LAS COMETAS
Babilonia significa «Puerta de Dios». Sus murallas tienen cincuenta metros de altura y sesenta y cuatro kilómetros de circunferencia, levantadas, según dicen los relatos, por el propio Nabucodonosor. La ciudadela, donde la puerta de Ishtar se levanta por encima del Éufrates, tiene ciento sesenta y seis metros de altura, y está hecha de ladrillo cocido y betún. La ciudad está situada en una calurosa llanura, magníficamente ordenada, cuyos canales y obras de riego son una maravilla del mundo, superada solo por los recaudadores de impuestos y los administradores agrarios bajo cuya supervisión los campos producen tres cosechas al año de sésamo, mijo, cebada, trigo y centeno. La llanura de Babilonia es el trozo de tierra mejor cuidado del mundo. No crece ni una sola flor que no haya sido plantada por la mano del hombre; todas florecen gracias a sus cuidados. Las palmeras datileras crecen en filas y los bosques son tan densos como los bosques de pinos de Tracia. Dan una madera que no se pudre bajo el agua y, con sus frutos, se elabora una cerveza que sabe a pulpa (tiene tanto poso que hay que tomarla con una caña) pero que produce unas soberbias borracheras, aunque después no tienes resaca.
Cuando Ciro el Grande conquistó Babilonia hace doscientos años, desvió el Éufrates, que fluye a través de la ciudad, y la atacó de noche a través del cauce seco.
Y cuando despuntó el día y aquellos en posesión de las ciudadelas descubrieron que la ciudad había sido tomada y que el rey estaba muerto, también rindieron las ciudadelas.
Nosotros lo tenemos más fácil. Antes de Gaugamela, los exploradores de la caballería ligera peonia capturan a unos cuantos persas, incluido un joven capitán muy bien dispuesto llamado Boas, que habla griego y sirve como ayudante de campo a Mazaios, comandante de la derecha persa y gobernador provincial de Babilonia. Estoy seguro de que este excelente oficial se ha dejado capturar por orden de su superior. Ordeno que lo liberen para que transmita a Mazaios el siguiente mensaje: aunque como caballero no puedo pedirle que traicione a su rey en la batalla que se avecina, si el resultado se inclina a mi favor no guardaré ningún rencor contra mis valientes enemigos y miraré con bondad a quien quiera aceptar mi amistad. Mazaios y su joven capitán combaten con un valor ejemplar en Gaugamela, pero después de la fuga de Darío, quedan liberados de cualquier lealtad. De nuevo me dirijo a Mazaios con mi oferta para llegar a un acuerdo. «Encontrarás la respuesta en el viento», contesta el gobernador.
Cuando hay alguna celebración en Babilonia se hacen volar cometas. En verano un ardiente viento seco sopla a través de la llanura en corrientes que ascienden con mucha fuerza en ciertos lugares; en lo alto de los muros y en las estaciones de riego ondean gran número de banderolas, las casas nobles se engalanan con estandartes que chasquean, y todas las viviendas, por humildes que sean, tienen un pendón. Los fabricantes de cometas de Babilonia hacen sus creaciones con finas telas de lino teñidas de colores brillantes, con todas las formas imaginables —golondrinas, mariposas, grillos, cuervos, carpas y percas— y las hacen volar a alturas inconcebibles. Cuanto más elevada es la posición de un hombre, mayores son sus cometas. Los nativos tienen modelos de la altura de dos o tres hombres (la palabra aramea es flakriti, que significa «papel»), e incluso cometas que arrastran tiros de caballos de los cuales penden jaulas de madera donde viajan los chicos, que dirigen su vuelo con finos cordeles de lino que utilizan para remontarlos.
Vemos miles de cometas cuando el ejército se acerca a Babilonia. Nuestros hombres gritan llevados por el entusiasmo; los chiquillos arrojan a su paso pétalos y golosinas. Nuestro anfitrión Mazaios nos espera con sus esposas e hijos en una barcaza en el canal real. Han preparado una gran fiesta. Mis soldados lo contemplan todo, boquiabiertos. Mazaios ha mandado cubrir el camino con hojas de palma cuando faltan ocho kilómetros para llegar a la ciudad y el último kilómetro y medio está sembrado con coronas y guirnaldas. Una muchedumbre pletórica bordea el camino; en los altares de plata arden montañas de incienso. Todo es nuestro. Manadas de caballos y ganado, carros cargados hasta los topes de perfumes y especias; no falta de nada, incluso hay cuervos parlanchines y tigres enjaulados.
