarla, pero cambió de opinión a la vista del salto perpendicular de seis metros que los separaba del tejado más próximo.

También Bran agarró la reja que tenía delante, pero de pronto se quedó sin aliento. Al tocarla, un fragmento entero se movió: girando en torno a una barra más baja, se abrió y luego se le cayó de las manos a lo largo del borde del tejado, desenrollándose en segmentos atados por pernios, como una escalera plegable que se extiende.

—¡Clang!… ¡Clang!… ¡Clang!… ¡Clang!

El ruido metálico resonó sobre los tejados, rompiendo el silencio, y terminó en un gran estruendo cuando la última parte de la estructura dorada golpeó el tejado situado debajo. Los ecos se elevaron como pájaros en toda la ciudad.

Will y Bran abrieron mucho los ojos, en espera de algún movimiento, de los despertares que semejante estrépito debía provocar por fuerza. Pero nada sucedió.

—Duermen a pierna suelta ¿eh? —comentó Bran.

Un ligero temblor en su voz mitigaba el chiste. Mientras Will lo seguía de cerca, saltó por encima del borde y bajó por la escalera de oro.

Se encontraron en un amplio tejado inferior, que descendía con mayor suavidad, surcado por tiras en relieve de un metal obscuro, que les servían de pasarelas por las que caminar. Al llegar al final, donde esperaban una pared perpendicular, hallaron en cambio una escalinata amplia y circular, de brillante granito, que se alargaba desde el borde del tejado hasta abajo, hasta la neblina y los árboles.

Corrieron juntos hacia abajo, uno junto a otro, y mientras tanto la niebla que había debajo fue retrocediendo poco a poco y dejó que los árboles destacasen nítidos sobre una extensión de hierba verde. Y, al final de los peldaños de piedra, vieron dos caballos, provistos de silla y bridas, desatados, con las riendas sueltas sobre el cuello, que parecían esperarlos. Eran animales espléndidos y brillantes, de color arena. Sus largas crines y sus colas eran blancas y contrastaban con el pelo dorado. Los bocados y los estribos eran de plata, las riendas de seda roja trenzada. Will llegó junto al primero y le apoyó una mano vacilante en el cuello. El caballo resopló suavemente por la nariz e inclinó el hocico, como para invitarle a montar.

—¿Sabes montar, Will? —preguntó Bran, mirando perplejo a los animales.

—No exactamente —respondió Will—, pero no creo que tenga importancia.

Puso un pie en el estribo, y sin ruido ni esfuerzo se encontró en la silla. Sonrió a su compañero, recogiendo las riendas. El segundo caballo piafó, tocando delicadamente con el morro el hombro de Bran.

—Animo, Bran —lo incitó Will—. Nos están esperando.

Bran sacudió la cabeza asombrado y alargó la mano hacia la silla. Estuvo montado antes de tener tiempo para pensarlo. El caballo agitó el morro, y Bran agarró las riendas que le caían encima.

—Está bien —murmuró Will a su caballo, acariciándole las blancas crines—. Por favor, llévanos donde deberíamos ir.

Los dos animales se movieron juntos, seguros, sin prisa, recorriendo el camino adoquinado situado en la base de la larga escalinata.

Por un lado tenían sobre sus cabezas, sombreando el camino, los árboles del amplio parque verde, frescos, lozanos, cubiertos de rocío. Sobre la hierba entre uno y otro, el sol lanzaba manchas brillantes, pero no había ruidos. Sólo el clopclop de los caballos dorados resonaba en la ciudad silenciosa, que se transformó en un sonido más sombrío y sordo cuando éstos se alejaron bruscamente del parque, para girar por un estrecho pasaje. Paredes vastas y grises se cernían por ambos lados, enormes extensiones de piedra uniforme, en las que no se abría ni una ventana.

El camino se hizo cada vez más estrecho, más obscuro. Sin alterar su marcha constante, los caballos prosiguieron entre los muros amenazadores, mientras Will y Bran sujetaban las riendas flojas, mirando nerviosamente a su alrededor.

Volvieron una esquina. Las altas y monótonas paredes seguían estrechándoles en un callejón. El cielo era sólo una banda azul sobre sus cabezas. Pero, esta vez, vieron una puertecilla de madera encajada en el muro a su izquierda, y cuando estuvieron ante ella los animales se detuvieron y comenzaron a piafar, sacudiendo el hocico. El caballo de Will agitó la cabeza a derecha e izquierda, de forma que los arreos de plata vibraron armoniosamente y las largas crines se encresparon en pliegues fluidos, como seda de color blanco dorado.

