Cinco

—¿Hemos estado ya aquí? —preguntó Barney—. Tengo la sensación constante de que…

—No —respondió Simon.

—¿Ni siquiera cuando tú eras pequeño, y yo más pequeño aún? Quizá lo has olvidado.

—¿Olvidar esto?

Con énfasis, Simon extendió un brazo rodeando el panorama que se abría en torno al punto donde estaban sentados, sobre la hierba a media montaña. Por todo el lado derecho de su visión, se extendía el mar azul de Cardigan Bay, con las largas playas que se perdían en lontananza en la neblina. Justo debajo de ellos, yacían las verdes ondulaciones del campo de golf de Aberdyfi. A la izquierda, las playas terminaban en el amplio estuario del río Dyfi, que la marea alta inundaba de agua azul. Y más allá de la llana extensión del pantano, al otro lado de la desembocadura, el macizo montañoso de Gales central bordeaba el horizonte.

—No —asintió Jane—. Nunca hemos estado en Gales, Barney. Pero la abuela de papá nació aquí. Precisamente en Aberdyfi. Quizá los recuerdos vaguen por la sangre, o algo parecido.

—¡Por la sangre! —replicó Simon, burlón.

Recientemente, había anunciado que, en lugar de alistarse en la Marina, pretendía llegar a ser médico, como su padre, y los efectos secundarios de aquella solemne decisión ponían a prueba la paciencia de Jane y Barney.

—No quería decir en ese sentido —dijo suspirando y hurgando en el bolsillo de su camisa—. Aquí está. Tentempié de mitad del camino. Comed un poco de chocolate, antes de que se deshaga.

Durante un rato, mordisquearon satisfechos chocolate con fruta y nueces, contemplando el estuario.

—Estoy seguro de que ya hemos estado aquí —repitió Barney.

—No vuelvas a empezar —lo acalló Jane—. Habrás visto unas fotos.

—Hablo en serio.

—Si ya has estado aquí —respondió Simon, con tolerancia infinita—, puedes decirnos qué veremos cuando lleguemos a la cima de la colina.

Apartándose el mechón rubio de los ojos, Barney alzó la mirada por la montaña, sobre los helechos y la pendiente herbosa. Pero no dijo nada.

—Otra colina —proclamó alegremente Jane—. Y, desde allí, surgirá otra más.

—¿Qué veremos, Barney? —insistió Simon—. ¿Cader Idris? ¿Snowdon? ¿Irlanda?

Barney lo miró durante un momento largo y vacío, con los ojos carentes de expresión.

—A alguien —respondió, por último.

—A alguien. ¿Y a quién?

—No lo sé —se puso en pie repentinamente—. Pero si nos pasamos todo el día aquí sentados no lo descubriremos nunca, ¿no? ¡Hagamos una carrera!

Saltó pendiente arriba, y un instante después Simon corría tras él. Jane los miró, con una amplia sonrisa.

Los muchachos desaparecieron por encima de ella. De improviso Jane se estremeció, asaltada por una sensación de soledad total.

—¡Simon! —gritó—. ¡Barney!

No hubo respuesta. Los pájaros trinaban. El sol brillaba en un cielo azul, velado por la neblina. Nada se movía, en ningún lugar. Luego, Jane oyó débilmente una extraña y larga nota musical. Era clara y aguda, como la llamada de un cuerno de caza, pero menos áspera, menos imperiosa. Se repitió, más cercana. Jane se descubrió sonriendo: era un tono dulce, cautivador, que la llenó de la viva curiosidad de descubrir de dónde venía, y qué instrumento podía emitir un sonido tan hermoso. Aceleró el paso pendiente arriba, hasta que superó rápidamente una última cresta rocosa y vio los primeros metros de la colina. La nota dulce y prolongada llegó de nuevo, y en la punta de granito más alta, en contacto con el cielo, Jane divisó a un muchacho que apartaba de los labios el pequeño cuerno curvado del que acababa de lanzar una llamada en la nada de aquellas montañas. Tenía el rostro vuelto hacia el otro lado, y ella vio sólo el cabello liso y bastante largo. Pero luego, cuando él alzó mecánicamente la mano para apartárselo de la frente, supo, con absoluta certeza, que ya había visto ese gesto, y comprendió de quién se trataba.

