LOS ESCUDOS DE PLATA
Ni un solo hombre duerme esa noche. ¡Por los dioses, no les pondré las cosas fáciles a estos cabrones! A medianoche doy la orden de que desarmen y arresten a los trescientos integrantes de la compañía de descontentos. La orden hace que los rumores se extiendan como el fuego por todo el campamento. ¿Los mandaré ejecutar? Dispongo que el ejército forme al amanecer y que los oficiales se ocupen de que los hombres vistan con el uniforme completo, tal como mandan las ordenanzas cuando se presencia la ejecución de un castigo. Los descontentos formarán descalzos y con la cabeza descubierta, vestidos solo con el quitón.
Los correos que llegan al anochecer informan que las caravanas con el dinero y las armas están a pocos kilómetros. Envío a los comandantes con órdenes secretas al encuentro de las caravanas. Esto aviva todavía más los rumores.
Mando que caven un cuadrado en el centro del campamento, y que claven trescientos postes, como para una ejecución. Los descontentos serán confinados en este espacio. Levantarán una berma en los cuatro costados, con hombres armados en todo el perímetro.
He hecho pregonar todas estas órdenes por los heraldos por todo el campamento, en lugar de comunicárselas como de costumbre a mis generales y que pasen a través de ellos por toda la cadena de mando. Quiero que mis generales también suden lo suyo. Ni siquiera permito que estén conmigo Hefestión, Crátero y Telamón. Solo permito que se quede Aristandro, el vidente. Hacemos un sacrificio al miedo. Las víctimas sangran de una manera poco propicia; ordeno que arrojen los cuerpos, despanzurrados, junto al cuadrado. ¡A ver qué significado le encuentra el ejército!
Las caravanas llegan a la luz de las antorchas, tres horas antes del amanecer. Mando que coloquen los carros junto al cuadrado central y que sellen la zona, no con macedonios, cuyas lenguas no hay manera de sujetar, sino con los taxiles del rajá Ambhi.
Cuando asoma el sol, todavía estoy ocupado con los sacrificios. Mando llamar a Hefestión, Crátero, Pérdicas, Ptolomeo, Coenio y Seleuco. Ordeno que cierren el campamento; cualquier hombre detenido fuera del perímetro será ejecutado en el acto por espía.
Envío a Telamón para que hable con los descontentos. Pide a la compañía que confirme a sus actuales jefes, los jóvenes tenientes Matías y Cuervo, o que elijan a unos nuevos, pero que se aseguren de estar satisfechos con quienes hablarán por ellos, porque las palabras de estos oficiales, cuando amanezca, las interpretaré como la voluntad de todos ellos.
El amanecer es ardiente en la India. Traen a los descontentos. Por lo visto, todos sus hombres han sido héroes. En una ojeada veo a Erix, el primero en escalar la muralla en Aornos; Filo, que protegió con su escudo a Clito el Blanco de los ataques de una horda de enloquecidos afganos durante toda una noche; Amomfaretus, llamado «Media luna» por la cicatriz que cruza su vientre, que regaló su recompensa equivalente a tres años de paga a las víctimas de las inundaciones provocadas por el Oxus. Está claro que todos creen que este será su último amanecer. Sin embargo, nadie se encara con Telamón, ni siquiera piden que envíen un último recuerdo a sus familiares en la patria.
He cometido un error.
La culpa es mía por haber apartado a estos hombres.
El ejército forma con los ojos inyectados en sangre. El calor ya es insoportable. Los descontentos están en posición de firmes dentro del cuadrado. Matías y Cuervo continúan siendo sus comandantes. Los guardias controlan la berma. Delante de los hombres están los trescientos postes. Sobre cada uno he ordenado que pongan un saco, que lo tape en toda su altura. Los sacos cuelgan, arrugados como almohadas. El ejército los contempla, desconcertado e inquieto.
Me adelanto vestido con la capa roja de la caballería de los compañeros.
