Caminaron en fila india, por el camino sobre las montañas. Ahora, la hierba mojada brillaba al sol, y las gotas de agua relucían suspendidas en los helechos, los brezos y las manchas amarillas de los tojos.
—¿Qué diremos? —preguntó Barney.
—No lo sé —respondió Jane.
—Tendremos que encontrarnos con John Rowlands en la plaza donde ellos tenían cita —intervino Simon— y decir… y decir…
—Es mejor que no —exclamó Jane, brusca—. Así pensará simplemente que se han retrasado y se marchará sin ellos. Les advirtió que lo haría, ¿os acordáis?
Prosiguieron en silencio. En la curva en que el camino volvía atrás, hacia Aberdyfi, Jane se detuvo, abarcando con la mirada los campos y la siguiente cresta del alto páramo, donde habían encontrado a Will y Bran por primera vez.
—¿No podríamos pasar por las montañas y bajar hasta el hotel desde la colina? —propuso.
—No hay ningún camino —replicó Simon.
—Pero se avanza mucho más deprisa que bajando al pueblo —observó Barney—. Y además, es mejor que no veamos al señor Rowlands.
—Después de este campo, debe de haber al menos una cañada —dijo Jane.
—A mí no me importa. Vamos, si queréis —dijo Simon sacudiendo los hombros.
Parecía alejado, ausente, como si su mente estuviese aún medio paralizada. Cuando Jane abrió de par en par la valla de acceso al primer campo que los conduciría lejos del sendero, la siguió con indiferencia.
Barney correteó a sus espaldas, tomando la valla de manos de Jane, pero antes de que Jane pudiese cerrarla, delante de él, profirió un grito terrible, agudo y ahogado. Pareció saltar en el aire, y chocó lateralmente contra Simon. También Simon gritó, y luego él y Jane se lanzaron hacia Barney, empujándolo dentro de la valla. A sus espaldas, en un fugaz y espantoso destello, Barney vio dirigirse hacia ellos tres, desde todos los puntos del campo, las siluetas rojas y ondulantes de decenas de turones, como los que ya habían visto a la ida.
Simon cerró frenéticamente la valla, en un desesperado intento de defensa. Pero de pronto las bestias los atacaron irrumpiendo entre las tablas, demasiado separadas para animales de menor tamaño que las ovejas. Los muchachos la emprendieron a patadas, pero las pequeñas criaturas rojas se apartaron y en un instante volvieron a situarse a sus talones, con los dientes blancos y los ojos negros y chispeantes. No mordían nunca, pero insistían, acosaban, atormentaban. «Nos guían —pensó Barney de improviso—. Nos guían como si nosotros fuésemos ovejas y ellos perros pastores». Alzó la mirada y vio que los pequeños cuerpos que se lanzaban contra sus tobillos lo empujaban hacia la valla abierta de la granja que habían superado anteriormente, aquel día. Deliberadamente, cambió de dirección, y de inmediato las bestias le cayeron encima, con silbidos, crujidos de dientes y pequeños chillidos horribles, haciéndole dar la vuelta. Muy a su pesar, Barney regresó junto a Simon y Jane, y los tres corrieron a refugiarse en el patio de la granja.
—¡Despacio, despacio, no tengáis prisa! —dijo una voz cálida, divertida.
Mientras se deslizaba convulsamente hacia el patio, Jane divisó delante de ella la figura de una mujer, que estiraba un brazo para aferraría. El rostro sonriente parecía, de alguna forma, familiar… Jane no llegó a pensar nada más, sino que se aflojó, aliviada y exhausta, ante el consuelo del brazo tendido. Tras ella, Barney volvió la cabeza con ansiedad, pero vio que todos los turones habían desaparecido.
—¡Caramba! —exclamó la mujer con suavidad—. Os romperéis la cabeza, irrumpiendo aquí dentro como si os persiguiese el diablo. ¿Qué ocurre, cuál es el problema? —observó a Jane con mayor atención—. Pero… yo os conozco: sois los que estaban con Bran y Will Stanton, ayer.
—Exacto —la voz de Blodwen Rowlands se hizo áspera—. ¿Qué ocurre, les ha sucedido algo a los muchachos?
La miraron, incapaces por un instante de reunir energías suficientes para responder.
—No, no —se afanó por último Jane—. No… están bien. Han… bajado. Han dicho que les encontrarían en la Plaza.
—Eso es —el rostro redondo de la señora Rowlands se serenó de nuevo—. Hemos venido hasta aquí arriba sólo para ver Llew Owen, y ya bajábamos. Precisamente nos preguntábamos si los veríamos por el camino —miró a Jane con preocupación—. Tenéis el pelo completamente mojado, os debe de haber sorprendido la lluvia… ¿Por qué estabais tan asustados?
—No exactamente asustados —explicó torpemente Simon. Ahora que no quedaba rastro de los turones, empezaba a avergonzarse de su pánico—. Era sólo…
—Había turones —intervino Jane, demasiado fatigada para fingir—. Hemos visto dos esta mañana, aquí cerca. Y hace poco, en el camino, se nos han echado encima en masa, surgiendo de la nada… y… y… eran horribles. Sus dientes… —tragó saliva.
—Oh, santo cielo —respondió la señora Rowlands en tono tranquilizador, como si hablase con un niño pequeño—. No pienses más en ello, todo ha terminado, se han marchado…
Ciñó con su brazo los hombros de Jane, conduciéndola hacia la granja. Simon miró a Barney con una expresión que significaba: «No nos cree». Barney se encogió de hombros, y juntos las siguieron.
Antes de llegar a la casa, John Rowlands asomó por la puerta. Vieron que el Land-Rover estaba aparcado en las proximidades. Los reconoció de inmediato. El asombro le crispó el rostro moreno y delgado.
—Bueno, bueno —empezó—. Tres de cinco… ¿y dónde están los dos míos?
