33

LOS SABIOS DESNUDOS

Un segundo monzón ha inundado el campamento. Se ha llevado las tiendas y lo que había en su interior; todos los senderos se han convertido en fangales. Está en un terreno elevado y se drena rápidamente, pero los hombres están de un humor de perros y ni siquiera pueden hacer ejercicios porque hay que dedicar todo el tiempo a reparar los equipos y los alojamientos. El calor indio continúa siendo sofocante. Con la humedad, a los hombres se les pudren los pies; los cascos de los caballos se hinchan y se vuelven blandos. La lluvia es caliente como la orina, pero no puedes quedarte a la intemperie porque cae con una fuerza y en una cantidad inconcebibles. Solo los bueyes y los elefantes pueden soportarlo con esa paciencia propia de Oriente.

En la orilla del río se levantan dos aldeas: Oxila y Adaspila. Se han añadido por su cuenta a la ciudad que forma nuestro campamento, incluidas las mujeres, los niños y las vacas lecheras, que se ocupan respectivamente de la colada del ejército y de suministrar cuajo y queso.

También se han integrado los gimnosofistas, los «sabios desnudos» de la India. Al alba descienden al río, donde se bañan y cantan. Regresan al anochecer y encienden unas pequeñas lámparas hechas con una hoja, aceite y una mecha, que después depositan en el agua para que se las lleve la corriente. Es un espectáculo de gran belleza. Decenas de ellos rondan por el campamento («lo infestan» según Crátero). Son de todas las edades, desde adolescentes a ancianos; están ennegrecidos por el sol, y son delgados como juncos. Temía que nuestros hombres se mostraran altivos con ellos y los trataran a patadas, como habían hecho con los habitantes de Babilonia, pero ha ocurrido todo lo contrario; nuestros macedonios han aceptado a estos sadhus como patriarcas, y a este afecto han correspondido los sabios, que contemplan a nuestras rudas tropas con una amable y paciente tolerancia.

Mis oficiales y yo cenamos esta noche en una terraza de teca que da al río. La conversación gira alrededor de un incidente ocurrido durante el día. Mi grupo cruzaba el sector del campamento vecino a Oxila. Uno de mis pajes, un chico muy despierto llamado Agatón, marchaba delante para despejarnos el camino, cuando se encontró con un grupo de gimnosofistas que tomaban el sol en la vía pública. Estos declinaron apartarse para dejarme paso. Se inició una agria discusión entre el muchacho y algunos vendedores, quienes empuñaron sus bastones para salir en defensa de los sabios. No tardó en reunirse una muchedumbre. Cuando llegué al lugar, la situación amenazaba con desmadrarse. El motivo de la disputa era el siguiente: ¿Quién era más digno de tener el derecho de paso: Alejandro o los gimnosofistas? Mientras sofrenaba a mi caballo, Afatón continuaba discutiendo vivamente con el hombre sabio más anciano del grupo. El muchacho me señaló al tiempo que declaraba: «¡Este hombre ha conquistado el mundo! ¿Tú qué has hecho?». El filósofo le replicó sin la menor vacilación: «He conquistado la necesidad de conquistar el mundo».

Me eché a reír, encantado. Las cosas se tranquilizaron de inmediato. Le pregunté al sabio qué podía hacer por él, y le prometí que le concedería lo que deseara. «La fruta que tienes en la mano», respondió. Yo tenía una deliciosa pera madura. Cuando se la di, él se la entregó, para que se la comiera, a un niño que estaba a su lado.

Al día siguiente paso revista al ejército. Estas inspecciones son muy útiles para infundir nuevos ánimos a las tropas desmoralizadas. Los hombres protestan a voz en cuello mientras se preparan, pero una vez que están en la formación, cuando contemplan el numeroso y ordenado ejército y el brillo de sus equipos, sus corazones no pueden menos que henchirse de orgullo por formar parte de tan ilustre cuerpo. Esta visión me anima a mí también. En casa tardaría unas tres horas en pasar revista, pero con este calor, incluso una hora es más que suficiente para que un hombre pierda el conocimiento. Así que no me entretengo y en cuanto acabo, ordeno que rompan filas.

