El Lago Barbudo

Al principio no hubo lluvia, aunque las nubes navegaban por el cielo azul como oleadas de humo. En silencio, a causa del esfuerzo, caminaron a toda prisa por el sendero ascendente que llevaba desde el pueblo de Aberdyfi a las montañas. El camino trepaba abrupto, entre dos altos setos de vegetación espontánea.

—¡Atención! —gritó Will desde atrás—. ¡Coche!

Se aplastaron contra el muro de hierba, evitando el abrazo espinoso de las zarzas, mientras un coche rojo y brillante pasaba como una flecha con gran estruendo.

—¡Mirad allí! ¡Madre mía! —Barney agarró a Jane por un brazo, señalando—. ¿Qué son?

Inmóviles en mitad del camino, a pocos metros de ellos, había dos extraños animales alargados, del tamaño de los gatos, pero de cuerpo esbelto. Tenían el pelo leonado, como el de un zorro rojo, y colas de gato, apenas levantadas del suelo. Sus cabezas estaban vueltas, y sus ojos brillantes miraban fijamente a los muchachos. Entonces, el primer animal y luego el segundo, sin prisa, se volvieron y cruzaron el camino con un movimiento ondulante, sinuoso, y al parecer desaparecieron dentro del margen herboso.

—¡Armiños! —exclamó Simon.

—¿No eran un poco grandes? —dijo Barney con expresión dudosa.

—Demasiado grandes —asintió Bran—. Y además tenían blanco sólo en el hocico. Los armiños tienen el vientre y el pecho blancos.

—Y entonces ¿qué eran?

—Turones. Pero nunca había visto ninguno de color rojo vivo. —Bran fue a atisbar con cautela entre la vegetación.

—Qué raro que no les asusten los coches —comentó Barney—. Ni tampoco las personas.

—Son crueles y no tienen miedo de nada —dijo Bran—. Matan incluso por diversión.

—Como los visones —intervino Will, con voz ronca.

—¿Los visones? —dijo Bran—. En Gales no tenemos.

—Se parecen a esos animales. Pero son negros. O marrones, creo. También a ellos… les gusta matar. —Will tenía aún la voz tensa.

—Hay una granja aquí cerca. Tal vez por eso vayan por ahí de día. —Bran prosiguió a grandes pasos—. Ánimo… el camino aún es largo.

Más allá de la granja, el sendero se ensanchaba un poco y ascendía con mayor suavidad. Jane caminaba tratando de captar las emociones evasivas que le entraban y salían de la mente a toda velocidad.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué Will estaba tan nervioso, y por qué Bran, en cambio, parecía insensible a todo? ¿Y quién era este Bran? Advirtió un vago y confuso resentimiento por la complicación que introducía su presencia, de una u otra forma, en su relación y en la de sus hermanos con Will. «Ya no estamos solos —pensó—, como la última vez». Y sobre todo comenzaba a sentir una profunda aprensión por todo lo que les esperaba, fuese lo que fuese…

Avanzando a ciegas, chocó contra Barney y halló a todos los demás sumergidos en un silencio repentino. Luego alzó los ojos y entendió por qué.

Estaban al borde de un magnífico valle. A sus pies, la pendiente se degradaba en una extensión de helechos verdes y ondulantes, y algunas ovejas mordisqueaban la hierba rala. Muchísimo más abajo, entre los campos dorados y verdes del fondo del valle, un camino serpenteaba parecido a un hilo, más allá de una ermita y una minúscula granja. Y al otro lado del valle se elevaban, cadena a cadena, las antiguas montañas de Gales.

—¡Oh! —murmuró Jane.

—Cwm Maethlon —anunció Bran.

—El Valle Feliz —tradujo Will.

—Ahora comprenderéis por qué llaman a este camino la Travesía Panorámica —explicó Bran—. Y por qué es tan frecuentado por los turistas.

—Despierta, Jane —la provocó Will.

