HE LLEGADO A ODIAR LA GUERRA
En las filas del ejército del Punjab, como se llama ahora nuestra fuerza, hay varias divisiones indias, incluida la guardia de la caballería real de Taxiles, los arqueros y la infantería al mando del rajá Sasigupta, y compañías de otros príncipes aliados. Es una antigua costumbre de estos guerreros, hasta el comienzo de las hostilidades, visitar al enemigo (en cuyas filas hay, en este país donde hay tantos casamientos entrecruzados, muchos parientes, mentores y camaradas) con un espíritu fraternal. Son muchos los aliados indios que cada noche cruzan el río para ir a las líneas de Poros, de la misma manera que no son pocos los hombres de Poros que vienen a las nuestras.
A los macedonios les resulta imposible aceptar algo semejante. La primera vez que descubren a los combatientes enemigos desembarcando en nuestra orilla, los detienen a punta de espada y se los llevan (a algunos de ellos sin muchos miramientos) a sus comandantes para que los interroguen. Los oficiales de Poros se sienten ultrajados por semejante comportamiento, un sentimiento que comparten nuestros aliados indios. Cuando me explican la costumbre, la respeto por su caballerosidad. Ordeno que dejen en libertad a los cautivos, que les devuelvan las armas, y que no se hagan más prisioneros. Incluso siento a mi mesa a muchos de estos caballeros, y cuando se marchan los colmo de regalos.
Esto nos plantea un problema. Mina la voluntad de combatir de los macedonios porque llegan, con el trato, a admirar y a sentir afecto por estos caballeros del enemigo. Estos esbeltos guerreros pasean amablemente por el campamento, con sus sombrillas y sus arcos de cuerno y marfil. Cuando conversan, lo hacen apoyados en un solo pie, como las garzas, y apoyan la planta del otro en la parte interior del muslo opuesto. Sus cabellos son de color negro azabache y los llevan recogidos en un moño; sus pantalones, abombados por encima de las rodillas, son de alegres y vivos tonos de naranja y magenta; se adornan con pendientes de oro y no escatiman sus encantadoras sonrisas. He pensado siempre que es muy útil odiar al enemigo o por lo menos considerarlo un carnicero o un bárbaro. Los ksatriyas de Poros no son ninguna de las dos cosas, ni tampoco han cometido crimen alguno contra los macedonios.
Como paso previo al asalto he enviado a numerosos grupos de exploradores al otro lado del río. Todos los informes describen los dominios de Poros como un lugar donde reina el orden; está compuesto de pueblos autónomos formados por pequeñas granjas, que pertenecen a lo que en Macedonia llamaríamos una clase rural de hombres libres, devotos de su rey y al cual profesan una extraordinaria lealtad y afecto. Los exploradores hablan de cultivos bien cuidados y florecientes, esposas amantes y trabajadoras, niños inteligentes y felices. En otras palabras, los macedonios tienen la sensación de que están llevando la guerra al paraíso, y no les agrada en absoluto.
Para empeorar las cosas, se aproxima la estación de los monzones. El río parece jugar con nosotros maliciosamente. Las inundaciones llegan desde las montañas sin previo aviso; son el resultado de unas tormentas demasiado lejanas para poder verlas u oírlas, y se llevan en cuestión de minutos los muelles de madera, mimbre y piedra que los hombres han tardado semanas en construir. Cualquier embarcación atrapada por la crecida es arrastrada por la corriente a tal velocidad que los jinetes que intentan su rescate a lo largo de la orilla no consiguen seguirla con la vista ni siquiera al galope.
El descontento se refleja en los rostros del ejército; la rebelión crece en silencio. Continúo con los preparativos para el asalto. Contamos con mil novecientas embarcaciones entre barcas y balsas; algunas las hemos construido y otras las hemos transportado en secciones desde el Indo y las hemos vuelto a montar. Las he hecho llevar, al amparo de los aguaceros que preceden al monzón, hasta los lugares donde serán lanzadas al agua en el curso superior e inferior del río. Las tropas se ejercitan para el ataque anfibio y la lucha contra los elefantes. Preparamos unas botas para los caballos; les serán útiles en los combates en terrenos pantanosos. He ordenado que me envíen dinero y armas desde la retaguardia para infundir nuevos ánimos a la tropa. Las dos caravanas ya han salido de Ambhi y Regala, pero con los aguaceros y las dificultades para cruzar los ríos crecidos todavía no han llegado. Había fijado una fecha para el ataque, sin comunicársela a nadie, pero los retrasos me han obligado a postergarlo en dos ocasiones, y también una tercera. La falta de acción desmoraliza a cualquier ejército; a este lo empuja hacia la protesta y la insurrección.
