LA BATALLA DE HIDASPES
No es necesario que te narre la batalla con todos los detalles. Tú estuviste allí, Itanes. Tú luchaste, conquistaste. No necesito relatar para complacerte lo que tú has visto con tus propios ojos.
Permíteme en cambio que hable de la importancia de la contienda. El significado que tuvo para mí y el ejército.
Fue todo lo que necesitábamos: un enfrentamiento heroico contra un enemigo que defendía su terreno y luchaba con honor. Al final del conflicto el campo era nuestro, pero lo más importante fue que habíamos preservado la vida de nuestro antagonista Poros y las vidas de muchos de sus caballeros y ksatríyas hasta donde fue posible; fuimos capaces de actuar con el rey y con ellos con integridad y comedimiento; logramos conquistar no solo a un empecinado y valiente enemigo sino también a nuestro propio ser faccioso y recalcitrante.
Aquí obtuvimos una brillante victoria, quizá la mayor de todas, porque requirió de tácticas más innovadoras, de líneas de asalto en absoluto convencionales, de una gran coordinación entre unidades dispares —tres ejércitos, con una separación entre ellos de casi veinticinco kilómetros en un frente de cuarenta kilómetros— a ambos lados de un gran río. Esta batalla (que en realidad fue un asalto anfibio coordinado con una batalla) planteó al ejército el más complejo y exigente desafío logístico con el que se había enfrentado hasta ahora: transportar, con setecientas barcas y mil cien balsas, a cuarenta y siete mil hombres, siete mil quinientos caballos (a la mayoría de los cuales hubo que cruzarlos de noche con el monzón), más todas las armas, las corazas y el equipo, incluidas las catapultas. Exigió una gran flexibilidad y toda la capacidad de improvisación de los comandantes, incomunicados entre ellos y muchos de los cuales no hablaban el mismo idioma, a través de un amplio campo desconocido, contra un enemigo que combatía no solo por la victoria, sino para defender sus hogares y su libertad. Solo el esfuerzo físico de la operación ya superó todo lo conocido. Comenzó con una marcha de veintinueve kilómetros río arriba a través del fango y bajo un diluvio (que si bien ocultó nuestros movimientos a los centinelas enemigos también convirtió el cauce, ya crecido por las lluvias anteriores, en un torrente); luego, realizar el cruce, que en el último tercio del casi kilómetro y medio de ancho del río, hubo que completar a nado (todo esto antes de la batalla, incluso antes de formar, en la orilla opuesta, la línea de combate); después una marcha de aproximación de veinticuatro kilómetros, seguida por un choque en un frente de tres kilómetros de ancho, en terreno pantanoso, contra dieciocho mil soldados de caballería, cien mil de infantería y doscientos elefantes de guerra; una fuerza que ningún ejército occidental había visto nunca, y no digamos enfrentarse a ella y derrotarla. Esta fue solo la dificultad física. La tensión mental y emocional fue de la misma, o quizá mayor, magnitud. En lo que se refiere a la batalla en sí, tal como se desarrolló, hubo numerosos incidentes afortunados, sorpresas, cambios de frente, retiradas, reveses inesperados (el más grave de ellos mi error de cálculo al cruzar el río, cuando la fuerza de siete mil hombres encargada de establecer una cabeza de puente llegó a lo que creíamos que era la orilla opuesta, y nos encontramos con la desagradable sorpresa de que la fuerza de la corriente había abierto un segundo canal, que ahora debíamos cruzar a nado si no queríamos morir ahogados), con lo cual hubo que descartar todos los planes elaborados e improvisar otros sobre la marcha, y no solo yo, que estaba en contacto con mis oficiales, sino también docenas de comandantes subordinados que habían perdido el contacto conmigo y entre ellos debido a la confusión, la distancia y la duración del