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LOS MONSTRUOS DE LAS PROFUNDIDADES

Tras veinte días llegamos a Susa. Aquí el tesoro de Darío es de cincuenta mil talentos, mil doscientas toneladas de oro y plata. Tanto que no nos lo podemos llevar. Otros cuarenta días de combates y pasos forzados nos ponen a tiro de Persépolis. Ahora estamos en lo que es propiamente Persia. La tierra patria. Darío ha huido en dirección norte, a Ecbatana, aunque su sátrapa Ariobarzanes intenta desvalijar la capital por su cuenta. Le ganamos por la mano al recorrer ciento treinta kilómetros en dos días y una noche. En Persépolis la tesorería del rey guarda ciento veinte mil talentos de oro. Llevarse solo una parte a Ecbatana requiere cinco mil camellos y diez mil yuntas de burros. La caravana tiene veintisiete kilómetros de largo. Es un botín tan monumental que a nadie se le ocurriría robarlo. Los hombres se sientan a comer alrededor de las hogueras sobre lingotes de plata. Montan sus caballos apoyados en sacos de oro.

Han pasado nueve meses desde Gaugamela. El ejército casi es irreconocible. Nuestros refuerzos por fin nos han alcanzado, mil quinientos hombres de caballería e infantería; la mitad ya se ha corrompido con los excesos que tienen al alcance de la mano. En Persépolis tenemos la impresión de que medio mundo ha venido a nosotros. Han llegado actores y acróbatas de Atenas; tenemos cocineros de Mileto y peluqueros de Halicarnaso; un enjambre de talabarteros y sastres llegan de Siria y Egipto, y los siguen bailarinas, malabaristas, astrólogos, adivinos y prostitutas para todos los gustos. Ptolomeo comenta que en el campamento hay más chulos que soldados de caballería. Todos los días llega una caravana. Lo que había sido un ejército se ha convertido en un emporio. Al parecer, cada veterano lleva a una esposa o a una amante y a la mitad de la parentela. Mi padre prohibió los carros en su ejército. En el mío hasta los suboficiales llevan sus pertenencias en carros. Filipo permitía un sirviente para cada diez hombres; en mis huestes, los primeros superan en número a los segundos. Vestimos y cabalgamos sobre nuestras riquezas. La remonta de Filotas abastecería a todo un escuadrón en el ejército de mi padre; tiene botas suficientes para calzar a una división. En Persépolis encuentra a un hombre que tiene el cabello idéntico al suyo; lo toma a su servicio, solo para que se lo deje crecer (los soldados lo llaman «la granja de pelo») y el peluquero de Filotas (sí, también se ha traído a uno) tenga material para hacer peluquines y disimular su calvicie.

Aborrezco este comportamiento poco castrense, pero yo también me he relajado. Desde Damasco comparto mi lecho con Barsine, la viuda de Memnón. Ha sido una idea de Parmenio, para mantenerme alejado del harén de Darío. Pero su ardid ha funcionado mucho mejor de lo que imaginaba. Me he enamorado de ella y dependo de sus buenos oficios. Barsine me protege. Si no fuese por ella, los peticionarios y los quejosos consumirían todos los minutos del día. Vigila mi puerta para que pueda trabajar. No me deja beber en exceso, como es mi debilidad, ni me deja excederme en la mesa.

Organizo una fiesta para celebrar su cumpleaños. Se monta un espectáculo. Los acróbatas armados con espadas (son de verdad y para demostrarlo cortan membrillos en el aire) interpretan una pantomima de la conquista de Persia. La representación pretende halagar a los macedonios pero, cuando finaliza, Tigranes, que se ha convertido en un amigo muy querido, se levanta, ofendido. Acusa a Barsine de esta descarada adulación. Para gran asombro de todos, Parmenio se levanta.

—¿Cuál es tu queja, persa? —le pregunta a Tigranes—. ¡Tú has ganado la guerra, no nosotros!

Nunca he visto a Parmenio tan dolido o apenado como ahora. En el recinto, que es enorme, se hace el silencio. Parmenio se dirige a mí.

—¡Sí, hemos perdido! —declara—. Derrotamos a estos persas en el campo de batalla pero han sido más listos que nosotros en las cosas de palacio. ¡Mira cómo vestimos y qué comemos; mira los sirvientes que nos rodean! No has acabado con Darío, Alejandro, sino que te has convertido en él. Yo mismo me he comportado como un estúpido al buscarte esas mentoras, esas mujeres que son como arañas y que te han sorbido el seso.

Se alzan las voces que pretenden acallarlo, temerosas de mi furia.

—Ahora me dirás —replico— que mi padre nunca se hubiese comportado de esta manera.

—Por supuesto que no.

—¡Yo no soy mi padre!

—Sí —responde Parmenio—. Eso lo vemos con toda claridad.

En otro tiempo, semejante insolencia hubiese hecho que mi mano buscara la espada. Pero esta noche solo siento desesperación.

