LOS ERIALES
La lengua de Afganistán es el dari. El dari y otras cinco mil más. Cada tribu tiene su propia lengua, y cada una de ellas es absolutamente indescifrable para sus vecinos. Pero esto es algo que ya sabes, Itanes; este es tu país; aquí es donde combatí contra tu padre y me casé con tu hermana.
¿Por qué estamos en Afganistán? Porque controla el camino a la India y a la costa del océano. Porque hay que dominar a sus señores de la guerra antes de llevar al ejército más allá del Hindu Kush al Indo y al Punjab.
Lee los partes de dicho período. Verás que las tropas combatieron durante casi tres años a través de Areia, Partia, Drangiana, Bactriana, Aracosia y Sogdiana sin poder librar una sola batalla en toda regla. No fueron más que asedios y combates no convencionales, contra unos luchadores nativos que las tropas llamaban «guerreros lobos». (Para aquel entonces Besso ya se había rendido a nosotros y lo habíamos entregado a los persas para que le dieran su merecido). Eran jinetes de las estepas y hombres de las tribus montañesas. Los primeros llegaron a ser treinta mil, y los segundos triplicaban ese número; todos combatían como ejércitos y como tribus. Su comandante, cuando lo tuvieron, fue el último señor persa, Espitámenes, a quien nuestros hombres habían dado el apodo de Lobo Gris, por el mechón de pelo canoso en la barba y su habilidad para escabullirse en aquel terreno árido y pedregoso.
No se puede combatir a una fuerza guerrillera con otra convencional. Hay que utilizar otro tipo de fuerza. Tal como había previsto después de Gaugamela, reorganicé el ejército y lo hice más ligero y móvil. Ordené acortar las sarisas un metro veinte. Cada hombre aligeró diez kilos su equipo. Los cascos se convirtieron en gorras; abandonamos las armaduras. Dupliqué la caballería de los compañeros, e incorporé a los lanceros, los peonios y los mejores jinetes persas y extranjeros. Quería unidades que fueran rápidas y flexibles, que pudieran vivir de la tierra y actuar con independencia en un territorio hostil durante meses.
También fue necesario un cambio en las tácticas. Frente a un enemigo civilizado, un comandante tiene objetivos estratégicos que puede conquistar o destruir, como son ciudades, depósitos de abastecimiento, puentes y carreteras; su pérdida provoca sufrimiento en el enemigo y lo predispone a la negociación. Contra las tribus salvajes no sirve nada de todo esto. No tienen propiedades. No tienen nada que perder. Nada les importa, ni siquiera sus personas o sus vidas. Decir que se combate a la guerrilla es inexacto. Le das caza, como harías con los chacales o los jabalíes, y no puedes sentir por ellos más piedad de la que sentirías por una bestia salvaje. Los miembros de las tribus de Afganistán son los guerreros más feroces a los que me he enfrentado, y su general, el Lobo Gris, el único adversario al que he temido.
La religión de los guerreros lobos es el fatalismo. Adoran la libertad y la muerte. El idioma que entienden es el del terror. Para vencer, tienes que ser más terrible que ellos. No es sencillo, porque esa gente, como todas las razas salvajes e insulares, ven a toda persona ajena a sus lazos de sangre, no como a un ser humano sino como a una bestia o demonio. No puedes negociar con esa clase de enemigos; están hechos a prueba de cualquier lisonja o soborno, y solo los mueve el orgullo guerrero. Prefieren morir a rendirse. Son vanidosos, astutos, codiciosos, malvados, cobardes, galantes, generosos, empecinados y corruptos. Son capaces de soportar lo que sea, mucho más de lo que podría cualquier otro ser humano, y pueden sobrellevar el sufrimiento, físico y espiritual, que destruiría a una roca.
La persecución es la esencia de la guerra contra el lobo, y con esto me refiero a una persecución que solo acaba cuando se acorrala y se mata al último enemigo. El invierno es el mejor momento para combatir contra las tribus salvajes. Es cuando la nieve los obliga a descender de las montañas. Con nuestra nueva organización pasamos al ataque. Vamos a por ellos. Para derrotar a los guerreros lobos, tienes que impedir que encuentren refugio. Cuando tomas una aldea, la arrasas. Cuando le das caza, matas hasta el último hombre. No dejas a ninguno. Matas o expulsas a toda la población. No consigues nada echando a los hombres; no tardarán en volver. ¿Pactos o tratados? Olvídalos. Ninguna tribu se siente comprometida; el único honor que conoce se limita estrictamente a los suyos; a ti, no te dirán más que mentiras. Todo juramento es una farsa; toda promesa, un engaño. Me he sentado a parlamentar con las tribus un centenar de veces: si alguna vez alguien ha dicho la verdad, yo no la he oído.