—Está bien —consintió Will.

Desmontó, imitado por Bran. Tan pronto como los jinetes estuvieron en tierra, los dos caballos se dieron la vuelta, con calma, y juntos trotaron por el callejón, volviendo sobre sus pasos.

Will, de pie ante la puerta, examinaba la sobria superficie de madera. Era obscura y parecía agujereada por el tiempo. Distraídamente, se puso los pulgares en el cinturón de piel y encontró la curva del pequeño cuerno de bronce que había tocado en la montaña, en otra vida y en otro mundo. Se lo tendió a Bran.

—Debemos mantenernos juntos, pase lo que pase. Tú toma un extremo, y yo tomaré el otro. Nos será útil.

Bran asintió e introdujo los dedos de la mano izquierda en el orificio del cuerno. Will volvió a mirar la puerta. No había ni tirador, ni timbre, ni cerradura: ningún medio visible para poderla abrir.

Alzó una mano y llamó, firmemente.

La puerta se abrió de par en par. Al otro lado, no había nadie. Miraron dentro, pero sólo vieron la obscuridad. Agarrados ambos al pequeño cuerno de caza, como a un salvavidas, cruzaron el umbral, y la puerta se cerró a sus espaldas.

Un destello de luz, desde un punto indefinible, les mostró que se hallaban en un estrecho corredor de techo bajo, que terminaba pocos metros más adelante, donde una escalera se elevaba y desaparecía de la vista.

—Creo que tendremos que subir hasta allí arriba —proclamó Will, en voz baja.

—Pero ¿resultará seguro? —la voz de Bran sonaba ronca por la incertidumbre.

—Bueno, no tenemos alternativa, ¿no? Y, en cierto sentido, nada me dice que no debamos hacerlo. ¿Me entiendes?

—Es cierto. No siento malas vibraciones. Entendámonos, tampoco las siento demasiado buenas.

—Aquí será así en todas partes —respondió Will riendo suavemente—. La Tiniebla no tiene poder en esta tierra, creo… pero tampoco la Luz.

—Entonces, ¿quién manda?

—Ya lo descubriremos. —Will apretó el cuerno—. Sujétate con fuerza, aunque será incómodo trepar aquí arriba.

Subieron por la escalera de anchos peldaños, juntos, siempre unidos por su talismán, y salieron a un área tan imprevista, que durante unos instantes, permanecieron inmóviles, mirando a su alrededor.

Habían emergido por una trampilla abierta en un extremo de una larga galería. El pavimento se extendía ante ellos en extrañas secciones, articuladas en varios niveles, de forma que una podía ser más alta que la anterior, y la sucesiva más baja que ambas. El lugar parecía una especie de biblioteca. Contenía sillas y macizas mesas cuadradas, separadas por estanterías bajas; la pared de su izquierda estaba completamente cubierta de libros. El techo estaba revestido de madera y la pared de la derecha no existía.

Will abrió mucho los ojos, sin entender. A su derecha, en aquella sala alargada, una especie de balaustrada de madera tallada corría por todo el pavimento. Pero más allá no había muros, ni nada visible: sólo la obscuridad. La negrura absoluta. No había sensación de falta, o de vacío peligroso: simplemente la nada.

Luego advirtió un movimiento en la sala. Las primeras personas que veían en aquella tierra aparecían por una entrada en el extremo opuesto de la galería: individualmente, en grupos pequeños, hombres y mujeres de todas las edades, vestidos con un surtido de prendas sobrias que no eran típicas de ninguna época en particular. No eran muchos: uno a uno, se colocaron en silencio, sentándose a una mesa con una pila de libros tomada de las estanterías, o permaneciendo en pie hojeando un solo volumen. Nadie prestó la menor atención a Will o Bran. Un hombre llegó junto a ellos y miró con atención las estanterías que tapizaban la pared a sus espaldas.

—¿No encuentra lo que busca? —le preguntó Will, con gran audacia.

Sin embargo, el hombre no parpadeó. De pronto se le iluminó el rostro, alargó la mano, tomó un libro y volvió a sentarse a una mesa cercana. Mientras pasaba, Will pudo ver el título, pero estaba escrito en una lengua que no entendía. Cuando el hombre abrió el volumen, observó que las páginas eran absolutamente blancas.

