La llamada

En su habitación de la buhardilla, el aire era cálido e inmóvil. Tendido de espaldas, Will escuchaba los murmullos y la agitación tardía de los últimos Staton aún despiertos —su padre y Stephen—, que se preparaban para acostarse.

La última puerta se cerró, el último tenue resplandor de luz se apagó.

Will miró el reloj. Había pasado la medianoche; el día de San Juan había comenzado hacía pocos minutos. Una espera de media hora debía bastar. Por la claraboya no se veían estrellas, sino sólo el cielo inundado por la luna, cuya claridad se filtraba amortiguada dentro de la habitación.

La casa estaba inmersa en el sueño cuando, por fin, bajó las escaleras en pijama, atento a apoyar los pies sólo en los ángulos de los escalones que, sabía, no crujirían. Delante de la habitación de sus padres se quedó inmóvil de golpe; su padre, que roncaba suavemente, se despertó a medias, emitió un gruñido, se dio la vuelta con un murmullo y volvió a dormirse, respirando de forma apenas audible.

Will sonrió en la obscuridad.

No habría sido difícil, para un Vetusto, aislar la casa en una pausa del Tiempo, sacarla de la realidad en un sueño imposible de romper. Pero no quería hacerlo; aquella noche ya tendría bastantes ocasiones para jugar con el Tiempo.

Recorrió el último tramo, hasta llegar a la entrada. El cuadro que buscaba estaba colgado en la pared junto a la puerta de entrada, sobre el paragüero. Will llevaba consigo una pequeña linterna, pero descubrió que no la necesitaba: la luz lunar que se filtraba por las ventanas le mostraba con perfecta claridad todas las figuras familiares contenidas en el cuadro.

Se había sentido fascinado por él desde que era pequeño, tan pequeño que debía trepar al paragüero para mirar. Se trataba de una estampa victoriana, y su gran atractivo consistía en la rica pero clara exquisitez de los detalles. Se titulaba Los romanos en Caerleon y representaba la construcción de un edificio complejo. Por todas partes, grupos de figuras tiraban de cuerdas, conducían bueyes que se afanaban bajo robustos yugos de madera, y colocaban grandes placas de roca. Un pavimento central embaldosado se mostraba completo, liso y elíptico, flanqueado por arcos con columnas; detrás se elevaba lo que sería un muro, o una escalinata. Soldados romanos, con espléndidos uniformes, vigilaban a las cuadrillas de hombres que descargaban y disponían las piedras cuidadosamente talladas.

Will buscó a un soldado en particular, un centurión apoyado en un pilar, en primer plano en el extremo del ángulo derecho. Era la única figura inmóvil en todo el panorama de la laboriosa construcción. Su rostro, trazado en sus más nítidos detalles, era grave y bastante melancólico. Miraba un punto lejano, fuera del cuadro.

Ésta era la razón por la que Will, desde pequeño, siempre había sentido mayor curiosidad por este extraño personaje que por todos los demás atareados trabajadores. Y era también la razón por la que Merriman lo había escogido para ocultar los Signos.

Merriman. Will se sentó en un escalón, apoyando su barbilla entre las manos. Debía reflexionar, reflexionar intensamente. Era bastante fácil recordar cómo habían ocultado Merriman y él el Círculo de los Seis Signos, el arma más poderosa de la Luz, y también la más vulnerable. Habían regresado a la época de este romano y allí, entre las piedras cuya imagen tenía ahora delante, él, Will, había deslizado los Signos en un lugar en que pudiesen permanecer invisibles y seguros, sepultados por el Tiempo. Pero recordar era una cosa, y deshacer otra…

Pensó: «No tengo más remedio que revivirlo todo. Debo volver, repetir todos los movimientos que efectuamos al ocultar los Signos… y luego, en lugar de detenerme, deberé hallar la forma de sacarlos».

Comenzaba a sentirse agitado. «Merriman me acompañará, pero me corresponderá a mí hacerlo. “Estaré contigo —dijo—, pero sin poderes”. Así, no podrá mostrarme el momento en que deberé decir o hacer algo, sea lo que sea. Quizá ni siquiera sepa cuándo llegará. Sólo yo puedo escoger el momento por la Luz. Y si fracaso, ya no daremos un solo paso hacia delante…».

