37. EPÍLOGO

ITANES

Estas fueron las últimas palabras que pronunció Alejandro para esta crónica. Al anochecer, cuando me presenté, me dio las gracias por mi presencia (que ya había servido a su propósito, declaró) y me ordenó volver a desempeñar mis funciones en mi regimiento. Obedecí sus órdenes.

Después de un descanso de treinta días, el ejército continuó su avance hacia el este. Cruzó el río Acesines, otro poderoso torrente, y el Hidraotes, y añadió a los dominios de Poros los reinos de sus enemigos. Empezaron los monzones del sudoeste. Durante setenta días el ejército avanzó por un cenagal, azotado por tremendos aguaceros y un calor infernal. Las enfermedades se cebaron en la columna. La moral se vino abajo. Todavía peor, los nativos, cuando se les preguntaba por la proximidad del océano oriental (cuando lo estableció como el objetivo final de la expedición, Alejandro había dicho que «no estaba lejos»), respondían que aún quedaban por recorrer miles de kilómetros, a través de territorios llenos de ríos imposibles de vadear, montañas y desiertos infranqueables, y defendidos por innumerables legiones de guerreros, si es que dicho océano existía en la realidad. Según los cálculos de los ingenieros de la expedición, el ejército había marchado dieciocho mil kilómetros en los últimos ocho años. Por fin, en el río Hífasis, una delegación de comandantes y compañeros se presentó ante el rey, y le suplicó que se apiadara de ellos. Los macedonios ya no podían más. No continuarían la marcha hacia el este.

Alejandro rechazó la petición y se retiró a su tienda, furioso. En todas las ocasiones anteriores este recurso había hecho que el ejército se apresurara a someterse a su voluntad. Pero esta vez los hombres estaban decididos. Cuando Alejandro se dio cuenta de que nada de lo que dijera o hiciera les haría cambiar su decisión, organizó una serie de sacrificios y declaró, y los adivinos lo apoyaron, que los dioses estaban de acuerdo con los deseos de sus compatriotas. No los obligaría a seguir adelante. El ejército emprendería el regreso.

Él, que había sido invencible a las fuerzas de los hombres y la naturaleza, cedía por fin a la miseria de sus compatriotas. Cuando se enteraron de que había accedido, se presentaron a miles delante de su tienda y lloraron de alegría. Lo bendijeron, lo alabaron y se regocijaron porque al fin tendrían un descanso y podrían ver de nuevo a sus queridas esposas e hijos, a los padres ancianos, y a su amada patria de la que habían estado ausentes durante tanto tiempo.

Alejandro continuó con sus conquistas en su camino de regreso al oeste, y sometió a numerosas naciones y pueblos, de los cuales los más importantes eran los oxidragos, los mayos, los bracmanes, los agalas, los sydracae, los reinos de Musicano, Porticano y Sambo; además cartografió rutas desconocidas al océano arábigo y al mar persa.

En Susa, casó con mujeres persas a los oficiales de mayor rango de los compañeros, noventa y dos en total, en una única y magnífica ceremonia. El mismo se casó con Estatira, la hija mayor de Darío, y eligió para esposa de Hefestión a Dripetis, hermana de Estatira, porque era su deseo que sus hijos y los de Hefestión fueran primos. Dio dotes a todos los compañeros y a sus esposas, además de una copa de oro a todos los hombres de Macedonia (unos diez mil, cuando se pasaba lista) que se hubieran casado con una mujer del este.

En Ecbatana, dos años después de emprender el regreso, Hefestión murió a consecuencia de unas fiebres. Parecía como si el mundo entero no pudiera contener el dolor de Alejandro. Para honrar la memoria de su amigo, mandó construir un monumento de casi setenta metros de altura, que costó diez mil talentos. Ordenó que cortaran las crines de todos los caballos y mulas en señal de luto y mandó incluso que destruyeran todas las almenas del imperio, una de cada dos, para que dieran la impresión de que lloraban.

Yo servía al rey como uno de los capitanes en la agema de los compañeros, así que estaba con él entre seis y doce horas cada día. Puedo decir, y pueden creerme que, a pesar de mostrar en todo momento un talante alegre y emprendedor, desde la muerte de Hefestión no volvió a ser el mismo hombre.