He ordenado que el ejército marche en formación de combate para que el populacho vea a sus nuevos amos. La vanguardia está ocupada por la caballería tesalia, encabezada por el escuadrón farsalio con las armaduras pulidas; a continuación los arqueros agrianos y macedonios; los honderos tracios al mando de Balacros; luego la mitad de los aliados griegos y la caballería mercenaria, los hombres de Aretes, Menidas y Aristón, los lanceros y los exploradores montados. Los heridos, o aquellos que no pueden caminar o cabalgar, permanecen en el hospital, en el campamento instalado al norte de la ciudad, aunque los traeré tan pronto como su estado lo permita. Después de los lanceros vienen la guardia real de Hefestión y las brigadas de guardias de Nicanor, todos con sus capas rojas y los fajines con los colores del regimiento; a continuación están los arqueros cretenses, seguidos por los aliados griegos y la infantería mercenaria, encabezada por los mercenarios veteranos de Cleandro. Detrás avanzan los carros con las máquinas de asedio y los ingenieros de combate, las compañías de Diades, flanqueadas por la caballería mercenaria de Andrómaco, y la otra mitad de la caballería aliada griega. A estos los sigue la caravana con la impedimenta de campaña, para mostrar al enemigo lo poco que necesitamos, y luego, en los mismos carros donde las hicimos prisioneras, la reina, la reina madre del imperio y su comitiva; Oco, el hijo de Darío, cabalga a mi lado sobre Corona, mi caballo de desfile. A las damas las he ocultado de la vista en el interior de los carros, donde ondean las serpientes reales. Detrás de la caravana con la impedimenta pesada avanzan, con sus corazas y las sarisas levantadas, los seis regimientos de la falange, de acuerdo con el orden en que triunfaron en Gaugamela y que están al mando de Coenio, Pérdicas, Meleagro, Poliperconte, Amintas (a las órdenes de su hermano Simmias) y Crátero. Cierran la marcha los tracios de Sitalces; los mercenarios de Andrómaco; la caballería griega comandada por Erigio; la caballería aliada al mando de Coerano; los odrisios dirigidos por Agatón, y la infantería aquea y peloponesia al mando de sus propios comandantes.
Entro en la ciudad al segundo día y, de acuerdo con la ley sagrada, hago un sacrificio a Baal, la deidad suprema de Babilonia, con la asistencia de Mazaios y los sacerdotes caldeos. Restauro todo los ritos de la antigua religión que Darío ha proscrito. Ordeno la reconstrucción del gran templo de Esagila, arrasado por Jerjes. No permito que las damas de la corte de Darío vuelvan a sus aposentos en la ciudad sino que las dejo acampadas, con el ejército en la llanura de Ashai, al este de la ciudad, mientras envío destacamentos para que ocupen las ciudadelas y desarmen a la guardia real.
A la tercera mañana entro en Babilonia para quedarme. La región que hoy conocemos como la provincia de Mesopotomia del imperio de Persia estaba formada, siglos atrás, por los imperios de Caldea, Asiria y Babilonia, y por los reinos de Ur, Sumeria y Akkad. Los soberanos de estos reinos eran Semíramis, Sargón, Senaquerib, Hammurabi, Nabucodonosor y Asurbanipal. Fueron invadidos por los escitas, casitas, hititas, medos, lidios y elamitas. Ciro el Grande conquistó estas tierras para el imperio persa hace dos siglos, de la misma manera que ahora nosotros, que venimos de Macedonia y Grecia, conquistamos a sus herederos y sometemos sus reinos a nuestro poder.
¿Dónde está Darío?
Convoco un consejo en la gran sala de banquetes. Hefestión está al mando de las operaciones de inteligencia. Preside el consejo con un brazo en cabestrillo, porque sufrió una herida de lanza en Gaugamela.
Los espías y los desertores informan de que el rey continúa su huida en dirección este hacia Persépolis, capital del imperio, o hacia el norte, en el camino a Ecbatana, en Media.
El suelo de la sala es un gran mapa del imperio. Hefestión señala la marcha desde el lugar que ocupa Babilonia, en el centro, a Susa, en el este, y después a las otras ciudades, mientras nuestros generales observan con la satisfacción de los vencedores desde sus lugares en la gran mesa de ébano. Nos deleitamos con la comida y el vino del enemigo; la discusión de los temas se interrumpe una y otra vez por los brindis y las aclamaciones, que no puedo ni quiero acallar.
—Tanto Persépolis como Ecbatana están a un mes o más de marcha desde aquí, y ambas están protegidas por montañas fáciles de defender. Los informes dicen que Darío todavía cuenta con un ejército de treinta mil hombres. No lo alcanzaríamos hasta mediado el invierno, aunque saliéramos hoy, y en mi opinión, no podemos pedírselo a una infantería que acaba de sufrir terribles bajas en la campaña, o a la caballería, cuyos hombres y caballos han sufrido todavía más.
—¡No olvides que hemos ganado! —grita Ptolomeo.
—Los hombres merecen su oro y el tiempo para gastarlo —afirma Pérdicas.
—¡Por Hércules, yo también! —añade Clito.
Un coro de aclamaciones apoya sus palabras.
—Así es —manifiesto—. Los hombres merecen diversión. Se la han ganado.
Pasaremos el invierno en Babilonia. En cualquier caso, necesito tiempo para rehacer mi ejército. Además de las muchas bajas entre la tropa, hemos sufrido pérdidas todavía más graves en los caballos: más de un millar de animales muy bien entrenados y el doble de caballos de remonta. Tardaremos meses en reemplazarlos y conseguir darles aunque solo sea un entrenamiento básico.
También es necesario reconfigurar nuestras fuerzas. La próxima campaña será contra el imperio oriental. No lucharemos en campos abiertos sino en desiertos, pantanos y montañas. Necesitaremos unidades más ligeras y veloces y, quizá, técnicas de combate absolutamente nuevas.
—¿Perseguirás a Darío este invierno? —pregunta Parmenio.
Le comento que hay una diferencia entre persecución y acoso. El rey puede huir, pero no escapará. Luego señalo en el suelo de mosaico el lugar donde está Babilonia.
—Por ahora, caballeros, lo primero será poner orden en este establo.
Comenzamos.
Nuestras conquistas nos han enseñado el arte de asumir el control de un país. Mis comandantes han aprendido en Egipto, Palestina, Gaza y Siria. El proceso parece funcionar aquí con la misma sencillez que en los demás países, salvo un incidente, que en su momento pareció trivial pero que visto en retrospectiva fue a todas luces un mal presagio. Está relacionado con Filotas.