Sin embargo, a pesar de sus traiciones y su duplicidad, no puedes dejar de admirar a estos tipos. Yo mismo he llegado a quererlos. Me recuerdan a los salvajes montañeses de mi patria. Sus mujeres son bellas y orgullosas, sus niños inteligentes y valerosos; saben reír y ser felices. Al final, como no puedo dominarlos, me caso con ellos. Me casé con tu hermana, la princesa Roxana, y pagué a tu padre, Oxiartes, por ese privilegio más de lo que nunca llegarás a imaginar. Fue la clase de treta que mi propio padre hubiese aprobado, y ha funcionado.
En cuanto a Espitámenes, al final lo derroto con dinero. A la caballería libre de Afganistán —partos, areianos, bactrianos, escitas, sogdianos, daans, masagetas— no les importa en absoluto para quién trabajan. Después de cuarenta y tantos meses de perseguir a Lobo Gris por todas partes sin conseguir ningún resultado, veo la luz y recurro al dinero. Nunca he visto a un enemigo convertirse en amigo con más rapidez. En cuestión de días hemos pacificado más de mil kilómetros cuadrados. Sencillamente, compro el país. Si Espitámenes hubiese tenido unos cofres más grandes, quizá no lo hubiera conseguido. No he podido derrotarlo en combate, pero lo he vencido en la puja.
El afgano luchará por dinero, pero no trabajará por un salario. Pedirle que lo haga es un insulto. Así que nos apañamos de la siguiente manera. Digamos que queremos transportar cien ánforas de vino a Kabul. Aprendemos a pedir un ghinnouse, un favor, y dejamos que los nativos lo conviertan en un trabajo. Vas a ver al jan. «¿Podrías, como un favor personal, transportar en tu caravana esta lámpara (a la abuela o a esta cabra) cuando vayas a Kabul?». Por supuesto, responde el jefe, será un placer. Luego cuando se presenta, tienes tus ánforas de vino preparadas. «Vaya —dice el jan—. ¿Quieres que también nos llevemos estas ánforas de vino a Kabul con la lámpara (la abuela o la cabra)?». Dado que nadie ha ofrecido pagar ni nadie ha aceptado un pago, nadie se ofende. Pero eres libre de «colaborar en los gastos» con una contribución en dinero.
Después de casarme con tu hermana y ser parte de tu familia, mando a mis ingenieros que trabajen durante todo el verano en la construcción de carreteras en las montañas para que el ejército pueda transportar suministros y refuerzos a tu padre. Cuando a la primavera siguiente regreso de la campaña, veo que las carreteras están destrozadas. ¡Espitámenes! Voy a ver a tu padre para organizar una acción de represalia. El anciano me comunica amablemente que él ha ordenado la destrucción de las carreteras. Me limito a sacudir la cabeza. Las tribus no quieren accesos. Les gusta vivir aislados. Los mantiene libres.
Luchamos en esta particular guerra durante casi tres años. Para actuar en semejante entorno, hay que olvidar todo lo aprendido. Mientras que uno de los axiomas de la guerra convencional es no separar nunca de la fuerza central una unidad más débil, estos enfrentamientos con las tribus requieren lo opuesto. Divido al ejército en mitades y cuartos, cada una de ellas autónoma, con su infantería ligera y pesada, caballería, arqueros, lanzadores de jabalina, ingenieros y maquinaria de asedio. Realizamos batidas. Dos o tres columnas entran en una provincia por caminos paralelos. Los correos mantienen el contacto entre las unidades. Todos los comandantes tienen la orden, cuando se enfrenten al enemigo, de empujarlo hacia la columna que está en el flanco. Combatir al rival de esta manera nos da la única oportunidad de atraerlo a un choque cuerpo a cuerpo, e incluso así, la mayoría de las veces los hombres del Lobo Gris consiguen escapar.
