El visón negro

Estaban sentados a la mesa, para cenar. Sólo faltaba el señor Stanton, que trabajaba hasta tarde en su taller de joyería. La señora Stanton estaba clavando un gran cuchillo en la torta de melaza, cuando de súbito levantó la cabeza.

—¿Qué es eso?

Todos habían oído el débil sonido, en el exterior, que ahora se repitió, más fuerte. Se alzaron chillidos lejanos del corral de los pollos, en el patio situado detrás de la casa; no las voces acostumbradas, sino un gran clamor de alarma.

Los chicos se precipitaron afuera. Will salió el primero… y luego se detuvo bruscamente, por lo que Stephen y James tropezaron y a punto estuvieron de caer. Salieron corriendo. Pero Will se sintió rodeado de una sensación de maldad y odio tan intensa que se estremeció. Luchando contra aquella percepción como contra un huracán, corrió detrás de los demás. «Ya he vivido esta sensación», pensó, pero no había tiempo para recordar.

Oyó unos gritos procedentes del patio y un rumor de pies, entre el estrépito de los pollos alborotados. En la penumbra del anochecer brumoso, divisó a Stephen y James que avanzaban y retrocedían, como persiguiendo algo. Al aproximarse, le pareció ver un cuerpo pequeño, obscuro, ondulante, que se deslizaba rápidamente entre ellos. Stephen agarró un palo y se lanzó sobre la silueta, pero falló. El palo golpeó el suelo y se partió en astillas. Una horca de jardinería estaba apoyada en el recinto del gallinero; Will la aferró, sin dejar de acercarse. El animal saltó más allá de sus pies, sin ruido.

—¡Atrápalo, Will!

—¡Dale!

Se oía un gran estruendo de pisadas. Los pollos alborotaban. El patio estaba lleno de cuerpos que chocaban, formas grises en la luz débil. Por un instante, Will vio la luna llena, un enorme arco amarillo que iniciaba su ascenso sobre los árboles. Luego James volvió a tropezar con él.

—¡Por este lado! ¡Atrápalo!

—¡Es otro visón! —comprendió Will, en un destello.

—¡Claro! ¡Por este lado!

Culebreando en su penosa búsqueda de una salida, el visón quedó acorralado entre Will y la valla. Los blancos dientes destellaron. Estaba rígido, con los ojos fijos, y de repente lanzó un chillido alto y rabioso que traspasó la mente de Will, permitiendo la irrupción de la terrible conciencia del mal que había advertido al cruzar la puerta. El corazón le dio un vuelco.

—¡Ahora, Will, ahora! ¡Dale fuerte! —le gritaban ambos.

Will levantó la horca. El visón lo miró fijamente y gritó de nuevo. Will lo observó. «La Tiniebla está surgiendo. Matar a una de sus criaturas no detendrá su ascenso». Dejó caer la horca.

James lanzó un fuerte gemido. Stephen saltó junto a Will. El visón, mostrando los dientes, corrió en línea recta hacia Stephen, con intención de atacarle, pero en el último momento la bestia giró, pasando entre sus piernas como una exhalación. Pero entonces no buscó de inmediato la libertad: se arrojó contra un grupo asustado de pollos, atrapó a uno por el cuello y lo mordió debajo de la cabeza, matándolo de forma instantánea. Luego lo soltó y huyó en la noche.

—¡Los perros! ¿Dónde están los perros? —exclamó James pateando, presa de una frustración rabiosa.

Un haz de luz tembló desde la puerta de la cocina.

—Barbara los ha llevado al peluquero, a Eton. Y lleva retraso, porque pasa a recoger a vuestro padre.

—¡Oh, maldición!

—Estoy de acuerdo —aprobó la madre, con dulzura—, pero así son las cosas. Echemos un vistazo a los daños —añadió.

Los daños eran considerables. Cuando los muchachos separaron las gallinas histéricas y ruidosas de sus compañeras muertas, se encontraron con seis gruesos cadáveres tendidos en fila. Cada ave había muerto de un feroz mordisco bajo la cabeza.

—¿Tantas? ¿Por qué tantas? Ni siquiera ha tratado de llevarse una —dijo Mary, asustada.

La señora Stanton sacudió la cabeza, perpleja.

—Los zorros matan a una gallina y luego huyen deprisa, cosa que me parece más lógica. ¿Habéis dicho que eso era un visón?

—Estoy seguro —declaró James—. Había un artículo en el periódico. Y además, hemos visto uno esta tarde, cerca del río.