—Han bajado —anunció Barney—. Pensábamos atravesar la cima y luego bajar hasta el hotel desde aquel lado. Pero, al parecer, no había ningún camino.
—Ahora es difícil de encontrar —explicó John Rowlands—, porque ha sido cubierto por todas aquellas casas nuevas de la pendiente. Ha desaparecido el viejo camino que utilizábamos cuando yo era niño.
—Venid con nosotros —invitó la señora Rowlands, abriendo el portón trasero del Land-Rover—. Os llevaremos.
—Sí, por supuesto —confirmó John Rowlands.
—Muchas gracias.
Subieron. Jane escrutó atentamente el seto de matorrales y el campo, mientras el coche giraba en el sendero, y vio que también Barney miraba, pero ninguno de ellos observó nada en particular.
Simon, sentado junto a ella, percibió la tensión en su rostro, y le rozó delicadamente el brazo con el puño cerrado.
—Pero estaban realmente allí —susurró en voz muy baja.
El Land-Rover superó lentamente la última curva cerrada del sendero empinado y salió a Chapel Square.
—Quiero acercarme un momento al Royal House, John —dijo Blodwen Rowlands—. ¿Vienes tú también?
—No —respondió John, sacándose la pipa del bolsillo y mirando dentro del hornillo—. Creo que estaremos en el muelle. Es el mejor lugar para buscar a Bran y Will. Pero no hay prisa, Blod; no hace falta que te apresures.
Llevó a los muchachos al otro lado de la calle, entre un enorme pabellón negro con una placa que decía: «Escuela Marítima. Proyecto Naturaleza» y un grupo de mástiles, cuyas jarcias cantaban dulcemente al soplo de la brisa. Allí, las embarcaciones del Aberdyfi Yacht Club yacían alineadas en la playa, y la arena rebosaba sobre la acera. Recorrieron el muelle y fueron a parar al corto embarcadero en forma de ángulo agudo. John Rowlands se detuvo, y llenó la pipa de un viejo saquito de piel negra.
—Cuando era niño, teníamos un embarcadero distinto —contó distraídamente—. Todo de madera, con grandes vigas obscuras impregnadas de creosota… Durante la marea baja, trepábamos encima, nos deslizábamos hacia abajo donde había algas y buscábamos cangrejos.
—¿Vivía usted aquí? —indagó Barney.
—¿Ves allí?
Siguiendo el dedo del hombre, miraron hacia atrás, hacia la larga hilera de casas alineadas de tres pisos, estrechas, imponentes, que daban a la calle y a la playa, hacia el río Dyfi y el mar.
—Aquella del centro, pintada de verde —explicó John Rowlands—. Allí nací yo, y mi padre antes que yo. Era marino, al igual que su padre. Mi abuelo, el capitán Evan Rowlands de la goleta Ellen Davies, construyó aquella casa. Todas las casas de esa calle fueron construidas por los viejos capitanes, en la época en que Aberdyfi era aún un puerto de embarque.
—¿No quiso ser marino también usted? —preguntó Jane, curiosa.
John Rowlands encendió la pipa y le sonrió entre volutas de humo azul, con los ojos obscuros empequeñecidos por las arrugas del rostro moreno.
—Podría decir que hubo un tiempo en que sí. Pero mi padre se ahogó cuando tenía seis años, y entonces mi madre se nos llevó a mí y a mi hermano de Aberdyfi a la granja de sus padres, cerca de Abergynolwyn. En las montañas cercanas a Cader Idris… detrás del valle en el que estabais vosotros hoy. Así, entre una cosa y otra, he vivido entre las ovejas, y no en el mar.
—Qué lástima —comentó Simon.
—Oh, no exactamente. La época de las expediciones marítimas terminó hace mucho, y también la de la pesca. Ya languidecían en tiempos de mi padre.
John Rowlands sopló una voluta de humo, absorto. Luego se volvió lentamente hacia la calle, escrutándola con atención.
—No veo ni rastro de Bran y Will. Cuando vosotros habéis salido, ¿cuánto hacía que habían bajado?
Jane vaciló. Vio a Simon abrir la boca y luego volver a cerrarla, confuso. Barney se limitó a encogerse de hombros.
—Más o menos… más o menos media hora, supongo —respondió ella por último.
—¿Y si han tomado un autobús? —sugirió Barney, solícito.
John Rowland permaneció inmóvil unos instantes, con la pipa entre los dientes y el rostro sin expresión.
—¿Hace mucho que conocéis a Will Stanton? —preguntó.
—Una vez pasamos las vacaciones juntos —reveló Jane—. Hace unos dos años, en Cornualles.
—Durante esas vacaciones, ¿no sucedió… nada… raro? —el gales hablaba aún con voz desenvuelta, pero de pronto se había puesto a mirar fijamente a Simon. Sus ojos obscuros aparecían brillantes y atentos.
—Bueno, sí, creo que sí —respondió Simon parpadeando, tomado por sorpresa.
—¿Por ejemplo?
—Bueno, sólo… cosas.
Simon se había ruborizado, se le trabó la lengua, dividido entre la sinceridad y la confusión.
Jane vio el rostro de Barney crisparse en un gesto resentido.
—¿A qué se refiere exactamente, señor Rowlands? —replicó, asombrada de su propia seguridad.
—¿Cuánto sabéis vosotros tres de Will? —cortó John Rowlands.
Su cara era indescifrable, su tono expedito.
—Bastante —declaró Jane, y su boca se cerró de golpe, como una puerta.
Miró a su interlocutor de hito en hito. Advirtió que también Simon y Barney se habían puesto rígidos en su misma actitud de desafío. Los tres se coaligaban contra las preguntas que ninguna persona ajena a sus relaciones con Merriman y Will debería preocuparse por hacer.
Ahora, Rowlands le dirigía una extraña mirada, incierta e inquisidora.