Jane miraba fijamente el valle, paralizada y con los ojos abiertos de par en par. Volviendo despacio la cabeza, miró a Will, pero no sonrió.

—Es… es… no puedo explicarme. Pintoresco. Magnífico. Pero también espantoso, en cierto modo.

—Es culpa del vértigo —decretó Simon con seguridad—. Dentro de un momento te sentirás mejor. No mires hacia abajo desde el borde.

—Vamos —dijo Will en tono neutro, recordándole de repente a Merriman.

Se volvió y prosiguió por el sendero que bordeaba el Valle Feliz. Simon lo siguió.

—Nada de vértigo —replicó Jane.

—Y nada de «espantoso» tampoco —añadió Barney—. Si empiezas a dejarte llevar por emociones tontas aquí arriba, ya no acabarás. Will ya tiene bastante de qué preocuparse.

Jane lo miró turbada, pero él ya había reanudado la marcha.

—¿Quién se cree que es? —protestó enfurecida—. Mis emociones están en mi cabeza, no en la suya.

—Ahora tal vez entiendas qué pretendía decir ayer —dijo Barney, volviéndose hacia atrás.

Jane levantó las cejas.

—En la montaña, sobre el mar —explicó Barney—. Ese lugar asustaba un poco también. Estaba seguro de haber estado ya allí, y vosotros dos dijisteis que todo eran tonterías. Pero he pensado en ello… en realidad, es más como vivir dentro de algo que ya ha sucedido, sin que haya sucedido en absoluto.

Se situaron detrás de los demás en silencio.

Empezó a llover: una lluvia delicada, insistente, procedente de las nubes bajas y grises que habían ido creciendo y ahora comenzaban a cubrir todo el cielo.

Detrás de una última curva, la carretera asfaltada terminaba junto a una valla de hierro, dando paso a un camino de tierra, bien alisado, que superaba una granja blanca y solitaria, para adentrarse en la montaña.

Jane permanecía silenciosa, sombría, con la mirada perdida en el vacío.

—¿Aún te sientes rara, Jane? —Simon la escrutó.

—Miradlos —replicó ella, con una voz extraña, tensa y baja, señalando a Will y Bran, que se afanaban camino arriba, entre la hierba—. ¡Miradlos! ¡Es una locura! ¿Quiénes son, dónde van, por qué hacemos lo que quieren ellos? ¿Cómo podemos saber qué ocurrirá?

—No lo sabemos —concedió Barney—. Pero, por lo demás, nunca lo hemos sabido, ¿no?

—No deberíamos estar aquí —insistió Jane—. Todo es demasiado… vago. Hay algo que no cuadra. Y… —las últimas palabras salieron en tono de desafío— tengo miedo.

—Pero Jane, todo va bien, seguro —la tranquilizó Barney—. Cualquier cosa que tenga que ver con el tío Merry…

—Pero él no está aquí.

—No —convino Simon—. Pero está Will, y es casi lo mismo.

El asombro resonó en la mente de Jane, que miró fijamente a su hermano.

—Pero Will nunca te ha sido demasiado simpático. Ya sé que jamás has dicho nada, pero había siempre…

Se interrumpió. El sólido terreno parecía temblar súbitamente bajo sus pies.

—Escucha —prosiguió Simon—. No fingiré haber entendido todo lo que nos ha ocurrido con el tío Merry y con Will. Pero además es inútil intentarlo, ¿no te parece? En el fondo todo es muy sencillo, es una cuestión de… bueno, hay un lado bueno y uno malo, y esos dos representan sin la menor duda el lado bueno.

—Sí, claro —respondió Jane en tono enojado.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—No hay problemas. Es ese Bran. Es sólo… oh, diablos, tú no lo entenderías.

—Nos esperan —anunció Barney.

En el camino, a una buena distancia de la granja, junto a otra valla, las dos pequeñas figuras obscuras se habían vuelto a mirar hacia atrás.