combate. La batalla duró desde antes del anochecer de un día, cuando la primera columna inició el cruce río arriba, a veintinueve kilómetros del campamento, hasta el ocaso del día siguiente, en el otro lado del río, sin dormir ni comer, excepto lo que los hombres y los caballos pudieron comer sobre la marcha. A estos desafíos los oficiales y los soldados respondieron brillantemente. El asalto de nuestros arqueros montados daan contra el ala izquierda enemiga, seguido por la carga de mis escuadrones de compañeros contra el flanco, superaron en violencia y sorpresa incluso aquellas contra Darío en Gaugamela. Hefestión resultó herido tres veces cuando se abrió paso entre la caballería que superaba cinco a uno a sus escuadrones. Pérdicas, Ptolomeo, Peition y Antígenes al mando de las brigadas de sarisas, y Taurón al frente de los arqueros indios y medos, enfrentados a una linea de un kilómetro y medio formada por elefantes de guerra e infantería, rompieron sus filas a pesar de las terribles pérdidas y espantaron a las grandes bestias hasta tal punto que estas embistieron a sus propios hombres y los unos a los otros, mientras la carga de Coenio por el ala destrozaba la retaguardia enemiga. Nuestras tropas extranjeras tuvieron un comportamiento espectacular. Los arqueros montados escitas hicieron retroceder a los carros de guerra de los hijos de Poros en el primer desembarco; la caballería persa de Tigranes acabó con la derecha india; la caballería real tajilea del rajá Ambhi superó a los lanceros del Punjab de Poros; los honderos tracios de Sadocos, en combinación con la caballería sace y masageta, desbandaron al enemigo con un único contraataque, mientras que los escudos de plata de Matías y Cuervo, y sus hermanos de los guardias reales de Neoptólemo y Seleuco (los originales escudos de plata) se mostraron invencibles en el centro.
En cuanto a mí, incluso en medio del desastre de la isla, luché como si estuviese poseído. Entre mis piernas, a Bucéfalo, con sus veintiún años, casi se le reventó el corazón nadando en el río; intenté darle reposo y montar en Corona y mis otras remontas para la marcha río abajo; no me dejó. A las puertas de la batalla intenté de nuevo dejarlo al cuidado de mi mozo Evagoras. La furia en sus ojos me ordenó lo contrario. No estaba dispuesto a dejarme desmontar hasta que el estandarte del león de Macedonia ondeara victorioso en el campo.
¿Qué otro ejército hubiese hecho lo que hicimos? Fue más difícil todavía, desde el punto de vista del comandante, porque, hasta la mañana de la batalla, el ejército no solo se resistía a tomar parte en el combate, sino que estaba a punto de amotinarse y dar al traste con todos nuestros esfuerzos. Confieso que obtuve mayor satisfacción con este triunfo que con todos los anteriores, y vi en los rostros de mis generales y camaradas que ellos sentían lo mismo. No hizo falta ninguna proclama para contener la sed de sangre del ejército; el respeto por el enemigo es suficiente para contenerla.
Poros ha luchado como un auténtico campeón. Ha seguido luchando, montado en su elefante de guerra (otro héroe por méritos propios), incluso después de sufrir numerosas heridas, todas de tanta gravedad que cuando al final de la batalla desmonta de la cesta, no puede volver a montar por su cuenta y según cuentan sus hombres, el elefante tiene que izarlo con la trompa. Cuando envío al rajá Ambhi para pedirle que se rinda, Poros desafía al que considera su enemigo, aunque a estas alturas sabe que la batalla está perdida; al final, solo se rinde al príncipe Beos, su amigo, al que envío a continuación, con la promesa de clemencia y un trato honorable para él y sus hombres. «¿Cómo quieres ser tratado?», le pregunto a Poros cuando finalmente nos encontramos cara a cara. «Como un rey», me responde, y como un rey lo honramos.