—Vosotros no sois como él —observó—. Vosotros tres no sois distintos de mí, no sois… de esa raza.
—No —confirmó Jane.
Algo pareció derrumbarse tras los ojos de John Rowlands. El rostro se le contrajo por la desesperación. Jane se sintió sacudida por la angustia, al ver que sus ojos le dirigían una clara llamada.
—Por favor —exclamó él, tenso e infeliz—, dejad de desconfiar de mí. Acerca de la naturaleza de esos dos, no podéis haber visto más de lo que he visto yo en este último año. Digo «esos dos» porque de Bran, probablemente, no sabéis nada de nada. Y ahora el miedo me corroe. Miedo por lo que puede haberles ocurrido, por quién puede haberlos capturado, en un momento en que se hallan quizás en el peligro más grande que nunca han afrontado.
—Está hablando en serio, Jane. Y Will confiaba en él —exclamó de improviso Barney, a sus espaldas.
—Es cierto —asintió Simon.
—¿A qué se refiere, señor Rowlands —preguntó Jane lentamente—, con «las cosas que ha visto en el último año»?
—No un año entero —precisó John Rowlands—. Sucedió el pasado verano, cuando Will vino a ver a su tío. Tan pronto como llegó al valle, comenzaron a suceder… ciertas cosas. Se despertaron fuerzas que dormían desde hacía tiempo, algunas personas crecieron y cambiaron, y el Rey Gris de Cader Idris asumió su poder, y luego cayó de nuevo… era un conflicto entre la Luz y la Tiniebla, y yo no entendía de qué se trataba, ni quería entenderlo —los miró, grave y atento, con la pipa olvidada en la mano—. Siempre se lo he dicho a Will —prosiguió—. Sé que forma parte de la potencia llamada Luz, y que Bran Davies está implicado quizá más a fondo en la cuestión. Pero eso es suficiente para mí. Ayudaré a Will Stanton cuando me necesite, y también a Bran, porque le tengo tanto cariño como si fuese mi hijo, pero no quiero saber qué es lo que están haciendo.
—¿Por qué no? —indagó Barney, curioso.
—No es conveniente, porque no formo parte de su raza. Y tampoco vosotros, por lo demás —replicó bruscamente John Rowlands.
Por un instante, pareció severo y muy seguro de sí mismo.
—Sé lo que quiere decir —dijo Simon inesperadamente—. Siempre he pensado como usted. Y de todas formas, tampoco nosotros lo sabemos en realidad —miró a Jane—. ¿Verdad?
Ella había abierto la boca para objetar, pero vaciló.
—Bueno… sí. El tío Merry nunca nos ha dicho gran cosa. Sólo que la Tiniebla está ascendiendo, o trata de hacerlo, y hay que detenerla. Todo lo que hacíamos parecía un peldaño hacia otra cosa, pero nunca hemos sabido verdaderamente qué.
—Mejor para vosotros que fuese así —sentenció el hombre.
—Y también para ellos, ¿no? —observó Simon.
John Rowlands sacudió la cabeza en un pequeño gesto irónico, como si se encogiese de hombros, y luego sonrió y se puso de nuevo a encender la pipa.
—Señor Rowlands, no creo que veamos a Will y Bran en este lugar. Se han marchado a alguna parte. Están seguros, pero… muy lejos —dijo Jane, volviendo la mirada hacia el estuario, donde algunas velas blancas dibujaban zig-zags sobre el agua azul—. No sé durante cuánto tiempo. Una hora, un día… Simplemente se han marchado.
—Pues bien —concluyó John Rowlands—, sólo nos queda esperar y ver qué ocurre. Y tengo que inventarme algo que decirle a Blodwen, porque aún no sé si tiene la menor idea de lo que hay en esos dos muchachos. Creo que no, sinceramente. Tiene el corazón tierno y la mente sensata, y se conforma con quererlos por lo que parecen.
Una lancha pasó silbando a toda velocidad a sus espaldas, sofocando casi su voz. Desde algún lugar, el sonido insistente de la música rock zumbaba en el aire. Creció y luego mermó, cuando un grupo de personas con una radio portátil pasó por el muelle. Mirando la calle, John vio a Blodwen Rowlands salir de la tienda de ropa y detenerse en la acera llena de gente. Luego desapareció, mientras un gran autocar circulaba con dificultad por la calle.
John Rowlands suspiró.
—Mirad qué desastre —murmuró—. Cómo ha cambiado Aberdyfi. Es cierto que debía suceder, pero recuerdo… recuerdo… en los viejos tiempos, todos los pescadores ancianos permanecían en fila allá abajo, apoyados en aquella barandilla delante del Dovey Hotel, inclinados sobre el agua. Y cuando era un chico más o menos de la edad de Barney, uno de mis pasatiempos preferidos era estar cerca de ellos y escucharlos, cuando me daban permiso. Era bonito. Retrocedían tanto con la memoria… a un siglo atrás, o incluso más, visto desde ahora. A los días en que casi todos los hombres de Aberdyfi eran marinos, cuando aquí a lo largo del muelle había una selva de mástiles y los barcos cargaban la pizarra de las canteras. Y junto al río había siete astilleros…
Los muchachos escucharon en silencio, fascinados, hasta que los sonidos del presente parecieron retraerse. Casi pudieron imaginar que veían las altas naves entrando en el río, más allá de la lengua de arena, y montones de placas de pizarra apiladas en torno a ellos en un muelle distinto, hecho de madera obscura y no de cemento.