El instrumento esencial de la guerra contra la guerrilla es la matanza. Tienes que aprender esto si quieres triunfar. No obstante conlleva un riesgo. Es un combate sin honor. Telamón la llama la guerra de los carniceros, y lo es. Son muchos los soldados que no lo soportan. Les permito que se retiren o acepten el licenciamiento con honor. A todos les doblo o les triplico su recompensa y hago saber que su «delicadeza», como la llama Crátero, no es ningún descrédito. Se incorporan otros hombres que tienen estómago para esta clase de trabajo.
No puedes combatir a la guerrilla con las tropas de siempre, y no puedes luchar con hombres normales.
En esta nueva clase de guerra hay generales que destacan. Crátero es uno; Coenio, otro. Ambos siempre han sido, con Pérdicas, mis generales más duros y con más recursos; en esta campaña sin reglas se sienten como peces en el agua. Comienzo a coordinar cada vez más mis acciones con las de ellos; son los únicos a los que puedo enviar a las montañas sin temor de que caigan en una emboscada y los maten a todos. Ptolomeo y Pérdicas también demuestran su capacidad para combatir a la guerrilla; el primero destaca como un soberbio general para los asedios, el segundo es un líder inspirado de las tropas de caballería e infantería ligera.
El único comandante que no da la talla es Hefestión. Es incapaz de matar a las mujeres y a los niños. Respeto sus prejuicios, pero no lo puedo enviar al campo de batalla contra un enemigo como Lobo Gris; el riesgo para sus hombres es demasiado grande. Así que lo nombro mi número dos, mi segundo en el mando de la fuerza expedicionaria. Los otros generales responden al nombramiento con indignación. El propio Hefestión considera su ascenso un acto de caridad. Lejos de agradecerlo, se siente humillado, y los otros generales, que han rabiado durante años por su posición de privilegio, intentan ahora, todavía en privado no en público, mejorar sus posiciones provocando su caída. Cuanto más respaldo a Hefestión o intercedo en su favor, mayor es el resentimiento de este hacia mí. El resultado es un amargo distanciamiento con el hombre a quien más necesito y de quien más dependo.
En Afganistán se produce el cisma entre los hombres nuevos y la vieja guardia. Los comandantes veteranos que iniciaron su carrera a las órdenes de mi padre han desaparecido casi todos: Antípatro y Antígono el Tuerto están al mando de guarniciones; Parmenio, asesinado; Filotas, ejecutado; Nicanor, Meleagro, Amintas; decenas más han caído en combate, han muerto o se han licenciado. Solo queda Clito el Negro. Cuando le digo que voy a nombrarlo gobernador de Bactriana ni siquiera acepta darme la mano, tanta es su furia ante lo que él percibe como una condena al exilio, a un lugar, que él afirma, es «el culo del mundo».
También en Afganistán me veo obligado a formar una unidad de descontentos. Estos, como ya he dicho, son básicamente los veteranos de la vieja guardia, buenos soldados, muchos de ellos veinte años mayores que yo, que continúan leales a Parmenio y me reprochan amargamente haber mandado asesinarlo. Estos hombres están dispersos por todas las unidades del ejército, y siembran la semilla del descontento. Los pongo en cuarentena en una única compañía, donde puedo tenerlos vigilados. Pero esta no es más que una solución temporal.
Habrá que tomar una decisión que ponga fin al problema definitivamente.
Los hombres nuevos forman ahora el grueso de mis oficiales. Son los comandantes jóvenes, de mi edad, treinta años o menos, que han conseguido la fama conmigo y me deben el éxito de sus carreras. Pero la campaña de Afganistán pone a prueba la lealtad incluso de este grupo. La guerra de guerrillas ha hecho independientes a mis capitanes, que se han aficionado a su libertad. Envalentonados por tener el mando, mis generales se muestran cada vez más impacientes con esta guerra sin honra. Añoran el brillo del imperio, Babilonia y Egipto, donde están el oro, la fama y el poder. Para colmo de males, con la autonomía administrativa, la lealtad de los soldados es para con sus comandantes, de quienes dependen sus ascensos, y no de mí, por lo cual se proclaman hombres de Coenio o de Pérdicas, y no de Alejandro. Cada victoria que consiguen estas compañías engrandece el orgullo de la unidad, y no su orgullo por el ejército como un todo, y cada acto de barbarie cometido los hace todavía más bárbaros.