—Ánimo, Jane —la exhortó Simon, dándole un golpecito vacilante en el hombro.

—Si realmente tienes miedo, no es propio de ti —prorrumpió Barney, repentinamente iluminado—. Deberías pensar si por casualidad eres… —agitó confusamente una mano— atacada.

—¿Atacada? —preguntó Jane.

—La Tiniebla —explicó Barney—. Recuerda cómo te insinúa algo en la mente, algo que dice: «No te quiero, márchate…». Te hace sentir que está a punto de suceder un desastre.

—Sí —murmuró Jane—. Oh, sí, recuerdo.

Barney dio saltitos delante de ella.

—Bueno, si la combates, no puede arraigar. Recházala, escapa… —la agarró por la manga—. ¡Vamos! ¡Hagamos una carrera montaña arriba!

Jane se esforzó por sonreír.

—¡De acuerdo!

Corrieron a toda velocidad camino arriba, hacia las figuras que los esperaban. Simon los siguió más despacio. Había escuchado sólo a medias las palabras de Barney porque le habían llamado la atención dos animales rojos y sinuosos que se deslizaban desde los helechos, con los ojos brillantes —si no se los había imaginado— clavados en ellos. Pero parecía el peor momento para hablar de ello con Jane.

—¿De qué crees que hablaban? —preguntó Bran mientras él y Will miraban correr a Barney y Jane.

—Quizá se preguntaban simplemente si era hora de comer —respondió Will.

Bran se bajó las gafas sobre la nariz, y los ojos dorados lo miraron fijamente durante un instante, entre la gorra y las lentes obscuras.

—Vetusto —murmuró Bran—. Tú sabes más que eso —luego volvió a colocarse las gafas, con una sonrisa burlona—. Y, de todas formas, es demasiado pronto.

Pero Will miró gravemente las figuras que se acercaban.

—La Luz necesita a esos tres. Siempre ha sido así, a lo largo de toda esta misión. Por eso, ahora la Tiniebla los persigue con mucha dureza. Tenemos que apoyarles, Bran. Y especialmente a Barney, creo.

—¿Cuándo comemos? —preguntó Barney, que llegaba jadeando en ese momento.

—Carn March Arthur está justo detrás de la próxima pendiente —respondió Bran echándose a reír.

—¿Qué aspecto tiene? —Barney se marchó sin esperar la respuesta, corriendo camino arriba.

Bran se volvió para seguirlo, pero Jane se detuvo ante él. Respiraba irregularmente y les escrutaba con frialdad a él y a Will, de una forma que a este último le costó reconocer.

—Esto no me gusta, ¿de acuerdo? —saltó—. Estamos aquí caminando, como si todo fuese normal, pero no podemos seguir fingiendo los unos con los otros.

Will la miró, dividido entre su paciencia y su prisa. Por un instante dejó caer la cabeza sobre el pecho y luego suspiró.

—Está bien. ¿Qué quieres que te digamos?

—Sólo dos palabras sobre lo que podemos encontrar allá arriba —replicó Jane, exasperada— y lo que estamos haciendo aquí.

Antes de que Will pudiese abrir la boca, Bran se lanzó sobre sus palabras, como un perro sobre un hueso.

—¿Hacer? Pues nada, niña… probablemente, no tendrás otra cosa que hacer que mirar un valle y un lago, y decir: «¡Oh, qué bonito!». ¿Por qué te agitas tanto? Si no te gusta la lluvia, tápate bien y vuelve a casa. ¡Vamos!

—¡Bran! —exclamó Will.

Jane permanecía inmóvil, con los ojos muy abiertos.

—¡Ya está bien! —gritó Bran, rabioso—. Quien ha visto el despertar del miedo, la muerte del amor y la Tiniebla que se introduce en todas las cosas, no hace preguntas estúpidas. Hace lo que debe hacer, sin tonterías. Y ésta es nuestra obligación ahora: ir donde quizá descubramos cuál es el próximo movimiento.