La agitación menguó, bajo el peso espantoso y cruel de tanta responsabilidad. Existía una sola vía de acceso al hechizo que liberaría los Signos, y sólo él podía hallarla. Pero ¿dónde, cuándo, cómo?

«¿Dónde, cuándo, cómo?».

Se puso en pie.

Sólo entrando en el hechizo lograría hallar la clave para salir de él. Así, primero debía repetir su ejecución, invertir el Tiempo para revivir otra vez las horas en que, hacía más de un año, con él a su lado, Merriman había…

¿Qué había hecho Merriman?

La suya debía ser una reproducción perfecta. Apoyó la linterna en el suelo y se situó delante del cuadro, evocando los recuerdos. Tendió una mano hasta tocar el marco. Luego permaneció inmóvil, mirando con absoluta concentración a un grupo de hombres en segundo plano, que arrastraban con una cuerda una gran placa de roca. Vació la mente de todo pensamiento, los sentidos de cualquier otra visión, cualquier otro sonido. Miró intensamente, sin cansarse.

Y, poco a poco, el crujido de la cuerda, los gritos acompasados y el roce de la roca contra la roca crecieron en sus oídos. Percibió el olor a polvo, a sudor… y las figuras del cuadro comenzaron a moverse.

Su mano ya no estaba en el marco de madera, sino en el borde lateral de un carro tirado por bueyes, cargado de piedras. Avanzó por el mundo de los romanos en Caerleon, como un muchacho de la época, envuelto en una fresca túnica de lino blanco en aquel caluroso día de verano, con sandalias en los pies.

—Uno-dos-va… Uno-dos-va…

La piedra se deslizó hacia delante, sobre los cilindros. Con ritmos diversos, los mismos gritos resonaban en el aire, lanzados por los demás grupos. Soldados y peones trabajaban juntos, con su piel aceitunada o tostada, y el cabello negro y rizado, o rubio y liso. La piedra chocaba y chirriaba contra la piedra, hombres y animales gruñían por el esfuerzo.

—Tienes que estar preparado para soltar el anillo, cuando llegue el momento —susurró Merriman, a espaldas de Will.

Bajando la mirada, Will vio los Seis Signos de la Luz, unidos por anillos de oro, sujetos en torno a la cintura de su túnica como un cinturón. Yacían vividos e intensos entre los anillos relucientes, cada uno con la misma forma, un círculo dividido en cuartos por una cruz, pero de material distinto: bronce mate, hierro obscuro, madera ennegrecida, oro brillante, sílex resplandeciente y el último, que jamás olvidaría y que veía, en ocasiones, incluso en sueños, el Signo del Agua, de cristal transparente, con símbolos y delicados motivos grabados, similares a una guirnalda de copos de nieve aprisionados en el hielo.

—Ven —lo exhortó Merriman.

Alto, envuelto en una capa azul obscura que le llegaba casi hasta los pies, adelantó a Will deprisa, aproximándose al pilar detrás de los bueyes jadeantes, donde un centurión observaba a una cuadrilla de obreros atar cuerdas y correas en torno a la placa de granito más alta de todas las que había en el carro.

—El trabajo va bien —comentó Merriman.

El romano volvió la cabeza, y Will vio que se trataba de la misma figura solemne ante la cual había pasado casi todos los días de su vida.

—Ah —exclamó el hombre, mirando a Merriman—. El druida.

Merriman inclinó la cabeza en un saludo formal.

—Soy muchas cosas, para muchos hombres —dijo, con el esbozo de una sonrisa.

El centurión lo miró absorto.

—Extraña tierra, ésta. Bárbaros y magos, suciedad y poesía… —declaró, y súbitamente se dirigió a los hombres del carro—: ¡Atención, ahí arriba! Tú, Sesto, coloca la cuerda en aquel extremo…

Los hombres acudieron a equilibrar la placa, que se había inclinado peligrosamente hacia un lado, y bajó sin daños. Otro carro pasó con estruendo, cargado de largas vigas de madera.

Merriman contempló la estructura que crecía ante ellos. Se trataba de un anfiteatro a medio construir, con las paredes de piedra y filas de asientos revestidos de madera que se elevaban formando una gran curva desde la arena central.

