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EL FINAL DE LOS REYES

Encontramos el cuerpo de Darío en una zanja junto al camino. Le han atravesado el vientre, más de una vez, y de una manera que indica que lo tuvieron sujeto por los brazos o maniatado. Las heridas no eran mortales de necesidad. Ha sufrido antes de morir. Telamón se inclina para arreglar la capa del rey, que le han arrancado, y después coloca el cadáver en una posición más digna.

—Quienquiera que lo hiciera —comenta el arcadiano [6]—, tuvo al menos la decencia de hacerlo de frente.

—Sí —añade Hefestión—, pero no tuvo el coraje de rematar la faena.

Estoy transido de dolor por esta traición y enloquecido de furia ante esta pérdida. Me quito la capa y la extiendo sobre el cuerpo. Sé que el juego es matar al rey, pero hubiese dado cualquier cosa por que acabara de otra manera. Falta la corona real de Darío, una pista de que el asesino ha añadido el nombre de pretendiente al trono al de regicida. Los restos del carro que transportaba al rey aparecen en una zanja a la vera del camino.

—Lo tenían encadenado. —Hefestión señala un grillete en una vara—. Seguramente se partió el eje cuando subían esta colina. Aquí en la cumbre, Besso tuvo que darle un caballo para que montara. Debieron de ordenar al rey que hiciera algo, y él se negó.

—¿Qué? —pregunta Telamón—. ¿Que entregara la corona?

—Los traidores ya se la habían quitado. Quizá solo que continuara corriendo.

Ya hemos mirado bastante. Más sería una falta de respeto. Mando que bañen y amortajen el cadáver; se lo llevaremos a la reina madre para que lo sepulten en Persépolis, en la tumba de los reyes. Respondo a la pregunta que veo en los ojos del dedarca.

—Llévalo en una litera, envuelto en mi capa. Trata sus restos como harías con los míos.

Cuando nos reunimos con el ejército en Hecatompilo, me domina un ataque de melancolía. Está muy claro que el próximo desafío será replantear el objetivo de la expedición. Es obvio que el ejército creerá que con la muerte de Darío ha concluido su trabajo. Querrán emprender el regreso a sus hogares. Podré postergar la inquietud temporalmente con la persecución de Besso, quien sin duda reunirá otro ejército más al este para respaldar sus pretensiones al trono. Pero después de eso, ¿qué? ¿Cómo?

Así y todo, mi desesperación va más allá. Pido la indulgencia de la compañía; les ruego que me dejen solo, excepto Hefestión, Crátero y Telamón.

En mis aposentos con ellos, me siento demasiado afectado para hablar, incluso para beber. Veo la aprensión en los ojos de mis amigos. Temen por mi salud mental. Cada uno de ellos intenta poner en palabras mi desconsuelo, como si al definirlo y articularlo, pudieran librarme de sus ataduras.

—La muerte de un rey es algo terrible —opina Crátero—. Es un mundo que se acaba.

—Te das cuenta de que solo es un hombre —apunta Telamón—. Sangra como nosotros y muere como nosotros.

—Si uno también es rey —añade Hefestión—, no puede menos que ver, en el final de otro monarca, el suyo propio. No. No es eso.

—Para alguien de noble temperamento como tú, Alejandro —continúa mi camarada—, el mal quizá no resida tanto en el hecho de la muerte de Darío, sino en cómo murió. Asesinado por sus propios hombres, encadenado, en plena huida.

Señala también que, de haber capturado a Darío con vida, hubiese resultado más sencillo mantener la continuidad del imperio; el rey hubiese podido ocuparse de todos los sacrificios y ceremonias que no hubiesen sido aceptables, realizadas por un macedonio. Su continuidad, como señor de Persia bajo mi control, hubiese eliminado la presión sobre mí y sobre el ejército.

—Hemos perdido a nuestro enemigo —manifiesta Crátero—. Ha desaparecido el objetivo de nuestros esfuerzos y no tenemos nada para reemplazarlo.

Se produce un silencio.

—El éxito —declara Telamón— es la carga más pesada de todas. Ahora somos los vencedores. Todos nuestros sueños se han hecho realidad.

—Eso también es una muerte —admite Hefestión—. Quizá la más dura de todas.

La noche se alarga. Finalmente rompo mi silencio.

—Perdonadme, amigos. Id a descansar. Estoy bien.

Tardo unos minutos en convencerlos, y otros minutos más en llevarlos hasta la puerta. Cuando la abro, veo a miles de hombres que se han reunido delante del edificio, alarmados por mi estado.

Apoyo una mano en el brazo de Hefestión.

—Era él —digo—. Nada más.

—No te entiendo.

—Darío. Quería hablar con él. Conocer sus opiniones. ¿No lo ves? Es el único hombre que ha estado en el lugar que ahora debo ocupar.

Mi compañero busca mis ojos. ¿De verdad estoy bien?

—Deseaba tanto —añado— que fuera mi amigo…