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LOS PAJES

Ha pasado un año. Nuestra armada continúa victoriosa. Desde Gaugamela hemos conquistado la mitad de todo el territorio sometido durante toda la campaña anterior. Pero se ha esfumado la gloria de los triunfos. La gloria y la legitimidad.

Lo he notado a lo largo de los meses en mi propia tienda, entre los pajes reales. Con la muerte de Darío, hemos conseguido el objetivo de nuestra expedición. Hemos saqueado la capital de Persia y arrasado su palacio, el símbolo de los crímenes cometidos contra Grecia y Macedonia en el pasado. Todo ha concluido. El rey está muerto.

Ahora nuestras fuerzas persiguen al pretendiente Besso; lleva la corona real y se llama a sí mismo señor de Asia. Hemos entrado en los reinos afganos. La mitad de mi ejército original ha sido licenciado con honor. Nuestra soberbia caballería tesalia —sus ocho escuadrones— han regresado a sus casas convertidos en hombres ricos; siete mil infantes macedonios han recibido sus recompensas antes de marcharse. He despedido a las tropas aliadas y a muchos de los mercenarios, con más tesoros de los que podían cargar. Sus lugares los han ocupado voluntarios de sus propias unidades, que han preferido quedarse por la soldada, y han llegado muchos más de nuestra patria y de Asia Menor. Durante el otoño siguiente a la muerte de Darío, tres mil soldados de caballería e infantería lidia se unen a nosotros; en invierno recogemos a otros mil jinetes sirios y a ocho mil soldados de infantería de Siria y Licia. Aparecen grandes contingentes de voluntarios de Grecia y Macedonia. ¿Por qué no? Tengo todo el oro del mundo. En Zadracarta recibimos al regimiento preparado por Tigranes; por primera vez tengo entre mis tropas una unidad exclusivamente persa. Ahora tenemos lanceros egipcios y caballería de Bactriana, Partia e Hircania. Los nobles persas, que aborrecen al usurpador Besso, cogen las armas y se presentan. Doy la bienvenida al mercenario Patron y a sus mil quinientos profesionales que habían estado al servicio de Darío. El ejército rebosa de nuevas caras y nuevas compañías. Las necesitamos para perseguir al afgano Besso a través de sus llanuras y montañas natales.

El cuerpo administrativo del imperio es en nueve décimas partes persa (¿quién más podría administrarlo?), incluido Artabaces, el padre de Barsine (a quien conocí siendo un niño en Pela, cuando buscó refugio con Memnón en la corte de mi padre), y el noble Autofradates. Ambos, tras haber combatido junto a Darío con una lealtad excepcional, se han unido a nosotros y los he nombrado gobernadores. También he incorporado a mi escuela de pajes a un grupo de jóvenes pertenecientes a la nobleza persa, entre ellos a Cofen, el hijo de Artabaces; a dos de los chicos de Tigranes, y a tres de Mazaios. En total, once de cuarenta y nueve. Otros siete son egipcios, sirios y medos. No estoy tan ciego como para no darme cuenta de las protestas que esto debe de provocar, pero, confieso, que he sobrestimado mi capacidad para contenerlas.

El problema que se plantea es el siguiente: por cada paje extranjero que incorporo a la escuela, debo excluir a un macedonio. Esto provoca grandes disgustos en la patria, donde cada familia interpreta el rechazo de su hijo como una afrenta al honor, y en el campamento, porque mis compatriotas creen que favorezco a los extranjeros. Además, los pajes tienen amantes.

Esta es una de las verdades de la vida. Esos chicos, que tienen trece o catorce años cuando llegan de Macedonia, no tardan en ser seducidos por oficiales de más alto rango que tienen diez o veinte años más que ellos. El sexo tiene poco que ver en esto. Todo es política. Los nuevos pajes ya conocen a los oficiales que se convertirán en sus mentores; a menudo los padres de los chicos no solo lo saben sino que los animan e incluso insisten en que lo hagan. Dichos vínculos unen a las familias. De esta manera los pajes cuentan con campeones que impulsarán sus carreras; de la misma manera que Clito fue amante de Filipo cuando era paje (algo que contribuyó en gran medida a que fuera nombrado comandante del escuadrón real), ahora tiene a un paje llamado Angelides bajo su protección. Podríamos decir que cada paje le da a su mentor un asiento en mi tienda.

Todo esto está muy bien, siempre y cuando solo acepte macedonios. La incorporación de extranjeros trastorna el sistema. Los oficiales macedonios se niegan a aceptar a los foráneos como sus protegidos, y estos a su vez están aterrorizados por los macedonios. Peores todavía son las consecuencias de lo que interpretan como un trato preferente. Que no se me ocurra dar un trato de favor a un hijo de Tigranes, porque Clito y los demás camaradas de inmediato creen que dejo de lado a sus chicos, y no lo soportan.

El dinero lo complica todo. Una cosa es triunfar, y otra es hacerlo hasta el punto que lo hemos hecho nosotros. El fallo es mío. No he sabido dar al ejército una nueva meta lo bastante atractiva como para reemplazar la que perdimos con la muerte de Darío. A los ojos de los macedonios he llegado demasiado lejos en mi propósito de que se estableciera una amistad entre ellos y los persas, y adoptar para ello las costumbres y las modas del enemigo.