—Roma tiene muchos talentos —observó—. Nosotros, aquí, poseemos cierta habilidad con la piedra, y nadie puede igualar nuestros grandes círculos de piedra, con su homenaje a la Luz. Pero la maestría de los romanos en la vida cotidiana y en los lugares de culto… vuestras villas, viaductos, acueductos, carreteras y termas… estáis transformando nuestras ciudades, amigo, como nuestras vidas…

—El Imperio no deja de crecer —respondió el centurión encogiéndose de hombros. Lanzó una ojeada a Will y añadió—: ¿Y tu muchacho?

—Aprende algo de lo que sé —respondió Merriman, fríamente—. Me acompaña desde hace un año. Ya veremos. Lleva en las venas la vieja sangre, la sangre de una época anterior a aquella en la que vinieron vuestros padres a esta tierra.

—Los míos no —replicó el centurión—. Yo no nací en el Imperio. Vine de Roma hace siete años, como comandante de la Segunda Legión. Ha pasado mucho tiempo. Roma es el Imperio, el Imperio es Roma, y sin embargo, sin embargo… —dirigió una sonrisa a Will, una sonrisa amable, que iluminaba su rostro severo—. ¿Trabajas de firme para tu patrón, muchacho?

—Lo intento, señor —respondió Will.

—La construcción te interesa.

—Mucho. Es maravillosa la forma en que cada pedazo de piedra es tallado de modo que se una a la perfección con la pieza contigua, o que sostenga una viga de madera. Y la forma en que los colocan, tan atenta, tan precisa… Saben exactamente lo que hacen…

—Todo está programado, como en cualquier otro lugar del Imperio. Este mismo anfiteatro se ha construido en veinte ciudades legionarias fortificadas como ésta, de Esparta a Bríndisi. Ven a ver.

Con una mirada de invitación a Merriman, tomó a Will por el hombro y lo condujo por el espacio arenoso en el centro del anfiteatro hasta un arco abovedado casi acabado, una de las ocho entradas entre las filas de asientos que se iban levantando.

—Cuando mi tercera cuadrilla traiga la próxima placa, irá aquí, y se encajará así…

Una columna de bloques de piedra comenzaba a elevarse junto al arco. Will escrutó el siguiente, que se aproximaba sobre los cilindros, tirado por cuatro soldados empapados en sudor. Una cuadrilla fatigada y refunfuñona lo izó a su lugar sobre el arco que crecía. Era mucho más grande que los otros; irregular, con una amplia depresión en la parte superior, pero con la anterior vasta y extrañamente plana. Will vio las letras grabadas: COH. X. C. FLAV. JULIAN.

—Construido por la décima cohorte, centuria de Flavio Juliano —leyó Merriman—. Excelente.

Y, silenciosamente, en la comunicación telepática de los Vetustos, le dijo a Will: «Allí dentro. Ahora». En aquel momento tropezó, chocando torpemente contra el codo del centurión, y el romano se volvió cortésmente a sostenerlo.

—¿Ocurre algo?

A toda prisa, Will se soltó el cinturón de los Signos de la cintura, lo introdujo en la cavidad situada en el lado superior de la placa, sobre la que se colocaría la siguiente piedra, y luego lo cubrió rápidamente con piedras y tierra, para ocultar los metales relucientes.

—Lo siento —murmuraba Merriman—. Qué tonto… mi sandalia…

El centurión se volvió de nuevo. La cuadrilla llegó tirando. Will se apartó con gran agilidad y la placa ocupó su lugar entre chirridos. El Círculo de los Signos quedó encerrado en un féretro de piedra, y allí permanecería oculto mientras sobreviviese aquella obra del Imperio Romano.

La parte destacada de la mente de Will, que veía en cada cosa un eco inducido por magia de lo que él y Merriman habían hecho anteriormente, se apoderó de improviso de su conciencia. «¡Ya está! —dijo—. ¿Y ahora?». Porque allí terminaban sus primeras acciones. A partir de aquel punto, el día de la ocultación de los Signos, él había vuelto a encontrarse muy pronto en su siglo, lanzado hacia delante en el Tiempo, con el círculo precioso escondido y seguro detrás de sí. Por ello, el secreto que debía hallar con urgencia, la clave crucial de su recuperación, debía encontrar en algún lugar en los momentos sucesivos de la época romana. ¿De qué podía tratarse?

Miró desesperadamente a Merriman, pero los ojos obscuros que se alzaban sobre la nariz alta y ganchuda carecían de expresión. Aquella tarea no le correspondía a Merriman, sino a él; tenía que realizarla solo.