Avanzó por el último tramo de la pendiente hasta la roca. Él la vio y se quedó esperándola.

—¡Will Stanton! —saludó Jane.

—Hola, Jane Drew —respondió él.

—¡Oh! —exclamó Jane alegremente, y luego lo escrutó en silencio—. No sé por qué no estoy más sorprendida. La última vez que te vi fue cuando te dejamos en el andén número cuatro, en la estación de Paddington. Hace un año, o puede que más. ¿Qué haces en la cima de una montaña de Gales?

—Llamaba —respondió Will.

Jane lo miró durante un largo instante, cargado de recuerdos, pensando en una obscura aventura en un pueblo sitiado de Cornualles, cuando el tío Merriman los había juntado a ella, Simon y Barney con un muchacho de Buckinghamshire de cabello liso y rostro redondo… que al final le había parecido al mismo tiempo inquietante y tranquilizador, como el propio Merriman.

—En su momento, me pareciste… distinto —dijo.

—Tampoco vosotros tres sois «normales» del todo —replicó Will amablemente.

—A veces no —concedió Jane. Le lanzó una sonrisa, levantando las manos para ajustarse la cinta de la cola de caballo—. Pero casi siempre sí. Bueno, ¿he dicho que esperaba que volviésemos a verte algún día, o me equivoco?

Will correspondió con una sonrisa.

—Y yo he dicho que estaba seguro de que sucedería.

Dio unos pasos roca abajo, luego se detuvo y volvió a llevarse el cuerno a los labios. Inclinándolo contra el cielo, emitió una serie de breves notas intermitentes, y luego una nota larga. El sonido se propagó en el aire estival dibujando una especie de trayectoria, y luego volvió a descender, como una flecha que cae al final de su recorrido.

—Esto les hará venir —anunció Will.

—Es un sonido muy hermoso… es como una música —la muchacha agitó la mano, incapaz de expresarse con palabras.

Will alzó el pequeño cuerno curvado y lo miró con la cabeza inclinada hacia un lado. A pesar de estar viejo y maltrecho, brillaba como el oro a la luz del sol.

—Ah —murmuró—. Habrá dos ocasiones para usarlo, sólo sé eso. Desconozco la segunda, pero la primera es ésta, la llamada de los Seis.

—¿Los Seis? —preguntó Jane, perpleja.

—Nosotros somos dos —respondió Will. Ella lo miró fijamente.

—¿Jane? Jane! —la voz de Simon, fuerte y perentoria, resonó al otro lado de la colina. Ella volvió la cabeza.

—¿Jane?… ¡Oh, estás aquí! —Barney trepó a la roca, a unos metros de distancia, y se volvió a llamar—. ¡Por este lado!

—Y ahora somos cuatro —prosiguió Will, en su tono tranquilo.

Los muchachos volvieron la cabeza de repente, en el mismo momento.

—¡Will! —la voz de Barney parecía un chillido.

—Pero mira… que me caiga un… —exclamó Simon.

—A alguien —dijo Barney—. Os lo había dicho, ¿no? A alguien. Eras tú quien tocaba el cuerno, Will. Enséñamelo, por favor —alargó la mano, dando saltitos fascinado.

Will se lo tendió.

—No me digas que es una coincidencia —observó Simon, lentamente.

—No —asintió Will.

Barney estaba inmóvil sobre la roca, con el pequeño cuerno maltrecho en la mano, y miraba cómo brillaba el sol. Luego dirigió los ojos hacia Will.

—Está ocurriendo algo, ¿verdad? —preguntó suavemente.

—Sí —confirmó Will.

—¿Puedes decirnos de qué se trata? —indagó Jane.

—Todavía no, pronto. Es lo último, y lo más duro de todo. Y… se os necesita.

—Debería haberlo imaginado. —Simon miró a Jane con una sonrisita irónica—. Esta mañana, mientras tú no estabas, papá ha desembuchado quién nos ha sugerido que nos alojásemos en ese hotel, equipado para el golf.