Cuando me doy cuenta de las consecuencias que esta guerra de carniceros está teniendo en el ejército, continúo la campaña con más vigor, con la esperanza de asegurar el territorio y seguir adelante. Pero un año se convierte en dos y luego en tres. Nuestras compañías han diezmado regiones enteras. En territorios tres veces más grandes que Macedonia no quedan más que perros y cuervos. En una carta que le envío desde Maracanda le digo a mi madre:
Mi daimon se siente a gusto con este tipo de lucha. Yo no. Mi genio no siente ningún escrúpulo con la destrucción de las aldeas y la despoblación de las provincias. Para mí tales acciones son del todo innobles. Bordean lo criminal. Aborrezco que se cometan.
Mi daimon comienza a hablarme en Afganistán. Se identifica con los guerreros lobos contra quienes luchamos. Al igual que ellos, mi daimon no conoce la piedad. Como ellos no tiene miedo a la muerte. Tú me has preguntado, Itanes, si el daimon se puede identificar con el alma. No es así. El daimon y el ser están subordinados al alma, pero si el daimon se impone sobre el ser, puede destruir el alma. En ese momento, el hombre se convierte en un monstruo.
En Maracanda, mi lanza le arrebata la vida a Clito el Negro. Lo asesino durante una borrachera. Es el acto más infame que he cometido en toda mi vida. Mucho más criminal que mis acciones en Tebas, más brutal que las de Tiro, mucho más malvado que la ejecución de Filotas (que mereció la muerte por su perfidia) y el asesinato de Parmenio (necesario debido a la traición de su hijo).
La noche comienza como cualquier otra en aquellos años: con vino, alardes y discusiones; después más vino y discusiones más ásperas. Coenio acaba de regresar de las montañas donde ha conseguido una importante victoria, en la que las dos columnas de apoyo, al mando de Ptolomeo y Pérdicas, comparten el éxito. Las alabanzas a estos hombres nuevos fluyen con el vino.
Clito el Negro sale en defensa de la vieja guardia.
Clito tiene un amante, un paje llamado Angelides; su pasión por este chico no tiene límites, pero el muchacho, que es inteligente y ambicioso, sabe que la estrella de Clito está en declive (tal como demuestra que lo haya nombrado gobernador de Bactriana) y lamenta amargamente haber elegido mal a su mentor. Ha comenzado a buscar a otro en secreto; Clito lo sabe. Esa noche comienza a provocar al muchacho, con la intención de que tome partido.
¿Quiénes son más dignos, los hombres nuevos o la vieja guardia?
Cuando Ptolomeo y Pérdicas defienden a los primeros, Clito se vuelve hacia mí para que actúe de árbitro. Yo alabo a los dos grupos por igual, en una clara indicación de que deseo que abandone el tema.
Clito no está dispuesto a dejarlo correr. De forma brutal y envidiosa, insulta no solo a los hombres nuevos sino a todos los que han luchado a mis órdenes sin haber estado antes al servicio de Filipo. Cuando Rizos de Amor le ordena que se calle o se marche, Clito, en un arrebato de cólera, le arroja su copa de vino.
—¿Qué harás si no lo hago? ¿Lo mismo que hiciste con Filipo?
Cuando asesinaron a mi padre, Rizos de Amor y Pérdicas fueron dos de los tres guardaespaldas que cogieron al asesino y lo mataron. Fueron muchos los que sospecharon por ese rápido y muy conveniente enmudecimiento de la lengua del asesino y creyeron que ambos habían sido cómplices en el regicidio. Dado que Rizos de Amor y Pérdicas eran íntimos amigos míos, aquello implicaba que yo estaba detrás del asesinato de Filipo.
Aquel era un rumor que había oído un millar de veces y que siempre había desechado con un suspiro de pesar. Esa noche, en cambio, algo se rompe dentro de mí. Me levanto de un salto y le arrebato la lanza a Medon, el paje que está a mi lado.
—¡Maldito seas! —le grito a Clito—. ¿Cómo te atreves a llamarme parricida?