No obstante, debía existir una razón para la presencia de Merriman en la primera parte del hechizo, como en la otra. Quizá, aunque involuntariamente, tenía una función que cumplir. En tal caso, Will debía descubrirla y aprovechar cualquier pretexto que se le presentase.

«¿Dónde, cuándo, cómo?».

El centurión gritó unas órdenes, y la cuadrilla de obreros más cercana se volvió para recoger la siguiente piedra. Al mirarlos, el romano se estremeció de súbito y se arrebujó en la capa.

—Todos nacieron en Britania —dijo a Merriman, en tono amargo—. Como tú, no encuentran áspero este clima.

Merriman emitió un murmullo inarticulado de simpatía, y sin ningún motivo plausible Will sintió que el vello se le erizaba en la nuca, como una advertencia por parte de los sentidos, que no tenían otro lenguaje. Se puso alerta, a la espera.

—Estas islas —prosiguió el romano— son verdes. No es de extrañar; siempre nubes, niebla, humedad y lluvia. Ah, me duelen los huesos…

—Y no sólo los huesos… —dijo Merriman, suavemente—. Debe de ser duro para quien ha nacido bajo el sol.

El centurión posó una mirada ausente en los asientos de madera y las columnas de piedra. Sacudió la cabeza, impotente.

—¿Cómo es tu casa? —preguntó Will.

—¿Roma? Es una gran ciudad. Pero mi casa está fuera de la ciudad, en el campo… una vida tranquila, hermosa… —lanzó una ojeada a Will—. Tengo un hijo que debe de ser ya tan alto como tú. La última vez que lo vi lo lanzaba al aire y lo recogía entre los brazos. Ahora mi mujer me dice que ha aprendido a cabalgar como un centauro y nada como un pez. Quería que creciese allí, como hice yo. Con el sol ardiendo sobre la piel, el aire lleno del canto de las cigarras y una fila de cipreses obscura contra el cielo… las montañas teñidas de plata por los olivos y con terrazas para las vides, con los racimos de uva que se hinchan, ahora…

La nostalgia de su hogar era un sufrimiento punzante, como el dolor físico. Y, de repente, Will comprendió que la respuesta estaba allí, en el aire, en ese instante de simple y descubierto deseo, en el que las emociones más sencillas y profundas del hombre aparecían indefensas y expuestas a los ojos y los oídos de los desconocidos.

Aquél era el camino que lo conduciría.

«¡Aquí, ahora, por este lado!».

Dejó caer la mente en el deseo, en el tormento del otro, como si se zambullese en el mar, y como agua que se cerraba sobre su cabeza, la emoción se lo tragó. El mundo dio vueltas a su alrededor. Las piedras, el cielo gris y los campos verdes revoloteaban, cambiaban y volvían a componerse de otra forma. La voz ansiosa y nostálgica le resonaba dulce en el oído, pero también ella había cambiado.

La voz era distinta, y también la lengua: un inglés de acento suave y vocales largas y arrastradas. Era de noche, con un cielo negro brillante, inundado de luna, y sombras alrededor, que no se distinguían de las formas reales.

Pero, en la nueva voz, la congoja de la añoranza era exactamente la misma.

—… es toda sol, arena y mar, aquella zona de Florida. Mi zona. Flores por todas partes. Adelfas, hibiscos y poinsetias en grandes arbustos rojos y lozanos, no encerradas en pequeños y apretados tiestos de Navidad. Y abajo, en la playa, el viento sopla entre los cocoteros, y las hojas forman un leve tintineo, parecido a una lluvia fina. Cuando tenía tu edad, me columpiaba sobre aquellas hojas, como sobre una cuerda. Si ahora estuviese allí, saldría de pesca con mi padre; tiene una barca de doce metros, una preciosidad. Se llama Betsy Girl, en honor de mi madre. La víspera de irme de casa, atrapé un pez de treinta kilos. Ginny, mi novia, incluso le hizo una fotografía.

Will veía su perfil contra el sol, unas veces vivido y otras obscuro, cuando unas nubes cada vez más espesas cubrían la luna: era un hombre joven y delgado, con el cabello largo recogido en una hirsuta cola de caballo.