Es un ejército muy distinto del que salió de Europa ocho años atrás, o del que dejó Afganistán la estación pasada. En el ala izquierda, ya no está la magnífica caballería tesalia, que se licenció con honores en Ecbatana. En su lugar tenemos tropas formadas por los afganos, los escitas y los bactrianos libres. A los hombres de estas tribus no se les puede enseñar a luchar como los europeos pero con sus rostros tatuados y los caballos engalanados con pieles de pantera añaden una nota de color y salvajismo. La caballería de los sucesores de Tigranes, formada íntegramente por persas pero entrenados en las tácticas macedonias, se ha unido a nosotros en Zadracarta. La caballería mercenaria de Andrómaco permanece, aunque su comandante cayó en la matanza perpetrada por Espitámenes en el río Politimeno. Mis arqueros ya no son macedonios sino medos e indios, y mis lanceros son partos y masagetas. Las únicas unidades que no han sufrido cambios son los honderos tracios de Sitalces (si bien Sitalces se encuentra ahora en Media, y es su hijo Sadocur quien ostenta el mando) y los lanzadores de jabalinas de Agriania; los reemplazos aparecen cada año como los jacintos; tengo a hijos, e incluso a nietos, de mis primeros soldados y sirven con la misma distinción que sus padres y abuelos.

El núcleo de la línea continúan siendo las brigadas de la falange (que aquí en la India son siete en lugar de seis), aunque incluso estas no son exclusivamente macedonias; en algunas de las compañías mis compatriotas son menos de la mitad. Abundan los nuevos comandantes: Alcetas, Antígenes, Clito el Blanco, Tauron, Gorgias, Peiton, Casandro, Nearco y muchos más. En Zariaspa, en Afganistán, nos alcanzan veintiún mil seiscientos soldados que vienen de Grecia y Macedonia. Estos, y otras unidades, incluidos los mercenarios griegos de Patron y los seis mil lanceros reales sirios al mando de Asclepiodoro, constituyen el grueso de la infantería ligera. Ahora tengo arqueros a caballo de Daan, que sirvieron a las órdenes de Lobo Gris, y a seis arqueros taxileanos. Los veteranos de Cleandro continúan conmigo, aunque Cleandro se encuentra en Ecbatana. Muerto Clito el Negro, he tomado el mando del escuadrón real (con los antemiotes, anfipolitanos y bottiaenses) y les he dado el nombre de agema de los compañeros. Ahora formo a la caballería de los compañeros en regimientos, de dos escuadrones cada uno, y he aumentado su número desde los mil ochocientos a más de cuatro mil, con la inclusión de numerosos persas, medos, lidios, sirios y capadocios.

¿Hay disensiones? Los macedonios ahora solo son dos quintas partes del ejército; sienten un gran rencor por las unidades asiáticas que he incorporado, sobre todo por los persas, que no saben siquiera, según los macedonios, pronunciar mi nombre. Para ellos soy «Iskander». Que a mí no me parezca mal enfurece a mis compatriotas, y cuanta más edad tienen, más violenta es su indignación. Ahora mismo tengo a doce mil jóvenes egipcios y cuarenta mil persas que se entrenan en el manejo de la sarisa en sus respectivos países; los macedonios, a pesar de sus continuas protestas por la paga que reciben y por su posición, no soportan la idea de ser reemplazados por extranjeros.

Ahora llego a los descontentos. Su posición mientras paso revista es de unidad bisagra entre los guardias reales y la brigada de la falange al mando de Pérdicas. Admito que no tienen mal aspecto. Es una vergüenza que deba tenerlos aquí, entre unidades de una lealtad irreprochable, para retenerlos, si no es posible por afecto, con las armas.

Para animar a las tropas, he formado nuevas unidades con otros nombres y colores. La más famosa es la «escudos de plata». Esta formación se constituyó al principio solo con la agema de la guardia real; pronto la amplié con los tres regimientos de guardias; desde entonces, la he aumentado todavía más para incorporar a los veteranos de la falange que se han distinguido en la campaña contra Espitámenes. Los ribetes de sus escudos y sus corazas son de plata auténtica, su peso equivale a la paga de seis meses, aunque no es cierto el rumor de que los hombres sacan virutas y las utilizan como moneda.

