—Le gustaba el glasto —anunció Will, volviendo la página—. Escuchad: «La decocción de glasto resulta eficaz contra las heridas en cuerpos de robusta constitución, como los de los campesinos y los de quienes están habituados a realizar grandes esfuerzos y tomar alimento modesto y poco refinado».
—Como yo y los demás miembros de la Marina de Su Majestad —replicó Stephen. Con gran precisión, sacó de su vaina una larga brizna de hierba de cabezuela pesada y se tumbó en el campo a mordisquearla.
—El glasto —dijo James— es aquello azul que los antiguos bretones usaban para pintarse.
—Aquí dice que las flores de glasto son amarillas —precisó Will.
—Yo he estudiado un curso de historia más que tú y sé que lo utilizaban como color azul —respondió James, en tono un poco presuntuoso—. Las nueces verdes te tiñen los dedos de negro.
—Como tú quieras —concluyó Will.
Una abeja cargada de polen le aterrizó en el libro y empezó a caminar por la página. Will la sopló delicadamente hasta depositarla en una hoja, apartando el mechón liso y castaño que le caía sobre los ojos. Un movimiento en el río, más allá del prado donde estaban tumbados, llamó su atención.
—¡Mirad! ¡Los cisnes!
Indolentes como un caluroso día de verano, un par de cisnes nadaban tranquilos y silenciosos. Su pequeña estela lamía la orilla del río.
—¿Dónde? —preguntó James, evidentemente sin la menor intención de mirar.
—Dicen que este tramo del río está siempre tranquilo. Las grandes embarcaciones permanecen en el brazo principal, incluso en domingo.
—¿Quién viene a pescar? —preguntó Stephen. Pero permaneció inmóvil, tumbado de espaldas, con una larga pierna doblada sobre la otra. La fina brizna de hierba le oscilaba entre los dientes.
—Dentro de un rato. —James se desperezó, bostezando—. He comido demasiado bizcocho.
—Las cestas de comida de mamá nunca fallan. —Stephen se volvió sobre el vientre, mirando el río de color gris verdoso—. Cuando tenía vuestra edad, en esta parte del Támesis no se pescaba nada. Estaba demasiado contaminada. Algunas cosas mejoran.
—Muy pocas, por desgracia —opinó la voz sepulcral de Will, desde la espesura de la hierba.
Stephen sonrió. Recogió un tallo verde y delgado con una florecilla roja. Lo levantó solemnemente.
—La pamplina. «Sol si está abierto, lluvia si está cerrado. Ten la certeza de que ha nadie ha engañado». Me lo enseñó el abuelo. Lástima que vosotros no lo conocieseis. ¿Qué dice tu libro al respecto, Will?
—¿Hum? —Will, tumbado de lado, miraba a la cansada abeja plegar las alas.
—Tu libro —explicó James—. ¿Qué dice de la pamplina?
—Aquí está. Sólo cosas buenas: «El jugo purifica la cabeza mediante gargarismos o enjuagues de la garganta; cura el dolor de muelas si se inhala por las ventanas de la nariz, especialmente por la opuesta a la muela que duele».
—La opuesta, sobre todo —observó gravemente Stephen.
—También dice que resulta eficaz contra la picadura de las víboras y de otros animales venenosos.
—Muy estúpido —declaró James.
—No, nada de eso —replicó suavemente Will—. Sólo tiene trescientos años.
Stephen se colocó la pamplina en el primer ojal de la camisa.
—Ánimo. Vamos a pescar.
—Voy enseguida. Id vosotros dos. —Will permaneció tumbado mirándoles, mientras montaban los sedales, atando anzuelos y flotadores.
Los saltamontes chirriaban invisibles en la hierba, superponiendo su canto al apagado zumbido de los insectos veraniegos. El resultado era un sonido agradable, que inducía al sueño. Will suspiró de felicidad. El sol, la canícula y, lo que era menos frecuente, el regreso de su hermano mayor del Caribe, donde prestaba servicio en la Marina de Su Majestad Británica. El mundo le sonreía: todo iba bien. Sintió que sus párpados se abatían. Los abrió de golpe. De nuevo se cerraron, relajadamente satisfechos, y otra vez se forzó a abrirlos. Durante una fracción de segundo, se preguntó por qué no se permitía ceder a un sueño inocente.