—No veo a Ginny desde hace ocho meses —siguió recordando la voz suave—. ¡Cuánto tiempo, caramba! Ya he programado nuestro primer día, cuando vuelva a casa. No dejo de pensar en ello. Una larga jornada de no hacer nada, tomando el sol: un poco de playa, un poco de natación, quizás un poco de surf… Y cerveza y hamburguesas en el bar de Pete. Sus hamburguesas son las mejores, grandes y jugosas sobre panecillos caseros, con unos encurtidos especiales… A Ginny le gustan mucho… Es tan bonita… Tiene el pelo rubio y largo, y una figura estupenda. Me escribe todas las semanas, ¿saben? No ha venido aquí porque su viejo tiene el corazón débil y ella pensaba… ah, es un tesoro de chica —el hombre se interrumpió, sacudiendo lentamente la cabeza—. Eh, discúlpenme. Me he dejado llevar. Probablemente, ni siquiera yo sabía cuánto echaba de menos a… la gente. Aquí, en las excavaciones, me he divertido, pero me alegraré mucho de volver a casa cuando termine mi trabajo.

Detrás de él, una pendiente herbosa y arqueada hacía las veces de horizonte, y por extraño que fuese, Will tenía la convicción de hallarse en el mismo lugar que antes. Quizás era sólo aquella emoción común, la añoranza en la voz del norteamericano, y sin embargo…

—Parece que haya pulsado una tecla, al preguntarle por su casa —exclamó alegremente la voz de Merriman en la noche obscura, rompiendo la atmósfera—. ¿Lleva mucho tiempo aquí?

—Cuando haya terminado, hará un año. Supongo que tampoco es tanto, después de todo —el joven hizo un esfuerzo por animarse—. Así pues, venga, se lo enseñaré. Quisiera que usted se quedase más tiempo, profesor… hay muchas cosas que podría ver mejor por la mañana.

—Oh, bueno, tengo unos compromisos —respondió Merriman con vaguedad—. ¿Ha dicho por aquí?

—Sólo un instante. Tomaré un farol, es mejor que una linterna eléctrica…

El norteamericano desapareció en un pequeño cobertizo de madera y regresó con un silbante farol a prueba de viento, sostenido inesperadamente alto, que lanzaba alrededor una claridad resplandeciente. Will vio palos, cuerdas y banderines de señalización plegados que sobresalían de una excavación realizada en el montículo herboso que él había creído una pendiente natural, como si un trozo gigante hubiese sido cortado de un pastel de tierra. Dentro de la excavación, en la parte donde penetraba más profundamente en el montículo, divisó unas piedras. Vio un pavimento embaldosado, como una extensión de guijarros cuadrados; los bloques diseminados de un arco caído; las filas concéntricas de asientos de piedra donde una vez hubo asientos de madera…

El vendaval de las emociones ajenas abandonó la mente de Will. En su lugar, la invadió una oleada de alivio, placer y asombro, y supo, al mirar la piedra, que había atrapado precisamente en el momento justo el secreto que liberaba los Signos de su hechizo.

—Usted, naturalmente, conoce la historia, profesor Lyon —dijo el joven norteamericano—. El montículo se ha conocido siempre como la Mesa Redonda del Rey Arturo, sin ninguna justificación, evidentemente. Y nadie lograba obtener ni el permiso de excavar ni los fondos, hasta este acuerdo con la Fundación Ford. Y ahora que por fin entramos, ¿qué encontramos en la llamada Mesa Redonda? Un anfiteatro romano.

—No me extrañaría que, antes del final de las obras, encontrasen también un santuario del dios Mitra —comentó Merriman, con una extraña voz, decidida y profesional, que Will nunca había oído—. Al fin y al cabo, Caerleon era una importante ciudad fortificada, construida para retener a los bárbaros britanos entre sus brumas y sus nieblas.

—Las brumas y nieblas no me molestan —rió el norteamericano—, pero la lluvia sí… y todo el fango que viene después. Desde luego, sabían trabajar con la piedra los antiguos constructores del Imperio. Mire, el bloque con la inscripción de que le hablaba: «Obra del centurión Flavio Juliano y de sus soldados».

Los condujo a una columna de grandes bloques de piedra que llegaba hasta la altura de su hombro. Will vio el más grande con la inscripción ya estropeada por el tiempo. Lo acababan de sacar a la luz.