—¿Y bien?

—El tío Merry —reveló Simon.

—Pronto estará aquí —intervino Will.

—El asunto es realmente serio —murmuró Barney.

—Desde luego, ya os lo he dicho. Es el último, y el más difícil.

—Espero que realmente sea el último. Después de estas vacaciones entraré en la universidad —declaró Simon pomposamente.

Will lo miró, frunciendo ligeramente la comisura de los labios. Simon bajó los ojos, rozando la hierba con un pie.

—Es decir, en realidad… —vaciló—. Quería decir que mis vacaciones serán aún más distintas que las de los demás, por lo que es posible que no siempre vayamos… a los mismos lugares. ¿Verdad, Jane? —se volvió, en una tácita llamada a su hermana—. ¿Jane?

Jane miraba a sus espaldas, con los ojos fijos y abiertos de par en par. Veía, por el momento, sólo una figura sobre la montaña, una figura que los observaba, nítida contra la luz resplandeciente del sol de verano. Era alta y delgada, y su pelo parecía una llama de plata. Jane percibió de forma súbita un noble rango, un alto nivel natural, como si se hallase en presencia de un rey. Por un instante, hubo de resistirse a un intenso e irracional impulso de inclinarse.

—¿Will? —preguntó en voz baja, sin volver la cabeza—. ¿Ahora somos cinco, Will?

La voz de Will llegó fuerte, desenvuelta y completamente natural, rompiendo la tensión.

—¡Eh, Bran! ¡Por este lado, Bran!

Pronunció el nombre con la vocal abierta y larga. Jane nunca había oído un nombre semejante, ni había visto jamás a un tipo así.

El muchacho del horizonte se acercó poco a poco. Jane lo escrutó, respirando a duras penas. Ahora lo veía claramente. Llevaba un jersey blanco, vaqueros negros y gafas obscuras en los ojos, y en él no había rastro de color. Su piel poseía una extraña y pálida luminosidad y su cabello era blanco, al igual que las cejas. El muchacho parecía casi mutilado por su falta de color, que impactaba a la mirada con la misma dureza que un brazo o una pierna ausentes. Al acercarse a ellos, se quitó las gafas, y Jane vio que, después de todo, aquella falta no era total: los ojos, sumamente extraños, eran de color amarillo y beige, jaspeados de oro como los de un búho, y lanzaban llamas hacia ella.

—Hola —dijo tendiendo la mano.

—Él es Bran Davies —anunció de inmediato Will, con decisión—. Bran, ella es Jane Drew. El gordo es Simon y el otro es Barney.

El muchacho del cabello blanco estrechó cohibido la mano de Jane, y saludó a Barney y Simon con un gesto de la cabeza.

—Encantado de conoceros —tenía un fuerte acento gales.

—Bran vive en una de las casas que hay en la finca de mi tío —explicó Will.

—¿Tú tienes un tío en esta zona? —la voz de Barney sonó estridente por el asombro.

—En realidad, no es mi tío —respondió alegremente Will—. Es un tío adoptivo. Se casó con la mejor amiga de mi madre. Pero ¿qué más da? Es como vosotros con Merriman. ¿O es que él es vuestro tío de verdad?

—Nunca lo he sabido con certeza —admitió Simon.

—Probablemente no lo es —observó Jane—, si lo piensas.

—¿Si piensas en qué? —replicó Barney.

—Lo sabes perfectamente. —La presencia de Bran, en tácita escucha, la cohibía.

—Sí —convino Barney, y devolvió a Will el pequeño cuerno brillante.

Los ojos fríos y dorados de Bran cayeron sobre él al instante, y luego fulminaron a Barney, duros y acusadores.

—¿Eras tú quien tocaba el cuerno?

—No, claro que no —se apresuró a explicar Will—. Era yo. Llamaba, como he dicho. Te llamaba a ti y a ellos.

En la mente de Jane se produjo un resplandor: advertía, en la voz de Will, una especie de respeto que el muchacho no mostraba ni siquiera al hablar con Merriman. O no tanto respeto como más bien… conciencia de… de algo. Le lanzó una ojeada nerviosa, fugaz, y luego apartó la mirada.