Y entonces lo comprendió.
Los cisnes continuaban en el río, siluetas blancas que remontaban lentamente la corriente. Sobre la cabeza de Will, los árboles crujían en la brisa, como olas de océanos lejanos. Las flores del arce cubrían la hierba cercana de motas de color amarillo verdoso. Mientras pasaba una de ellas entre sus dedos, Will miró a Stephen, que, de pie a pocos metros de él, ataba el sedal a la caña. En el río, uno de los cisnes se desplazaba lentamente delante de su compañero.
Cuando llegó a la altura de Stephen, no desapareció de la vista; Will vio claramente su silueta blanca a través del perfil del cuerpo de su hermano.
A través de la silueta del cisne vio un declive sin árboles que antes no estaba.
Will tragó saliva.
—¿Steve? —llamó.
Su hermano mayor estaba cerca, colocando el sedal, pero no lo oyó. Y sin embargo él había hablado en voz alta. Llegó James, sosteniendo la caña horizontalmente. Will percibió de nuevo, detrás de él, las siluetas de los cisnes, como en una niebla tenue. Se sentó, estirando la mano hacia la caña mientras James pasaba, y sus dedos la atravesaron como si no existiese.
Will comprendió, con una mezcla de temor y placer, que una parte de su vida había despertado plenamente del sueño.
Sus hermanos se alejaron hacia el río, recorriendo el campo en diagonal. A través de sus formas fantasmales, Will vio la única tierra que, en aquel evasivo lapso de tiempo, era para él concreta y real: la pendiente herbosa, cuyos bordes se diluían en la neblina. Y sobre ella divisó unas figuras que corrían, se apresuraban, empujadas por una urgencia misteriosa. Si las observaba con demasiada atención, desaparecían, pero si las miraba con ojos soñolientos, sin enfocar bien, las veía agitadas y salpicadas de sol.
Eran pequeñas, con el cabello obscuro. Pertenecían a un tiempo muy lejano. Llevaban túnicas azules, verdes o negras; una mujer iba vestida de blanco, con un hilo de perlas celestes y brillantes en torno al cuello. Recogían haces de lanzas, flechas, herramientas, bastones; envolvían ollas en pieles de animales; reunían rollos de carne —o eso parecía— en tiras secas y arrugadas. Con ellos había unos perros de pelo tupido y hocico corto y agudo. Había niños que corrían y llamaban, y un perro levantó la cabeza para ladrar, pero no salió sonido alguno. Para los oídos de Will sólo existía el chirrido de los saltamontes, sobre el profundo zumbido de los demás insectos.
Al margen de los perros, no vio otros animales. Aquellos eran viajeros: no pertenecían a aquel lugar, solamente pasaban por él. Ni siquiera era seguro que la tierra en la que se hallaban, en su tiempo, estuviese en el punto del valle del Támesis en que estaba él; podía encontrarse en un lugar muy distinto. Pero de repente supo algo con absoluta certeza: todos estaban muy asustados.
A menudo levantaban la cabeza, presa del miedo, y miraban hacia el este. Hablaban poco entre sí, pero se afanaban apresuradamente. Algo, o alguien, les amenazaba, empujándoles hacia delante. Estaban huyendo. Will se encontró compartiendo la sensación de apremio y les incitó mentalmente a darse prisa. También él miró hacia el este. Pero era difícil decir qué veía realmente. Un extraño y doble paisaje se presentaba ante sus ojos: una pendiente nítida y arqueada se vislumbraba más allá de las líneas vagas y brumosas de los campos y setos de su tiempo y los tenues resplandores del Támesis. Los cisnes seguían allí, y al mismo tiempo no estaban. Uno de ellos bajó el cuello airoso sobre la superficie del agua…
… y de improviso el cisne se hizo real, y Will dejó de mirar en un tiempo más allá del suyo. Los viajeros habían desaparecido, tragados por aquel verano de milenios antes. Will cerró los ojos, tratando desesperadamente de retener algunas imágenes de ellos antes de que todo se desvaneciese de su mente.
Se levantó en la hierba alta, con el libro en la mano; sentía que le temblaban las piernas. Se dirigió al río con paso inseguro. James lo llamó.
—¡Will! ¡Ven aquí! ¡Mira!