Merriman sacó de su bolsillo una pequeña linterna y la dirigió, inútilmente, pensó Will, hacia el bloque grabado.

—Buen trabajo —dijo, en tono ceremonioso—. Un trabajo excelente. Will, hijo mío, ven a echar un vistazo —añadió, tendiéndole la linterna.

—Creemos que había ocho entradas —explicó el norteamericano—, todas abovedadas, con la piedra trabajada de esta forma. Ésta debía de ser una de las principales… no hemos empezado a desenterrarla hasta esta tarde.

—Excelente —declaró Merriman—. Ahora, ¿le importaría mostrarme la otra inscripción de que me ha hablado?

Se desplazaron a un lado de la excavación, similar a una caverna. Will permaneció inmóvil. Encendió la linterna durante un breve instante, a fin de estar seguro de sus movimientos, y luego la apagó. Tendió la mano en la obscuridad de lo que ahora sabía que era su tiempo —el día de San Juan a pocos segundos de cuando él lo había dejado— y removió a tientas la tierra que desde hacía unos dieciséis siglos, desde la época de la decadencia del Imperio Romano, yacía en la cavidad de la gran piedra del arco roto. Sus dedos encontraron un círculo de metal dividido en cuartos por una cruz.

Dejó la linterna en el suelo para escarbar con ambas manos y extrajo el Círculo de los Seis Signos unidos.

Con sumo cuidado sacudió la tierra adherida, con los círculos y los anillos de oro bien extendidos para evitar que tintinease el metal.

Alzó la mirada. Merriman y el joven arqueólogo apenas se vislumbraban, unos metros más allá, al otro lado de la excavación. Will se ató en la cintura el cinturón de los Signos, bajándose el jersey para cubrirlos. Avanzó hacia el farol.

—Ah, bien —lo acogió Merriman, con indiferencia—. Me temo que es hora de marcharnos.

—Es muy interesante —afirmó Will, entusiasta.

—Me ha alegrado su visita —el joven norteamericano los llevó a un automóvil aparcado detrás de una valla—. Ha sido un honor conocerle, profesor Lyon, aunque me habría gustado que hubiesen estado también los demás… Sir Mortimer se disgustará mucho…

Tras un intercambio de saludos los hizo subir, estrechando la mano de Merriman con calurosa deferencia.

—Nos ha dado una preciosa descripción de Florida. Espero que vuelva a verla pronto —observó Will.

Pero la arqueología había desplazado completamente las demás emociones de la mente del joven norteamericano. Con una sonrisa ausente, asintió y desapareció.

—¿Los tienes? —preguntó Merriman en tono completamente distinto, mientras conducía lentamente por la carretera.

—Los tengo, y en lugar seguro —respondió Will.

Una mano fuerte le apretó brevemente el hombro y lo soltó en seguida.

Ya no eran amo y «servidor», ni volverían a serlo. Eran sólo Vetustos, reunidos fuera del Tiempo para una función a la que estaban llamados desde siempre.

—Debe suceder esta noche, y deprisa —declaró Will—. ¿Qué opinas? ¿Aquí? ¿Ahora?

—Creo que sí. Los tiempos son vinculados por nuestra presencia y por el lugar. Y, sobre todo, por tu excelente trabajo.

Merriman se detuvo un momento, dio la vuelta con el coche y regresó hacia la excavación. Salieron y permanecieron en silencio un instante.

Luego, juntos, se adentraron en la obscuridad; bordeando el arco y las paredes desenterradas, subieron a la cima del montículo herboso. Allí permanecieron, bajo un cielo obscuro de nubes que corrían, ocultando la luna.

Will desprendió de su cintura el cinturón de los círculos con la cruz, que era el símbolo del Círculo de la Luz, y lo alzó con ambas manos. Y el tiempo y el espacio se fundieron, mientras el siglo XX y el IV se convertían en las dos mitades de un único instante de pleno estío.

—¡Vetustos! —exclamó Will con voz dulce y clara, en la noche—. Ha llegado la hora. Ahora y para siempre, por segunda y última vez, que el Círculo se una. ¡Vetustos, ha llegado la hora! ¡Porque la Tiniebla ha iniciado su despertar!