—¿Conoces a Will desde hace mucho? —preguntó Simon.

—Lo conocí el año pasado, en Calan Gaeaf-explicó Bran tranquilo, y luego cambió súbitamente de tema. —Nosotros tendremos que trabajar juntos, Simon Drew, por eso creo que deberíamos llevarnos bien.

—Has dicho: «Tendremos que trabajar juntos.» —comenzó Barney con cierta vacilación, mirando a Bran—. ¿Eres uno de los seis… como el tío Merry y Will?

—En cierto modo, supongo que sí —reveló Bran lentamente—. No puedo explicároslo, ya lo veréis solos. Pero no soy un Vetusto, no pertenezco al Círculo de la Luz, como ellos… —dirigió a Will una amplia sonrisa—. No soy un mago como éste, con todos sus trucos.

Will sacudió la cabeza redonda, sólo con media sonrisa.

—Esta última vez, necesitaremos algo más que unos trucos. Hay algo que debemos encontrar, todos juntos, y ni siquiera sé de qué se trata. Sólo tenemos el último verso de una vieja poesía, que vosotros tres oísteis, hace tiempo, cuando la desciframos por primera vez: «Las montañas cantan, y la Señora viene».

—¿La Señora? —preguntó Jane—. ¿Quién es la Señora?

—La Señora es… la Señora. Es una de las grandes figuras de la Luz. —Por un reflejo inconsciente, la voz de Will pareció ensombrecerse y adoptar una secreta resonancia. Jane sintió un hormigueo espalda abajo—. Es la más grande de todas, la esencial. Pero cuando, recientemente, hemos convocado el Círculo de la Luz, a todos los Vetustos de la tierra desde todos los rincones del Tiempo, para el inicio del final de esta larga batalla, la Señora no ha acudido. Hay algún problema. Algo la retiene. Y sin ella no podemos progresar. Por eso, lo primero que yo y todos nosotros debemos hacer es encontrarla. Y para ayudarnos tenemos sólo cuatro palabras, que para mí significan bien poco: «Las montañas cantan» —se interrumpió de súbito, abarcándolos a todos con la mirada.

—Necesitamos al tío Merry —comentó Barney sombrío.

—Pues no lo tenemos. Todavía no, al menos.

Jane se sentó en la roca más cercana, jugando con un tallo de la hiedra que crecía a su alrededor.

—¿No hay ningún topónimo gales que pueda ayudarnos? —propuso—. ¿Nada que signifique Montaña que Canta, o algo similar?

Bran caminaba adelante y atrás, con las manos en los bolsillos y los ojos pálidos de nuevo cubiertos por las lentes obscuras.

—No, no —respondió con impaciencia—. Lo he pensado una y otra vez, pero no hay absolutamente nada parecido. Nada.

—Bueno —replicó Simon—, ¿y los lugares muy viejos… pero verdaderamente viejos, como Stonehenge? ¿Y las ruinas, o similares?

—He pensado en eso y tampoco he encontrado nada —explicó Bran—. Por ejemplo, hay una lápida en la iglesia de St. Cadfan, en Tywyn, que contiene la más antigua frase escrita en lengua galesa… pero sólo dice dónde está enterrado St. Cadfan. También está Castell y Bere, un castillo en ruinas muy romántico, cerca de Cader. Pero no fue construido hasta el siglo XIII, cuando el príncipe Llewellyn quería crear un cuartel general para gobernar toda la Gales que quedaba libre de los ingleses.

—Ningún rencor, ¿eh? —observó maliciosamente Barney.

Las gafas obscuras enviaron destellos contra él, y luego Bran sonrió.

—Muchacho, yo cuento la historia sin añadir comentarios personales. El viejo Llewellyn sí que sentía rencor… y muy intenso, como Owain Glyndwr después de él… —la sonrisa desapareció—. Pero tampoco esto nos lleva a ninguna parte.

—¿No hay nada que tenga que ver con el rey Arturo? —preguntó Barney.