—Parece que se haya divertido matando nuestros pollos —observó Stephen, en tono sarcástico.

Will permanecía a cierta distancia, apoyado en el muro del granero.

—Matan por el gusto de hacerlo —dijo.

James chasqueó los dedos.

—También lo leí en el periódico. Por eso son una plaga. El visón es el único animal, además del turón, que mata por diversión, y no solamente por hambre.

La señora Stanton recogió un par de pollos muertos.

—Bien —proclamó, con brusca resignación—, llevémoslos dentro. Sólo nos queda poner al mal tiempo buena cara y confiar en que ese desgraciado animal no haya escogido las mejores ponedoras. Y si trata de regresar… Steve, ¿puedes poner a buen recaudo las que quedan?

—Claro —respondió Stephen.

—Te echaré una mano —se ofreció James—. Uf… has tenido suerte, Steve. Creía que te iba a morder. ¿Por qué se habrá detenido?

—Tengo mal sabor. —Stephen levantó los ojos hacia el cielo—. Mira qué luna: casi no se necesita linterna… Adelante. Madera, clavos y martillo. Haremos ese gallinero a prueba de visones, para siempre.

—Ya no volverá —anunció Will, mirando la flor de pamplina que colgaba, marchita y olvidada, del ojal de Stephen—. «Eficaz contra los animales venenosos». No volverá.

—Pareces extraño. ¿Te encuentras bien? —inquirió James, escrutándolo.

—Pues claro —replicó Will, luchando contra el tumulto de su mente—. Pues claro. Pues…

La cabeza le daba vueltas. Parecía un ataque de vértigo, pero capaz de destruir incluso su sentido del tiempo, de todo aquello que sucedía en ese momento, y antes o después. ¿El visón se había marchado, o todavía le estaban dando caza? ¿Había venido realmente? ¿Les atacarían en breve, y las gallinas iniciarían su terrible y angustiado clamor? ¿O acaso él, Will, estaba… en otro lugar muy distinto?

—Papá ha trasladado la caja de herramientas al granero —dijo sacudiendo bruscamente la cabeza.

—Vamos, pues.

Entraron en el cobertizo de madera que llamaban granero. Antiguamente, su casa había sido una rectoría, pero ahora los pollos y conejos criados por la madre bastaban para cambiar su atmósfera.

Encendieron la luz eléctrica y luego recogieron un martillo, tenazas, clavos robustos, una red metálica y varias tablas de madera, de poco más de un centímetro de espesor.

—Justo lo que hace falta —comentó Stephen.

—La semana pasada papá construyó una nueva conejera. Estas sobraron.

—Deja la luz encendida. Iluminará también el exterior.

Una franja brillante surgió en la noche desde la ventana polvorienta. Empezaron a cortar la red metálica y a encajar las tablas en el lado más distante del gallinero, por el que se había introducido el visón.

—Will, mira si ahí dentro hay otra tabla, un palmo más larga que ésta.

—De acuerdo.

Will cruzó el patio iluminado por la luna, dirigiéndose hacia el haz de luz amarilla que venía del granero. A sus espaldas, el martilleo de Stephen resonaba rítmicamente sobre el murmullo aún agitado de las gallinas.

Y luego el torbellino volvió a atrapar su mente, confundiéndole los sentidos, y notó una ráfaga de viento en la cara. Tap-taptap… tap-tap-tap… El martilleo pareció transformarse en un sonido sordo y metálico, como de hierro que golpea contra hierro. Tambaleándose, Will se apoyó en el muro del granero. La franja de luz había desaparecido, al igual que la luna. La modificación se produjo sin ningún aviso: un deslizamiento temporal tan completo, que en un instante no vio ni rastro de Stephen o James, ni tampoco ningún objeto, animal o árbol familiares.

La noche era más obscura que antes. Se oía un chirrido que no lograba identificar. Descubrió que seguía de pie contra un muro, pero de composición distinta: sus dedos, que antes tocaban la madera, hallaron ahora grandes bloques de piedra, unidos con argamasa. El aire seguía siendo cálido, como en el tiempo del que venía. Del otro lado del muro venían unas voces. Las voces de dos hombres. Y Will conocía ambas tan bien, que se le erizó el vello en la nuca y se sintió invadir el pecho de una alegría dolorosa.

—A Badon, entonces —dijo una voz ronca, neutra.

—No hay más remedio.