Se dirigió mecánicamente hacia la voz. James alzó triunfalmente un grupo de tres pequeñas percas, atadas por las branquias.
—¡Caramba! —exclamó Will—. ¡Has sido rápido como un rayo!
James arqueó una ceja.
—No especialmente. ¿Has dormido? Vamos, toma tu caña.
—No —respondió Will, tanto a la pregunta como a la orden.
Stephen se volvió a echarle un vistazo y soltó de golpe el sedal.
—¿Will? ¿Te encuentras bien? Pareces… —vaciló frunciendo el ceño.
—En realidad, me siento un poco raro —admitió Will.
—Apuesto a que es culpa del sol. Te daba en la nuca mientras estabas allí sentado leyendo ese libro.
—Es probable.
—También aquí, en Inglaterra, cuando quiere, quema. Junio no perdona. Además, hoy es víspera de San Juan… Ve a tumbarte a la sombra un rato, y acábate la limonada.
—¿Toda? —replicó James, indignado—. ¿Y nosotros?
—Atrapa diez percas más, y de regreso a casa te daré de beber —contestó Stephen, con una patada imaginaria—. Vamos, Will, ve debajo de los árboles.
—De acuerdo —consintió Will.
Will volvió a cruzar el campo y se sentó en la hierba fresca bajo los arces. Mientras tomaba a pequeños sorbos la limonada, miró con inquietud hacia el río, pero todo era normal. Los cisnes se habían marchado. Los mosquitos revoloteaban en el aire, el calor velaba el mundo de neblina. Le dolía la cabeza. Se tumbó de espaldas en la hierba, alzando la mirada. Las hojas danzaban encima de él, las ramas susurraban y oscilaban adelante y atrás, adelante y atrás, adornando el cielo azul con verdes y cambiantes filigranas. Will se apretó los ojos con las palmas de las manos, recordando las siluetas pálidas y apresuradas que habían llegado hasta él como un relámpago desde el pasado, recordando el miedo…
No pudo establecer jamás si se había dormido. El susurro de la brisa pareció hacerse más decidido y de improviso vio encima de él árboles distintos, hayas, cuyas hojas se agitaban en un revoloteo más violento que el de las encinas y los arces. Y ya no formaban un seto que se extendía sin interrupción hasta el río, sino un bosquecillo. El río, su rumor y su olor habían desaparecido, y por ambos lados Will divisaba el cielo abierto. Se incorporó.
Estaba en una pendiente herbosa que dominaba el valle boscoso del Támesis. El bosque de hayas cubría la cima de la montaña, como un sombrero. De los campos había desaparecido el grave zumbido de los insectos. A cambio, por encima de él, en medio del sonido del viento, surgió el gorjeo de una alondra.
Y luego, desde algún lugar, Will oyó unas voces. Volvió la cabeza. Una fila de personas ascendía deprisa por la montaña, pasando como flechas de un árbol o un matorral a otro, evitando los puntos descubiertos. Las primeras habían alcanzado ya un extraño hoyo en la pendiente, cubierto por matorrales tan espesos que Will ni siquiera lo habría visto si los fugitivos no hubiesen estado allí para mover las ramas. Iban cargados con bultos envueltos tan precipitadamente que el contenido sobresalía hacia fuera. Will parpadeó: había copas, platos y cálices de oro, una gran cruz, también de oro, incrustada de joyas, altos candelabros de oro y plata, ropas y telas de seda brillante entretejida de oro y gemas. La serie de tesoros parecía infinita. Las figuras ataron los bultos con la cuerda, y una tras otra se introdujeron en el hoyo. Will vio a un hombre, vestido de monje, que parecía vigilarles: daba órdenes y explicaciones mientras observaba ansiosamente el terreno circundante.
Hacia la cima de la montaña se dirigió un trío de niños, siguiendo la dirección indicada por el brazo extendido del monje. Will se levantó lentamente, pero los niños pasaron corriendo junto a él sin dedicarle una mirada. Entonces comprendió que él era, en aquel tiempo pasado, sólo un observador, invisible y más allá de cualquier percepción.
Los niños se detuvieron en los márgenes del bosquecillo, observando el valle con atención; evidentemente, les habían enviado a montar guardia desde allí. Mientras les miraba, Will se concentró en el deseo de oírles, y un instante después las voces resonaron en su mente.
