Cuando Will comenzó a cantar, pareció como si cualquier otro sonido muriese. El viento ruidoso amainó, y Simon, Bran y Barney se quedaron escuchando, inmóviles y estupefactos. La música caía en el aire como luz solar: una melodía extraña, cautivadora, sin igual. La aguda y límpida voz de Will pronunciaba palabras en una lengua desconocida para todos ellos. Sabían que aquélla era la música de los Vetustos, invadida de un encanto particular. La voz se elevaba entre las montañas, entrelazándose con sus ecos, y ellos escuchaban embelesados, fuera del tiempo.
De pronto, el canto cesó en medio de una nota, y Will se tambaleó hacia atrás, como si le hubiesen golpeado en el rostro, desfigurado por el horror.
—¡Jane! —gritó, como una terrible advertencia.
Y el eco les devolvió:
—¡Jane… Jane!
Pero antes de que llegase el primer eco Bran ya se había movido. Adelantó corriendo a Simon y Barney, como empujado por el mismo impulso acuciante que se había adueñado de Will, en busca de algo que los demás no podían ver.
La cabeza monstruosa superó como una flecha el rostro de Jane, una, dos, tres veces: no tan cerca como para tocarla, pero diseminando sobre ella cada vez una vaharada de podredumbre nauseabunda. Jane abrió los ojos muy poco, atisbando a través de las manos temblorosas que mantenía sobre su rostro, convencida de estar viva sólo porque la sacudían potentes arcadas. Era imposible que existiese algo tan repugnante, y sin embargo la bestia estaba allí. Su mente vaciló en busca de apoyo, temblando bajo la terrible conciencia del mal. Aquella criatura del lago era su encarnación: malvada, cruel, llena del áspero rencor incubado en los siglos de un sueño terrible, poblado de pesadillas. Jane sentía su voluntad tantear en busca de la suya, tal como la cabeza ciega tanteaba en el aire ante ella. Y luego, irrumpiendo en su cabeza como un grito, pero sin sonidos que los oídos pudiesen oír, llegó la voz.
—¡Dime!
Jane cerró los ojos con fuerza.
—¡Dime! —La orden la golpeó en la cabeza—. ¡Yo soy el afana! ¡Dime las instrucciones que vienen sólo a través de ti! ¡Dime!
—¡No! —desesperadamente, Jane trató de aislar su mente y su memoria.
—¡Dime! ¡Dime!
Buscó imágenes que utilizar como defensa contra las preguntas apremiantes. Pensó en el rostro redondo y simpático de Will, con el cabello castaño y recto que le caía de lado. Pensó en los ojos ardientes de Merriman bajo las cejas blancas e hirsutas, en un grial dorado y en su hallazgo. Situándose más cerca en el tiempo, pensó en el rostro moreno y delgado de John Rowlands y en la sonrisa cortés y afectuosa de su mujer.
Pero apenas había alcanzado un equilibrio se derrumbó de inmediato y la voz alta y estridente le invadió de nuevo la mente y la apremió hasta hacerle sentir que enloquecería. Gimió, tambaleándose, con ambas manos apretadas contra la cabeza.
—Todo va bien, Jane, todo va bien… —sonó de improviso otra voz, amable y tranquilizadora, amortiguando misericordiosamente el grito agudo, y un cálido alivio le inundó la mente, seguido de la obscuridad absoluta.
La vieron agacharse y caer como un bulto en la hierba mojada, mientras llegaban tropezando desde el peñasco del eco. Simon y Barney se lanzaron hacia delante, pero Will los sujetó a ambos con formidable fuerza. Jadearon a la vista del afanc, que ahora se debatía convulsamente en el lago, doblando hacia delante y hacia atrás el cuello enorme. Y luego vieron a Bran, que erguido en toda su estatura sobre una alta roca, lo desafiaba rabioso.
La criatura aulló furibunda, provocando en el lago penachos de espuma, hasta transformar todo el paisaje en un remolino de niebla gris.
—¡Atrás! —le gritaba Bran—. ¡Ve donde deberías estar!
De la cabeza cornuda inmersa en la neblina llegó una voz aguda y fina, fría como la muerte, que les hizo estremecer.
—¡Yo soy el afanc de Llyn Barfog! —chilló—. ¡Y este lugar me pertenece!