Lo más gratificante de esta batalla es que me brinda la oportunidad de ser magnánimo. A un enemigo noble se le debe tratar con nobleza. Acepté de Poros no su rendición sino su promesa de una alianza, y en lugar de forzarle a aceptar los términos de una capitulación, lo colmé de testimonios de amistad. Liberamos a los prisioneros el mismo día, sin rescate, y se les devolvieron las armas. Además fue un placer, en los días siguientes a la batalla, rivalizar en munificencia con mi nuevo amigo. Enterramos con honores a los muertos de los dos bandos debajo del mismo túmulo, y la amargura de esa pérdida se alivió, hasta donde se puede aliviar ese dolor, por los juramentos que nos hicimos de no volver a empuñar las armas nunca más el uno contra el otro.
Por último y lo más importante, los hombres han recuperado su dynamis, la voluntad de luchar. La larga y degradante guerra contra bandidos y carniceros ha terminado. El regalo de Poros al ejército de Macedonia fue resucitar su orgullo y su espíritu.
Atardece, la batalla ha finalizado. Empieza a llover. No es el aguacero de la noche pasada, sino un purificante chaparrón que torna al cielo opalescente. Regreso, montado en Corona, a la ribera opuesta a nuestro campamento. Los médicos y sus ayudantes de las brigadas de Crátero y Meleagro, que han sido el ala de base en el extremo más apartado del Hidaspes, comienzan a cruzar ahora porque todas las embarcaciones disponibles se habían empleado para transportar a las tropas participantes en el asalto. Han montado un hospital de campaña junto a un huerto de puerros; traen a los hombres heridos, indios y macedonios, en carros y parihuelas; ya no son enemigos. Veo, a través del campo, a dos médicos de nuestro ejército, Marsias de Crotón y Lucas de Rodas. No me han visto. Un muchacho corre hasta ellos y les transmite un mensaje. Tras escucharlo, ambos salen sin más de la tienda del hospital y corren, hasta donde se lo permite el fangal, hacia un camino bajo nivel, junto al muelle. Mi mirada los sigue. Hay un grupo de soldados agachados que se afanan en atender a alguien. Está claro que alguien ha caído. Alguien importante.
Se me erizan los cabellos. ¿Hefestión? No, acabo de verlo.
Está herido pero nada grave. Tampoco se trata de Crátero, Ptolomeo o Pérdicas. Avanzo al trote, luego al galope. Los indios cultivan los huertos en terrazas; Corona se hunde hasta las espinillas en la tierra empapada. Cuando salgo del huerto, a unos quince metros del grupo de soldados, algunos de ellos, al reconocerme, se levantan, con los rostros pálidos y asustados. Veo, entre los que continúan arrodillados, a mi mozo Evagoras.
Entonces sé que no es un hombre el objeto de sus afanes.
Desmonto y me acerco a pie al grupo, cuyas filas se separan ante mí. Los hombres se quitan los cascos y los gorros. Bucéfalo yace tumbado sobre el lado derecho. Veo de inmediato que su gran corazón ha dejado de latir. En mi imaginación he vivido un millar de veces este momento que inevitablemente debía llegar; no obstante, el impacto, cuando se produce, no disminuye en absoluto. Siento como si me hubiesen descargado un golpe en el plexo con una fuerza titánica. El sentimiento no es de pena por Bucéfalo, porque veo que su espíritu ya ha volado, sino por mi propia pérdida, y por la de la nación, de verme privado de su alma y de su espíritu. Hinco una rodilla en tierra, y me aferro al brazo de Evagoras para no desplomarme de bruces.
Uno de los hombres acuna la cabeza de Bucéfalo sobre sus muslos; veo que mi aparición le angustia; teme haberme ofendido, no sabe si debe permanecer como está o levantarse. Pongo una mano sobre su hombro. «Apoya su cabeza sobre esto», le digo, pero no puedo quitarme la capa, tal es la debilidad de mis brazos; Evagoras me la quita. Está claro que los soldados han estado atendiendo a Bucéfalo desde hace rato, en un esfuerzo desesperado por salvarle la vida. Ha muerto de viejo y de cansancio. No había nada que pudieran hacer.