Después de Gaugamela, le encomiendo la tarea de traer a Babilonia los despojos de las posesiones de Darío que han quedado en el campo de batalla. Lo hace y trae también los caballos, los carros y todo lo que se ha utilizado en un famoso rito llamado la Procesión del Sol. Esta práctica de la monarquía persa requiere una comitiva de celebrantes de casi un kilómetro de largo donde desfilan compañías de sacerdotes y magos, portadores de la corona, cantantes, además de los diez mil portadores de manzanas con toda la armadura; el rey va en la vanguardia montado en su carro del Sol.
A Filotas se le mete en la cabeza organizar una falsa procesión y hacerla marchar por la calle central de Babilonia, tanto para satisfacer nuestro orgullo de conquistadores como para poner de relieve, por pura diversión, los excesos y las extravagancias del imperio que hemos derrocado. Filotas lo hace sin informarme, así que solo me entero del desfile cuando estoy trabajando en el palacio y oigo los insultos que profieren en la calle nuestros compatriotas y la chusma que bordea el camino de la procesión, contra los cautivos a los que se ha obligado a participar en este espectáculo montado para su diversión. Salgo a la galería con Parmenio, Hefestión, Crátero y otros, en el momento en que Filotas detiene la marcha delante de donde estamos.
—¡Mira, Alejandro! —grita desde la montura—. ¿Qué te parece?
Entre los cautivos está lo que queda de la guardia real de Darío, los portadores de manzanas. Las bajas de esta noble división, diezmada por los combates en Gaugamela y por la ausencia de los leales lanceros que acompañan a Darío en la huida, se han llenado por lo visto con ladrones y rufianes de las calles. El fabuloso carro del Sol ha quedado reducido a un esqueleto de madera después de arrancarle hasta el trozo más pequeño de su revestimiento de oro, mientras que de los mil sementales blancos del emperador han quedado tan pocos que se ha completado con jamelgos, mulas e incluso asnos. Mi mirada se posa en un capitán de la guardia de portadores de manzanas, de unos cincuenta años, con un porte noble y numerosas heridas de combate. La ligadura de la bota, que sujeta unos listones de madera largos hasta casi la rodilla, es la que hacen los médicos cuando hay una fractura en la parte inferior de la pierna.
—¿Qué me parece, Filotas? Me parece que has avergonzado a unos hombres valientes y dignos. Te ordeno que detengas este espectáculo ahora mismo y te presentes ante mí.
Esta no es, por decirlo suavemente, la respuesta que esperaba Filotas. Veo que enrojece de ira; se acerca a la galería donde me encuentro.
—¿Qué esperas conseguir con semejante reprobación, Alejandro, aparte de humillar a otros hombres valientes, yo entre ellos, que con su sangre y esfuerzo te han permitido cosechar estos tesoros? —me grita, lo bastante alto como para que todos lo oigan. El murmullo de la multitud estimula su coraje—. ¿De qué lado estás? —pregunta, sin preocuparse de la cortesía y el respeto debido.
Doy un paso hacia el borde de la galería.
—¡Suplica el perdón de tu rey! —le ordena Parmenio a su hijo, al tiempo que se sitúa a mi lado. Hefestión y Crátero lo imitan. Bastaría una mirada para que acabaran con Filotas en el acto.
—Da gracias a los dioses —respondo— que has sangrado en el campo de batalla hace solo unos días, de lo contrario, por tu insolencia, sangrarías ahora.
Después en privado, Crátero me reprocha sin reparos.
—¿En qué estabas pensando, Alejandro? ¿Cómo se te ha ocurrido humillar al comandante de la caballería de los compañeros, en público, delante de los vencidos? ¡No necesitamos el amor de los persas, sino que nos teman!
Tiene toda la razón, por supuesto. Acepto el reproche.
Pero algo ha cambiado en mi corazón. Ya no veo a los caballeros de Persia como al enemigo, ni al pueblo como una chusma despreciable que solo merece ser maltratada.
Recorro con Hefestión los campos de cebada a lo largo del canal real. Es la hora de la comida y dos de los soldados de Mazaios han intentado robar un ganso. Un labriego los golpea con la horquilla y ellos se ríen. Nuestra llegada hace que se separen. Los soldados le dicen al labriego quién soy, convencidos de que esto lo hará callar. Pero el viejo no se muestra impresionado por la presencia de su conquistador.
—A mí me da lo mismo quién es el villano que me quita las cosechas y roba mis bienes —declara—. En cualquier caso, seguiré siendo pobre.
Me gusta el atrevimiento del hombre y me detengo para hablar con él. Le digo que tengo la intención de acabar con las bribonerías y dejar que cultive sus campos en paz.
—Sí —replica—, pero le quitarás esta tierra que cultivo al príncipe persa que ahora es su dueño y la explota en absentismo, y se la darás a uno de tus capitanes o comandantes, que harán lo mismo. ¿En qué cambia mi situación? Seguiré esclavizado al mismo agente en la ciudad a cuyas órdenes he trabajado toda mi vida, que ahora administrará la granja para otro príncipe lejano.
Le pido que me diga cuál es el reparto que hace de su cosecha. Cuenta con los dedos.
—De cada medimnos, «fanega», cuatro partes son para el rey, dos para el agente (de lo contrario me echaría de la tierra), y cuatro son para mí. De estas cuatro, una la doy a los dioses, una a los sacerdotes, una a la familia de mi esposa, y con la última hago harina para amasar mi pan si tengo suerte.