Nuevas unidades. Oficiales nativos. Estos son los trucos que debe utilizar un comandante para «alimentar al monstruo», el insaciable apetito del ejército por el reconocimiento, los honores y la novedad. Pero ni siquiera todo esto es suficiente. Ahora, después de la revista, en la terraza, mis oficiales discuten sobre las fingidas maniobras de cruzar el río y los falsos embarques que insisto en realizar todas las noches para agotar a los centinelas de Poros con falsas alarmas. Tesalo, el actor, ha venido desde Atenas. Está fascinado con la vida del ejército. ¡Es como estar en el teatro!

—De la misma manera que empleas ardides, Alejandro, para evitar que el enemigo conozca tus verdaderos propósitos, también lo hace el dramaturgo. Por ejemplo, comienza su obra mostrando una grave crisis en la vida de un rey; los efectos teatrales nos llevan a creer que el tema es, pongamos por caso, la ambición, el honor o la codicia. Solo en el momento cumbre nos damos cuenta de que todo ha sido un engaño; el verdadero tema de la obra es la historia de un hombre que elige su propio destino. Cuando al final lo descubrimos, el efecto que provoca es parecido a una de tus famosas cargas de caballería. El dramaturgo quizá ha llenado su obra con oráculos, presagios, prodigios e intervenciones divinas; así y todo, el público entiende que únicamente las decisiones del protagonista lo han llevado a ser quien es y lo han conducido a este final. Esta es la tragedia. Porque, ¿quién de nosotros es capaz de elevarse por encima de lo que es? La tragedia es que el hombre es cautivo de su propia naturaleza. No la percibe. No puede trascenderla. Si pudiese, no sería una tragedia. El poder de la tragedia deriva de que nos damos cuenta, ya seamos plebeyos o reyes, de que la vida es realmente así. Hemos provocado nuestra ruina con nuestras propias manos. Todos, excepto quizá estos gimnosofistas, que parecen buscar primero la ruina, para luego florecer en su seno.

Todos los presentes reímos y aplaudimos. Todos salvo Hefestión, que siente un gran aprecio por estos sabios de la India y se angustia al oír que sus ideas se descartan con condescendencia. Sale en su defensa.

—Ellos no son bárbaros, Tesalo. No son unos esclavos como los babilonios, o idólatras como los hombres de Egipto. Su filosofía es antigua, profunda y sutil. Es la filosofía del guerrero. Con mis preguntas solo he rascado la superficie pero me ha impresionado profundamente. En contra de tu afirmación, amigo mío, declaro que estos sadhus se han elevado por encima de lo que son. Porque sin duda no nacieron en el estado en que los hemos descubierto ahora, sino que han llegado a él solo después de muchas pruebas y muchos esfuerzos.

Las risas y las burlas profanas responden a estas palabras; Hefestión las acepta con buen humor. Para mí, es un motivo de sincera alegría ver que ha recuperado la gracia (ahora que el ejército ha salido de Afganistán), tanto a sus ojos como a los míos, y a los de la compañía. Telamón parece sentirse tan complacido como yo.

—¿Qué buscan estos yoguis con su pobreza voluntaria y la renunciación? —continúa mi camarada—. Creo que aspiran a formar parte de Dios. Buscan ver el mundo como lo ve la deidad y actuar con él como ella actúa. No lo intentan a través de la arrogancia, sino con humildad. No os burléis. Consideremos la analogía de la obra teatral de nuestro amigo Tesalo. El dramaturgo es el dios de su propia obra; cada personaje es una criatura de su imaginación, y aunque la visión de estos personajes está limitada a su propio interés, el autor puede y debe «ver todo el campo». De la misma manera que siente simpatía por todos sus personajes, incluso por los villanos (de lo contrario no podría escribir sus diálogos), también el Todopoderoso nos mira a nosotros y a nuestro mundo. Ese es el estado, creo, al que aspiran los gimnosofistas. No es una indiferencia despiadada, sino una benevolente imparcialidad. El yogui busca amar al perverso lo mismo que al justo, y encuentra en ellos un alma gemela en su viaje a través de la ignorancia.