—Macedonios y aliados, cuando anoche disolví la asamblea, la cólera me quemaba las entrañas. Sé que os disteis cuenta. Durante toda la noche, en vuestras tiendas, habéis discutido entre vosotros cuál sería vuestro proceder. Era lo que correspondía hacer, porque no sois esclavos sometidos a la voluntad de un tirano, sino hombres libres. Yo también permanecí insomne. Durante toda la noche oí las palabras manifestadas en vuestro nombre por nuestro camarada Coenio. Las escuché y las analicé a fondo.
Hago una pausa. El silencio en el campamento es tal que se oye el ruido de las prendas que las lavanderas golpean contra las piedras, medio kilómetro río abajo.
—Hermanos, haced lo que hayáis decidido. Pero yo sigo.
Desde mi plataforma veo a través del río. Señalo hacia el este, donde están Poros y las fortificaciones enemigas.
—No obligaré a nadie a que me siga, y para demostrarlo, os daré una prueba.
Le hago una seña al preboste general. A una orden suya, el jefe de una de las caravanas se acerca con los carros que llegaron durante la noche. Unos veinte carros se dispersan rápidamente, tal como les he dicho que hicieran, para ir a detenerse cada uno delante de los contingentes aliados y extranjeros del ejército. En cuanto están en posición, los carreteros comienzan a descargar los sacos. El oro ocupa poco espacio; en cuestión de minutos, auténticas fortunas se acumulan a los pies de cada regimiento.
—Aquí está vuestra paga, aliados y amigos. Encontraréis, cuando la repartáis, que a la infantería le corresponde el premio de una paga, el doble para la caballería y el triple para los oficiales. Es el total de lo que hubieseis recibido, de haber conseguido la victoria absoluta. ¡Marchaos! ¡Coged vuestro dinero!
Pasan unos minutos hasta que mi discurso es traducido a una veintena de lenguas nativas. Comienzan los murmullos. Se convierten en un grito. Los miles de aliados y extranjeros manifiestan su rechazo a voz en cuello. ¡No! ¡No! ¡No tocarán el oro sin habérselo ganado!
—¡Tomadlo! —Me acerco a ellos—. Tomadlo y decid que habéis cruzado el río con Alejandro y habéis derrotado a sus enemigos. ¡Este dinero será la prueba para todos aquellos que pongan en duda vuestro valor!
El tumulto aumenta, se convierte en una manifestación del orgullo y el desafío guerrero. Los más feroces en su rechazo son los bactrianos y los partos; las tribus caballistas, los escitas, los daans y los masagetas, gritan su repudio; los indios de Ambhi y Sasigupta permanecen en silencio y decididos; los mercenarios de Tracia y Grecia también rechazan esta recompensa carente de honor, junto con los sirios, los lidios, los egipcios y los medos. Tigranes y los regimientos persas ni siquiera se dignan mirar.
Con una seña, acallo los gritos.
Los comandantes restauran el orden en sus compañías.
Me vuelvo hacia los macedonios. El preboste general trae más carros. Mis compatriotas se mueren de vergüenza. ¿Se han olvidado de la insurrección? Todavía los haré retorcerse un poco más en la picota.
—Macedonios, habéis manifestado vuestras quejas y las he escuchado. Tened. Esto es lo que queríais.
Los carreteros descargan más sacos de oro. Los sacos pesan; muchos se rompen al chocar contra el suelo. Las monedas se derraman. En el suelo delante de cada regimiento se amontonan las carretadas de oro.
—Aquí tenéis vuestros licenciamientos. —Mis pajes levantan los rollos—. Sois libres. ¡Cogedlos! ¡No os retendré más tiempo!
Nadie se mueve. Todos se sienten hundidos en el oprobio.
—¿Qué os retiene, macedonios? Os licencio con honor. ¡Agachaos! ¡Recoged vuestra recompensa! ¡Id a casa!
Mis pajes, tal como los he aleccionado, caminan entre las compañías, con las hojas del licenciamiento. Ningún hombre las toca.
—Tenéis preparado el transporte, hermanos. ¡Liad el petate! ¡Volved a casa! Pero no olvidéis decir a vuestras esposas e hijos cuando lleguéis que abandonasteis a vuestro rey rodeado de enemigos en los confines de la tierra. Decidles también que los aliados, que ni siquiera hablan su lengua, permanecieron leales a Alejandro, mientras que vosotros, de su misma raza y patria, cogisteis el oro y emprendisteis el camino de regreso. Decídselo; estoy seguro de que ganaréis un gran renombre. ¿Qué estáis mirando? ¡Ya tenéis lo que querías! ¡Maldita sea, largaos! ¡Venga, fuera!