—Por este lado no viene nadie.
—Todavía no.
—Dentro de dos horas, quizá, ha dicho el correo. Le he oído hablar con mi padre: son centenares, horribles, y avanzan con furia por la Vieja Vía. Ha dicho que han quemado Londres: se veía el humo negro subir en grandes nubes…
—Si te atrapan, te cortan las orejas. Eso a los niños. A los hombres los parten por la mitad, y a las mujeres y las niñas les hacen cosas aún peores…
—Mi padre sabía que vendrían. Ha dicho que el mes pasado, al este, cayó sangre en lugar de lluvia, y algunos vieron dragones volar por el cielo.
—Siempre surgen señales así, antes de que lleguen los diablos paganos.
—¿De qué sirve enterrar los tesoros? Al fin y al cabo, nunca vuelve nadie a recogerlos. Nunca vuelve nadie que haya sido expulsado por los diablos.
—Quizás esta vez…
—¿Adonde nos dirigimos?
—¿Quién sabe? Al oeste…
Unas voces excitadas llamaron a los niños, que huyeron. Habían terminado de ocultar los bultos en el hoyo, y algunas figuras ya se apresuraban montaña abajo. Will observó fascinado mientras los últimos hombres izaban sobre el hoyo una enorme roca plana de sílice, la más grande que jamás había visto. La encajaron en la abertura, como una especie de tapa, y luego colocaron encima tierra cubierta de hierba, sobre la que echaron las ramas de los matorrales circundantes. En un instante no quedó el menor rastro del escondrijo. Con un grito de alarma, uno de los hombres señaló la parte opuesta del valle: más allá de la montaña contigua se elevaba una densa columna de humo. De inmediato, presa del pánico, todo el grupo huyó, entre resbalones y saltos, hacia abajo por la cuesta herbosa. El monje corría tanto como los demás.
Will se sintió invadido por una oleada de miedo tan intensa que le dio náuseas. Una amenaza terrible se cernía sobre esas personas, como sobre las otras que había visto poco antes en un pasado distinto y lejano. Allí abajo, al este, la amenaza resurgía, con su potente bramido.
—Ya llega —proclamó Will en voz alta, mirando fijamente la columna de humo y tratando de no pensar en lo que podría suceder cuando sus responsables hubiesen superado la cima de la montaña—. Ya llega…
—No es cierto, no se mueve en absoluto. ¿Estás despierto? ¡Mira! —exclamó James, lleno de entusiasmo y curiosidad.
—¡Es extraordinario! —observó Stephen.
Sus palabras resonaban sobre la cabeza de Will, que yacía boca arriba entre la hierba fresca.
Tardó un momento en recuperar el control y dejar de temblar. Incorporándose sobre los codos, vio a Stephen y James a pocos pasos, con las manos llenas de pescado, cañas y cubos de cebos. Miraban algo, con aspecto prudente y fascinado al mismo tiempo.
Will estiró el cuello hacia el prado para ver el objeto de su interés. Y jadeó, con la mente medio desgarrada por una oleada del mismo terror ciego que lo había dominado un momento antes. Un terror que distaba una eternidad del presente, diez siglos y, al mismo tiempo, no más de un soplo.
A unos diez metros, en la hierba, había un animalillo negro que lo miraba, inmóvil: esbelto, ondulado, de unos cincuenta centímetros de longitud, con una larga cola y la espalda suave y arqueada. Parecía un armiño o una comadreja, pero no era ni el uno ni la otra. Su pelo brillante era negro del hocico a la cola; sus ojos obscuros y fijos estaban inequívocamente clavados en Will. Y él sintió llegar un ímpetu vibrante de crueldad y maldad tan violento que dudó que el animal existiese realmente.
De súbito, James lanzó un rápido silbido.
La negra criatura no se movió. Seguía mirando a Will. Will devolvió la mirada, pasmado por el instintivo grito de terror que le resonaba en el cerebro. De reojo, vio la alta silueta de Stephen a su lado, inmóvil como una estatua.