Hefestión sale en mi defensa. Desde luego, afirma, Alejandro no es Filipo.

—¡Porque Filipo nunca se enfrentó a desafíos de esta magnitud, ni siquiera soñó que pudiesen existir! Si Filipo fuese quien nos dirigiese, ahora mismo seguiríamos en Egipto, entregados a la bebida y el vicio…

—¿Qué crees que estamos haciendo ahora? —le interrumpe Parmenio.

—… en lugar de pretender rehacer el mundo y transformarlo en algo más osado y nuevo.

Parmenio se ríe en su cara. El viejo general tiene más de setenta años. Ya ha dado la vida de un hijo, Héctor, a la expedición y perderá a otro, Nicanor, antes de que transcurran dos meses. En su cuerpo tiene veinte cicatrices que son testimonio de su honor. Recuerda cuando yo era un niño, y cuando con mi padre, su amigo de juventud, soñaba… ¿qué? No con todo esto, está claro. Se dirige a Hefestión.

—No puedo dormir en esta cama —se refiere a la cama de acceso a mi persona—, no contigo en ella.

Mi camarada se levanta, impulsado por la furia. —¿Qué has querido decir con eso, hijo de puta?

Filotas también se levanta para salir en defensa de su padre.

Está tan borracho que casi se cae de bruces. Rizos de Amor, que está a su lado, se apresura a sostenerlo.

—¡Caballeros! —grita Leonato—. ¿Es esto un sínodo de filósofos?

Las risas acaban con la discusión. Los pajes se acercan presurosos a los comensales, con paños húmedos y copas de vino. Cuando se calma el tumulto, Hefestión se alza. Nunca le he visto más orgulloso de sí mismo que en este momento, le veo responder con paciencia a la afrenta y con generosidad al rencor.

—Hermanos —dice—, cuando los hombres afrontan unidos las penurias para obtener una gran recompensa, hacen a un lado la vanidad mientras el objetivo continúa pendiente. Pero cuando se ha conseguido la meta, todos quieren su parte del botín. Este es el momento más peligroso para todos nosotros. De pronto nos hemos convertido todos en señores. Cada hombre juzga su contribución superior a la de sus compañeros y se enfurece al ver que otros cosechan aquello que él cree que le pertenece por derecho. ¿Qué nos ha pasado, amigos? Por Zeus, cuando sangrábamos y moríamos en el campo de batalla, ¿qué no hubiésemos dado por estar reclinados en mullidos cojines y comer todos los manjares de la tierra? Sin embargo, ahora que estamos sanos y salvos, y somos ricos, nos peleamos como gatos callejeros.

»¿Nos hemos apartado de nuestra virtud? Creo que todavía no. Pero ahora vivimos rodeados de lujos que ningún hombre ha conocido, excepto los reyes de Persia, y no tenemos otra alternativa que estar a su altura. Somos como la serpiente que se ha engullido al elefante. Hemos ganado un premio tan grande que nos ahoga. Nos abruma, a pesar de que lo proclamamos como nuestro.

Hefestión pide la ayuda de los dioses y nos incita a todos, sus compañeros de toda la vida, a compartir un propósito común.

—Hermanos, aquí y ahora renovemos el compromiso entre nosotros y con nuestro rey, y juremos por nuestro vínculo más sagrado mantenernos, en la fortuna y en la adversidad, como el grupo de hermanos que hemos sido toda la vida. ¿Prestaréis este juramento conmigo, amigos míos? Porque aquí somos como marinos a la deriva en el mar, en un mar de éxito, y no hay ningún acto mejor para realizar nuestra empresa que cogernos de las manos, para no acabar separados los unos de los otros. Porque en este mar nadan monstruos que debajo de la superficie nos devorarán las piernas hasta las rodillas.

Nuestros camaradas responden a la llamada de Hefestión; superamos la crisis. Llegamos a Ecbatana a principios del verano. Darío ha escapado al imperio oriental. Le acompañan treinta mil soldados de infantería, incluidos cuatro mil griegos, los hombres de Patron que consiguieron retirarse de Gaugamela, con cinco mil arqueros y honderos, y tres mil trescientos soldados de caballería bactriana al mando de Besso y Nabarzanes. Una tercera parte de Asia todavía pertenece al rey; tiene hombres y caballos más que suficientes para reunir un ejército tan grande como todos los demás a los que nos hemos enfrentado.

No es esto lo que temo.

Darío está acabado. Lo que me asusta es que sus propios hombres se vuelvan contra él antes de que yo lo alcance y le salve la vida.

En Ecbatana llega una carta del rey. Su chambelán, a quien he mantenido a mi servicio, garantiza personalmente, debajo del sello del autor, que ha sido este quien se la ha dictado.