Le pregunto al labriego qué cambiaría si pudiera. Dame la tierra, responde, deja que me quede con lo que cultivo, y envíame al agente de la ciudad para que trabaje conmigo.
—¡Haré que ese gordo cabrón sude la gota gorda!
Le ofrezco al labriego que se haga cargo de todo lo referente a la agricultura o, si no quiere aceptarlo, convertirlo en un hombre rico para que no tenga que trabajar más el resto de su vida.
—¡Por favor, no! —protesta el viejo con verdadero terror—. No me des nada, señor, porque por los dioses que mis vecinos me partirían el cráneo si se olieran que tengo una moneda, y lo que ellos no encuentren, mi esposa y su parentela me lo arrancarían a golpes hasta matarme.
—Entonces, ¿qué puedo ofrecerte, amigo mío?
—Mi miseria —responde, y se echa a reír.
Comienzo a analizar el sistema con gran interés, ayudado por Hefestión.
—Este país —señala mi compañero—, no puede funcionar con el sistema de explotaciones pequeñas y agricultores independientes, como en Macedonia. Todo depende del riego, pero para dragar los canales y mantenerlos limpios (porque se llenan de sedimentos muy rápido y los juncos vuelven a crecer en menos que canta un gallo) hace falta una gran cantidad de mano de obra. Trabajos forzados. Esta tierra es tan fértil para la tiranía —concluye Hefestión— como lo es para el trigo y la cebada.
Me instalo en el palacio y comienzo a escuchar las peticiones. De inmediato me doy cuenta de que el poder no reside en el rey sino en aquellos que controlan el acceso a él. Florece todo un entramado de corrupción, no solo en mi puerta, sino por todos los caminos y senderos que conducen hasta ella. Mazaios se convierte en mi mentor, junto con Boas, el joven y brillante capitán, y dos eunucos: Farnaces y Adramates.
Es evidente que los eunucos cancilleres son los hombres más ricos y poderosos del reino. No solo dirigen las actividades cotidianas del reino (su legítimo trabajo) sino que también forman un gobierno en la sombra, con sus propios capitanes y cónsules, y un código de silencio tan severo como en cualquier otra banda del crimen organizado. Adramates era el canciller de la corona cuando Darío reinaba en Babilonia; me entero de que tiene a sus órdenes a cuatro viceministros, que supervisan una red de varios miles de funcionarios: recaudadores de impuestos, magistrados, administradores y escribas. Me informan que están compinchados y que todos son unos ladrones. Los funcionarios de base son los bagomes, «soldados», es decir, los administradores designados por los propietarios ausentes para supervisar sus propiedades. Estos agentes constituyen el verdadero poder en el país.
Sirven al rey y mueven los hilos a su espalda. La riqueza de los eunucos no consiste en dinero (porque no pueden poseer nada aparte de sus efectos personales) sino en arcamas, «influencia».
Esto desde luego equivale al dinero. Los grandes generales se inclinan ante ellos y los más aguerridos capitanes se arrodillan a sus pies. Los eunucos pueden despojar de sus tierras a cualquier hombre; quitarle a su esposa e hijos; arrebatarle la riqueza, la libertad y la vida. Tienen el poder incluso de arruinar a los hijos y a los hermanos del rey.
—¿Cómo los controlaba Darío? —le pregunto a Farmaces.
—Nadie puede controlarlos, señor, ni siquiera tú, a no ser que los eches a todos, y esto no lo podrás hacer, so pena de que el imperio se desplome en un día.
Le pido a Farnaces que me hable de los robos, los asesinatos, las felonías en la calle. Me informa de que no hay delincuencia.
—Porque el hombre que roba una pera pierde su mano derecha, y el que habla mal de su amo pierde la lengua.
En mi tercera noche en la ciudad, le pido al canciller de la corona que me muestre el tesoro. Cuento veinte mil talentos, una cantidad que quita el aliento, todo en lingotes de oro y plata, salvo unos cuatro o cinco mil en daraicos y estateras. No está cerrado. Los únicos guardianes, aparte de los centinelas apostados por Parmenio, son dos escribas, ambos adolescentes, y un funcionario tan viejo que no podría defender el lugar ni siquiera de una invasión de chinches. Te das cuenta de que así es Oriente. Por un lado el producto de todo el imperio es saqueado sistemáticamente por los ministros designados para protegerlo, mientras que por el otro podrías dejar todo el oro de la tesorería real en medio de la calle de la Procesión y nadie se llevaría ni una moneda.
Me explican que cuando Ciro el Grande conquistó Babilonia, hace doscientos años, dividió la tierra en diecisiete mil parcelas, que repartió entre sus oficiales y soldados victoriosos. Estas parcelas se registraron como la tierra del arco, la tierra del caballo o la tierra del carro. El poseedor debía pagar los tributos e n especies cada año y aportar a las fuerzas del rey un soldado de infantería con escudo, armadura y sirviente si era de la tierra del arco; un jinete con su caballo impedimenta y mozo si era de la tierra del caballo, y un carro con su tiro, el conductor y un escudero si era de la tierra del carro. Debido a que muchos de estos poseedores de parcelas debían servir en la corte por orden de Ciro, o podían decidir explotar sus tierras en absentismo o como propietarios no trabajadores, las tareas agrícolas y ganaderas se encomendaban a los agentes o administradores locales, quienes se comprometían a pagar los impuestos y a enviar todas las ganancias netas a los dueños. Estos agentes o administradores habían formado un kanesis, un «sindicato» o «familia», y conspiraban entre ellos para subvertir el poder de la nobleza persa al tiempo que agrandaban el suyo. Los eunucos que servían al rey estaban al corriente de estas intrigas y se hicieron sus cómplices, dado que servía a sus propios intereses porque aumentaba su poder a expensas de los nobles. El resultado era que tenías a unos recaudadores de impuestos oficiales, aquellos que servían al rey, que actuaban compinchados con los recaudadores de impuestos ilegales, quienes conspiraban contra el rey, para despojar a los nobles de las riquezas que ellos y él rey habían ganado, y todo a costa del campesinado.