Una gaviota se elevó despacio en el aire desde la punta del embarcadero, emitiendo un grito lento, áspero y doliente. Jane volvió la cabeza para seguir el batir de las alas desde la punta negra. La brisa parecía golpearle la mejilla con más fuerza que antes. La gaviota pasó rápidamente junto a ellos, sin dejar de gritar…
… y cuando dejó de mirarla, al bajar de nuevo la vista, Jane vio las obscuras vigas de madera del embarcadero bajo sus pies, cubiertas de hileras e hileras de pizarra de color gris azulado, y más allá, en el río, un alto barco que venía hacia tierra, mientras los hombres amainaban las velas.
Jane se quedó paralizada, observando la escena. Oyó risas y voces agudas: a su alrededor, apareció un torbellino de niños, que saltaban, empujaban y se apartaban unos a otros con peligrosa vivacidad, junto al borde del embarcadero.
—Primero yo… primero yo… ¡apártate de mí, Freddie Evans!… ¡cuidado! ¡No te me eches encima!…
Uno de ellos, con la cabeza rubia, que chocaba y reía con los demás, era su hermano Barney.
De forma absurda, el único pensamiento de Jane fue: «Pero en aquellos tiempos, debían de hablar gales…».
Más allá, en el embarcadero, vio a Simon que hablaba seriamente con dos o tres muchachos de su misma edad. Se volvieron a mirar el barco que se iba acercando poco a poco. La tela de la vela maestra se aflojó de golpe, para ser recogida. Se trataba de un bergantín, con velas cuadras en el palo de trinquete y velas de corte en el árbol maestro, pero en aquel momento sólo dos pequeñas velas de estay se inflaban al viento, para conducirlo a tierra. El mascarón de proa relucía bajo el bauprés prominente: una muchacha de tamaño natural, con el cabello rubio y suelto. Jane podía ya leer su nombre en la proa: Frances Amelia.
—Transporta madera —afirmó a su lado la voz profunda de John Rowlands—. ¿Ves un poco de ella, colocada en el puente? La mayoría está destinada a John Jones, el armador. Una carga de pino, del Labrador. La estaba esperando.
Jane le lanzó una ojeada: tenía el rostro plácido, la pipa aún sujeta entre los dientes. Pero ahora, la mano que la sostenía tenía un tatuaje entre los nudillos, una pequeña estrella azul que antes no había visto, y la garganta del hombre surgía del cuello doblado y la chaqueta levantada, típicos del siglo XVIII. Se había convertido en otra persona, perteneciente a esa otra época, y al mismo tiempo, de alguna forma, había seguido siendo él mismo. Jane se estremeció y cerró los ojos por un instante. No se atrevió a bajar la mirada para comprobar cómo iba vestida.
Luego llegaron una agitación y un grito repentino del borde del embarcadero, donde se había reunido cada vez más gente. Atisbando en vano por encima de las cabezas, Jane sólo pudo ver que el bergantín había empezado a atracar. Desde el extremo del muelle, donde habían corrido los niños, un grupo de mujeres estalló en una estruendosa reprimenda, y de inmediato Barney y un compañero suyo, ambos sumamente pálidos, fueron arrastrados hacia Jane por una mujer enérgica, angustiada, con chal y cofia. Se podía reconocer en ella a Blodwen Rowlands, pero a una Blodwen Rowlands que no parecía conocer a Jane como tal.
—¡Siempre ocurre lo mismo! —exclamó en tono de reproche, aunque lleno de afectuosa preocupación, hablando a quien quisiera escucharla—. Ese estúpido juego de quién toca el primero el barco que llega, y todos allí estorbando a los hombres… Un día u otro, uno se matará. Hoy, estos dos se han librado por un pelo, ¿los has visto? Estaban justo en el borde y perdían el equilibrio, y el costado del barco podía aplastarlos contra el embarcadero si alguien no los hubiese sacado de allí… ¡ahhh! —dio a cada muchacho una pequeña sacudida exasperada—. ¿Os habéis olvidado de la semana pasada, cuando se cayó Ellis Williams?
—Y la semana anterior le tocó a Freddie Evans —recordó el compañero de Barney—. Y fue mucho peor, porque, cuando salió, Evans el barbero lo esperaba con una correa y le pegó hasta casa.
—Llámalo señor Evans, monito —replicó la señora Rowlands, tratando de sofocar una sonrisa.
Se encogió de hombros divertida, mirando a Jane, soltó a los muchachos agitando su dedo a modo de advertencia y volvió a unirse al grupo de mujeres que recibían a los marineros.
—Me gusta —declaró alegremente Barney—. Probablemente me ha salvado la vida, ¿sabes?
Sonrió a Jane de oreja a oreja, se marchó corriendo con su compañero y desapareció por la calle, detrás de los grandes montones de pizarra.
Jane se volvió a llamarlo, pero de la boca no le salió ningún sonido.
—¡Iestyn! ¡Iestyn Davies! —gritaba junto a ella John Rowlands a uno de los hombres que estaba a bordo del Frances Amelia.
—¡Evan, muchacho! —replicó aquél, con un destello de sus blancos dientes.
Y aunque le sorprendió aquel nombre, Jane volvió a pensar en lo extraño que resultaba que no se oyese una palabra de gales. Y luego comprendió, de improviso, que todas las frases pronunciadas a su alrededor estaban precisamente en esa lengua, incluidas las suyas, sin el menor rastro de inglés.
—Al fin y al cabo —dijo dirigiéndose a Simon, que sabía instintivamente que se encontraba a su lado—, entender una lengua que no conoces no es más extraño que ser trasladado a una época anterior a tu nacimiento.
—No —confirmó Simon, con una voz tan evidentemente suya que Jane se sintió aliviada—. No, no lo es en absoluto.
—¿Qué noticias hay del Sarah Ellen? —preguntó John Rowlands junto a ellos.
—¿No has oído nada? —preguntó el hombre mirándole fijamente.
—El último contacto fue una carta enviada desde Dublin. Llegó ayer.
El marinero del Frances Amelia vaciló, dejó en el suelo el cabo que estaba enrollando, gritó algo a algún compañero de a bordo y saltó al muelle por encima del parapeto. Llegó junto a John Rowlands, con rostro preocupado.