—Mi padre te expulsó, a Lyn Cau —respondió Bran sin moverse—. ¿Qué derecho tenías a regresar?
En la pendiente, Will sintió la mano de Barney apretarle frenéticamente la manga. El niño lo miraba, sumamente pálido.
—¿Su padre, Will?
Will encontró su mirada, pero no dijo nada. El agua parecía hervir.
—La Tiniebla sobrevivió a aquel señor, y me ha traído a casa —respondió con voz rabiosa y obstinada—. La Tiniebla es mi amo. ¡Tengo que saber qué tiene que decir la muchacha!
—Eres una criatura estúpida —replicó Bran, en tono nítido y despreciativo.
El afanc aulló, rugió, se agitó. El ruido era horripilante. Pero, poco a poco, empezaron a entender que no había nada más. A pesar de su pavorosa mole, la criatura sólo tenía poder para proferir amenazas. Era una pesadilla, pero nada más.
—Y también tus amos han sido estúpidos —prosiguió Bran— al creer que la pura fuerza del terror podría vencer a uno de los Seis. Esta muchacha ha visto más escenas espantosas que tú, y ha superado la prueba —la voz se le endureció y adquirió un timbre más profundo, más adulto—. ¡Márchate, afanc, márchate al agua obscura que es tu morada! ¡Regresa a la Tiniebla y no vuelvas a salir! —ordenó, irguiendo los hombros y señalando con el dedo.
Y de improviso cayó sobre el lago el silencio absoluto, salvo por el silbido del viento y el repiqueteo de la lluvia sobre sus ropas. El cuello verde y enorme bajó, la cabeza se sumergió en el agua y, lentamente, la criatura desapareció. Algunas burbujas grandes y perezosas despuntaron en la superficie obscura del lago, y sus círculos se perdieron entre las hojas de los nenúfares. Y luego no quedó nada.
Will lanzó un grito de exuberante alivio y bajó con Simon y Barney, entre mil resbalones, por la pendiente verde. Jane, con la tez pálida, estaba sentada en la hierba junto a las cañas que bordeaban el lago.
—¿Va todo bien? —preguntó Simon agachándose a su lado.
—Lo estaba mirando —respondió Jane, sin lógica.
—Pero ¿no te has hecho daño cuando te has caído?
—¿Caído? —preguntó Jane.
—Dentro de un momento estará bien —intervino Will suavemente.
—¿Will? —preguntó Jane con voz temblorosa, mirando al otro lado del lago, hacia la roca en la que Bran permanecía inmóvil—. ¿Quién… o qué… es Bran?
—Él es el Pendragón —explicó Will, simplemente—. El hijo de Arturo y heredero de la misma responsabilidad, en una época distinta… Cuando nació, su madre Ginebra lo llevó adelante en el Tiempo, con la ayuda de Merriman, porque una vez había traicionado a su señor y temía que Arturo no creyese que Bran era realmente hijo suyo. Lo dejó aquí, de forma que creció en nuestra época, en Gales, con un nuevo padre que lo adoptó. Pertenece a nuestra era tanto como nosotros, y al mismo tiempo no pertenece a ella en absoluto… A veces pienso que siempre es exactamente consciente de esa circunstancia, y otras que una parte de su vida es para él sólo un sueño… —su voz apresuró el ritmo, se hizo más concreta—. Por ahora, no puedo deciros más. Vamos.
Fueron todos, vacilantes, al encuentro de Bran, bajo la lluvia que volvía a intensificarse. Él sonrió alegremente, sin la menor tensión.
—¡Qué malvado! —exclamó.
—Gracias, Bran —empezó Jane.
—No hay de qué —replicó él.
—¿No volverá nunca más? —indagó Barney, mirando el lago, como hipnotizado.
—Nunca más —confirmó Bran.
—De ahora en adelante, ya no me burlaré de las historias del Monstruo del Lago Ness —dijo Simon tras respirar hondo.
—Pero ésta era una criatura de la Tiniebla —precisó Will—. Hecha de la materia de las pesadillas, para doblegar a Jane. Porque las potencias de la Tiniebla querían algo que estaba en su poder —la miró—. ¿Qué ha ocurrido?
—Ha sido cuando cantabas —respondió ella—. Y el eco cantaba contigo. Parecía… parecía…
—«Las montañas cantan —citó Bran lentamente—. Y la Señora viene».
—Y ha venido —confirmó Jane.