—¡Y nada de tonterías! —añadió secamente Jane.

—¡Exacto! —replicó Bran con brusquedad.

Mirando a Jane, Will tuvo de repente la impresión de ver a una perfecta extraña. El rostro, distorsionado por la emoción y la furia, parecía pertenecer a otra.

—¡Tú! —Jane agredió a Bran, metiéndose violentamente las manos en los bolsillos—. Tú te crees tan especial, con tu pelo blanco, tu aspecto original y los ojos que permanecen tras esas estúpidas lentes. ¡El diferente! Hasta puedes decirnos qué deberíamos hacer, si te crees aún más especial que Will. Pero, a fin de cuentas, ¿quién eres? Te vimos ayer por primera vez, y por qué deberíamos meternos ahora en problemas sólo porque tú… —la voz se le apagó, con un temblor, y se alejó deprisa hacia la pequeña figura de Barney, que se desvanecía pendiente arriba.

Simon hizo ademán de seguirla, pero luego se detuvo, indeciso.

—Especial, ¿eh? —murmuró Bran como para sí—. Especial. Muy bien. Tras años de ver a la gente sonreír malignamente ante ese chico con la piel sin color. Especial… Fantástico. ¿Y qué es ese rollo de los ojos?

—Lo sabes —cortó Will—. También son especiales.

Bran vaciló. Se quitó las gafas y se las metió en el bolsillo.

—No tiene nada que ver, ella no sabe nada. Y no se refería a eso.

—No —confirmó Will—. Pero tú y yo no podemos olvidarlo ni por un instante. Y no puedes… dejarte llevar así.

—Lo sé y lo siento —admitió Bran mirando deliberadamente a Simon, para incluirlo en la disculpa.

—No sé cuál era el problema, pero no te sientas turbado porque Jane pierda los estribos. No significa nada —dijo Simon, cohibido.

—No es propio de ella —comentó Will.

—Bueno… últimamente sucede, de vez en cuando. Como unas explosiones. Pero —aseguró Simon, confiado— debe de ser una fase pasajera.

—Tal vez —convino Will, mirando a Bran—. ¿O acaso deberíamos vigilar sobre todo a Jane?

—Vamos —concluyó Bran, sacudiendo las gotas de lluvia del borde de la gorra—. Carn March nos espera.

Prosiguieron hacia la línea en que la pendiente verde y herbosa se encontraba con el cielo gris. Al otro lado, Jane y Barney permanecían agachados junto a un pequeño punzón de piedra, idéntico a cualquier otra cicatriz rocosa de la montaña, pero destacado por una sobria placa de pizarra, semejante a una lápida. Will bajó por el camino lentamente, con los sentidos abiertos y vigilantes como las orejas de un perro de caza, pero no oyó nada.

—Aquí hay una especie de círculo hundido, que debería ser el punto pisado por el casco del caballo de Arturo… mirad, incluso está marcado. —Barney midió con la mano la cavidad en la roca—. Y otro aquí —levantó la cabeza, nada impresionado—. ¡Qué caballo tan pequeño!

—Sin embargo, tienen forma de cascos —observó Jane, con la voz ligeramente ronca—. Quién sabe qué los creó, en realidad.

—La erosión —respondió Simon—. Los remolinos de agua.

—Junto al roce de la tierra suelta —explicó Bran.

—Y el hielo, que dividió la roca —añadió Jane, vacilando.

—O el casco de un caballo, golpeando fuerte —exclamó Barney, y alzó la mirada hacia Will—. Pero no fue así, ¿verdad?

—No lo creo —replicó Will con una sonrisa—. Si Arturo hubiese dejado todas las cavidades denominadas «Huella del caballo del rey Arturo» o se hubiese sentado en cada roca llamada «Sillón de Arturo», ese pobrecillo se habría pasado toda la vida viajando ininterrumpidamente por Britania.