El, Jane e incluso Simon advirtieron el repentino peso del silencio, que les envolvió como una manta. Ni Will ni Bran se movieron, limitándose a mirarlo. Y el desierto de la montaña, allá arriba, en la cima del mundo, fue de súbito tan angustioso que cada pequeño sonido pareció adquirir un enorme significado: el rumor de los brezos, causado por el arrastre de los pies de Barney; la llamada grave y lejana de una oveja; el constante y monótono trino de un pájaro invisible.

—¿Por qué? —preguntó Will por último, con indiferencia.

—Barney tiene una fijación con el rey Arturo, eso es todo —replicó Simon.

Durante un instante, Will permaneció inmóvil; luego sonrió, y el extraño peso desapareció, como si nunca hubiese existido.

—Bueno —dijo—, está la montaña más grande de todas, cerca de Snowdon… Cader Idris. Su nombre en inglés significa «el sillón de Arturo».

—¿Puede servirnos? —aventuró Barney, esperanzado.

—No —decretó Will, echando una ojeada a Bran, y sin dar ninguna explicación acerca de su tono absolutamente definitivo.

Jane se descubrió luchando contra la sensación de exclusión que la invadía.

—Habría otro lugar —prosiguió Bran lentamente—. No lo había pensado. Carn March Arthur.

—¿Qué significa?

—Significa «el casco del caballo de Arturo». No es un gran espectáculo, sólo una marca en una piedra, detrás de Aberdyfi, en la montaña que domina Cwm Maethlon. Se dice que Arturo sacó un afane, un monstruo, de un lago que está allí arriba, y que aquélla es la huella dejada por su caballo mientras se alejaba al galope. —Bran frunció el ceño—. Naturalmente, todo son tonterías, por eso no se me había ocurrido. Pero… el nombre existe.

Todos miraron a Will, que abrió los brazos.

—Al fin y al cabo, por algún sitio tenemos que empezar. ¿Por qué no?

—¿Hoy? —preguntó Barney, de nuevo esperanzado.

Will sacudió la cabeza.

—Mañana. Nosotros, aquí, estamos ya bastante lejos de casa.

—Ir a Carn March Arthur será una buena caminata —observó Barn—. El camino más rápido, por este lado, es el sendero que pasa junto a la ermita y sube por la montaña. En verano no resulta muy agradable, por culpa de los coches de los turistas. Sin embargo, si por la mañana os encontráis en la plaza, quizás estemos allí también nosotros; si conseguimos de nuevo que nos traigan, ¿eh, Will?

Will consultó el reloj.

—Dentro de unos veinte minutos lo veremos. Vamos a preguntárselo.

Jane ya no fue capaz de recordar, más tarde, la forma exacta de la pregunta, a pesar de todos sus esfuerzos. Mientras bajaban corriendo por la abrupta pendiente, hubo poco tiempo para hablar, y de todos modos se dio cuenta de que, por mucha resistencia que mostrase, Will no facilitaría muchas más explicaciones sobre John Rowlands.

—Trabaja como pastor en la finca de mi tío, entre otras cosas. Es un tipo especial. Y esta semana acude a un gran mercado anual en Machynlleth, en el valle del Dyfi. Tenéis que haber pasado por allí al venir a Aberdyfi.

—Tejados de pizarra y roca gris —recordó Jane—. Gris, todo gris.

—Exacto. Durante los tres días del mercado, John acude en coche, pasando por Tywyn y Aberdyfi. Así hemos llegado hoy aquí. Nos ha dejado por la mañana, y ahora nos recoge. Por eso, quizá podamos convencerlo para que haga lo mismo mañana.

Will redujo la velocidad en una cuesta más suave, cuando encontraron unos escalones. Se echó a un lado para dejar que Jane subiese la primera.

—¿Crees que aceptará? —preguntó ella—. ¿Qué clase de persona es?

—Ya lo verás —respondió Will.

Pero todo lo que Jane vio cuando salieron a la calle principal, junto a la estación del pueblo, fue un Land-Rover esperando con un rostro malhumorado en la ventanilla. Era un rostro delgado y moreno, surcado de arrugas y con los ojos obscuros, al que las cejas unidas y la boca tensa, seria, daban un aspecto severo.