Cayó el silencio.
Will no dijo una palabra. Se quedó mirando a Jane, con el rostro surcado por una extraña mezcla de emociones.
—No lo sabía —murmuró al final.
—Esta… Señora… —vaciló Simon, y no dijo nada más.
—¿Sí? —preguntó Jane.
—Bueno… ¿de dónde ha venido? ¿Y dónde está ahora?
—No lo sé. Ni una cosa ni la otra. Simplemente… ha aparecido. Y ha dicho… —Jane se interrumpió. Una sensación de calor la invadió mientras recordaba las cosas que la Señora había dicho para ella sola—. Ha dicho: «Explícales que deben ir a la Tierra Perdida, cuando se muestre entre la orilla y el mar. Un hueso blanco les cortará el paso, y un… un espino volante los salvará. Y.» —cerró los ojos, tratando desesperadamente de recordar las palabras exactas—. «Y sólo el cuerno detendrá la rueda», ha dicho. «Y hallarán la espada de cristal de la Luz en la torre de vidrio entre los siete árboles».
Suspirando, abrió los ojos.
—No será muy exacto, pero ése era el fondo. Y luego… se ha marchado. Parecía tremendamente cansada, fue como si palideciese en el aire.
—Está muy cansada —confirmó Will gravemente, y tocó a Jane en el hombro, por un instante—. Te has portado de maravilla. Tan pronto como han advertido que te había hablado, las potencias de la Tiniebla se han puesto manos a la obra, enviando el afane para obligarte con el terror a confesar lo que había dicho. Era la única forma… no habrían podido averiguarlo directamente, porque a veces los Seis están envueltos por una protección a través de la cual la Tiniebla no puede oír ni ver.
—Pero nosotros sólo somos cinco —replicó Barney.
—Éste es tan agudo que se cortará solo. —Bran rió entre dientes.
—Perdonad —se apresuró a añadir Barney—. Lo sé. Es cierto que las cosas funcionan de la misma manera, seamos cinco o seis. Pero, por cierto, ¿dónde está el tío Merry?
—No lo sé —reconoció Bran—. Ya vendrá, Barney. Vendrá cuando le sea posible.
De pronto Simon estornudó con fuerza.
—¿Dónde está la Tierra Perdida? —indagó Barney.
—La encontraremos —afirmó Will—. Cuando sea el momento. No hay duda. Vamos, regresemos antes de coger todos una pulmonía.
Recorrieron en fila india el camino que bordeaba el lago, saltando sobre los charcos y evitando las zonas de fango, y luego bajaron por la hierba alta y mojada hacia el pequeño punzón gris de Carn March Arthur y el camino que dominaba la cresta. Jane se volvió a echar un último vistazo al lago, pero estaba oculto por la pendiente.
—Will —comenzó—, dime una cosa. Un instante antes de ver esa... esa cosa, te he oído gritar: «¡Jane!». Como un aviso.
—Sí, es verdad. Tenía un aspecto terrible… como si estuviese viendo ya al monstruo —recordó Barney rápidamente, y dándose cuenta de lo que había dicho, miró a Will, pensativo.
—¿Lo verías realmente? —preguntó Jane.
Will rozó con la mano la parte superior del cartel que indicaba Carn March Arthur, que Bran, precediéndoles, no se había dignado mirar. Prosiguieron en silencio.
—Cuando la Tiniebla llega, por cualquier lado, nosotros podemos sentirlo. Es como, no sé, un animal que huele la presencia del hombre —respondió por último—. Por eso sabía… que estabas en peligro, y tuve que gritar —volvió la cabeza para mirar a Jane, con una media sonrisa tímida—. «Grita tu nombre a las montañas resonantes» —citó.
—¿Eh? —murmuró Simon junto a ella.
—No eres el único que sabe un poco de Shakespeare —explicó Will.
—¿Qué es eso?
—Oh… sólo un fragmento que nos hicieron aprender el pasado trimestre.
—Las montañas resonantes —repitió Jane, y se volvió a mirar la montaña que ahora se levantaba a sus espaldas, cubriendo el peñasco del eco. Luego frunció el ceño—. Will… si podías sentir la Tiniebla, ¿por qué no también la Luz?