Su voz resonó con fuerza. Sostuvo en alto los Signos, y un rayo de luz estelar centelleó en el círculo de cristal como fuego blanco. Y de repente dejaron de estar solos en el montículo silencioso, cubierto de hierba. Desde todo el mundo, desde cada punto del Tiempo, las siluetas difuminadas de hombres y mujeres de todas las razas y generaciones se reunieron allí en la noche. Apareció una gran multitud resplandeciente: los Vetustos de la tierra se reunían por primera vez desde que, seis estaciones antes, los Signos habían sido solemnemente unidos en su presencia. La obscuridad crujió. Se elevó un murmullo confuso, una comunicación sin palabras.

Merriman y Will permanecieron en la montaña, en la noche llena de formas vivientes, y esperaron al último Vetusto, cuya presencia haría de esa gran reunión un instrumento de poder, una fuerza capaz de derrotar a la Tiniebla.

Esperaron y la noche se iluminó de claridad estelar, pero ella no vino.

—Justo lo que me temía —dijo Merriman, en voz baja y ronca.

—La Señora —replicó Will, desalentado—. ¿Dónde está la Señora?

—¡La Señora! —vago como el viento, un largo susurro corrió en la noche—. ¿Dónde está la Señora?

—Vino a finales del penúltimo año, para la Conjunción. ¿Por qué ahora no llega? —preguntó Will a Merriman, lentamente.

—Creo que no tiene fuerzas —respondió éste—. Su poder está desgastado por la resistencia contra la Tiniebla… tú y yo sabemos bien que, en el pasado, se entregó por completo. Aunque hizo un último esfuerzo para la Conjunción de los Signos, recuerda que ni siquiera tenía energías para despedirse.

—Sí —confirmó Will, recordando una pequeña figura vieja y frágil, sumamente delicada, que de pie, a su lado, dominaba a una gran muchedumbre de Vetustos, como Merriman en aquel momento—. Simplemente… palideció. Y luego desapareció.

—Y, al parecer, continúa desaparecida. Fuera de nuestro alcance. Desaparecida hasta que una magia propicia venga de la suma de los siglos de esta isla encantada para restituirla a nuestras necesidades. Por primera y única vez, la ayuda de las criaturas comunes es necesaria a la Señora.

Merriman se irguió en toda su estatura: una figura alta, encapuchada y espectral, obscura como un pilar contra el cielo. Habló sin esfuerzo, sin énfasis, pero su voz llenó la noche, y pareció resonar adelante y atrás sobre las cabezas invisibles de aquella multitud.

—¿Quién lo sabe? —preguntó—. ¿Quién puede responder? Oh, Círculo de los Vetustos, ¿quién puede responder?

Y una voz salió de la obscuridad, profunda, armoniosa, intensa y suave como el terciopelo, que hablaba con el ritmo cadencioso del canto: «Las montañas cantan, y la Señora viene».

La muchedumbre aérea fue surcada por un estremecimiento, y antes incluso de darse cuenta Will lanzó un grito de alegría al reconocer aquellas palabras.

—¡La poesía! ¡Por supuesto! La antigua poesía del mar —de repente, se calmó—. Pero ¿qué significa? Todos conocemos ese verso, Merriman… pero ¿qué significa?

La pregunta resonó en muchas voces, que murmuraban y susurraban como el mar movido por una ligera brisa.

—Cuando las montañas canten, la Señora vendrá —añadió, pensativa, la ronca voz galesa—. Y recordad una cosa: no en la Vieja Lengua, la de todos nosotros, nos han sido transmitidas esas palabras, sino en una lengua más joven… que sin embargo es una de las más antiguas usadas por los hombres.

—Gracias, Dafydd, amigo mío —murmuró Merriman.

—Gales —afirmó Will—. Gales.

Mirando fijamente un punto del cielo obscuro, donde las nubes flotaban aún sobre la luna, se afanó, vacilante, en busca de la idea y las palabras adecuadas.

—Tengo que ir a Gales. A aquella zona donde ya estuve una vez. Y allí debo encontrar el momento y el sistema… En algún lugar, entre las montañas… De alguna forma… Y entonces la Señora vendrá.

—Entonces estaremos completos y ligados uno a uno —replicó Merriman—. Y comenzará el final de toda esta búsqueda.

—Buena suerte, Will Stanton —proclamó suavemente en la obscuridad la intensa voz galesa—. Buena suerte… —y se debilitó hasta apagarse en el manso gemido del viento.