—¿Crees que podrás rechazarlos?

—No lo sé. ¿Y tú? —La segunda voz era casi igual de ronca, pero aligerada por un sentimiento caluroso, como una alegría de fondo.

—Sí. Tú los rechazarás, mi señor. Pero no será para siempre. A éstos se les puede expulsar, pero la fuerza de la naturaleza que ellos representan jamás ha sido rechazada durante mucho tiempo.

—Tienes razón —suspiró la voz cálida—. Esta isla está condenada, a menos que… sé que tienes razón, león. Lo sé desde que era niño, desde el día en que… —se interrumpió y permaneció largo rato en silencio.

—No pienses en ello —dijo el primer hombre, suavemente.

—Entonces, ¿lo sabes? Nunca he hablado de ello con nadie. Bueno, claro que lo sabes —se oyó una risa sosegada, más cargada de afecto que de diversión—. ¿Tú estabas allí, Vetusto? Probablemente sí que lo estabas.

—Sí que estaba allí.

—Los mejores hombres de Britania asesinados. Todos ellos. Trescientos jefes reunidos. ¡Trescientos! Apuñalados, estrangulados, apaleados, a una señal… Incluso vi dar la señal, ¿sabes? Yo, un niño de siete años… Todos muertos. Y entre ellos estaba mi padre. La sangre corría, la hierba estaba roja, y la Tiniebla comenzaba a surgir en Britania… —el segundo hombre se sofocó con sus propias palabras.

—Este ascenso no durará eternamente —replicó, fría y resuelta, la voz profunda.

—¡No, en nombre del cielo, no! —el interlocutor se había calmado—. Y, dentro de pocos días, Badon lo demostrará. Mons Badonicus, mons felix. Tenemos motivo para la esperanza.

—Ha empezado la reunión, y los hombres llegan desde todos los rincones de tu fiel Britania —proclamó el primer hombre—. Y esta noche se convocará el Círculo de los Vetustos, para afrontar esta gran dificultad.

Will se enderezó, como si alguien hubiese pronunciado su nombre. Pero ahora estaba tan inmerso en aquel tiempo, que no necesitaba ser llamado. Ni siquiera tenía pensamientos, sólo conciencia. Se volvió y percibió la luz brillando en torno a la puerta en el muro de piedra. Se encaminó hacia allí, y de golpe surgieron ante su vista dos figuras armadas con espada y lanza a ambos lados. Pero ni una ni otra se movieron. Permanecieron rígidas, alerta, con la mirada fija hacia delante.

Will tendió la mano hacia el pesado cortinaje, densamente tejido, que colgaba sobre la entrada, y lo apartó. Una luz vivida centelleó en sus ojos. Alzó la mano para protegerlos, parpadeando.

—Ah, Will —dijo la voz más profunda—. Entra, entra.

Will dio un paso hacia delante, abriendo los ojos de par en par. Luego sonrió a la figura alta, envuelta en sus ropas amplias, con la nariz orgullosa y decidida y la cabellera blanca y suave. Hacía mucho que no se encontraban.

—¡Merriman! —exclamó.

Se acercaron y se abrazaron.

—¿Cómo estás, Vetusto? —preguntó el hombre alto.

—Bien, gracias.

—De Vetusto a Vetusto —murmuró el otro—. El primero y más viejo, y el último y más joven. Y también yo te doy la bienvenida.

Will miró los ojos azules y límpidos en el rostro marcado por la intemperie, la barba corta y gris, el cabello aún castaño, pero estriado de ceniza. Se arrodilló e inclinó la cabeza.

—Mi señor.

El otro se inclinó desde la butaca de piel chirriante y le tocó brevemente el hombro, en señal de saludo.

—Me alegro de verte. Pero ahora levántate y únete a tu señor. Esta parte del Tiempo os afecta sólo a vosotros dos, y hay mucho que hacer.

Se puso en pie, echándose sobre el hombro una corta capa, y se dirigió hacia la puerta a grandes pasos. Sus botas surcaban en silencio el pavimento de mosaico. Aunque era una cabeza más bajo en relación con la gran estatura de Merriman, poseía una autoridad que le hacía elevarse sobre cualquiera.

—Iré a oír el último recuento de hombres —concluyó, volviéndose delante de la puerta, mientras los guardias presentaban armas—. Una noche y un día. Sé rápido, león.

Luego desapareció, como arrastrado por el movimiento de la capa.

—Los guardias no me han detenido —observó Will.