—¿La Señora? —Will sacudió la cabeza—. No lo sé. Fue ella quien lo quiso. Creo… que quizás haya una prueba para cada uno de nosotros, antes de que acabe esta historia. Cada vez distinta, y cada vez imprevista. Y tal vez el Lago Barbudo ha sido tu prueba, Jane, y sólo tuya.
—Espero que la mía no sea así —declaró alegremente Barney, y señaló con el dedo—. Mirad… las nubes se están aclarando.
Unos haces de azul emergían en el cielo a occidente, entre las nubes que corrían, muy recortadas. La lluvia se había reducido a una llovizna y estaba a punto de acabar del todo. Bajaron por la cuesta, más allá de la granja blanca, y de nuevo apareció el Valle Feliz más abajo. El sol surgía de vez en cuando entre las nubes y la atmósfera iba calentándose. El camino dibujó una curva en torno a la montaña, y de pronto vieron ante ellos el mar y el amplio estuario del Dyfi, con el hilo plateado del río que serpenteaba sobre tramos relucientes de arena dorada, dejada al descubierto por la marea baja.
Se detuvieron a mirar.
—Tengo hambre —anunció Barney.
—Buena idea —convino Simon—. ¿Comemos?
—Necesitamos unas rocas para sentarnos… probemos allá arriba —sugirió Bran.
Escalaron la pendiente junto al camino y superaron la cima de una pequeña cresta. Abajo, se ensanchaban el mar y el estuario. Encaramados sobre puntas rocosas de pizarra, se lanzaron sobre los bocadillos.
—Al otro lado del río hay una enorme extensión de tierra —comentó Jane mientras miraba el estuario, masticando—. Kilómetros, kilómetros y kilómetros antes de que vuelvan a empezar las montañas.
—Cors Fochno —respondió Bran, mientras sus extraños cabellos blancos se secaban vaporosos al sol—. Pantanos, en su mayoría… ¿veis los desagües, todos rectos? Hay plantas interesantes en aquella zona, para quien se interesa por la botánica. Y se han encontrado algunos vestigios antiguos: un cinturón de oro, un collar de oro y treinta y dos monedas de oro que ahora están en el National Museum. Y hay troncos de árboles sumergidos, allí abajo, sobre las arenas, cerca de las dunas. Algunos incluso a este lado del río, sobre las arenas entre Aberdyfi y Tywyn.
—¿Árboles sumergidos? —repitió Simon.
—Desde luego —confirmó Bran, y rió entre dientes—. Los de la Centena Sumergida, probablemente.
—¿Y qué es eso? —preguntó Barney.
—¿Nunca habéis oído la vieja historia? —Bran se puso en pie, señalando la desembocadura del estuario, ahora totalmente inundada de sol bajo unas manchas de azul más amplias—. Se dice que aquélla era la tierra bella y fértil del rey Gwyddno Garanhir, hace siglos. El único problema era que era tan plana que el mar debía mantenerse alejado por medio de diques. Y una noche hubo una tempestad terrible, el dique marítimo cedió y el agua irrumpió dentro. Y la tierra quedó completamente sumergida.
Will se levantó y se situó a su lado, con la mirada dirigida al estuario. Trató de contener la excitación que asomaba en su voz.
—Sumergida… —repitió—, perdida…
—Santo Dios —murmuró Barn sin volverse.
Los demás se pusieron en pie de un salto.
—¿La Tierra Perdida? —preguntó Simon.
—Conozco desde siempre esa vieja historia —explicó Barney despacio—, y sin embargo nunca he pensado…
—¿Es posible? —prosiguió Simon—. Pero…
—¡Tiene que ser así! —exclamó Barney—. ¡No podría ser de otro modo! ¿No es cierto, Will?
—Creo que sí —convino él.
Trataba de impedir que su cara prorrumpiese en una amplia y estúpida sonrisa. La seguridad lo invadía como el calor del sol.
Advertía de nuevo, a su alrededor, la sensación de la Gran Magia, que crecía rápidamente hasta alcanzar la intensidad de antes. Era una especie de embriaguez, la expectación de cosas maravillosas: la emoción de la Nochebuena, o del nuevo verdor sobre los árboles al comienzo de la primavera, o de la visión del mar durante las primeras vacaciones estivales. Llevado por un impulso, levantó los brazos hacia arriba, como para atrapar una nube.
—Algo… —exclamó, hablando de forma espontánea, sin pensar en lo que decía—. Hay algo…
Giró sobre sí mismo, mirando la montaña. Se sentía feliz, y a duras penas era consciente de la presencia de los demás. A excepción de uno.