Para compensarlo, colmo de riquezas a mis compatriotas. Recompenso el valor de Aretes en Gaugamela con quinientos talentos; la fortuna que le doy a Menidas empequeñecería el tesoro de Agamenón. Cuando nombro a Parmenio gobernador de Ecbatana, le regalo un lecho de oro. A mi madre le envío a la patria galeras cargadas con incienso, mirra, canela y cornalinas. Ella me lo reprocha en una carta.

A Alejandro, de Olimpia, saludos.

Hijo mío, tu generosidad ha convertido en reyezuelos a unos oficiales otrora ejemplares. Los regalos a tus amigos, por muy bien intencionados que sean, traen consecuencias que no te ayudan en nada. Los estás corrompiendo. Ahora, cada uno se ve de ellos como un señor, y los miembros de sus familias se dan aires de grandeza y aumentan sus expectativas. Cada uno de los generales a los que has favorecido exagera su contribución a tus victorias y se considera no solo indispensable, sino también un tanto menospreciado cuando honras a otros antes que a él. Cualquier cosa los ofende. Protestan y se obcecan. Sus esposas y sus parientes agravan todo esto con su correspondencia. Cuanto más les das, hijo mío, más inflamas sus ambiciones. Ptolomeo quiere Egipto, Seleuco ambiciona Babilonia. ¿Quiénes son estos enanos para alimentar tales fantasías, cuando no serían nada sin ti?

En la misma carta añade:

Cuando se morían de hambre, tus oficiales eran un ejemplo de camaradería. Pero ahora se han vuelto quisquillosos y se consideran ofendidos a la primera ocasión. Ya no son camaradas sino rivales. Les has dado tanto oro que los has hecho independientes de ti. Dales tierras, hijo mío, mujeres o caballos. Concédeles provincias, pero no les des oro. El oro compra partidarios; vuelve arrogantes a los hombres buenos e ingobernables a los malos.

Ahora tengo enemigos dentro de mi propia tienda. Aquellos cuya obligación es servirme y protegerme se han convertido en espías con intereses que nada tienen que ver con los míos. No son los pajes quienes conspiran, sino mis propios oficiales, a medida que reaparecen las rivalidades dormidas desde hace mucho tiempo, y cada uno de ellos, temeroso de los demás, intriga para atacar primero.

Conozco tu corazón, hijo mío. Es demasiado bondadoso. El amor que profesas por tus camaradas te impide ver su capacidad para la perfidia. El éxito los ha hecho celosos de su lugar y cada uno teme las acciones de los demás. Tu tienda se ha convertido en una corte, te guste o no, y tus guerreros, en aduladores y sicofantes.

Una noche, en los reinos afganos, un paje real, en un estado de gran agitación, irrumpe en mi baño. El muchacho declara que están conspirando para acabar con mi vida. Su compañero se lo comunicó a Filotas hace unos días; confiaba en que Filotas me informaría inmediatamente. Pero no lo ha hecho.

Convoco al consejo macedonio. Traen a Filotas encadenado. Su padre, Parmenio, está a casi mil kilómetros al oeste. Tiene a su cuidado el tesoro de Ecbatana. Le ordeno a Filotas que se defienda. La conspiración, dice, era demasiado ridícula para darle crédito. No iba más allá de una broma. No la tomó en serio.

—¡Maldito traidor! —grita Crátero—. ¡Te atreves a hacerte el tonto delante del rey!

Interrogamos a catorce pajes. Nueve tienen mentores, oficiales de los compañeros y de la guardia real; cada uno de los jóvenes pertenece a una familia noble de Macedonia. Todos mienten como bellacos.

—Tortúralos —dice Ptolomeo—. Como haríamos con el enemigo en la guerra.

Permanezco reunido toda la noche con mis comandantes más íntimos: Hefestión, Crátero, Ptolomeo, Pérdicas, Coenio, Seleuco, Eumenes, Telamón y Rizos de Amor.

—No estoy dispuesto a atormentar a estos chiquillos en el potro —afirmo.

—Entonces envíalos de regreso a sus casas —propone Pérdicas. Sabe que la deshonra acabará con ellos lo mismo que la espada del verdugo.

Me desespero al encontrarme con la realidad de la traición.

—¡Por Zeus, lamento que hayamos ganado esta guerra! ¡Antes hubiese preferido que me atravesaran el vientre con una lanza que vivir para ver que aquellos a los que amo conspiran contra mi vida!

También me asusta descubrir que Filotas es culpable.

—¿Qué harás con Parmenio? —pregunta Hefestión.

No puedo ejecutar al hijo y dejar vivo al padre. Ningún rey puede.

Parmenio tiene poder. Lo he nombrado gobernador de Media; ahora tiene el mando de Ecbatana, con veinte mil soldados a sus órdenes, muchos de los cuales lo adoran, y dispone del tesoro real donde hay ciento ochenta mil talentos.

Ordeno que torturen a Filotas. Habla en cuanto le rompen el primer hueso. Los implicados son siete. Las deliberaciones del consejo duran menos de veinte minutos. Los siete serán ejecutados.

¿Qué haré con Parmenio?