Hefestión me detiene. Ptolomeo y Coenio me sujetan los brazos. Los gritos resuenan en la habitación. Tres pajes, entre ellos Angelides, sujetan a Clito con todas sus fuerzas.
Ahora todas las quejas contenidas durante mucho tiempo salen como un torrente de la boca del veterano. Me maldice por mi arrogancia, ingratitud, engreimiento y vanidad. Lanice, la hermana de Clito, ha sido mi ama de pecho. Clito recuerda ahora el nombre de esa excelente matrona, de cuyo pecho he mamado (y cuyos dos hijos han caído valientemente a mi servicio), y el suyo propio, cuyo brazo derecho me salvó la vida en el Gránico.
—¡Sin embargo, ahora Filipo y yo no somos nada para ti, Alejandro! ¡Te revistes con la púrpura persa y ordenas asesinar a los valientes hombres sin los cuales no serías más que un bribón y miserable reyezuelo!
Rizos de Amor y Pérdicas se llevan a Clito de la habitación mientras yo, que tiemblo de rabia, intento con todas mis fuerzas controlar mis emociones.
Entonces, repentinamente, se oye un grito. Clito irrumpe de nuevo en la habitación. Hay un brasero de bronce en el centro. El Negro camina hacia él como un orador hacia la tribuna. Antes de que pueda abrir la boca, me lanzo sobre él.
Le clavo la punta de la lanza de Medon, que todavía empuño, con las dos manos, en dirección ascendente, justo debajo del esternón, donde tiene la capa sujeta con el broche del regimiento, y empujo hacia arriba buscando su corazón. Mi pecho se aplasta contra el suyo; nos empujamos como dos carneros en la montaña; noto que la parte más ancha de la punta con forma de cuña choca por un momento contra las costillas junto a la columna, y luego se abre paso, con el sonido de una pica que se hunde en una tabla, y aparece por la espalda. Clito todavía está vivo y me golpea en la nuca con la empuñadura de la espada. Lo hago caer y me echo encima con todo mi peso. Noto el momento en que se rompe la columna. Durante un segundo no tengo ningún sentimiento de pena o satisfacción. Solo pienso: «Este hombre no volverá a difamarme nunca más».
Las historias que se cuentan dicen que en aquel momento sentí tal remordimiento que quise volver el arma contra mí mismo. No. Eso ocurrió después. En ese instante recuperé la sobriedad en el acto. Me ahogó la vergüenza. Sentí tal mortificación que me pareció estar a punto de perder el juicio. Me dijeron más tarde que levanté el cadáver de Clito entre mis brazos y comencé a clamar al cielo para que lo resucitara. Pedí a gritos que acudieran los médicos. Recuerdo eso, y que fueron los fuertes brazos de mis amigos, cuyas expresiones de horror, cuando las vi, solo sirvieron para redoblar mi desesperación, quienes consiguieron separarme del cadáver.
El río que atraviesa Sogdiana es el Yaxartes. Cinco días más tarde Espitámenes lo cruza con nueve mil jinetes. El dolor por Clito (y los reproches por mi felonía) tendrán que esperar. Parto con cinco columnas ligeras. La primera está a mi mando y las demás las lideran Crátero, Coenio, Pérdicas y Hefestión, cuyo orgullo le impide verse excluido del combate una vez más.
Ahora te explicaré cómo combate el Lobo Gris. Ha encontrado la réplica a nuestra táctica de perseguirle con las columnas enlazadas. Su método es atraernos a la persecución y aprovechar el terreno, que él conoce y nosotros no, para agotarnos. Luego ataca. De noche asalta nuestros campamentos y durante el día tiende emboscadas a nuestras columnas. Sus caballos bactrianos no pueden superar en velocidad a nuestros partos y medos en una carga directa, pero pueden mantenerse al trote delante de nosotros durante horas, hasta que, cuando nuestras monturas están exhaustas, dan media vuelta y pasan a la ofensiva. Con el uso de esta táctica, Espitámenes acaba al este de Cirópolis con una columna macedonia al mando de mi valiente Andrómaco, que dirigió el ala izquierda en Gaugamela, formada por sesenta compañeros, ochocientos jinetes mercenarios y mil quinientos soldados de infantería mercenarios. Solo trescientos cincuenta consiguen escapar. A todos los demás los descuartizan y dejan sus restos para que los devoren los lobos.