—¿Bran? —llamó—. ¿Bran? Lo sientes… lo…
Agitó una mano con impaciencia, descubriendo que no encontraba palabras. Pero luego levantó la mirada y entendió que no las necesitaba, a juzgar por el asombro estático que mostraba la tez pálida de Bran. También el muchacho gales se volvió a contemplar las montañas, el cielo, como en busca de algo, o de una llamada sonora. Will rió con fuerza, al ver el reflejo de la misma indefinible alegría que le invadía la mente.
Jane, que los observaba desde atrás, advirtió la intensidad de su emoción y sintió miedo. Inconscientemente, se acercó a Simon, estirando un brazo para atraer a Barney a su lado. Congelado por el mismo instinto, Barney no opuso resistencia, sino que retrocedió lentamente, lejos de Will y Bran. Los Drew permanecieron allí, mirando, juntos.
Y a más de un kilómetro de la montaña, en el mosaico azul y oro del estuario, llegó una agitación en el aire, como el temblequeo que domina una carretera asfaltada en pleno verano. Al mismo tiempo, una música fluctuó hasta sus oídos, muy lejana y débil como un susurro, pero tan dulce que se esforzaron por oírla mejor. Sin embargo, por desgracia no lograron captar más que un esbozo de aquella delicada y evasiva melodía. El aire vibrante se hizo cada vez más vivido, como si el sol lo iluminase desde dentro. Los chicos tenían los ojos deslumbrados, pero a través del fulgor les pareció ver una transformación en el estuario, un movimiento del agua.
Aunque la marea estaba ya baja, parecía que hubiese más arena dorada brillando más allá de la señal extrema del reflujo. Las olas se habían detenido y el agua había empezado a retirarse. El borde blanco del mar azul retrocedía cada vez más, haciendo emerger la costa: primero arena, luego el verde brillante de las algas. Pero no eran algas, observó Jane incrédula, era hierba. Y tras ella, mientras el mar no dejaba de retroceder, surgieron árboles, y flores, y muros, y edificios de piedra gris, pizarra azul, y oro llameante. Una ciudad entera surgía gradualmente del mar: una ciudad viva, con finos penachos de humo que se elevaban aquí y allá de fuegos invisibles en el aire inmóvil del verano. Torres y pináculos centelleantes se cernían como guardianes sobre la tierra plana y fértil con manchas verdes y oro que se extendía junto a las montañas. Y en la lontananza, en el confín de la nueva región, donde el azul del mar desaparecido finalmente volvía a empezar, divisaron una pincelada vertical de luz, una torre que relucía como fuego blanco.
Recortados contra el cielo azul, en la cresta más alta de la pendiente, Will y Bran miraban juntos la Tierra Perdida y la ciudad. Jane tuvo la impresión de que estaban allí esperando. Vio a Will levantar la cabeza de improviso y mirar hacia el mar. Y luego el resplandor que invadía el aire comenzó a crecer, se hizo cegador, hasta el punto de que dejaba percibir sólo un vago perfil de aquella extraña tierra. Y le pareció a Jane, mientras retrocedía protegiéndose los ojos, que el aire luminoso se concentraba en una ancha cinta reluciente, parecida a una carretera, que partiendo de sus pies llegaba lejos, lejos, sobre el valle y hacia abajo, más allá de la desembocadura del río Dyfi.
Volvió a oír la música, bella e inasible, y vio a Will y Bran subir juntos a la resplandeciente carretera de luz y avanzar por el aire, a través de la neblina, hacia la Tierra Perdida.
Estrechó el brazo en torno al hombro de Barney. Al otro lado, sintió la mano de Simon tocar la suya. Permanecieron inmóviles y mudos.
Luego la música se difuminó en el grito lejano de las gaviotas y la carretera radiante palideció, y con ella las figuras que habían caminado sobre ella. Y mientras el esplendor abandonaba el aire, los tres hermanos, volviendo la mirada hacia el estuario, no vieron ninguna ciudad sobresaliente, ningún campo verde, ningún hilo de humo, sino sólo el mar, el río y la costa dejada al descubierto por la marea baja, tal y como habían sido al principio.
Simon, Jane y Barney se volvieron, en silencio. Recogieron las mochilas y se dirigieron hacia el camino de regreso.