—Y lo mismo vale para los caballeros —comentó alegremente Barney— si se hubiesen sentado en torno a cada montaña llamada «Mesa Redonda del rey Arturo».

—Sí —confirmó Will, recogiendo una piedrecilla de cuarzo y haciéndola rodar sobre la palma de su mano, repetidamente—. Exacto. Algunos nombres significan… otras cosas.

Barney se puso en pie de un salto.

—¿Dónde está el lago, ése del que se dice que sacó al monstruo?

—Llyn Barfog —recordó Bran—. El Lago Barbudo. Por allí.

Los guió por el camino que descendía hacia una hondonada, rodeando la pendiente. Se puso a llover con fuerza, y el viento soplaba violentamente a través de la garganta.

—Qué nombre tan raro, el Lago Barbudo —observó Jane, dirigiendo las palabras a Bran, aunque caminaba sin mirarlo. Will sintió compasión por su tácita y torpe disculpa—. Barbudo. Muy poco romántico.

—Dentro de un momento te enseñaré el motivo —anunció Bran sin rencor—. Vigilad dónde ponéis los pies, hay tramos pantanosos.

Los precedió a todos, evitando grupos de cañas palustres, indicio de terreno encharcado.

Will levantó la vista, y delante, además de la lluvia intensa, divisó de nuevo la ladera opuesta del Valle Feliz, gris y cubierta de neblina. Pero esta vez en el escarpado borde de su lado yacía un lago.

Era un extraño lago, bordeado de cañas y poco mayor que un estanque, cuya obscura extensión estaba cubierta en su práctica totalidad por las hojas y las flores blancas de los nenúfares. Y por un ruido sordo en los oídos, como de olas que se alzan de improviso, comprendió además que en alguna parte, allá arriba, estaba el lugar donde debían ir. Algo los esperaba, en aquella cumbre ondulada y cubierta de rocas, entre el Valle Feliz y el estuario del río Dyfi.

A través de un velo, producido en el aire no por la lluvia, sino por su ofuscación mental, vio con un vago y remoto asombro que Bran no tenía su misma sensación. El muchacho del cabello blanco permanecía en el camino con Simon y Jane, con una mano levantada protegiendo sus ojos de las gotas y el viento, y la otra estirada señalando.

—El Lago Barbudo recibe ese nombre debido a las plantas que hay en sus aguas —explicó—. Algunos años, cuando no llueve mucho, se hace mucho más pequeño, y las plantas quedan a su alrededor, como una barba.

El lago yacía obscuro y silencioso bajo el cielo gris. Sentían cómo el viento gemía sobre las montañas y se introducía en sus ropas con un crujido. Resonó un grito amortiguado.

—¿Qué es eso? —preguntó Barney, volviendo la cabeza.

Bran miró a través del lago hacia la pendiente que parecía la parte más alta de la montaña en la que se hallaban.

—Turistas —respondió suspirando—. Gritan por el eco. Venid a verlo.

Will se quedó atrás mientras, uno tras otro, procuraban no perder el equilibrio en el camino fangoso, cubierto de piedras, que rodeaba el lago. Deslizó la mirada hasta la orilla opuesta, donde el terreno caía en un precipicio hasta el valle. La lluvia le entraba en los ojos, la niebla revoloteaba sobre las montañas, pero nada le penetró en la conciencia, nada le habló. Sólo tenía la violenta sensación de hallarse con los demás en presencia de la Gran Magia, de alguna forma incomprensible para él.

Siguió a sus compañeros, más allá de la alta pendiente que se extendía ante él. Los encontró de pie sobre un peñasco, asomados a una hondonada entre las montañas. Un hombre y una mujer envueltos en chaquetas de color naranja chillón se encontraban en un punto más bajo del declive, con tres niños que vagabundeaban alrededor lanzando gritos en el hoyo verde y plano. Al otro lado, un pico escarpado y rocoso devolvía un eco.