Ya puedes imaginar la reacción de nuestro ejército cuando recibimos la noticia. La rabia, la frustración y el odio de los hombres por esta guerra en los eriales amenazan con hacerles perder la razón. No ven la hora de lanzarse sobre el enemigo, y no hay nadie con menos credibilidad que yo para aconsejarles moderación; tampoco deseo hacerlo.
Perseguimos a Espitámenes hasta el Yaxartes con las cinco columnas. En Nebdara hay un vado por donde el Lobo Gris ha escapado muchas veces. Lo cruza antes de que podamos alcanzarlo, agrupa a sus fuerzas en la ribera opuesta y resiste nuestro paso con todo lo que tiene. Incluso sus mujeres nos disparan desde lo alto de una empalizada hecha de carros. Cuando finalmente conseguimos montar un asalto en toda regla, los guerrilleros ya han escapado a Escitia; desaparecen en su tierra natal.
Divido a mis fuerzas en cinco columnas y las despliego a través de la estepa. Hasta estos salvajes saces y masagetas tienen poblados. Hasta ellos tienen refugios donde pasar el invierno. Durante seis días avanzamos hacia el norte a través de los eriales, guiados por las huellas de los cascos y las rodadas de los carros. Mi columna avanza por el flanco izquierdo; las de Coenio, Hefestión, Crátero y Pérdicas están desplegadas a la derecha. Nuestro frente tiene una amplitud de ciento sesenta kilómetros. Mis órdenes son de no dejar a nadie vivo.
Al mediodía de la séptima jornada, llega al galope un jinete que envía Coenio. Me informa de que la columna del centro, al mando de Hefestión, ha encontrado un gran número de huellas: el enemigo se está reagrupando. Hefestión no ha esperado la llegada de los refuerzos; se ha lanzado a la persecución.
Tardamos todo el día en recorrer los ochenta kilómetros que nos separan del rastro. A dieciséis vemos humo. A cinco nos encontramos con la infantería de Coenio; nos comunican que su caballería ligera y la de Crátero se han unido al ataque lanzado por Hefestión. Los escitas de Espitámenes están en plena desbandada hacia el norte, montados en sus caballos, al amparo de la oscuridad.
—¿Qué es aquel humo?
—El campamento de Lobo Gris.
Mi columna llega al lugar casi cuando es noche cerrada. Telamón y Rizos de Amor cabalgan a mi lado. El campamento no es un único poblado sino varios, que se levantan a lo largo de casi un kilómetro en un ancho cauce arenoso al pie de unos acantilados de cal. Todas las tiendas y carros no son más que rescoldos. La tierra es negra debajo de la nieve que levanta el viento.
Al entrar, vemos los contornos del lugar. Es un buen campamento, comenta Telamón.
—Una buena reserva de leña, agua en abundancia, protegido por los farallones. Probablemente los escitas lo utilizan todos los inviernos.
Ahora vemos los cadáveres del enemigo. Hombres en edad de combatir, caídos mientras defendían el campamento. Son demasiados para contarlos, pero es obvio que son centenares. En el centro del lugar, hay una empalizada hecha de carros —cincuenta o sesenta— volcados a toda prisa. Detrás de esta barrera, habían buscado refugio las mujeres y los niños del enemigo. No hace falta mucha imaginación para reconstruir la matanza.
Hefestión, que fue el primero en llegar, sabiendo que los otros comandantes macedonios le juzgarían cuando aparecieran, ha tomado contra el enemigo las medidas más drásticas posibles. Vemos dónde el enemigo ha montado el anillo de carros, y dónde los soldados de Hefestión han apilado troncos y hierba seca y le han prendido fuego. El viento ha hecho el resto. Vemos también los lugares del anillo donde las mujeres y los niños, empujados por la desesperación, han salido y han muerto bajo nuestras lanzas y jabalinas.
La columna de Crátero, a la derecha de la de Hefestión, debe de haber llegado no mucho antes que la nuestra. Ahora vemos a Crátero, de pie en medio de una multitud de macedonios. Por las palmadas que le da en la espalda parece estar felicitando a alguien. No alcanzamos a oír sus palabras, estamos demasiado lejos, pero es obvio que debe de ser algo como «¡Sobresaliente! ¡Así se hacen las cosas!».