Una tarde se presenta ante mi tienda una delegación de oficiales desafectos. Hefestión los echa de malas maneras antes de que su petición pueda provocar mi cólera. Más tarde, Hefestión, Crátero y yo recorremos el muelle.
—A esos cabrones se les están hinchando las pelotas —opina Crátero con su habitual habla profana—. ¡Por todos los dioses, me sé de memoria toda su lista de quejas! —Suelta una ventosidad que suena como una trompeta.
—Sí —digo—, pero enviar a una delegación. Eso es nuevo. —Que se metan la delegación donde les quepa—. Parecía algo serio. —Cito el nombre de algunos capitanes.
Todos ellos son hombres de primera, muy responsables. Crátero me señala el río.
—Que muestren allí su valía.
De nuevo en el campamento, mantenemos una larga y provechosa reunión, hasta bien pasada la medianoche, cuando ya solo quedan los pajes, que bostezan, y Hefestión.
Le pregunto por qué ha callado la mayor parte del tiempo.
—¿Lo he hecho? No me he dado cuenta.
Nos conocemos desde hace demasiados años para andar con rodeos.
—Venga, dilo.
Mira a los pajes. Les ordeno con un gesto que nos dejen solos. Hefestión se sienta en cuanto se van. Me doy cuenta de que le gustaría beber una copa de vino, pero él mismo se la niega.
—He llegado a odiar la guerra —dice.
Tendría que hacerle callar en este momento. No tengo ninguna necesidad de oír el resto.
—Tú me has pedido que hablara. ¿Debo callar?
A mi lado tengo uno de los postes de la tienda. Lo sujeto, con fuerza, para evitar que me tiemble la mano.
—No es una cuestión de fatiga —explica Hefestión—, o que desee regresar a casa. Es la guerra en sí misma. Lo que significa. —Su mirada busca la mía—. Ahora sientes rabia —dice—. Tu daimon se ha apoderado de ti.
—No —miento. Ambas cosas son ciertas—. Sigue hablando —insisto—. Quiero escucharlo.
—En su momento, me opuse a la campaña en Afganistán pero no al objetivo general de la expedición; en realidad lo acepté con una pasión igual, o quizá mayor, que la tuya. Sin embargo ahora es distinto. Lo que hacemos es un crimen, Alejandro. En el fondo no es más que una carnicería. Por mucho que digan los himnos de los poetas, el objetivo de la guerra se reduce al innoble propósito de imponer la voluntad de una nación sobre otra por medio de la amenaza de la fuerza. El trabajo del soldado es matar a otros hombres. Podemos llamarlos enemigos, pero son hombres como nosotros. No aman menos que nosotros a sus esposas e hijos; no son menos valientes, virtuosos, o sirven a su país con menos devoción. En cuanto a los hombres que he matado, o he dado la orden de matar, haría lo imposible por devolverles la vida a todos y cada uno de ellos; sí, si estuviese en mi mano, los resucitaría a todos ahora mismo, sin que me importase el coste para mí o para esta expedición. Lo siento…
Quiere callar; no se lo permito.
—Hasta Persépolis estuve contigo, Alejandro. Había que vengar el daño hecho a Grecia. Pero hemos matado al rey de Persia; hemos quemado su capital; nos hemos convertido en amos de sus tierras. ¿Y ahora qué? —Señala hacia el este, al otro lado del río—. ¿Vamos a conquistar a esa gente? ¿Por qué? ¿Qué daño nos ha hecho? ¿Con qué derecho hacemos la guerra contra ellos? ¿La búsqueda de la gloria? Este ejército dejó de ser glorioso hace mucho tiempo. ¿Debemos citar a Aquiles y decir que emulamos las «virtudes de la guerra»? ¡Mentira! Cualquier virtud llevada a su extremo se convierte en un vicio. ¿La conquista? Ningún hombre puede conquistar a otro. Cualquier súbdito leal cambiaría al instante la riqueza ganada bajo tu dominio, por la pobreza que pueda llamar suya. Teníamos una causa. Ahora no tenemos nada.