Al poco tiempo, Jane se aburrió, y a medida que se alejaba, las voces de los demás se fueron debilitando. Se metió las manos en los bolsillos, levantando los hombros como para sacudirse algo de la espalda. «El perro negro encima», pensó con ironía: así llamaban en familia a un acceso de melancolía, como los que últimamente la asaltaban con frecuencia. Pero esta vez, pensó Jane, algo más que un simple mal humor le invadía la mente. La suya era una extrañeza que no podía definir y nunca antes había sentido. Una inquietud, la expectativa medio temerosa de algo que parecía entender sólo con una parte de sí misma… Suspiró. Era como estar dividida en dos personas: vivir con una sin tener la menor idea de lo que la otra haría, o sentiría.

Un resplandor anaranjado atrajo su mirada, a través de un paso en el horizonte de las montañas: la familia ruidosa se estaba marchando, y la madre arrastraba por el brazo, irritada, a un niño rebelde. Desaparecieron tras la pendiente. Pero Jane no volvió con los demás. Vagó sin rumbo por su cuenta, entre los brezos y la hierba mojada, hasta que, de repente, advirtió de nuevo el viento frío en la cara y volvió a encontrarse en el Lago Barbudo. Se quedó mirando tristemente el agua obscura. El viento le silbaba en los oídos.

En una pausa súbita del viento, oyó la débil voz de Simon a sus espaldas, un fragmento fugaz de sonido: —… ¡tú, tierra! ¡Habla!…

Y luego, quizás en su imaginación, percibió también un suave eco:

—… Habla… habla…

Luego llegó otra frase en otra voz, clara y particular: comprendió que era Bran, que hablaba en gales. Y de nuevo el tenue eco regresó, devolviéndole las palabras, familiares a pesar de no tener sentido.

El viento soplaba en ráfagas, la niebla se deslizaba en un manto desgarrado sobre el lado opuesto del lago, ocultando el Valle Feliz. Y sobre el eco de la llamada de Bran, como siguiendo unas instrucciones, llegó una tercera voz que cantaba, de forma tan límpida, suave y sobrenatural que Jane quedó petrificada, sin respiración, completamente embelesada. Sabía que era Will, pero no recordaba si lo había oído cantar alguna vez: ni siquiera podía pensar, o hacer otra cosa que no fuese escuchar. La voz se elevó sobre la onda del viento, desde detrás de la montaña, lejana pero nítida, en una extraña y armoniosa melodía. Y sobre su estela llegó el débil contrapunto del eco, una segunda voz espectral que se mezclaba con la primera.

Era como si las montañas cantasen.

Y mientras Jane miraba, sin verlas, las nubes que volaban bajas sobre el lago, llegó alguien.

En un punto del gris turbulento comenzó a brillar débilmente una mancha de color: rojo, rosa y celeste se mezclaban demasiado deprisa para que el ojo pudiese seguirlos. La claridad suave y cálida en la montaña gélida hipnotizó como una llama la mirada de Jane.

Luego, poco a poco, comenzó a enfocarse, y Jane parpadeó, incrédula, mientras se daba cuenta de que una silueta tomaba forma en su interior.

La luz se hizo más intensa, hasta que, de pronto, se concentró toda en una piedra rosada, reluciente, engarzada en un anillo. Y el anillo se hallaba en el dedo de una figura esbelta situada delante de Jane, un poco inclinada hacia delante, como si se apoyase en un bastón.

Al principio, la figura apareció rodeada de un resplandor tal que Jane no pudo mirarla directamente, sino que se vio obligada a bajar los ojos hacia el suelo, sólo para darse cuenta, con sumo estupor, de que éste no existía.

La figura fluctuaba delante de ella. Pudo ver por fin que se trataba de la silueta delicada de una anciana, envuelta en un largo vestido de color claro.