Y también la multitud que los rodeaba palideció y desapareció, dejándolos solos en la noche que se obscurecía, el día de San Juan del tiempo en que Will había nacido.

—Pero para la primera urgencia a la que he sido llamado, el Despertar de la Tiniebla en el tiempo de Arturo, sólo tenemos una noche y un día para llevar ayuda allí —observó Will—. Ya no puedo respetar ese límite. Entonces, ¿qué será del gran rey y de la batalla que debe librarse en Badon? ¿Qué…? —se interrumpió, evitando pronunciar palabras que no eran propias de los Vetustos, sino de los hombres.

—¿Qué ocurrirá en ese lugar? —preguntó Merriman, completando sus palabras—. ¿Qué ha ocurrido, qué está ocurriendo? Una batalla, ganada por el momento. Una tregua alcanzada, pero no durante mucho tiempo. Tú lo ves, Will: las cosas son así, y así serán. En el tiempo de Arturo, contamos con la ayuda del Círculo, porque los Vetustos se han reunido, y por ello mucho puede realizarse. Pero sin las palabras de la Señora no podemos alcanzar la última cumbre del poder, y así la paz de Arturo, conquistada en Badon, muy pronto se perderá, y durante algún tiempo el mundo parecerá debilitarse bajo la sombra de la Tiniebla. Emergerá, se hundirá y de nuevo emergerá, como ha hecho durante todo aquello que los hombres llaman «su historia».

—Hasta que venga la Señora —concluyó Will—. Hasta que venga la Señora —repitió Merriman—. Y ella te ayudará a recuperar la espada del Pendragón, la espada de cristal con la que cumplir la magia final de la Luz y poner a la Tiniebla en fuga para siempre. Y serán cinco quienes te ayudarán —le instruyó—, porque desde el comienzo se sabe que seis seres juntos, y sólo seis, deben llevar a cabo esta larga empresa. Seis criaturas, más o menos pertenecientes a esta tierra, con el apoyo de los seis Signos.

—«Cuando la Tiniebla surja, por seis será rechazada» —citó Will, de memoria.

—Sí, seis, mediante un terrible esfuerzo —confirmó Merriman, con voz súbitamente cansada.

Obedeciendo a un impulso, Will citó una estrofa completa de la antigua profecía en verso que le había sido revelada poco a poco —parecía haber transcurrido una eternidad—, a medida que adquiría su poder de Vetusto:

Cuando la Tiniebla surja, por seis será rechazada,

Tres del camino, tres del Círculo en reunión;

Agua, piedra, fuego; bronce, hierro, madera;

Cinco volverán, y uno solo marchará.

Pronunció el último verso más despacio, como si lo oyese por primera vez.

—Merriman, ¿qué significa la última parte? Siempre me lo he preguntado. «Cinco volverán, y uno solo marchará». ¿Quién?

Merriman se erguía en la noche serena, con el rostro oculto por la sombra. También su voz era serena, sin estridencias, y carente de expresión.

—Nada es seguro, Vetusto, ni siquiera en las profecías. Pueden significar una cosa, o bien otra. Después de todo, los hombres poseen una mente autónoma, y pueden decidir sus acciones, para bien o para mal, para avanzar o para retroceder… No puedo decir de qué se trata. Nadie lo sabrá, hasta el último momento. Hasta que… uno… solo… marchará… —se sobresaltó, irguiendo los hombros, como para arrancar a ambos de un sueño—. Antes de que ello suceda, hay un largo camino por recorrer, largo y difícil, si al final debemos triunfar. Ahora volveré junto a mi señor Arturo con los seis Signos y el poder del Círculo que sólo ellos pueden evocar.

Tendió la mano y Will le dio el cinturón de los Círculos con la cruz.

El oro, el cristal y la piedra centelleaban entre la madera obscura, el bronce y el hierro.

—Cuídate, Merriman —murmuró.

—Cuídate, Will Stanton —respondió Merriman, con voz cargada de tensión—. Pronto volveré a estar contigo.

Alzó un brazo y desapareció.

Las estrellas y la noche dibujaron un torbellino en torno a Will, que se encontró de nuevo iluminado por la luna en la entrada de su casa, con la mano apoyada en el marco de una estampa victoriana que representaba la construcción de un anfiteatro romano en Caerleon.