Mis compatriotas se han convertido en estatuas. A todos los retiene la vergüenza y el suspense.
¿Qué pasará con los descontentos? ¿Los ejecutaré? ¿Mandaré que los aten a los postes y los degüellen como animales?
Me dirijo a los descontentos. Recuerdo sus hazañas. Menciono los nombres de Erix, Filo y Amomfaretos. Declaro que soy el culpable del distanciamiento que ha habido entre nosotros.
—Os he exigido mucho, hermanos, con demasiada dureza y durante demasiado tiempo. Debido a vuestra grandeza, he esperado prodigios de vosotros, y quizá por eso no he valorado debidamente vuestros triunfos ni he compartido como debía vuestros sufrimientos. Os he fallado, amigos míos. Pero vosotros también me habéis fallado. Habéis roto la confianza que os teníamos. Habéis puesto vuestros intereses por encima de la fidelidad a este ejército. Habéis protestado e insistido en vuestro desafecto, os habéis comportado como un favorito malcriado o un niño que tiene una rabieta. Tales actos no son errores de juicio, son felonías, delitos militares cometidos en tiempo de guerra y que exigen el castigo más severo posible. Pero como he dado a nuestros aliados y compatriotas la posibilidad de elegir, también os la daré a vosotros.
Ordeno que quiten los sacos que cubren los postes de la ejecución. Debajo de cada uno aparece un escudo nuevo, inmaculado, apoyado en un soporte y que resplandece con el sol. Los escudos, explico a las tropas, no están forrados con una plancha de bronce sino de plata. Los ribetes son de plata, el frente es de plata, los remaches son de plata. Un sexto de un talento, casi cinco kilos de metal precioso.
—Aquí tenéis el premio que habéis estado reclamando. La plata de cada escudo vale, la paga de tres años.
Indico a los guardias que se retiren. La compañía de descontentos se ha quedado boquiabierta. Todo el ejército contiene el aliento. Mientras miran, atónitos, hago una seña al preboste; sus hombres descubren del todo los postes. Además de los escudos hay trescientas espadas y sarisas nuevas, botas, quitones, cascos, capas; hasta el último detalle de un equipo completo.
El ejército estalla en aclamaciones. Hay que contar hasta doscientos antes de que vuelva a reinar el orden.
—¡Estos equipos son vuestros! —digo a los descontentos—. Pero no os obligo a que los aceptéis. El valor de la plata de cada escudo, os lo daré en moneda, si así lo queréis; os licenciaré con todos los honores y os enviaré de regreso a casa.
Los descontentos se vuelven hacia Matías y Cuervo. Los jóvenes oficiales se disponen a saludarme.
—¡Esperad! Sabed una cosa antes de decidir. —Me paseo delante de la compañía de descontentos—. Os enviaré allí donde el combate sea más encarnizado. Vosotros seréis los primeros en realizar las misiones más arriesgadas. Allí donde el peligro sea mayor, vosotros ocuparéis la vanguardia. Los elefantes de guerra de Poros nos esperan al otro lado del río. ¡Vosotros los atacaréis! ¡Vosotros los derrotaréis! No toleraré ninguna falta a ninguno de vosotros, que habéis traicionado la confianza del ejército. Esta es vuestra última oportunidad para reclamar vuestro honor. ¡Elegid, hermanos, pero elegid ahora!
Matías y Cuervo son los primeros en dar el paso. Después uno, dos, y luego los trescientos corren a recoger sus escudos. Los hombres se quitan las prendas de la deshonra y se visten con las ropas de la redención. El ejército los aclama.
No hay duda de que Poros oye sus aclamaciones desde el otro lado del río. En cuestión de minutos todos sus hombres empuñarán las armas.
Me coloco delante del ejército.
—¡Cruzaré este río, hermanos! ¿Quién lo cruzará conmigo?