El hombre al que felicita es Hefestión.
Rodeamos el ennegrecido anillo de carros. En un incendio de estas características, las víctimas no mueren quemadas sino por asfixia; el fuego les roba el aire de los pulmones y los ahoga. Ya están muertos cuando las llamas consumen sus carnes. Sin embargo, esto no hace menos espantosa la visión de los niños convertidos en trozos de carbón o de madres incineradas hasta quedar reducidas a esqueletos de cenizas.
Me acerco al grupo que rodea a Hefestión. Al igual que Crátero, todavía no me ha visto. Pero yo sí. En su rostro hay una expresión de tanto dolor que daría todo lo que poseo para no verla.
Ahora él me ve y controla sus emociones. No dice ni una palabra de la matanza, ni esa noche ni la siguiente. Pero pasadas otras dos noches, en el campamento, de regreso a Maracanda, él y Crátero discuten violentamente.
Desde que el ejército salió de Macedonia, siempre se ha hablado de los grandes propósitos morales de nuestra campaña. Ahora Hefestión lo niega rotundamente y declara que nuestra causa es «ignominiosa» y «perversa».
Crátero le replica de inmediato y con furia.
—No hay bueno o malo en la guerra, Hefestión, solo vencedores y vencidos. Es porque tú no tienes estómago para aceptar esta verdad —declara—; no eres un soldado y nunca lo serás.
—Si ser un soldado significa ser alguien como tú, entonces prefiero ser cualquier otra cosa.
Les ordeno que dejen de discutir. Sin embargo, la rivalidad entre ellos se ha ido gestando desde hace una década. Ninguno de los dos aguanta más.
—Todas las acciones de guerra son legítimas —proclama Crátero—, si se realizan al servicio de la victoria.
—¿Todas las acciones? ¿Incluida la matanza de mujeres y niños?
—Eso —replica Crátero— se lo ha buscado el propio enemigo…
—¡Qué conveniente para ti!
—… se lo ha buscado el propio enemigo, por desafiar nuestra voluntad y negarse a entrar en razón. Es la mano del enemigo la que comete las matanzas, no la nuestra.
Mi segundo solo sonríe; sus labios dibujan el grado de su desesperación.
—No, amigo mío —manifiesta al cabo de un momento, y sus palabras no van solo dirigidas a Crátero sino también a mí, a toda la compañía y a sí mismo—. Son nuestras manos las que hunden las espadas en sus pechos, y son nuestras manos, manchadas con su sangre inocente, las que estarán sucias para siempre.
Llegamos a Maracanda al noveno día. Doy sepultura al cadáver de Clito con todo el honor que somos capaces de simular, que no es mucho. Es el momento más indigno de la guerra, para mí y para el ejército.
Mi distanciamiento de Hefestión, aunque es más doloroso que nunca, ha evolucionado hasta un punto en el que, al menos, podemos hablarnos el uno al otro con absoluta sinceridad. Cuando estamos a solas declara que esta campaña es «aborrecible». Le cito al gran Pericles de Atenas quien, al hablar del imperio de su ciudad, afirmó que «puede que estuviese mal por nuestra parte apoderarnos de él, pero ahora que lo tenemos, sería más peligroso para nosotros abandonarlo».
—¡Ah! —exclama mi camarada—. Entonces admites la posibilidad de que esta guerra de carniceros, y nosotros que la libramos, puede ser injusta y malvada.
Sonrío ante la agudeza de su respuesta.
—Si somos malvados, amigo mío, entonces el Todopoderoso es el responsable de nuestra iniquidad. Porque es Él quien ha introducido el imperativo de la conquista en nuestros corazones. No solo en el mío o en el tuyo, sino en el de todos los hombres de este ejército y de todos los ejércitos de la tierra. —Le señalo la estatuilla de bronce de Zeus Hetaireios que está sobre mi mesa—. No discutas conmigo, Hefestión, sino con Él.
Aquella noche tomo la decisión. Acabaré con esta campaña que no es más que una carnicería, antes de que nos destruya a nosotros, y volveré a reagrupar a las fuerzas para entrar en la India.
Necesitamos librar una buena guerra.
Tenemos que librar una guerra con honor.