—Tengo malas noticias, Evan Rowlands, muy malas. Lo siento. El Sarah Ellen se hundió frente a las costas de Skye hace dos días, con toda la tripulación. Lo supimos ayer.
—Oh, Dios mío —murmuró John Rowlands.
Agitando una mano, aferró por un instante el brazo del hombre y luego se volvió y se marchó; con paso inseguro, como si hubiese envejecido de golpe. Jane quería seguirlo, pero no logró moverse. ¿Cómo era posible consolar un dolor que invadía un rostro viviente, y sin embargo estaba muerto y olvidado desde hacía un siglo? ¿Qué era más real: su turbación o el sufrimiento de Evan Rowlands que afloraba en los ojos de su descendiente?
—Y a bordo iba su hermano —murmuró el hombre llamado Iestyn, siguiendo a John Rowlands con los ojos. Luego miró a su alrededor, hacia los otros dos o tres que habían quedado en las proximidades, con semblantes graves—. Hay algo que no funciona. Es el cuarto barco construido por John Jones Aberdyfi que se hunde en tres meses, y eran todos nuevos. Y dicen que no fue una tempestad violenta la que jugó con el Sarah Ellen, sino sólo mar gruesa en popa.
—Siempre ocurre lo mismo —comentó uno de los hombres—. Se hunden demasiado en proa. Ahora, lo hacen todos sus barcos. Luego hacen aguas y al final se hunden.
—No todos —replicó otro—. John Jones también ha construido excelentes barcos. Aunque es cierto que los malos…
—He oído decir —intervino el llamado Iestyn— que el defecto no radica en el proyecto, sino en la construcción. Que, en definitiva, no es culpa de John Jones, sino de uno de sus aserradores. Y todos los trabajos que dirige…
Se interrumpió, súbitamente consciente de la mirada ansiosa de Jane, y se imprimió en la cara una amplia sonrisa.
—¿Tú también estás esperando, como hacen siempre los otros niños, pero tienes demasiada educación para pedir? —introdujo la mano en un amplio bolsillo de la chaqueta y sacó un paquete cuadrado—. Ten… me he metido unas cuantas en el bolsillo para el primero de vosotros que viniese a sonreír e implorar. Y por no haber pedido ni siquiera, serás tú quien herede, pequeña.
—Gracias —dijo Jane, y por segunda vez aquel día se sintió asombrada por su leve y rápida inclinación.
Entre las manos, el hombre había puesto cuatro enormes galletas de marineros, duras como la pared, y envueltas en papel.
—Ahora vete —la despidió cariñosamente—. Colócalas en una bandeja en el horno, cubiertas de leche, eh, con una nuez de mantequilla encima. Verás qué bueno. Es un regalo del cielo que a alguien le encanten las galletas como a vosotros. En medio del Atlántico ya no son tan sabrosas, créeme. Entonces, las cambiarías todas por una buena rodaja caliente de bara brith.
Los demás rieron, y repentinamente fue como si las dos últimas palabras hubiesen cerrado una puerta. Porque ahora los hombres hablaban incomprensiblemente en gales, y Jane se dio cuenta de que ya no lo entendía. Lo había entendido durante un breve y mágico momento. Ahora ya no era capaz. Aferró la manga de Simon y tiró de él.
—¿Qué sucede?
—Ya me gustaría saberlo. No hay lógica, todo está embrollado.
—¿Dónde estamos? ¿Y cuándo? ¿Y por qué?
—El porqué es la pregunta más importante.
—Tenemos que ir a buscar a Barney.
—Lo sé. De acuerdo.
Mientras caminaban hacia la calle, sobre las tablas separadas, Jane lo miró de soslayo. Simon, ya alto de por sí, por una razón o por otra, con aquel tosco traje a la antigua parecía aún más alto, y más controlado. ¿Había cambiado también él? «No —pensó—. Es sólo que habitualmente no me preocupo en absoluto de cómo es…».
Avanzaban por la calle, más allá de las casitas adornadas con rosas y bocas de dragón; más allá de una lustrosa posada para viajeros, de cuyo tejado colgaba una enseña recién pintada: Las armas de Penhelig. Dos hombres que los precedían saludaron a una figura tosca y bronceada, de pie en el hueco de la puerta.
—Buenos días, capitán Edwards.
«Hemos vuelto al gales», se dijo Jane.
—Buenos días.
—¿Ha oído lo del Sarah Ellen?
—Sí —respondió el capitán Edwards—. He recordado nuestra discusión y estaba pensando en hacerle una visita a John Jones —hizo una pausa—. Y a uno de sus hombres, quizá.
—Podríamos ir con usted —sugirió uno de los dos.
Mientras se volvía, Jane vio, estupefacta, que se trataba una vez más de John Rowlands. No lo había reconocido: no sólo su ropa era distinta, sino también la forma de caminar.
Desde un punto situado calle abajo, cerca del mar, llegaron un martilleo y un chirrido rítmico y agudo que Jane no logró identificar. Ella y Simon siguieron a los tres hombres manteniéndose a una distancia de seguridad hasta el final de la calle, asomada sobre un descampado, justo encima de la señal de la marea alta.