—Tenían aviso de tu llegada —explicó Merriman.

Miró a Will, con una sonrisa irónica pintada en el rostro sombrío y huesudo. Luego, de improviso, echó la cabeza hacia atrás, con una rápida inspiración y un suspiro.

—Bueno, Will, ¿cómo te las arreglas en el segundo gran ascenso? Porque aquí, en el primero, las cosas no van demasiado bien.

—Perdona, pero no te comprendo —replicó Will.

—¿De verdad, Vetusto? Después de todas mis enseñanzas y el estudio del Libro de Magia, hace tiempo, ¿aún no comprendes cómo el Tiempo escapa a la conciencia de los hombres? Tal vez estás aún demasiado cerca de ellos… Bien.

De repente, se sentó en un largo diván de brazos curvados. En la habitación alta y cuadrada había pocos muebles, en las paredes encaladas brillaban vividas representaciones del verano en la campiña: sol, campos y mieses doradas.

—En el tiempo de los hombres, Will —prosiguió—, la Tiniebla realiza dos grandes ascensos. Uno se produce en la época de tu nacimiento humano, el otro sucede aquí y ahora, quince siglos atrás, cuando mi señor Arturo debe obtener una victoria que dure lo suficiente para separar a los devastadores que nos invaden de la Tiniebla que los impulsa. Tú y yo tenemos que desempeñar una función en la defensa contra cada uno de estos dos ascensos. Es más, la misma función.

—Pero… —murmuró Will.

Merriman lo miró de soslayo.

—Si tú, precisamente tú, osas preguntarme cómo puede alguien que pertenece al futuro tomar parte en algo que, para decirlo neciamente, ya ha sucedido…

—Oh, no —lo tranquilizó Will—. No lo haré. Recuerdo lo que me revelaste una vez, hace mucho tiempo… —Contrajo el rostro, hurgando en la memoria en busca de las palabras exactas—. «Porque todos los tiempos coexisten —dijiste— y a veces el futuro influye en el pasado, si bien el pasado es una vía que lleva al futuro».

En el reservado rostro de Merriman brilló por un instante una leve sonrisa de aprobación.

—Y por ello, ahora, el Círculo de la Luz debe ser convocado por Will Stanton, el Buscador de los Signos, aquel que una vez logró unir en círculo los Seis Signos de la Luz. Debe ser convocado, para que en virtud de la misma llamada pueda ayudar a los hombres de este mundo, tanto en el tiempo de Arturo, como en aquél del que tú vienes.

—Y así —respondió Will—, debo recuperar los Signos de su refugio, mediante el complicado hechizo al que los sometimos después de reunirlos. Sólo espero hallar la forma.

—También yo lo espero —dijo Merriman, en tono siniestro—. Porque, si no lo logras, la Gran Magia que los custodia los llevará fuera del Tiempo, y la única ventaja que la Luz posee en esta crucial lucha se perderá para siempre.

Will tragó saliva.

—Sin embargo, debo hacerlo desde mi siglo —precisó—. Desde allí fueron unidos y ocultados.

—Por supuesto —asintió Merriman—. Por ello mi señor Arturo nos ha rogado que fuésemos rápidos. Ve, Will, y haz lo que debes. Una noche y un día: es todo el tiempo que tenemos, según la medida terrestre.

Se levantó, atravesó el pavimento en un solo movimiento veloz y apretó los brazos de Will en el antiguo saludo romano. Sus ojos obscuros centellearon en el rostro extraño y áspero, marcado por arrugas profundas.

—Yo estaré contigo, aunque sin poderes. Ten cuidado —le recomendó.

—Sí.

Will se volvió, fue hasta la puerta y apartó el cortinaje. Fuera, en la noche, resonaba aún débilmente el martilleo metálico del hierro que golpea contra el hierro.

—Wayland, el herrero, trabaja hasta tarde hoy —murmuró Merriman, a sus espaldas—. Y no en las herraduras, porque en esta época todavía no se usan. Fabrica espadas, hachas y puñales.

Will se estremeció y salió a la obscuridad sin una palabra. La cabeza le dio vueltas, un viento le sopló en la cara… y de nuevo la luna fluctuaba en el cielo ante él como una gran naranja pálida; en sus manos había una tabla de madera y el ruido era el de los clavos que penetran en la madera.

—¡Ah! —exclamó Stephen, alzando la mirada—. Es perfecta. Gracias.

Will avanzó, tendiéndole la tabla.