Se levanta, y se pasa las manos por los cabellos, angustiado.
—¿Quién puede hacerte frente, Alejandro? Te has convertido en el roble que empequeñece el bosque. En la tropa reina el malestar y el descontento. Sin embargo bastará una palabra tuya para llamarlos al orden. ¿Quién puede decirte que no? Yo no. Ellos tampoco.
Mi camarada me mira.
—Creo que temía la pérdida de tu amor. Por eso he mantenido la boca cerrada. Porque mis palabras demuestran vanidad y egoísmo. Pero no es eso lo que temo. Me asusta que te pierdas a ti mismo. ¡Tu daimon te está comiendo vivo! ¡Está devorando este ejército! —Me mira con una expresión de tremendo desconsuelo—. Cruzaremos este río por ti. Te conseguiremos la victoria. Y después, ¿qué?
Acaba. Su discurso me lo he repetido a mí mismo diez mil veces. Pero escucharlo en voz alta, que me lo digan a la cara…
—Eres el hombre más valiente que conozco, Hefestión.
—Solo el más desesperado. —Oculta el rostro y se echa a llorar.
El broche de su capa es el león de oro de Macedonia. Él es mi delegado, mi segundo al mando de la fuerza expedicionaria.
—Si me matan en esta guerra, ¿llevarás al ejército de regreso a casa? —pregunto.
No me responde.
—Tendrías que reemplazarme —dice.
No puedo evitar sonreír.
—¿Por quién?
A la mañana siguiente llega la boñiga de elefante.
El dedarca apodado Bola de Sebo ha sido enviado con un grupo de exploradores al otro lado del río. Regresa con una enorme boñiga de elefante seca, de color amarillento, de unos sesenta centímetros de alto; tiene el diámetro de una tina. Todos hemos visto las boñigas de los elefantes de trabajo. Pero esta, de una bestia de guerra, es de un tamaño descomunal. Despierta sensación en el campamento. Todos quieren verla; hacen cálculos sobre el tamaño de la criatura que la defecó.
—¡Por todos los dioses, si este monstruo te caga encima, eres hombre muerto! —afirma Bola de Sebo.
Los hombres han tenido contacto con los elefantes de guerra (capturamos quince después de Gaugamela, que no participaron en los combates) pero hasta ahora no habían considerado la posibilidad de enfrentarse a ellos en acción. Están aterrorizados. Ahora recibimos nuevos e inquietantes informes del enemigo: Poros, que contaba originalmente con cincuenta elefantes, ha pedido ayuda a los príncipes del este, que han traído otros ciento cincuenta, junto con miles de arqueros, carros de combate e infantería. Doscientos elefantes dispuestos a intervalos de quince metros con infantería entre ellos forman un frente de un kilómetro y tres filas de fondo. Los caballos no soportan el olor ni el bramido de estas bestias; los soldados temen que nuestra caballería no salga del río si están allí estas criaturas, o no sea capaz de realizar una carga contra ellas en campo abierto. Los hombres se aterran al escuchar relatos sobre cómo matan estos gigantes; son capaces de aplastarte con sus patas, de ensartarte con sus colmillos, o incluso de sujetarte con la trompa y golpearte contra el suelo hasta que te salen los sesos.
Visito la enfermería. El número de pacientes se ha triplicado, con tantos heridos «por accidente». Por todo el campamento los hombres forman corrillos; alzan la mirada, malhumorados o avergonzados, cuando me fijo en ellos. Crátero y Pérdicas son partidarios de que castigue de forma ejemplar a algunos de ellos; Ptolomeo insiste en que ataque cuanto antes. Quiero esperar (el dinero y las armas que he pedido no tardarán en llegar) pero el estado de ánimo del campamento me obliga a actuar. Llamo a los comandantes del ejército.