Los astilleros resultaban sorprendentemente simples: un par de pabellones con una curiosa construcción a su lado, parecida a una caja, de la que salía humo. Medía unos sesenta centímetros de alto y ancho, pero era muchísimo más larga, varios metros, y estaba unida por medio de un tubo a una gran caldera de metal. En las proximidades, el tosco esqueleto de un barco yacía en su cuna de madera: una larga quilla con las desnudas cuadernas de roble, a la que estaban unidas aún sólo unas pocas tablas. Enormes troncos, del color blanco amarillento del pino, permanecían amontonados en el suelo, y junto a ellos se abrían fosos largos y profundos, más profundos que la altura de un hombre, donde los aserradores cortaban la madera en tablas. Jane contempló la escena, fascinada. En un foso estaba tumbado a lo largo un tronco, sostenido transversalmente por palos. Encima había un hombre y debajo otro, y juntos empujaban arriba y abajo una larga sierra, la que provocaba el rítmico chirrido audible desde lejos. Otros dos aserradores trabajaban en un foso similar, allí cerca. Y otros movían la madera, apilaban las tablas y vigilaban la caldera humeante, bajo la cual ardía un fuego tan intenso que casi resultaba invisible en el caluroso aire veraniego.
Un muchacho vio a los tres marineros y esbozó un saludo militar, y luego corrió junto al aserrador que trabajaba sobre uno de los fosos, gritando para dominar el chirrido de la sierra.
—Ahí arriba están el capitán Humphrey Edwards, el capitán Ieuan Morgan y el capitán Evan Rowlands.
El aserrador hizo una señal a su compañero y detuvo la larga hoja. Levantó la cabeza. Jane, atisbando por encima del borde de la calle áspera, flanqueada de piedras, vio un rostro pequeño y regordete, dominado por una cabellera de un rojo extraordinariamente brillante. El hombre mostraba un desdeñoso ceño, sin dar signos de amistad o bienvenida.
—John Jones ha ido al muelle para ver una carga de pino que acaba de llegar —anunció, y se inclinó de nuevo, como para despedirlos.
—Caradog Lewis —llamó el tosco capitán venido de la posada. No había gritado, pero incluso a una altura normal la suya era una voz habituada a hacerse oír en una borrasca marina.
El pelirrojo se irguió molesto, con las manos en las caderas.
—Aquí tenemos trabajo, Humphrey Edwards, si a usted no le molesta.
—Ya —replicó John Rowlands—. Justo de su trabajo queremos hablar.
Saltó el pequeño muro de piedras y bajó por un tramo de toscos peldaños hasta los fosos de los aserradores. Los demás lo imitaron. Y lo mismo hicieron, aunque algo más tarde, cuando nadie les prestaba atención, Simon y Jane.
—¿En qué barco están ustedes trabajando en este momento, Caradog Lewis? —preguntó el capitán Edwards, observando pensativo la estructura curva, toda quilla y cuadernas, esquelética pero armoniosa, que yacía sobre los soportes.
Lewis le lanzó una mirada disgustada: parecía a punto de rezongar, pero cambió de idea.
—Es la goleta Courage, para Elias Lewis. Me extraña que no lo sepan. Mide veintitrés metros de eslora, y tendría que estar terminada hace ya un mes. Y allí —indicó con la cabeza un casco semiacabado, ya varado en el malecón— está el Jane Kate para el capitán Farr. Mañana, sus mástiles navegarán desde Ynyslas: ya era hora.
—Y usted ha participado en ambas embarcaciones —comentó John Rowlands.
—Por supuesto, amigo —saltó Lewis, irritado—. Soy el jefe de aserradores de John Jones, ¿no?
—Y, sin duda, responsable de muchas cosas —replicó el capitán Edwards, acariciándose las patillas—, dado que John Jones tiene muchos barcos en los astilleros.
—¿Y qué?
—¿También el Integrity fue obra suya? —inquirió John Rowlands—. ¿Y el Mary Rees? ¿Y el Eliza Davies? —cada vez, Lewis asintió con impaciencia. Rowlands prosiguió, mordiendo las palabras como un niño que muerde una galleta—. ¿Y el Charity? ¿Y el Sarah Ellen?
Lewis frunció el ceño.
—Ha escogido usted los barcos de unos hombres desventurados.
—Así es.
Los demás trabajadores de los astilleros habían depositado sus herramientas en el suelo y se fueron acercando al aserrador poco a poco, para escuchar lo que se decía. Se reunieron en un grupo inquieto, observando a los capitanes con resentimiento.
—Acabo de saber lo del Sarah Ellen —Lewis se encogió de hombros, con pesar superficial—. Lo siento por su hermano. Pero no es una novedad en este pueblo.
—No es una novedad en los barcos en los que trabaja usted —replicó Humphrey Edwards.
La tez pálida de Lewis enrojeció de rabia. Jane vio cómo sus puños se cerraban.
—Escuchen… —comenzó.
—No, ahora nos escuchará usted a nosotros —le respondió el tercer hombre, que no había dicho ni palabra desde su entrada en los astilleros. Tenía la tez aceitunada, rodeada de una barba gris—. Estudié dos de aquellos barcos en el mar, acompañándolos en la travesía por el Labrador, y ambos tenían el mismo defecto. Y John Jones, si lo conozco bien, no tiene nada que ver. Es distraído y quizá demasiado ávido de trabajo, así que no tiene tiempo de supervisar como los armadores que trabajan en una sola quilla cada vez. Pero no es culpa suya si un barco se sumerge en proa y se hunde con el mar de popa. Es culpa de alguien que, cada vez, hace la proa más larga de lo que debería ser, y varias veces ha dejado pasar tablas que se habían secado demasiado deprisa y empezaban a agrietarse.
Un murmullo airado surgió de entre los trabajadores.
El hombre pelirrojo babeaba, apenas podía hablar.
—¡Pruébalo, Ieuan Morgan! —silbó—. ¡Demuestra aunque sólo sea una pequeña parte de lo que has dicho! ¿Crees poder demostrar que he enviado deliberadamente a unos hombres a la muerte?
—Debe de haber una forma de hacerlo —añadió John Rowlands, con voz sombría y lóbrega— porque es verdad, sin sombra de duda. Usted oculta más de lo que parece. Nosotros tres nos preguntamos qué ocurre desde hace bastante tiempo, y ahora la pérdida del Sarah Ellen es la gota que colma el vaso. Ya estamos seguros.