Un sonoro coro de golpes en la mesa aprueba lo dicho. Ahora Ptolomeo pide a Telamón que hable; dice que ha visto al mercenario entrevistarse con algunos de estos ascetas.

—¡La verdad es que nuestro arcadio se parece más a uno de esos mendicantes que a uno de nosotros! Porque a pesar de que acepta una paga por su servicio como soldado y no se cansa de proclamar las virtudes de hacerlo, me he fijado que nunca tiene dinero; en cuanto lo recibe da todo lo que tiene.

Insiste en que Telamón nos dé un discurso.

—¿Sobre qué tema?

—El código del mercenario.

Reímos a carcajadas al saber cuál es el tema escogido. Lo hemos oído un millar de veces. Cuando Telamón declina, Rizos de Amor se levanta y, con una postura que reproduce impecablemente la del arcadio, con una mano sujetándose la barba tal como hace Telamón, imita el hablar del mercenario con tanta exactitud que el grupo, encantado, le arroja monedas y casi ahoga su discurso con las carcajadas.

—Yo no sirvo al dinero; hago que el dinero me sirva a mí. Al final de una campaña, no me importan las alabanzas ni las condenas. Quiero dinero. Quiero que me paguen. De esta manera, la guerra no es más que un trabajo. No estoy ligado a ella.

Hacer la campaña por dinero me distancia del objeto del deseo de mi comandante. Sirvo solo por servir, lucho solo por luchar, camino solo por caminar.

Cuando se acallan las risas, Telamón accede por fin a las peticiones de sus compañeros.

—Efectivamente, amigos —admite—. He interrogado a estos yoguis. Me he enterado de que en su filosofía la humanidad está dividida en tres categorías: el hombre ignorante, tamas; el hombre de acción, rajas, y el hombre sabio, sattwa. Los que estamos alrededor de esta mesa somos hombres de acción. Eso es lo que somos. Pero aunque he vivido mi vida como un hombre de esa categoría, y todas mis vidas previas (como diría Pitágoras de acuerdo con su doctrina de la transmigración del alma), siempre he deseado convertirme en un hombre sabio. Esa es la razón por la que lucho y por la que he abrazado la vocación de las armas. La vida es una batalla, ¿no es así? ¿Qué mejor manera hay de prepararse para ella que siendo un soldado? ¿No os habéis fijado, amigos míos, que esos sabios son soldados expertos? Inmunes al dolor, despreocupados de las aflicciones, cada uno ocupa su puesto con el alba y no lo abandona a pesar de la sed, el hambre, el calor, el frío o la fatiga. Es feliz haga el tiempo que haga, siempre está motivado, tiene un dominio absoluto de sus emociones. ¡Ojalá tuviésemos nosotros, Alejandro, un ejército con esa voluntad de lucha! Cruzaríamos este río antes de contar trescientos.

—¿Me estás diciendo, Telamón, que tu entrenamiento como soldado te prepara para tu vocación de sabio? —le pregunto. Los demás se ríen al oír mi pregunta. Pero hablo en serio. Telamón responde que desearía ser así de duro.

—Estos hombres me superan, amigo mío. Tendría que ser su discípulo durante varias vidas para estar a su nivel.

El mercenario declara que yo poseo muchas de las virtudes de los yoguis.

—En realidad, Alejandro, tú tampoco estás ligado a tus posesiones, ni siquiera a tu vida. No te importan para nada las tierras que has conquistado o los tesoros que has conseguido; solo son un medio para avanzar en tus campañas. Sin embargo hay una cosa a la que estás ligado, en detrimento de tu alma.

—¿Qué es, amigo mío?

—Tus victorias. Continúas sintiéndote orgulloso de ellas. Esto no es bueno para ti. —Telamón abarca con un gesto la terraza, el campamento, el ejército—. Tendrías que ser capaz de abandonar todo esto ahora, esta misma noche. ¡Levántate! ¡No te lleves nada! ¿Puedes hacerlo?