—No pueden vernos —observó Bran lentamente.

—No. Ni tampoco oírnos. Ánimo, vamos.

Recorrieron circunspectos la larga galería, evitando las figuras absortas ante las mesas, procurando no golpearlas con los pies o los codos. A su paso, no hubo ni siquiera un atisbo de reacción. Cada vez que bajaban la mirada sobre el libro leído por un hombre o una mujer, descubrían que las páginas parecían completamente carentes de texto.

En el extremo opuesto de la galería no había una auténtica puerta, sino más bien una abertura en la pared, de la que salía un extraño corredor. También éste se hallaba completamente revestido de madera y se parecía más a un túnel cuadrado, que bajaba bruscamente, girando en zigzag, hacia delante y hacia atrás. Bran siguió a Will sin hacer preguntas.

—Este lugar no tiene ningún sentido —exclamó sólo una vez, llevado por el desconcierto.

—Lo tendrá, cuando lleguemos —respondió Will.

—¿Cuando lleguemos a qué?

—¡Pues al sentido! A la espada de cristal…

—¡Mira! ¿Qué es aquello?

Bran se había detenido, receloso, con la cabeza hacia arriba. Mientras volvían una esquina, se les mostró la última sección del declive sinuoso: blanca, cegadora, invadida de una luz vivida, emitida por lo que había más allá. Por un instante, Will tuvo la terrible sensación de que estaban bajando por un gran pozo de fuego. Sin embargo, aquélla era una luz fría, intensa, pero no resplandeciente. Volvió la última esquina y entró plenamente en ella.

—¡Bienvenidos! —saludó una voz fuerte y sonora, desde el resplandor.

Un pavimento vasto y vacío se ensanchaba ante ellos, con las paredes perdidas en la sombra y el techo demasiado alto para ser visto. En medio de aquella extensión había una silueta, sola, totalmente vestida de negro. Se trataba de un hombrecillo poco más alto que ellos, con el rostro de rasgos pronunciados, arrugado por el sentido del humor en los ojos y la boca, aunque ahora no mostraba rastro alguno de sonrisa. Tenía el cabello gris, con rizos espesos, y una barba también gris, ensortijada pero ordenada, surcada por una curiosa tira obscura en su parte central. Abrió los brazos volviéndose un poco, como para ofrecerles el espacio que lo rodeaba.

—Bienvenidos —repitió—. Bienvenidos a la Ciudad.

Bran dio un paso adelante, dejando el cuerno.

—¿Sólo está la Ciudad, en esta tierra perdida? —preguntó.

—No —explicó él—. Están la Ciudad, el Campo y el Castillo. Vosotros los veréis todos, pero antes debéis decirnos por qué habéis venido —la voz era cálida y resonante, pero prudente, y el hombre seguía sin sonreír, escrutando a Will—. ¿Por qué habéis venido? —insistió—. Decídnoslo.

Al hablar, movió ligeramente una mano abierta hacia el espacio que había ante él. Will miró, y se quedó sin aliento. La cabeza le zumbó por la impresión y lo invadió una sensación de frío intenso.

Allá fuera, en un amplio espacio que un instante antes estaba sumergido en la obscuridad, había sentada una inmensa muchedumbre de caras vacías, dirigidas hacia arriba: una platea infinita de miles de personas que lo miraban fijamente, fila tras fila. Su presencia lo aplastaba, como un peso intolerable, paralizándole la mente. Era como tener delante al mundo entero.

Will apretó los puños y sintió contra los dedos el metal frío del cuerno de caza.

—Hemos venido a recoger la espada de cristal —declaró lentamente, con voz alta y nítida, tras respirar hondo.

Y aquellos rieron.

No era una risa comprensiva, ni amistosa, sino horrible. Un sombrío bramido se elevó del gran público, hinchándose como un largo trueno, rompiéndose contra él en una oleada de escarnio, irónica, burlona. Veía a cada individuo señalándolo, con la boca abierta por una despreciativa hilaridad. Devorado por el océano de su escarnio estruendoso, tembló, y se sintió insignificante, cada vez más pequeño…

—¡Hemos venido a por Eirias! —gritó furiosamente Bran a su lado, en aquel alboroto.