—¿Seguros de qué?
—De que usted… es distinto, Caradog Lewis. Cultiva lealtades distintas de las de los demás hombres, y de alguna horrible forma, sirve a una causa que es totalmente ajena al mundo humano.
Las palabras estaban imbuidas de tanta sosegada convicción que, sin darse cuenta, los trabajadores que rodeaban a Lewis se apartaron ligeramente de él. Lewis se apercibió de ello y arremetió contra ellos con una furia repentina que les obligó a saltar hacia el trabajo más cercano. Pero no había furia en la mirada que Caradog Lewis dirigió luego a John Rowlands; en su lugar, había un odio gélido e insolente que hizo estremecer a Jane, porque lo había visto ya, una vez, en un hombre dedicado a ejecutar la voluntad de la Tiniebla. Lewis, con su tez pálida y su cabello de color rojo vivo, no parecía totalmente una criatura de la Tiniebla, pero precisamente por ello era aún más espantoso. Semejante maldad introducida sin motivo aparente en un hombre común era algo que Jane apenas era capaz de mirar. Sintió que la rabia crecía en él como el vapor en una tetera a punto de hervir.
Lewis se aproximó lentamente al trío, apartándose de su foso.
—Yo soy un hombre igual que usted, Evan Rowlands —dijo con voz tensa—, y se lo demostraré.
En una especie de explosión, se arrojó contra el capitán, con el rostro horriblemente contraído por una cólera rabiosa. Tomado por sorpresa, Rowlands perdió el equilibrio y cayó hacia atrás en una lluvia ruidosa de pizarra gris. Lewis se lanzó sobre él como un perro y lo vapuleó. Los otros dos capitanes corrieron a separarlos, pero los trabajadores habían dejado de nuevo las herramientas para situarse en medio, y en los astilleros estalló de pronto un gran caos. El robusto capitán Edwards tiró al suelo a un hombre: cuando sus nudillos le golpearon la cabeza, resonó un espeluznante entrechocar de dientes; luego el marino desapareció detrás de otros tres trabajadores, y a su lado Ieuan Morgan, gritando y luchando, se los llevó a rastras. Caradog Lewis, que peleaba con Rowlands, se puso en pie, con un resoplido cruel, y buscó el equilibrio para patear con la dura bota. Jane chilló, Simon la adelantó en un torbellino de brazos y piernas y aferró a Lewis. Lanzó un grito cuando la punta de una pesada bota le dio en la tibia.
Simon nunca supo con certeza qué ocurrió después. Mientras se esforzaba por arrancar a Caradog Lewis de la silueta inerte de John Rowlands, se encontró súbitamente lanzado hacia el mar por el abrazo de Lewis, al que no podía resistirse. Chapotearon juntos, siempre de pie, siempre luchando, y luego Simon se sintió despedido hacia afuera, y caer, caer.
El mar se cerró gélidamente sobre él, sin que pudiese notar el fondo. Rozó la arena con un pie, y luego el agua lo envolvió en un remolino: una corriente lo capturó, tirando de él, cada vez más abajo, solo. Pateando desesperadamente, sacó la cabeza en busca de aire, respiró, fue atrapado de nuevo por un torbellino, se batió en el esfuerzo convulsivo de nadar, con los brazos y las piernas entorpecidos por la ropa a la antigua. Los oídos le zumbaban, y tenía los ojos ofuscados. El agua lo estrechaba en su abrazo vertiginoso.
Simon luchó por contener el pánico. El agua le inspiraba un miedo secreto y terrible, aunque sabía nadar bien. Tres años antes, en una competición náutica en el Támesis, se había caído de una embarcación que había volcado y había emergido bajo la vela maestra flotante y aplastada por el aire como un tapón en un frasco sellado. Entonces se había dejado llevar por el pánico, agitándose como un loco. Sólo por pura casualidad había alcanzado el borde de la vela y luego la orilla del río.
Ahora sentía que el mismo pánico le subía a la garganta y a la mente. Le subía como las olas que le hacían dar vueltas, dejándole sólo unas bocanadas de aire. Le subía a ofuscarle el cerebro, a sumergir todos sus pensamientos…
Alguien lo agarró por detrás, en un abrazo potente: dos manos fuertes sobre los hombros tiraron de él, hacia arriba al aire radiante. La luz le hirió los ojos, el agua le mordió el fondo de la garganta. Le parecía que se ahogaba. Jadeó, sacudido por arcadas. A cada respiración afanosa, el agua le silbaba en los pulmones. Simon oyó una serie de estertores pavorosos, convulsivos, gorgoteantes.
Entonces sus pies tocaron la arena compacta. El nadador lo dejó. Simon se dejó caer hasta colocarse a gatas. Unas manos robustas lo tendieron en la arena, le volvieron la cabeza hacia un lado y ejercieron presión en su espalda. El agua le salió en oleadas por la nariz y la boca. Tosió, frenéticamente. Las manos lo ayudaron delicadamente a incorporarse. Permaneció con la cabeza sobre las rodillas, respirando por fin con más calma, sin esfuerzo, sin oír aquel espeluznante gorgoteo. Se apartó el cabello mojado de los ojos y levantó la mirada.
Primero vio a Jane, agachada, con los ojos muy abiertos y el rostro blanco como una sábana. Junto a ella, un hombre estaba arrodillado, pero incluso en esa posición resultaba evidente su gran estatura. Sus ropas obscuras goteaban. La cara que observaba la de Simon con preocupación era huesuda y rugosa, con los ojos obscuros hundidos en las órbitas profundas y las cejas blancas e hirsutas goteando a los lados de la nariz ganchuda. El cabello, espeso y blanco, gris por el agua, estaba diseminado por la cabeza en un enredo de rizos y puntas.
—Oh, querido Merry —dijo Simon, con una voz débil y ronca que no era la suya.