—Sé de qué se trata —murmuró James—. Es un visón. Acaban de aparecer por esta zona… lo leí en el periódico. Decía que se parecen a las comadrejas, pero que son peores. Mira esos ojos…
Rompiendo impulsivamente la tensión, lanzó un aullido contra el animal, y azotó la hierba con la caña de pescar. Rápidamente, pero sin pánico, el visón negro se dio la vuelta y se deslizó por el campo hacia el río, con el largo lomo oscilando en un movimiento extraño y desagradable, similar a una gran serpiente. James saltó tras él, con la caña bien aferrada.
—¡Ten cuidado! —gritó Stephen.
—Ni siquiera lo tocaré —respondió James—. Tengo mi caña…
Desapareció junto a la orilla del río, tras un grupo de sauces bajos y gruesos.
—Este asunto no me gusta —dijo Stephen.
—A mí tampoco —convino Will. Se estremeció, mirando el punto desde el que el animal lo había mirado con sus ojos obscuros y penetrantes—. Me pone la piel de gallina.
—No me refiero sólo al visón, suponiendo que lo fuese de verdad.
La voz de Stephen tenía un tono desacostumbrado, que indujo a Will a volver la cabeza de golpe. Quiso ponerse en pie, pero su hermano se agachó a su lado, apoyando los brazos en las rodillas.
—Will —comenzó, con voz extraña y tensa—, tengo que hablar contigo. Ahora, mientras James está persiguiendo aquello. Desde que he vuelto a casa trato de quedarme a solas contigo, y esperaba que hoy… pero Jamie quería pescar…
Vaciló, enredándose con las palabras de una forma que llenó a Will de estupor y alarma. Su hermano mayor, tranquilo y controlado, había sido siempre su modelo de cómo debe ser una persona adulta. Luego Stephen levantó la cabeza, clavándole una mirada casi belicosa. Will lo miró a su vez, nerviosamente.
—Cuando el barco estaba en Jamaica, el año pasado —contó Stephen—, te envié una gran máscara de carnaval de las Indias Occidentales, como regalo de Navidad y de cumpleaños al mismo tiempo.
—Es cierto —replicó Will—. Es una máscara fantástica. Ayer mismo, la estábamos admirando todos.
—La recibí de un viejo jamaicano que un día surgió de la nada en la calle y me agarró, en pleno carnaval —prosiguió Stephen, ignorándolo—. Me dijo cómo me llamaba, y añadió que debía darte la máscara a ti. Y cuando le pregunté cómo demonios me conocía respondió: «Nosotros, los Vetustos, tenemos un aspecto determinado, y también nuestros familiares llevan sus huellas».
—Ya lo sabía —contestó vivamente Will, tragándose el presentimiento que le atenazaba la garganta—. Me enviaste una carta, junto con la máscara. ¿No te acuerdas?
—Recuerdo que, dicha por un desconocido, era una frase condenadamente extraña —objetó Stephen—. Nosotros, los Vetustos, nosotros los Vetustos, con mayúscula. Se percibía bien.
—Oh, no exageres. Al fin y al cabo… bueno, has dicho que se trataba de un viejo.
—Will —prosiguió Stephen, mirándolo fríamente con sus ojos azules—, el día que zarpamos de Kingston, el viejo acudió al barco. No sé cómo logró convencerles, pero enviaron a alguien a llamarme. Estaba allí, en el muelle, con la cara sombría y ausente, el pelo muy blanco, y observaba tranquilo al marinero que me acompañaba. Cuando el muchacho se fue, sólo dijo una cosa: «Dile a tu hermano que los Vetustos de las Islas Oceánicas están listos», y luego se marchó.
Will permaneció en silencio. Sabía que había algo más. Observó las manos de su hermano: estaban apretadas, y un pulgar se movía mecánicamente adelante y atrás, sobre el puño.
—Y luego —concluyó Stephen, con voz algo temblorosa—, al regresar a casa hicimos escala en Gibraltar. Desembarqué y permanecí en tierra la mitad del día, y un desconocido me habló por la calle. Esperábamos en un semáforo, y él estaba a mi lado. Era muy alto y delgado, árabe, creo. ¿Sabes qué dijo? «Haz saber a Will Stanton que los Vetustos del Sur están listos». Luego desapareció entre la multitud.
—Oh —murmuró Will.
Stephen detuvo bruscamente el pulgar sobre la mano. Se levantó de un salto, como un resorte liberado de repente. También Will se puso en pie fatigosamente y parpadeó, incapaz de leer el rostro bronceado contra el cielo vivaz.