Ahora estoy aquí. Yo también dividiré Babilonia en parcelas y se las daré a mis compatriotas en recompensa por sus servicios. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Tengo que continuar con mis campañas. Procuraré dictar unas medidas que aseguren la justicia y promuevan el bienestar del pueblo. Pero ¿cómo se puede conseguir? Al final no tengo otra alternativa que dejarlo todo como está, a cargo de los mismos funcionarios. Haré lo que han hecho todos los conquistadores que me han precedido.
Cogeré el dinero y me iré.
Sin embargo, decir que el estado es corrupto sería una falacia. Paso una noche memorable conversando con la reina madre, Sisigambis, que se ha convertido en algo así como mi mentora.
—No lo comprendes, hijo mío. En el este no existe una norma objetiva para los logros, no hay un sistema imparcial que permita a un hombre hacerse con una posición, o mejorar la que ya tiene. No puede «ascender». No puede «triunfar». No es como el igualitarismo de tu ejército, Alejandro, que ofrece un entorno sin prejuicios, donde un hombre pobre puede hacer fortuna y un hombre rico demostrar que es digno de su fama. Aquí no existe el hombre, excepto en su subordinación a otro.
Sisigambis me explica con todo detalle el laberíntico protocolo del poder por el cual una parte de la sociedad impone su voluntad a otra y a su vez se convierte en prisionera de esta imposición.
—Una red de tiranías entrelazadas se extiende desde arriba hasta abajo y de lado a lado, y en ella cada hombre está atrapado como una mosca en una telaraña. Aquí el hombre piensa únicamente en cómo complacer a su amo. No tiene idea de lo que él mismo desea. Pregúntaselo. No te podrá responder. Ese concepto está más allá de su imaginación.
Esto es Oriente. En la mano derecha tienes una opulencia que supera todo lo imaginable; en la izquierda, un expolio que es imposible describir. El sempiterno sufrimiento del campesinado raya en lo sagrado. Su porte y su conducta están investidos de una dignidad que ni siquiera pueden igualar los reyes de Occidente. Pero es la dignidad de las piedras, que soporta el paso de los siglos, no la de un hombre que desciende del cielo.
Le digo a la reina madre que desearía que Darío estuviese ahora aquí. Ella me pregunta para qué.
—Para saber cómo gobernaba y qué sentía su corazón al respecto.
La dama se vuelve y me mira con una expresión de pesar.
—Mi señor, el soberano del este es el menos libre de los hombres. Su papel es ser la encarnación viviente de todo lo que es grande y noble. La grandeza de su estado imbuye la vida de sus súbitos con la esperanza y el significado. Sin embargo, él mismo está esclavizado por su cargo. Mi hijo Darío no querría hablarte de su vida, Alejandro, sino preguntarte, con envidia, sobre la tuya.
El dinero. Como toda la riqueza tiene que ir a parar al rey, la gente ha creado monedas clandestinas para evadir al recaudador de impuestos. La economía sumergida funciona en parte a través del trueque, pero su base principal es la achaema, la «confianza». En ocasiones toma la forma de una moneda local, que en una parte de la ciudad pueden ser trozos de madera marcados, y en otra, bolas de plomo; solo son válidas en el vecindario, pero significa una promesa de pago garantizada por una persona que es como un banquero callejero, que o bien es miembro o bien trabaja bajo la protección de una de las bandas que controlan la ciudad. Pongamos como ejemplo un batanero que fabrica fieltros. Paga los impuestos en especies, pero ¿cómo paga los salarios? No los paga en moneda porque no existe. Paga con vales, que están garantizados por el achaemistos, el banquero de la esquina. ¿Quién protege al banquero? La banda, que cuenta con la protección de los cancilleres reales. El sistema es extremadamente complejo y es impenetrable como la mente de Dios. El conquistador que pasa apenas se da cuenta de su existencia. (Estoy seguro de que en la gran extensión de Babilonia, con sus cuatro millones de habitantes, tres cuartas partes de ellos nunca han oído mi nombre, y no digamos el de Darío). Pero el sistema es mucho más pernicioso para los pobladores que para el conquistador. De acuerdo, el hombre elude el pago de los impuestos, pero el coste es el anquilosamiento de cualquier pensamiento original e innovador. Cada hombre está encerrado dentro de su barrio; no puede pensar más allá de la calle donde vive; no tiene ninguna esperanza ni ambición. Esta es la razón por la que esta ciudad, a pesar de ser muy grande, puede gobernarse como si sus paredes fuesen de papel.
Después está el sexo.
En una sociedad donde se aplasta el espíritu del hombre desde el nacimiento; donde no hay esperanza y el sufrimiento paraliza; donde la dieta es escasa y todos los hombres son esclavos; el individuo obtiene su placer cuando y donde puede. Algunos placeres son sencillos y sanos. La mayoría son crueles y corruptos.