A Alejandro, de Darío, saludos,

Te escribo de hombre a hombre, omitiendo todos los títulos reales y el protocolo. Has de saber que tienes mi eterna gratitud por tu comedimiento y los cuidados que has tenido con mi reina y mi familia. Si tu propósito ha sido, por tus acciones como hombre, mostrarte digno de tu fama como general, lo has conseguido. Te saludo. Ahora, amigo mío, si puedo presumir de llamarte así (porque no puedo menos que creer que por nuestra larga historia como antagonistas y también por las pesadas cargas que compartimos como reyes nos comprendemos el uno al otro, quizá como nadie más en la tierra), te pido un favor. No me tomes cautivo. Cuando nos volvamos a encontrar en el campo de batalla, concédeme una muerte honrosa. No me condenes, ya sea por tu caridad perdonándome la vida o por tu caballerosa munificencia devolviéndome mi trono, a una existencia carente de honor. Cría a mi hijo como si fuese tuyo. A tu cuidado confío a mis seres queridos. Sé que te comportarás con ellos como si fuesen los tuyos.

Mi corazón se conmueve ante la sinceridad y la nobleza de Darío. A pesar de sus manifestaciones, deseo más que nunca preservar su vida, no solo como rey sino también como hombre. Organizo sin demora una fuerza rápida con los compañeros, los lanceros y la caballería mercenaria, junto con los arqueros, los agrianos y todas las falanges que no son necesarias para vigilar el tesoro. La columna avanza rumbo al este a paso redoblado. Ahora nos encontramos en Hircania, en el corredor entre el desierto parto y el mar Caspio.

El tiempo es horrible y está cargado de malos presagios. Abundan las águilas y los cuervos; sentimos muy cerca la mano de Dios. Aparecen las tormentas pasado el mediodía; grandes relámpagos atraviesan el firmamento; los aguaceros calan a la columna. El rastro del enemigo, que por la mañana era visible como si estuviese señalado con banderas, desaparece cuando se apaga el día. Olemos el final del imperio.

La sexta madrugada llega un mensajero enviado por Patron, el capitán griego que permanece, para su gran honra, leal a Darío. Los generales del rey se preparan para traicionarlo, informa Patron; me suplica que no escatime esfuerzos en la persecución, y me ofrece a su mensajero como guía y escolta. Declara que él continuará junto a Darío para protegerlo de sus propios hombres, pero que no podrá hacerlo por mucho tiempo sin ayuda.

Continuamos avanzando casi a la carrera y llegamos a la ciudad de Ragas, a un día de marcha de la puerta Caspia, al undécimo día. La mayor parte de la falange no puede mantener el ritmo, incluso los caballos dan muestras de agotamiento. Hay centenares de desertores de Darío que se acercan a nosotros; los fugitivos informan que también son muchos los que han emprendido el camino de regreso a sus hogares y pueblos.

Ordeno un descanso de cinco días; luego, reanudamos la persecución. La región está desierta. En una aldea llamada Ashana encontramos al intérprete de Darío, que se ha quedado porque está enfermo. Él nos dice que el rey ha sido desarmado y que es prisionero de Besso y Nabarzanes. Besso (que ostentó el mando de la izquierda de Darío en 'Gaugamela) es el gobernador de Bactriana, el país hacia el cual escapan los fugitivos. Toda la caballería real es suya; de hecho, es el amo de la división que huye.

Reduzco nuestra columna únicamente a los compañeros, los lanceros y a los más jóvenes y fuertes de la infantería, y dejo a Crátero al mando de las tropas que se quedan. Solo cargamos con armas y raciones para dos días. Una noche de marcha rápida nos lleva, al mediodía siguiente, a una aldea llamada Tiri. Allí encontramos a dos soldados de Patron, que han dejado atrás porque están heridos. Los griegos, dicen, han escapado a las montañas, ante el riesgo de morir a manos de Besso y Nabarzanes. Darío está solo, sin nadie que lo defienda.

¿A qué distancia?

Noventa y seis kilómetros.

Tardamos todo un día y una noche en recorrer sesenta y cuatro, por una senda sin agua, con un terreno muy escabroso y con los animales prácticamente agotados. Cuando volvemos al camino principal, nuestros exploradores encuentran, abandonado, el estandarte con el águila de oro, con las alas extendidas.

El estandarte de guerra de Darío.

Descansamos hasta la caída de la noche en una aldea tan pobre que ni siquiera tiene nombre. Mientras nos preparamos una comida con lo que conseguimos encontrar, unas personas salen de una choza de barro donde estaban ocultas. Son los hijos de Mazaios, Antibelos y Broquibelos, que han escapado del grupo fugitivo. Por ellos nos enteramos de que Darío aún está vivo, a una distancia de cuarenta kilómetros, y que lo tienen prisionero en un carro cerrado.

Reduzco mi grupo todavía más; monto a los más jóvenes y livianos en los pocos caballos que aún están en condiciones de galopar. A media mañana avistamos a los rebeldes, a ocho kilómetros. Cuando advierte nuestra presencia, la columna se dispersa y emprende la huida.