—O yo me estoy volviendo loco —comentó Stephen— o tú, Will, estás metido en una historia muy rara. En ambos casos, creo que podrías decirme algo más que un simple «oh». Te lo repito, este asunto no me gusta nada en absoluto.
—Verás, el problema es —replicó Will, lentamente— que si tratase de explicártelo no me creerías.
—Ponme a prueba —lo desafió su hermano.
Will suspiró. De los nueve hermanos Stanton, él era el menor y Stephen el mayor. Les separaban quince años, y hasta que Stephen se marchó de casa para alistarse en la Marina, Will lo había seguido a todas partes como una sombra, con muda devoción. Ahora sabía que llegaba el final de algo que había esperado que no terminase nunca.
—¿Estás seguro? —insistió—. ¿No te reirás de mí, no me… juzgarás?
—Desde luego que no —prometió Stephen.
Will respiró hondo.
—Pues bien, así son las cosas… El mundo en que vivimos es un mundo de hombres, hombres normales, y aunque en él están presentes la Antigua Magia de la tierra y la Magia Instintiva de las criaturas vivientes, son los hombres quienes deciden cómo debe ser —no miraba a Stephen, por miedo a ver el cambio de expresión que forzosamente se produciría—. Sin embargo, además del mundo existe el universo, vinculado por la ley de la Gran Magia, tal como debe ser. Y la Gran Magia se desarrolla en dos… polos opuestos, que denominamos la Tiniebla y la Luz. No están sujetos a ningún otro poder. La Tiniebla, por su obscura naturaleza, trata de influir en los hombres a fin de lograr, a través de ellos, dominar la Tierra. La Luz tiene la función de impedir que eso suceda. De vez en cuando, la Tiniebla ha levantado la cabeza y ha sido rechazada, pero dentro de muy poco surgirá por última vez, la más peligrosa. Ha reunido las fuerzas para este objetivo, y ahora casi está lista. Por eso, por última vez, hasta el final de los Tiempos, nosotros debemos rechazarla, para que el mundo de los hombres pueda ser libre.
—¿Nosotros? —repitió Stephen, en tono apagado.
—Nosotros somos los Vetustos —explicó Will, con fuerza y seguridad nuevas—. Formamos un gran Círculo, en todo el mundo y más allá, desde todos los puntos y rincones del Tiempo. Yo nací el último, y cuando, el día en que cumplí once años, adquirí mi pleno poder de Vetusto, el Círculo se completó. Hasta entonces no sabía nada de todo esto. Pero ahora se aproxima la hora, y por eso te han dado para mí las confirmaciones —o los avisos, en cierto modo— dos de los tres miembros más viejos del Círculo, o eso creo.
—El segundo no parecía muy viejo —replicó Stephen, con la misma voz monocorde.
—Tampoco yo lo parezco —respondió Will con sencillez.
—Vamos, hombre —respondió rápidamente Stephen, irritado—, tú eres mi hermano pequeño, tienes doce años, y yo recuerdo tu nacimiento.
—Sólo en cierto sentido —corrigió Will.
Stephen miró exasperado la figura que tenía ante sí: el muchacho bajo y robusto, con los vaqueros, la camisa desgastada y el pelo castaño y liso que le caía desordenadamente sobre un ojo.
—Will, eres demasiado mayor para estos estúpidos jueguecitos. Parece como si tú creyeras todas esas cosas.
—Entonces, Steve, ¿quiénes eran esos dos mensajeros? —preguntó Will, con calma—. ¿Crees que me dedico al contrabando de diamantes, o que pertenezco a una red de vendedores de droga?
Stephen gimió.
—No lo sé. Quizá los he soñado…, quizá realmente me estoy volviendo loco.
Su voz era forzadamente alegre, pero contenía una tensión inequívoca.
—No —replicó Will—, no los has soñado. Ya he recibido otros… avisos.
Por un momento, permaneció en silencio, pensando en las siluetas inquietas y apresuradas que habían surgido de las tinieblas de tres mil años atrás, y luego en los niños sajones que espiaban aterrorizados la llegada de los daneses y de sus saqueos vandálicos.
Miró a Stephen con tristeza.