El rostro, de rasgos delicados, era benévolo pero decidido, con ojos azules y límpidos, extrañamente jóvenes entre las telarañas que marcaban la vieja piel.

Jane había olvidado a los demás, la montaña y la lluvia, todo salvo el rostro que la miraba y ahora, amablemente, sonreía. Pero la mujer seguía sin hablar.

—Usted es la Señora —dijo Jane con voz ronca—. La Señora de Will.

La Señora inclinó la cabeza en una lenta y graciosa señal de asentimiento.

—Y dado que eres consciente de ello, puedo hablarte, Jane Drew. Estaba previsto, desde el principio, que fueses tú quien llevase el último mensaje.

—¿Mensaje? —susurró Jane.

—Tienes que explicarles que deben ir a la Tierra Perdida, cuando ésta se muestre entre la tierra firme y el mar. Un hueso blanco les cortará el paso, y un espino volante los salvará. Y sólo el cuerno podrá detener la rueda. Y en la torre de vidrio hallarán entre los siete árboles la espada de cristal de la Luz.

La voz tembló, terminando en un suspiro ahogado, como para aferrar un último atisbo de fuerza.

—En la torre de vidrio, entre los siete árboles… un hueso blanco les cortará el paso, y un espino volante los salvará. Y sólo allí… el cuerno detendrá la rueda —repitió Jane, tratando de retener las palabras y la imagen de la Señora.

—Recuerda —insistió la Señora, mientras la silueta blanca comenzaba a desvanecerse y la claridad del anillo se apagaba. La voz se hizo cada vez más tenue—. Recuerda, hija mía. Y valor, Jane. Valor…, valor…

El sonido se apagó, el viento formó remolinos. Jane miró desesperadamente la niebla gris, buscando los ojos azules y límpidos en el rostro viejo y rugoso, como si sólo ellos pudiesen fijarle las palabras en la memoria. Pero estaba sola entre el lago y las montañas obscuras, con las nubes que corrían y en los oídos nada más que el viento y el último e imaginario residuo de una voz moribunda.

Y ahora, como si desde el primer instante nunca hubiese abandonado su conciencia, llegó la clara y aguda melodía de Will, entrelazada con el eco, de donde había recibido la impresión de que las montañas cantaban.

Pero, de pronto, el canto cesó.

—¡Jane! —la voz de Will irrumpió en el aire con un grito ronco, ansioso.

El eco repitió la llamada como una advertencia. Movida por el instinto, Jane se volvió de repente hacia la voz, pero sólo vio la verde ladera de la montaña.

Luego volvió a mirar el lago y descubrió que, en el instante en que se había vuelto, había aflorado ante ella un horror tal, que el pánico la sumergió como agua helada.

Trató de gritar, pero de su garganta sólo brotó un largo lamento ahogado.

Del agua obscura surgió un cuello inmenso, que oscilaba ante ella, goteando, dominado por una pequeña cabeza en punta, con la boca abierta y los dientes negros. Dos antenas se movían perezosamente hacia delante y hacia atrás, como los cuernos de un caracol, y entre ellas comenzaban unas crines que recorrían todo el cuello. El cuello se elevó cada vez más alto, enorme, interminable.

Mirándolo, paralizada por el horror, Jane vio que era de color verde obscuro, jaspeado por una extraña y opaca irisación, salvo en la parte inferior, situada delante de ella, que era blanco plata. La criatura se elevaba sobre su cabeza, oscilante y amenazadora. El aire estaba cargado del hedor de algas, gas de pantano y podredumbre.

Las piernas y brazos de Jane se negaban a moverse. Permaneció allí, mirando la gran criatura que avanzaba a ciegas, buscándola. Tenía la boca muy abierta, y el cieno goteaba de sus mandíbulas negras. Se arrojó cerca de ella, como si advirtiese su presencia: su cabeza se echó hacia atrás para atacar. Jane gritó y cerró los ojos.