No hay otro lugar en el mundo donde el vocabulario de la depravación alcance las dimensiones enciclopédicas de Babilonia. Todas las bebidas imaginables están a mano, como lo están todas las posturas de la carnalidad y todos los instrumentos del placer: aceites, perfumes, afrodisíacos, estimulantes, asfixiantes, reconstituyentes. Se educa a las mujeres y a los niños en las artes de la pasión; abundan las tiendas donde se venden artilugios de dominación y sumisión, objetos para aprisionar e inmovilizar, para causar dolor y para aliviarlo. Los asirios y los babilonios son grandes poetas del amor. Lo comprendo, porque es el único reino donde son libres. Los mayores edificios del este no son los templos o los palacios sino los serrallos.
No obstante, a pesar de tanta penuria, este lugar es vibrante y colorido. Las mujeres son hermosas; los niños, traviesos y de ojos oscuros. El comercio florece. Las barcas recorren el Éufrates cargadas con frutas y verduras y transportan a los amantes y a los mercaderes por toda la ciudad velozmente y con gran comodidad. Los alegres colores de las orillas del río, el bullicio del mercado, los olores de las carnes asadas y el pan que se cuece en los hornos son una delicia para los sentidos. La gran ciudad, calurosa en la llanura, está bañada en sensaciones y sensualidad. Es imposible no enamorarse de este lugar.
Aquí está mi dilema. Siento afecto por estos delgados asiáticos de ojososcuros; se me parte el corazón al verlos pobres y esclavizados.
Poco después de nuestra entrada en Babilonia, Bucéfalo padece una septicemia. Se la ha infectado una de las heridas que sufrió en Gaugamela; el mal avanza desde la fuente hacia su corazón con tanta rapidez (mi caballo tiene casi dieciocho años) que los médicos me dicen que quizá no pase de esta noche. Corro a su lado y advierto a aquellos que lo atienden que si muere ellos lo seguirán. Llamamos a los mejores hombres del ejército, no solo a los veterinarios sino también a los médicos; mando a los pregoneros que anuncien por toda la ciudad que recompensaré con su peso en oro a la persona, griega o bárbara, que salve la vida de Bucéfalo.
El círculo ecuestre es pequeño. En cuestión de horas llega un mensajero de Tigranes, el héroe de Iso y Gaugamela. Su academia está a casi cien kilómetros Tigris arriba, en una aldea llamada Bagdad; a su servicio tiene a Fradates, el más reputado veterinario del imperio. Está de camino, me informa el mensajero de Tigranes, y vendrá una barcaza para transportar a Bucéfalo. Me quedo mudo de asombro ante este acto de compasión de mi enemigo.
Tardamos dos días en remontar el río. Bucéfalo no puede estar de pie; una eslinga que le pasa por debajo del vientre sostiene su peso. Fradates no se separa de su lado, ni yo tampoco. Le hablo suavemente a mi caballo y le acaricio las orejas, como he hecho desde que era un niño y él mi mejor amigo.
Los persas saben de caballos más que nadie. La barcaza apenas ha tocado el muelle de la academia de Tigranes y ya se han llevado a Bucéfalo, rodeado por una multitud de admiradores —mozos, preparadores, estudiantes de veterinaria, jinetes— que se han enterado de su llegada y ahora se apiñan, entusiasmados por la aparición de tan notable ejemplar, a pesar de su estado casi agónico. Bucéfalo es como yo; se crece con la atención. Lo miro a los ojos y siento que recupero la respiración. Se curará.
Nos quedamos quince días, invitados en la casa de Tigranes. El establecimiento es una academia de equitación y una escuela militar. Las instalaciones son excelentes, con establos de madera, pistas y corrales, pero el espíritu del lugar ha quedado aplastado por la guerra y la derrota. En dos muros del estadio están colgadas las bridas de los camaradas caídos en la acción; otros caballeros, lisiados en la batalla, están alojados en diversas viviendas. Todos tienen miedo y están desmoralizados.
De inmediato prometo devolver al lugar su antiguo esplendor. Nunca he visto a jóvenes tan espléndidos como los que rodean a Tigranes. Llamo a Hefestión a un aparte.
—¡Aquí está la respuesta al imperio!
Le imploro a Tigranes que se una a mí. Deseo que forme un regimiento y combata a mi lado. Pero no está dispuesto a perseguir a Darío, su rey y pariente; puedo tomar su vida, declara Tigranes, pero no obtendré sus servicios. Esto confirma mi opinión de que he encontrado, por fin, a un noble que puede sacar al imperio de su desolación.
¿Sabes cómo Fradates curó a Bucéfalo? Con la intervención del cielo. Todos los médicos de Persia son magos y expertos cosmólogos.
—Las estrellas, como los hombres, nacen y mueren, mi señor. Pero ninguna estrella nace sola. Cada una tiene su gemela. Cuando una se enciende o se apaga, la otra se altera con ella, simultáneamente, aunque esté en el otro extremo del firmamento. Tú y tu caballo sois así. Bucéfalo sufre, Alejandro, porque tu corazón está enfermo. Él es tú, y no encontrará descanso mientras tu alma continúe intranquila.
Al oír estas palabras me echo a llorar como un niño. Sé de inmediato a qué se refiere el médico. Hablamos toda la noche, él, yo, Tigranes y Hefestión.
Lo que me angustia del este, declaro, es la miseria de su gente y la sumisión con la que la soportan.