—Es demasiado para ti —reconoció—. Deberían haberlo sabido, y creo que lo sabían. Pero los mensajes tenían que comunicarse de viva voz, es el único medio que no está al alcance de la Tiniebla. Después de lo cual, me corresponde a mí…, —agarró rápidamente el brazo de su hermano, señalando con el dedo, mientras la incomprensión en el rostro de Stephen se transformaba en una alarma intolerable—. Mira… ahí viene James.
Mecánicamente, Stephen se volvió de lado para mirar. El movimiento le hizo rozar con las piernas una maraña de zarzas. Y desde el matorral se elevó de improviso una nube temblorosa de delicadas mariposas blancas.
Leves, impalpables, conformaban un espectáculo asombroso. Cientos y cientos, ascendían por el aire en un río inagotable, fluctuando en torno a la cabeza y los hombros de Stephen como un suave remolino de nieve. Él, aturdido, sacudió los brazos para ahuyentarlas.
—No te muevas —murmuró Will—. No les hagas daño. No te muevas.
Stephen se quedó quieto, con un brazo alzado temerosamente delante de la cara.
Sobre él y a su alrededor las mariposas revoloteaban, giraban en círculo, llevadas por la brisa, sin posarse nunca ni descender. Parecían pájaros infinitamente pequeños, hechos de nieve: silenciosas, espectrales, cada minúscula ala una filigrana de cinco finísimas plumas, todas blancas.
Stephen permaneció inmóvil, como alelado, protegiéndose el rostro con la mano.
—¡Qué maravilla! Pero son muchas… ¿qué son?
—Falenas plumadas —respondió Will, mirándolo con un extraño y afectuoso pesar, similar a un adiós—. Se llevan los recuerdos, según un viejo proverbio.
En un último torbellino vaporoso, los insectos giraron en torno a la cabeza vacilante de Stephen, y luego la nube se rompió y dispersó como humo, y las mariposas se sumergieron en el seto y desaparecieron.
James llegó detrás de ellos con pasos pesados.
—Chicos, ¡qué caza! Era un visón… por fuerza.
—¿Un visón? —preguntó Stephen. Sacudió bruscamente la cabeza.
James lo miró fijamente.
—El animalillo negro de antes.
—Sí, claro —se apresuró a responder Stephen, aún atontado—. Entonces, ¿era un visón?
James respiraba una sensación de triunfo.
—Estoy seguro. ¡Qué suerte! Desde que leí ese artículo en el Observer mantengo los ojos abiertos para descubrir uno. Decía que había que actuar así, porque son una verdadera plaga. Devoran los pollos y aves de todo tipo. Alguien los trajo de América, hace años, para criarlos por la piel, pero algunos han huido y crecido en estado salvaje.
—¿Dónde ha ido? —indagó Will.
—Se ha echado al río. No sabía que supiesen nadar.
Stephen recogió la cesta de la comida.
—Es hora de llevar a casa el pescado. Pásame esa botella de limonada, Will.
—Has dicho que de regreso a casa me ofrecerías un refresco —le recordó James, rápidamente.
—Si atrapabas diez peces más, he dicho.
—Con siete, poco falta.
—Demasiado.
—Qué tacaños, los marinos —protestó James.
—Ten —concluyó Will, dándole un golpecito con la botella—. Ni siquiera me he bebido toda la limonada.
—Adelante, avaricioso, acábatela —lo exhortó Stephen.
Un ángulo de la cesta se estaba deshaciendo; trató de volver a atar los extremos de mimbre sueltos, mientras James tragaba ávidamente la limonada.
—Este cesto se cae a pedazos —observó Will—. Parece como si perteneciese a los Vetustos.
—¿A quién? —quiso saber Stephen.
—Los Vetustos. Hablabas de ellos en la carta que me enviaste el año pasado desde Jamaica, junto con aquella gran máscara de carnaval. Los había mencionado el viejo que te la dio. ¿Es que no te acuerdas?
—Santo cielo, no —negó cortésmente Stephen—. Ha pasado demasiado tiempo —rió con suavidad—. De todos modos era un regalo muy absurdo, ¿no?
—Cierto —convino Will.
Se marcharon a casa tranquilamente, entre la hierba alta y ligera y las sombras de los árboles, cada vez más alargadas.