Todos los ruidos se desvanecieron de repente, como si alguien hubiese pulsado un interruptor. En un solo instante, todas las caras burlonas desaparecieron.

Will se relajó de golpe, sintiendo que la respiración retenida a la fuerza le salía en un pequeño y débil resuello.

—Hemos venido a por… Eirias —se repitió Bran a sí mismo, como si saborease el nombre.

—Así es —murmuró el hombre de la barba gris.

Dio un paso adelante, con los brazos abiertos. Tomando a ambos por un hombro, les obligó a afrontar el espacio obscuro, que había contenido las filas infinitas de caras.

—No hay nadie —les reveló—. Nadie ni nada. Únicamente el vacío. Era todo… simple apariencia. Pero mirad hacia arriba, a vuestras espaldas. Y allí veréis…

Mecánicamente, se volvieron. Y abrieron los ojos de par en par. Sobre sus cabezas, como una terraza suspendida en el aire, estaba la galería luminosa que habían recorrido entre la gente que leía, sin ser consciente de su presencia. Allí estaba todo: los libros, las estanterías, las mesas pesadas. Los lectores se movían aún perezosamente hacia delante y hacia atrás, o escrutaban las estanterías. Y el espacio a través del cual ellos observaban la sala era la cuarta pared, que les había parecido inexistente.

—Este lugar es un teatro que imita la vida —observó Will.

—Toda la vida es teatro —decretó el hombre, acariciándose la punta de la barba y empujándola hacia delante con un dedo—. Todos somos actores, vosotros y yo, en una comedia que nadie ha escrito y nadie verá. No tenemos público, salvo nosotros mismos… —rió suavemente—. Algunos actores dirían que se trata del mejor teatro posible.

Bran respondió con una sonrisa leve y melancólica. Pero Will aún estaba escuchando una sola palabra, que le resonaba en la mente.

—¿Qué es Eirias? —preguntó a Bran.

—No lo sabía —reconoció éste—. Se me ha ocurrido, y basta. Es una palabra galesa, que significa gran fuego, llamarada.

—Y la espada de cristal arde de verdad —intervino el hombre—. O eso dicen, porque pocos seres vivos la han visto jamás, según recuerdan quienes están aquí.

—Pero nosotros tenemos que encontrarla —replicó Will.

—Sí —convino aquél—. Sé por qué estáis aquí. Cuando en esta tierra se os plantean preguntas, no es porque nosotros no conozcamos las respuestas. Yo os conozco, Will Stanton y Bran Davies. Quizás aún mejor —por un instante, miró fijamente a Bran— de lo que os conocéis vosotros mismos. En cuanto a mí, me conoceréis pronto. Podéis llamarme Gwion. Y os mostraré la Ciudad.

—La Tierra Perdida —dijo Bran, como para sí.

—Sí —confirmó el hombre llamado Gwion. Su figura era esbelta y armoniosa en las ropas negras, su barba brillaba en la brillante luz que procedía de arriba—. La Tierra Perdida. Y, como os he dicho, en ella se encuentran la Ciudad, el Campo y el Castillo. El Castillo es vuestra meta final, pero sólo podéis llegar a él atravesando el resto. Así, comenzaréis aquí, dentro de la Ciudad, mi Ciudad a la que tanto amo. Debéis observarla bien, porque es una de las maravillas del mundo que no volverán a repetirse.

Les sonrió. Era una sonrisa súbita, radiante, que le iluminó el rostro de afecto y calor: bastaba mirarlo para animarse.

—¡Mirad! —exclamó, girando sobre sí mismo y abriendo los brazos hacia la parte posterior del espacio que parecía un escenario.

La galería resplandeciente desapareció, la luz se amortiguó, difundiéndose alrededor, y de improviso se encontraron en la gran plaza abierta de una ciudad. Estaba bordeada de edificios de color blanco grisáceo sostenidos por pilares, que brillaban al sol, y llena de personas, de música, de los gritos de los comerciantes desde los puestos de colores vivos, de los destellos y el estruendo del agua lanzada hacia arriba por las fuentes.

El sol relucía cálido en sus rostros. Will se sintió invadido por la alegría, como si la sangre le danzase en las venas. Al mirar a Bran, lo vio iluminado por su misma felicidad.

Con una risa de complicidad, Gwion los condujo a través de la plaza, la multitud, la gente de la Tierra Perdida.