Por primera vez empezó a hablar de su propia muerte y a pensar con temor en las luchas que se producirían, como consecuencia de las inevitables disputas por la sucesión y por la división del imperio. Roxana estaba embarazada. Alejandro me advirtió que velara por ella y por mí, porque, cuando él ya no estuviera, los hombres ambiciosos buscarían la manera de desacreditarnos y desheredarnos, eso si no nos asesinaban directamente, para conseguir sus propósitos.

Alejandro regresó a Babilonia y dedicó toda su atención a las futuras campañas. El siguiente objetivo era conquistar Arabia. A finales de la primavera del undécimo año de cruzar de Europa a Asia, cayó enfermo. Su salud se deterioró rápidamente con el paso de los días; nada de todo lo que intentaron los médicos dio resultado.

Los soldados, desesperados por el rumor de que su rey había muerto y sin dar crédito a las palabras de sus oficiales de que todavía vivía, rodearon el palacio y exigieron entrar para verlo en persona. Se les concedió. Uno tras otro, los camaradas de Alejandro desfilaron delante de su lecho, vestidos con sus atuendos militares. El rey ya no podía hablar pero reconocía a cada soldado y lo bendecía con los ojos. A la tarde del día siguiente, su espíritu abandonó la vida entre los hombres. Era el 15 Thargelion del calendario ateniense, el 28 daesius del macedonio, en el primer año de la 114 Olimpiada.

Alejandro tenía treinta y dos años y ocho meses.

Carezco de palabras para describir la pasión de las lamentaciones que siguieron a su muerte por toda la ciudad y el imperio, y solo puedo decir que persas y macedonios parecieron rivalizar en la demostración de su pesar; los primeros lloraban la pérdida de un amo amable y gracioso, y los segundos, el final de un rey brillante e incomparable.

Es una medida de la personalidad y los logros sobrehumanos de Alejandro que tras su muerte, la crónica de su vida no pasó simplemente a formar parte de la historia, a convertirse en leyenda. Proliferaron las fábulas de hazañas, que ningún mortal hubiese podido realizar. Su muerte dejó un vacío en el mundo. Sin embargo, al mismo tiempo, su presencia continuó siendo tan poderosa que, cuando en las sucesivas estaciones sus generales se enfrentaron amargamente por la división del imperio, mantenían la corrección debida solo por un motivo: se reunían en la tienda de Alejandro, delante de su trono vacante, donde descansaban la corona y el cetro del rey. Los hombres temían incluso ofender a la sombra de Alejandro, no fuera a ser que volvieran a encontrarse con él debajo de la tierra, porque sin duda en aquel mundo, tampoco, nadie podría superarlo.

Ahora, quizá, no esté fuera de lugar que este testigo hable desde el fondo de su corazón.

Dejo a los historiadores la tarea de hablar de Alejandro el rey. Permitidme que solo hable del hombre. Muchos le han acusado del vicio de la vanidad (como si estos críticos hubiesen sido capaces de comportarse de otra manera de haber estado en su lugar), y sin embargo para mí fue el hombre más bondadoso y noble que he conocido. Me trató, cuando yo era un joven, como un camarada y un soldado, sin ninguna condescendencia, y siempre me abrió su corazón sin asomo de falsedad.

Nadie estaba más impresionado que él por la grandeza de sus triunfos. Escribió en su diario que solo deseaba ser un soldado. Lo fue. Estaba por encima del calor y el frío, del hambre y la fatiga, y lo que es más, de la codicia y la concupiscencia. Una y otra vez presencié cómo entregaba lo mejor de cada botín a sus camaradas. Su lecho era un catre de campaña; se vestía en cuestión de minutos, sin el menor interés por los adornos y lo superfluo. El invierno y el verano eran lo mismo para él; su idea del infierno era la ausencia de trabajo. Se sentía a gusto en medio de la adversidad y nunca ansiaba la tranquilidad sino las penurias y el peligro. Ningún hombre ha sido más querido por sus camaradas y más temido por sus enemigos. No necesitaba discursos para encender el fuego en los corazones de sus compatriotas (aunque no había nadie que lo superara como orador), y bastaba con que se presentara ante ellos. La visión de su rey en armas convertía en valientes a los hombres cobardes y a los valientes en prodigiosos. Sus años de campaña no llegaron a trece. ¿Quién ha ganado lo que él? ¿Quién podrá igualarlo?

Aquello que Alejandro dijo de su amado Bucéfalo se puede aplicar a su propio caso: que él no pertenecía a nadie, ni siquiera a sí mismo, sino solo al cielo.