—Toma los nombres de estos soldados —le ordeno a Evagoras, cuando controlo la emoción. Son jinetes odrisios de los escuadrones de Menidas, al mando, durante su ausencia, de Filipo, el hijo de Amintas. Los miro a los ojos—. Nunca olvidaré la bondad que habéis demostrado hoy.
Ordeno a los médicos Marsias y Lucas que vuelvan a su tarea. Los hombres heridos necesitan de sus cuidados. También digo a los odrisios que se marchen. No quieren irse. Como los macedonios, estos caballeros de Tracia sacrifican al caballo de un hombre junto a su tumba y los sepultan a los dos en la misma cripta; creen que el animal volverá a llevar a su amo en el más allá. Ahora, en el huerto de puerros, bajo la lluvia, estos hombres me ofrecen sus vidas y las de sus caballos, para consagrar la tumba de Bucéfalo.
—No, amigos míos. Pero cada gota de sangre que me ofrecéis os la devolveré en oro. Ahora, por favor, regresad a vuestras compañías, con la tranquilidad de saber que contáis con mi eterna gratitud.
Esta es la elegía que pronuncio, dos días más tarde, junto a la sepultura de Bucéfalo:
—La primera vez que vi a este caballo, él tenía cuatro años y no conocía el bocado. Un tratante lo exhibió en Pela, entre otros magníficos ejemplares. Bucéfalo los eclipsaba a todo como el sol a las estrellas, pero se encabritaba, corcoveaba y no permitía que nadie se sentara en su lomo. Mi padre lo rechazó por indomable. Yo tenía entonces trece años y me creía capaz de todo, como es habitual entre los chiquillos y los príncipes. Comprendí en el acto que quien domara a semejante prodigio sería digno de conquistar el mundo. También sabía que para domar a un espíritu como el suyo, tenías que partirle el corazón.
»Ningún tutor me ha enseñado más que este caballo. Ninguna campaña guerrera me ha exigido más que las enseñanzas de esta bestia. Me he esforzado durante días y noches, en la adolescencia y la madurez, para elevarme hasta donde vivía su alma. Lo exigió todo de mí, y cuando lo recibió, me llevó más allá de mí mismo.
»Este ejército se encuentra hoy aquí por Bucéfalo. Fue él quien rompió la línea del Batallón Sagrado en Queronea; ningún otro caballo hubiese podido hacerlo. En Iso y Gaugamela, las cargas de los compañeros no me siguieron a mí; sus monturas siguieron a Bucéfalo. Sí, quizá era salvaje; sí, quizá era ingobernable. Pero a un espíritu como el suyo no se le puede juzgar con las normas válidas para seres inferiores. ¿Por qué Zeus envía prodigios a la tierra? Por la misma razón que hace que un cometa cruce el firmamento. Para señalar no lo que se ha hecho, sino lo que se puede hacer.
Declaro que en este lugar fundaré una ciudad, que se llamará Bucéfala. Que los dioses bendigan a todos aquellos que tengan su hogar detrás de sus murallas.
Cubrimos el túmulo de mi querido compañero.
—Amigos míos, muchos de vosotros habéis intentado consolarme por esta pérdida, con menciones a la larga vida de Bucéfalo, a su amor por mí y por esta empresa, a su fama, a su lugar, incluso, entre las estrellas. Me habéis recordado que puedo buscar en este ancho mundo que es mío, escoger de sus corrales el caballo que quiera y adiestrarlo para que sea un segundo Bucéfalo. No lo creo. No encontraremos a su émulo en ningún lugar de la tierra. Era, y ya no es. Mi propio final, cuando llegue, se ha convertido tras su desaparición en menos odiosa, solo por la ilusión de que volveremos a encontrarnos en la otra vida.
Resuenan los truenos por toda la llanura. Los relámpagos atraviesan el cielo. Los hombres, y yo también, nos asombramos ante la fuerza de esta señal.