Una vez más se oyen las risas de los demás.

—¿Crees que no podría?

—No puedes abandonar tus victorias ni tu famoso nombre, y no puedes dejar a estos camaradas a los que amas y que a su vez te aman y dependen de ti. ¿Quién es el amo de este imperio? ¿Tú lo gobiernas o te gobierna él a ti?

Continúan las risas.

—Sabes muy bien que tú eres el único que puedes decirme estas cosas, Telamón. ¡No se las toleraría a nadie más!

—Mi querido amigo —replica el arcadio, sin reírse—. Tendrías que ser capaz de levantarte y marcharte sin más. Ser un soldado no es suficiente. No se encuentran todas las respuestas en el código del guerrero. Lo sé. Lo he vivido muchas vidas. Estoy cansado de seguir sus reglas. Estoy dispuesto a abandonarlo como quien se desprende de una capa rota.

Los comentarios jocosos saludan estas palabras.

—¡No nos abandones! —grita Ptolomeo. Los demás corean la petición.

Telamón se ha vuelto hacia mí.

—Te enseñé cuando eras un niño, Alejandro, a estar por encima del miedo y de la cólera. Aprendiste con ansia. Aprendiste a sobreponerte a las penurias, al hambre, al frío y a la fatiga. Pero no has aprendido a dominar tus victorias. Ellas te poseen. Eres su esclavo.

Noto que comienza a despertarse mi cólera. Telamón se da cuenta. Continúa.

—El comentario del yogui referente a «conquistar la necesidad de conquistar el mundo» no podría haber sido más indicado. El significado de las palabras del sabio es que él es el amo de su daimon. Porque el daimon no es más que la voluntad de la supremacía que existe no solo en todos los hombres, sino también en las bestias e incluso en las plantas y que es, en el fondo, la esencia de una vida agresiva.

Esto me sacude como una bofetada.

—El daimon es inhumano —manifiesta Telamón—. El concepto de límites le es del todo ajeno. Descontrolado, lo devora todo, incluso a sí mismo. ¿Es malvado? ¿Es la bellota que aspira a convertirse en roble? ¿Es el alevín que busca el mar? En la naturaleza, la voluntad de dominio no va más allá de la capacidad limitada de la bestia. Solo en el hombre este instinto no tiene límite y solo en un hombre —me lo dice preocupado— como tú, amigo mío, cuyos dones y preeminencia transcienden todo gobierno externo. Todos hemos sido testigos de suicidios —concluye Telamón—, cuyo motivo era este: el hombre debe quitarse la vida para matar a su daimon.

Se han acabado las burlas. Mis camaradas permanecen inmóviles, atentos al inminente estallido de mi cólera. Se equivocan. Agradezco las palabras de Telamón. Quiero oír más, porque los temas que plantea son los mismos que debato dentro de mí, día y noche. Mi mentor lo sabe por la expresión de mi rostro.

—Aunque te burlas de mí, Alejandro, por mi propósito de convertirme algún día en un hombre sabio, tú también compartes esta ambición, y lo has hecho desde que eras un chiquillo. Fue lo que te acercó a mí cuando eras un niño y me seguías por el patio del cuartel, como si fueras una sombra pegada a mis talones.

Para la tranquilidad de todos, reaparecen las risas. Telamón continúa con su discurso, en un tono sobrio.

—Además, pienso que esta cualidad es la que te hace superior a tu padre. Advierte que no me refiero a superior como comandante, aunque lo eres. Ni más valiente como soldado, aunque lo eres. Superas a tu padre no por estas razones, sino por tu objetivo moral, porque deseas convertirte en un hombre de sabiduría, mientras que Filipo se contentaba con combatir y fornicar. Tus sufrimientos son más intensos que los suyos, porque te duele no conseguir aquello que sabes que eres capaz. Tu padre se dio cuenta. Sabía que tú, incluso en tu niñez, eras superior. Por eso te amaba y te temía, Alejandro. Por esta misma causa tú, como Hefestión y yo, te sientes atraído por estos sabios de la In dia y percibes en sus aspiraciones una prueba, incluso la esencia de las tuyas.