Bran dijo una frase en gales, en tono de disculpa.

—No es suficiente —replicó John Rowlands—. Estamos sentados aquí desde hace diez minutos. Os he dicho a las cinco, y Will lleva reloj.

—Lo siento —intervino Will—. Ha sido culpa mía. En la montaña hemos encontrado a unos viejos amigos míos, que han venido de visita desde Londres. Éstos son Jane, Simon y Barnabas Drew.

—Mucho gusto —saludó con brusquedad John Rowlands. Los ojos obscuros los abarcaron con una rápida mirada.

—Mucho gusto, señor Rowlands. Siento que lleguen tarde. Ha sido por nuestra causa, porque no tenemos costumbre de caminar por la montaña —le dijo Jane con una sonrisa animosa antes de que sus hermanos pudiesen hablar.

—Uhm —murmuró John Rowlands mirándola con más atención.

Bran se aclaró la garganta.

—Sé que no es el mejor momento para hacerlo, pero nos preguntábamos si podría volver a llevarnos mañana. Siempre que el señor Evans nos deje ir, naturalmente.

—Y yo no estoy nada seguro —replicó John Rowlands.

—Oh, vamos, John —inesperadamente, una voz suave y musical salió del interior del coche—. Claro que David Evans les dejará ir. En estos últimos días han trabajado duro, y ya no queda mucho que hacer en la granja.

—Uhm —repitió John Rowlands—. ¿Dónde pensáis ir?

—Sobre Cwm Maethlon —explicó Bran—. Para enseñarles la Travesía Panorámica y todo lo demás.

—Vamos, John —lo animó la voz dulce.

—Y luego llegaréis puntuales, ¿eh? —las arrugas en el rostro obscuro e intenso iban desapareciendo, como si el ceño primitivo hubiese sido fruto de un gran esfuerzo.

—Claro —confirmó Will—. Garantizado.

—Si no estáis, me marcharé sin vosotros.

—De acuerdo.

—Entonces os dejaré aquí a las nueve y os recogeré a las cuatro. Naturalmente, si el tío de Will está de acuerdo.

Will se puso de puntillas para mirar dentro del coche.

—¡Gracias, señora Rowlands!

La señora Rowlands se asomó, sonriendo. Jane sintió por ella una inmediata simpatía: su rostro, como la voz, era dulce, cordial y hermoso al mismo tiempo, con un aura de amabilidad.

—¿Os gusta estar aquí? —preguntó a los muchachos.

—Mucho, gracias.

—Y mañana, entonces, ¿veréis el Valle Feliz y el Lago Barbudo?

—Sí, exacto. Cosa de turistas, en realidad. Pero nunca he estado ni siquiera yo —respondió Will con entusiasmo, después de vacilar durante una fracción de segundo.

—Son lugares bonitos —observó la señora Rowlands calurosamente, sonriendo a Jane—. Tened en cuenta que os espera una buena caminata. Llevaos el almuerzo. Y también botas muy robustas y chaquetas, por si lloviese.

—Oh, no lloverá —declaró seguro Simon, alzando los ojos al cielo azul, velado por la neblina.

—Estás en Snowdon, muchacho —replicó Bran con viveza—. Pluviosidad media anual: tres metros ochenta centímetros, allí arriba. Es el único lugar que no murió de sequía en mil novecientos sesenta y seis. Llévate el impermeable. Nos vemos mañana.

Él y Will subieron al asiento posterior del coche, y el Land-Rover se alejó con un rugido.

—¿Tres metros ochenta centímetros? —farfulló Simon—. Pero es imposible.

Barney saltó alegremente en círculo y comenzó a darle patadas a una piedra.

—¡Aventura a la vista! —gritó, e hizo una pausa—. No sé si Will ha hecho bien en revelar adonde íbamos.

—No te preocupes —lo tranquilizó Jane—. Ha dicho que John Rowlands era un tipo especial.

—De todos modos, parece un lugar muy turístico —concluyó Simon—. No creo que nos vaya a servir de ayuda.