—¿Soy yo el loco porque no puedo soportar su padecer, o ellos, porque pueden? ¿Acaso la libertad y las aspiraciones no son más que gotas de agua en un ancho mar de sufrimiento? Soy incapaz de describir el abatimiento que esto me produce.
¿No se pueden unir el este y el oeste?, pregunto. ¿No podemos la gente de Europa adoptar la sabiduría de Asia, y ella aprender la libertad de nosotros?
—En las horas de consternación —manifiesta Tigranes—, a menudo he encontrado inspiración entre los niños y los caballos. Quizá tu respuesta, Alejandro, esté con ellos.
Le pregunto a qué se refiere.
—Tu misión nunca tendrá éxito con la actual generación. Está demasiado atada a sus costumbres. Pero con la nueva generación…
Le ruego que continúe.
—Casa a tus hombres con nuestras mujeres, Alejandro. Toma tú también una esposa persa. No debes convertir a las hijas de Persia en putas, sino en esposas. ¡Funcionará! En una sola generación, los hijos de estas uniones formarán una nueva raza que no podrá despreciar a sus progenitores sin despreciarse a sí misma.
Mientras tanto, insiste Tigranes, no debo perseguir a Darío como si fuera parte del botín de la conquista, sino que debo enviarle mensajes de reconciliación y acuerdo. Devolverle el trono y convertirlo en mi amigo y aliado.
—No degrades el noble orden de Persia, Alejandro. Integra a sus caballeros y a su pueblo en tu ejército y entre ellos (persas y macedonios por igual) designa a hombres íntegros para que administren tu imperio con justicia.
Tigranes jura que formará un regimiento con estos descendientes.
—Será un honor ayudar al nacimiento de este nuevo mundo, y te juro, mi señor, que aportaré a su causa a muchos hombres nobles, cuya desesperación desaparecerá de inmediato ante tal perspectiva.
Al decimocuarto día llega Parmenio desde Babilonia. De alguna manera se ha enterado de mis conversaciones con Tigranes. Me lleva a un aparte como un padre. ¿He perdido la razón? El ejército de Macedonia no tolerará que trate a los persas como iguales.
—Abandona de inmediato este lugar de locos, Alejandro. Cada hora que permaneces aquí angustia y desespera todavía más a aquellos que te aman.
Estos son los hombres del este, me recuerda Parmenio, contra los que me previno mi ilustre tutor Aristóteles: «Compórtate con los griegos como un líder, pero con los bárbaros hazlo como un amo» y de quienes el rey espartano Agesilao, que los conocía bien, declaró: «Son buenos esclavos pero malos hombres libres».
—¡Olvídate de esa locura del mestizaje, Alejandro! Los nobles de Persia, por muy bien que monten sus caballos, son incapaces de gobernarse. Han nacido para la vida del cortesano, es lo único que conocen, y todo lo que conocerán.
¿Qué opinan los macedonios de los persas? Los desprecian. Los sitúan por debajo de las mujeres, con sus bombachos y sus medallones de oro; se comportan con ellos con insolencia y desprecio. A mi regreso a la ciudad, dispongo, y tengo que comunicar la orden personalmente a los capitanes e incluso a los dedarcas, que los hombres a quienes hemos derrotado no son perros; que no se les debe pegar o echar a puntapiés de los lugares públicos. Pero la ociosidad y el exceso de dinero han deshecho al ejército en otros muchos aspectos.
En el vigesimoséptimo día, presido los juegos en honor de los caídos. Cuando concluyen, al pasar por la puerta de Bel-Marduk me encuentro con la calle abarrotada de soldados, entre los cuales veo al dedarca Bola de Sebo, que consiguió un pingüe botín en la batalla de Iso. Él y sus compañeros hacen cola delante de la mesa de un banquero callejero, un achaemist. Sofreno a mi caballo.
—¿Qué estás haciendo aquí, Bola de Sebo? —le pregunto.
—Hago cola, señor.
Le digo que eso es evidente.
—Cola ¿para qué?
—¿No es como en el maldito ejército, señor? Haces cola para la comida, haces cola para mear, haces cola para cobrar.
Ahora me doy cuenta de que hace cola para pedirle un préstamo al banquero.
—¿Es posible que te hayas quedado sin dinero, Bola de Sebo? —exclamo, y le recuerdo que hace tan solo veinte días recibió una paga equivalente al salario de tres años.
—Ha volado, señor. Hasta la última moneda. —Bola de Sebo señala al banquero—. Ahora debemos a estos usureros la mitad de esa suma.
Le ordeno al dedarca y a sus compañeros que se presenten a última hora de la tarde para que me informen. Cuando llega la hora, parece como si todo el ejército se hubiese reunido, como por casualidad, delante de mi despacho.
En el ejército de Macedonia un pelotón de ocho recibe el nombre, como ya he dicho, de camada. Estos hombres son grandes compañeros; marchan juntos, cargan las sarisas juntos, duermen, comen y combaten juntos.
—Por lo que veo os habéis arruinado juntos.
Así es, confiesa Bola de Sebo. Él y sus compañeros, después de recibir la paga extraordinaria, decidieron «ampliar sus horizontes».
—Habla de una vez, Bola de Sebo.
—Verás, señor, queríamos conocer la ciudad. Así que tuvimos que buscar a un intérprete, algo lógico, y también a un guía para que nos llevara a los lugares más interesantes.
Bola de Sebo me explica que la camada encontró las dos cosas en una misma persona y a una tarifa muy razonable. Luego necesitaron los servicios de alguien para renovar el vestuario estropeado en la campaña. Así que buscaron a un sastre, a un zapatero y a un talabartero, para ponerse elegantes e impresionar a las damas.