—Macedonios y aliados, ya no sois el ejército que erais. Antes, cuando cargaba contra el enemigo, sentía la fiereza de vuestro valor a mi lado. Ahora, miro atrás, por temor a que ni siquiera estéis a la vista. Miraos. Ponéis mala cara, protestáis; un cubo de mierda de elefante os asusta. Por lo tanto, ha llegado la hora, como decía mi padre, de llamar al pan… pan y al vino… vino.
Me dirijo a los oficiales al aire libre, junto al muelle, para que todo el ejército pueda reunirse y me oiga.
—Os he reunido aquí, de una vez por todas, para convenceros de seguir adelante o para que vosotros me persuadáis que debemos regresar. ¿Os he fallado en algo, hermanos? ¿Nuestro esfuerzo común no ha dado bastantes beneficios? Si es eso lo que creéis, no os puedo dar ninguna respuesta. Si es porque como resultado de estas campañas toda Europa y Asia está ahora en vuestras manos: Grecia y las islas del Egeo, Iliria, Tracia, Frigia, Jonia, Lidia, Caria, Cilicia, Fenicia, Egipto, Siria, Armenia, Capadocia, Paflagonia, Babilonia, Susiana, y la totalidad del imperio persa, además de Partia, Bactriana, Areia, Sogdiana, Hircania, Aracosia, Tapuria, y la mitad de la India, entonces, ¿cuál es vuestra queja? ¿He sido poco generoso? No hay ninguno de vosotros que no se haya hecho rico. ¿Me he quedado con la mejor parte del botín? Ahí está mi cama. Dos tablas y una manta. Como la mitad de lo que vosotros coméis y duermo una tercera parte de lo que vosotros dormís. En cuanto a heridas, que cualquiera de vosotros se desnude y enseñe las suyas, y después mostraré las mías. ¡No hay ni una sola parte de mi cuerpo o ninguna en el frente, donde se reciben las heridas de honor, que se haya salvado, ni arma de cuya cicatriz no lleve un recuerdo, todo a vuestro servicio, para vuestra gloria y para haceros ricos!
Hay una pasarela a todo lo largo del muelle, donde se unen los troncos con los mimbres trenzados. La recorro como un actor que recorre el escenario.
—Por mi parte, camaradas, no pongo límites a las aspiraciones de un hombre de espíritu noble, siempre y cuando conduzca a nuevos progresos. Sin embargo, si alguno de vosotros quiere saber hasta dónde pretendo llegar, que sepa que la costa del océano oriental no puede estar muchas leguas más allá de donde estamos hoy. Entonces, daré por acabada la expedición. Pero no antes de llegar allí.
»Estáis cansados, amigos míos. ¿Creéis que yo no? Las privaciones y el peligro son el coste de las hazañas gloriosas. ¿Qué hay más dulce que vivir valientemente y morir dejando un recuerdo imperecedero? Hoy estamos aquí como un ejército. Otros ejércitos nos seguirán en las centurias venideras. ¿Quién igualará nuestras hazañas? Mirad a vuestro alrededor, hermanos. Mirad los rostros de vuestros camaradas. ¡Sois el ejército más poderoso de la historia! Las penurias que habéis sufrido, los enemigos que habéis vencido, las victorias que habéis conseguido superan las conquistas de todos aquellos que nos han precedido y de los que vendrán después. ¿Os da miedo cruzar el río porque imagináis que encontraremos naciones y enemigos demasiado numerosos a los que no podremos superar? He oído lo mismo en Macedonia. Los hombres decían que nunca llegaríamos al Halis, que debíamos regresar cuando llegamos al Éufrates. Voces timoratas proclamaron que nunca tomaríamos Babilonia, Persépolis o Kabul. ¡Dije que podríamos y no me equivoqué! No obstante todavía dudáis de mí.