Se detuvo, sintiendo que los ojos le escocían. Hacía mucho tiempo que no lo saludaba con tanto afecto.
—Has sido valiente —declaró Merriman.
Le apretó un hombro con la mano y lanzó una ojeada a Jane, para invitarla a aproximarse. Luego se levantó. Jane abrazó tímidamente a Simon, para ayudarlo mientras se volvía a mirar.
John Rowlands estaba de pie en la playa, cerca de ellos, con la cabeza y las ropas chorreando.
—Se ha zambullido en el mar, tratando de alcanzarte, cuando… —susurró Jane al oído de Simon, con voz áspera— cuando el tío Merry ha surgido… de la nada.
Merriman dominaba sobre ellos, alto como un árbol, con la figura angulosa por el agua. Ante él estaba el grupo inmóvil de los trabajadores, con los dos capitanes de las patillas grises a su lado, mudos y rabiosos. Caradog Lewis estaba entre los carpinteros, con la cabellera roja reluciente. Miraba a Merriman paralizado.
Y la rabia expresada por la mirada de Merriman, dirigida al hombre del cabello rojo, tenía tal intensidad que tanto Simon como Jane se apartaron instintivamente. Caradog Lewis se encogió y retrocedió despacio, en busca de una salida. Luego Merriman alargó un brazo, con el índice estirado, y el hombre se petrificó de nuevo, forzado a la inmovilidad.
—Márchate —intimó suavemente Merriman, en su voz profunda, semejante a terciopelo negro—. Tú que te has vendido a la Tiniebla, márchate de la luminosa Aberdyfi del río y vuelve a la región de Dinas Mawddwy de donde viniste. Vuelve al cubil de la Tiniebla, entre las montañas en torno a Cader Idris, en el reino del Rey Gris, donde otros esperan, con tus mismas negras esperanzas. Pero recuerda que, puesto que has fracasado en tu intento aquí, ahora tus amos ya no querrán saber de ti. Y presta atención, en los años futuros, a mantener a tus hijos y a tus hijas, y a los hijos de tus hijas, lejos de la Tiniebla. Porque la Tiniebla, en su ansia de venganza, destruirá sin duda a cualquiera de ellos al que logre someter bajo su poder.
Sin una palabra, Caradog Lewis dio la vuelta y se alejó, hasta desaparecer de la vista. Merriman miró a Simon y Jane, y luego se volvió hacia el mar, abriendo los brazos en un gesto extraño pero armonioso, como de alguien que se despereza al despertar, y alzó los ojos al cielo.
De la nada, una gaviota pasó como una flecha volando bajo sobre el agua, con un grito estridente. Sus ojos la siguieron… siguieron…
… y cuando se desvaneció de nuevo en el cielo se encontraron de súbito vestidos otra vez con los téjanos y las camisas de su época, en pie sobre una estrecha playa de pizarra, más o menos un metro por debajo del nivel de la acera desde la barandilla de hierro, solos con John Rowlands y Merriman. Simon tenía en la mano un guijarro plano de pizarra y lo apretaba con el pulgar, como para lanzarlo. Lo miró, se encogió de hombros, se inclinó y lo arrojó a ras del mar. Rebotó en una larga e impresionante serie de saltos.
—¡Ocho! —exclamó Simon.
—Siempre ganas —añadió Jane.
Sus ropas estaban secas; sólo el cabello de Jane estaba aún húmedo, por las lluvias de la mañana. No había ningún indicio de que Simon, Merriman y John Rowlands hubiesen estado en el mar. Jane miró de reojo a John Rowlands, que parpadeaba confuso, y comprendió que no recordaba nada: miraba a su alrededor, aturdido. Luego descubrió a Merriman y quedó paralizado. Lo miró durante un largo momento.
—Cáspita —murmuró por fin, con voz ronca—. ¿Cómo es posible? ¡Usted! Nunca lo he olvidado, desde que era niño. ¿Se acuerda?
Jane y Simon los escuchaban, perplejos.
—Entonces, tenía la edad de Will —declaró Merriman, mirándolo con una sonrisa—. Estaba en su montaña, y me vio… a caballo.
—A caballo del viento —precisó lentamente John Rowlands.
—A caballo del viento. Después del episodio, me pregunté si lo recordaría. No hubiese tenido nada de malo. Al fin y al cabo, ¿quién lo creería? Pero, para dejarlo tranquilo, le imprimí en la mente la convicción de haber soñado.
—Y verdaderamente creí haber soñado, hasta este momento, en que vuelvo a ver el mismo rostro, idéntico después de tanto tiempo. Y me pregunto el motivo de su presencia. —John Rowlands volvió la cabeza para mirar a Simon y Jane—. Éste es el jefe de Will, ¿no? Y también vosotros lo conocéis.
—Es el tío Merry —replicó Simon, mecánicamente.
—¿Vuestro tío? —alzó la voz John Rowlands, incrédulo.
—Es sólo un nombre —intervino Merriman. Sus ojos se ensombrecieron; los dirigió al estuario, hacia el mar—. Tengo que irme. Will me necesita. La Tiniebla lo sabía, Simon, cuando te puso en peligro en una época de la que sólo yo podía liberarte, dejando el lugar en que me hallaba.
—¿Están sanos y salvos? —indagó Simon.
—Lo estarán, si todo va bien.
—¿Qué podemos hacer nosotros? —preguntó ansiosamente Jane.
—Encontraos al amanecer en la playa. Vuestra playa —explicó Merriman, y la miró con una extraña sonrisa forzada, señalando hacia la calle—. Y llevad a vuestro hermano pequeño a casa.
Al volverse, vieron la silueta del cabello rubio de Barney saltar hacia ellos, con Blodwen Rowlands pisándole los talones. Y cuando de nuevo se volvieron hacia la playa y el mar, Merriman había desaparecido.