«¿Por qué Zeus envía prodigios a la tierra? Por la misma razón que hace que un cometa cruce el firmamento. Para señalar no lo que se ha hecho, sino lo que se puede hacer».

Añadiré de Alejandro que era humano, quizá demasiado humano, porque sus glorias lo mismo que sus excesos estaban llenos de pasión y nobles aspiraciones; nunca fueron el producto de un cálculo despiadado. En su interior no vivían sus contemporáneos sino Aquiles, Héctor, Hércules y Homero. No era un hombre de su tiempo, aunque ningún otro ha marcado una época con tanta fuerza como él; pertenecía a una era de ideales caballerescos y heroicos, que quizá nunca existieron más allá de su imaginación, estimulados por los versos del poeta. Desde su muerte, nunca he oído a ningún hombre que lo hubiera conocido decir ni una palabra en su contra. Sus faltas y sus crímenes quedan eclipsados por la brillantez de su vida que ahora, privados de su presencia, percibimos con total claridad.

Acabo este documento con una anécdota de la India. En el río Hífasis, cuando el ejército rehusó seguir adelante, Alejandro mandó erigir doce grandes altares como testimonio para las generaciones futuras del límite más lejano de sus conquistas. Asistí junto con muchos otros oficiales a la consagración de esos monumentos. El día era brillante y ventoso, como lo es a menudo en aquel país en los intervalos entre las lluvias torrenciales. Cuando el grupo emprendió el regreso al campamento, Telamón, el mercenario de Arcadia, se presentó ante el rey. Al parecer, Alejandro y él tenían un acuerdo de hacía muchos años: que entre todos los miembros del ejército, solo Telamón podía pedir el licenciamiento en cualquier lugar y momento. Esto fue lo que hizo.

Alejandro reaccionó primero con sorpresa y pesar, ante la perspectiva de verse privado de la compañía de su amado amigo, pero se recuperó de inmediato, y ofreció colmarlo de tesoros. ¿Qué deseaba Telamón? ¿Dinero, mujeres, una escolta armada? El arcadio le respondió con una sonrisa y le dijo que llevaba encima todo lo que necesitaba. Como pudimos ver todos, no llevaba más que un bastón, unos pocos utensilios y una modesta mochila. Alejandro, sorprendido ante la pobreza de su equipaje, le preguntó al mercenario hacia dónde dirigiría sus pasos.

Telamón le señaló la carretera que iba al este, donde caminaban un gran número de peregrinos indios. «Esas personas me interesan». Explicó que su deseo era convertirse en su discípulo.

—¿Para aprender qué? —quiso saber Alejandro.

—Qué hay después de ser un soldado.

Alejandro sonrió al tiempo que le extendía su mano derecha.

Telamón se la estrechó y le dijo:

—Ven conmigo.

Yo estaba directamente a la izquierda de Alejandro, tan cerca como puede estar un hombre de su propio brazo. Me pareció que por un momento el rey lo consideró de todo corazón. Después se echó a reír. Por supuesto que no podía ir. Sus consejeros y cancilleres ya lo reclamaban para ocuparse de otros asuntos. Los mozos trajeron los caballos del grupo. Hubo algo que me hizo permanecer junto a Telamón. Mientras Alejandro se preparaba para montar, una dulce y melancólica melodía llegó a sus oídos. Se volvió hacia el sonido. Allí, donde los lanceros reales habían montado su campamento temporal, había una brazada de sarisas de caballería colocadas verticalmente, preparadas para su uso. El viento que pasaba entre sus astiles producía el melancólico acorde.

—Las sarisas están cantando, Telamón —comentó Alejandro—. Dime, ¿echarás de menos su canción?

El rey y el mercenario intercambiaron una mirada de despedida; luego uno de los pajes de Alejandro lo ayudó a montar a Corona.

Recordaba a medias la historia del canto de las sarisas, pero no conseguía recordarla del todo. ¿Cómo era?, le pregunté al arcadio. Telamón se disponía a responderme cuando Alejandro al oír la pregunta, se volvió en la montura, y me contestó:

La canción de la sarisa es triste,

La canta muy suave y baja.

Cantaría una canción más alegre «dice»,

Pero la guerra es lo único que conozco.

En aquel momento sopló una ráfaga que levantó una punta de la capa de Alejandro. Vi cómo golpeaba con el talón el costado de Corona. Tiró de las riendas y emprendió el camino de regreso al campamento, rodeado por sus oficiales.