»Quizá hemos tenido demasiado éxito. Puede que este sea nuestro mal. Es un engaño del cielo, para despojarnos de nuestra voluntad, ahora que estamos en el umbral de nuestra meta definitiva. ¡Seguid adelante conmigo! ¡Hermanos, haced un último esfuerzo! La costa del océano no puede estar lejos. Cuando lleguemos allí, a los límites de la tierra, y llegaremos, entonces os prometo que no solo os satisfaré, sino que os daré con creces todo aquello que podéis desear. ¡Os enviaré de regreso a casa, u os guiaré yo mismo, mientras que a aquellos que se queden, los convertiré en la envidia de los que se van!
Acabo. Nadie responde. Veo el terror del ejército ante mi cólera.
—Hablad, amigos míos. No tengáis miedo. Me partiréis el corazón si no lo hacéis.
El silencio no se rompe. Nadie alza la mirada.
Por fin, Coenio avanza un paso. Una mano helada me oprime el corazón. Coenio, impasible ante cualquier enemigo, tiene que apelar a su inmenso valor solo para dirigirme la palabra. Mi viejo amigo dice:
—Puesto que no deseas coaccionar a los macedonios como un déspota, sino persuadirlos o ser persuadido por ellos, hablaré no en nombre de mis hermanos oficiales, a quienes has cargado con tantos honores y tesoros que te seguiremos a cualquier parte, sino en nombre de los hombres del ejército, que no tienen más voz que la nuestra, y sobre quienes caen las cargas más pesadas de la campaña.
Coenio señala que, después de Persépolis, muchos creyeron que el ejército había llegado demasiado lejos. Así y todo en las estaciones siguientes hemos recorrido tres veces esa distancia. Nuestra fuerza ha sometido a muchos otros pueblos y ha conquistado el doble de territorio, incluida la conquista de Persia. Hemos librado otras veinticuatro batallas y concluido con éxito nueve asedios. ¿Qué ha pasado con el ejército desde entonces?
—Sin duda no olvidas, Alejandro, cuántos griegos y macedonios marcharon contigo al inicio de esta campaña, y qué pocos quedan ahora. A muchos los has enviado de regreso a casa colmados de riquezas u honores, al ver que estaban agotados, y has hecho muy bien. A otros los has establecido en las ciudades que has fundado y les has dado tierras y esposas; también has hecho bien porque su corazón ya no quería proseguir la campaña. ¿Cuántos otros han muerto a manos del enemigo, han fallecido víctimas de heridas y enfermedades, o han acabado tullidos por el excesivo esfuerzo? ¡Hemos recorrido dieciocho mil kilómetros y hemos luchado en cada palmo! Entre aquellos que han sobrevivido, son pocos los que mantienen la fuerza física, y sus espíritus están incluso más empobrecidos. Todos y cada uno de los hombres añoran ver a sus padres, si es que todavía están vivos, a sus esposas e hijos. Ansían ver su tierra natal. ¿Tiene esto algo de malo? ¿No se lo han ganado? ¿No era esta tu intención cuando con tu generosidad los sacaste de la pobreza y los hiciste ricos? Por lo que a mí respecta, me concediste un permiso después del Gránico, igual que a los otros recién casados, para permitirme con tu gran bondad que pasara el invierno con mi esposa. De aquello han pasado ocho años. Tengo un hijo al que nunca he visto. ¿Moriré a tu servicio, Alejandro, sin haber visto ni una vez el rostro de mi hijo?
Coenio me urge para que sea yo quien lleve al ejército de regreso a casa, que vea a mi madre, y ponga en orden los asuntos de Grecia; luego, si lo deseo, puedo montar una segunda expedición, con hombres nuevos, frescos en lugar de agotados.
—¿Con cuánto más ardor no te seguirán, Alejandro, unas tropas jóvenes y ambiciosas cuando vean que los compañeros de tus primeros esfuerzos a quienes has llevado de vuelta a casa contigo, han pasado de la penuria a la riqueza y del anonimato a la fama?
Mi viejo amigo acaba su discurso. Miles de hombres lo secundan, y no son pocos los que me suplican con lágrimas en los ojos que haga caso de su consejo.
Una vez más no he conseguido que lo entiendan. La furia que arde en mis entrañas amenaza con consumirme vivo. No puedo hacer otra cosa que dar por acabada la asamblea y retirarme, rabioso, a mi tienda.