—El cuñado de nuestro guía era cambista, algo muy necesario si queríamos que esos cabrones no nos estafaran, señor. Así que él también vino, y tuvimos la suerte de que conocía el barrio de las cortesanas. Nos enseñó a negociar con las chicas para conseguir un precio justo. Unas muchachas muy buenas, señor, aunque la fortuna las había maltratado. Queríamos ayudarlas.
Las putas piden un perfumista, un cosmetólogo, un peluquero. Un barbero para los hombres, que ahora tienen más aspecto de príncipes que de dedarcas. Una casa de baños y un masajista. Hay que comer, así que necesitan un cocinero, un pinche de cocina, un panadero, un bodeguero y un pastelero. Luego, un lugar donde dormir. Una casa a orillas del río, una ganga, porque el alquiler incluye doncellas, ama de llaves, portero y sereno. No se puede caminar con este calor, así que hace falta disponer de un carro, y como no se puede confiar en que uno de alquiler aparezca en un barrio apartado a horas intempestivas, Bola de Sebo y sus compañeros contratan un carro a jornada completa, con su cochero, un sirviente y un mozo para los caballos, a los que también hay que alimentar y alojar. Sí, los han robado. Sí, los han timado. Sí, compraron tierras y ganado.
—¿Ningún caballo de carreras?
—¡Solo dos, señor!
Tres de los hombres se han casado.
—No me lo digas. Están alimentando a las familias.
No puedo enfadarme con mis hermanos y compatriotas. Pero ¿qué puedo hacer? No puedo darles tierras; se las venderían a los agentes de las bandas y se gastarían esta segunda fortuna con la misma celeridad con la que derrocharon la primera. A los hombres les gusta estar aquí. Se están aficionando a una vida cómoda. Muchos incluso hablan de volver, a Siria o a Egipto, donde pueden derrochar su dinero, o regresar a su casa, para contar su historia e instalarse como señores. Hago público el anuncio de que se devolverá, hasta el último dracma, todo lo que han malgastado nuestros soldados, pero que el pagador se mudará a setenta kilómetros en dirección este.
En otras palabras: nos largamos, compañeros.
Las tropas lo aceptan. Corren rumores de que en Susa y Persépolis hay riquezas inimaginables.
Antes de abandonar Babilonia, mantengo a Mazaios en el cargo de gobernador que ya ocupaba con Darío. Hago lo mismo con el tesorero Bagofanes, aunque con un supervisor macedonio, y también conservo a los cancilleres Farnaces y Adramates. La guarnición está formada por mercenarios veteranos, y aquellos cuyas capacidades militares ya no encajan con las unidades más rápidas y ágiles que tengo la intención de utilizar en las siguientes campañas.
La ciudad ha cobrado nueva vida con la presencia de nuestro ejército. La parte del tesoro de Darío que han recibido los soldados de mis manos ha pasado a través de ellos a las de la población; ha llevado la abundancia como un poderoso río cargado de limo. Esta inmensa fortuna que jamás había salido a la luz del día, despierta al país. Las bolsas nunca habían estado tan llenas ni los tiempos habían sido más alegres. Por lo tanto, cuando en el trigesimocuarto día, los macedonios recogen los bártulos y se van, la mayoría de los ciudadanos por muy felices que se sientan al ver que se marcha el ejército ocupante, también se muestran apenados, porque ven que desaparece un impulso revitalizador. Más de dos millones de personas se amontonan a los lados de la carretera real y nos aclaman hasta quedarse roncos mientras desfila el ejército.
Esta etapa concluye con otro enfrentamiento entre mis comandantes y yo. El trigesimotercer día celebramos una ceremonia en cuyo transcurso ordeno que las cenizas de los oficiales persas sean enterradas en un túmulo junto con las cenizas de los macedonios. Esto provoca los gritos de protesta de las compañías. Aquella noche, la última en la ciudad, doy una fiesta para mis oficiales en la gran sala de banquetes de Darío, la que tiene el mapa del imperio en el suelo de mosaico.
A mis camaradas les enfurece que los eunucos se amontonen a mi puerta y que los compañeros que han combatido a mi lado a través de dos continentes se vean obligados a esperar para ser recibidos. Clito el Negro no soporta verme conversando con Tigranes, Mazaios o con cualquier otro persa, y esa noche, borracho de vino de palma, camina hasta el centro de la sala y revienta.
—¿Hasta cuándo tendremos que ver que recibes a los bárbaros antes que a nosotros, Alejandro? Porque juro por el fuego del infierno, que no seguiré soportando que esos afeminados vestidos con pantalones crucen tu puerta mientras a mí me dejan fuera.
Me acerco con la mano extendida.
—Clito, amigo mío, tu brazo derecho me salvó la vida en el río Gránico. ¿Cómo podría olvidarlo?
Elude mi abrazo. Mira a los demás en busca de apoyo. Está claro que muchos se lo darían, si no me tuvieran miedo.
—Esto es Oriente, Alejandro. Los hombres son esclavos y siempre lo han sido. ¿Tú quieres comprenderlos? Hasta el dedarca más tonto te lo explicaría con toda claridad. ¡Es un lugar corrupto! Aquí todos los hombres roban al que está por debajo y pagan al que tienen por encima. El oro fluye hacia arriba hasta el rey y todas las manos se meten en el río cuando pasa a su lado. Es así como funciona. No lo cambiarás. Por Zeus, preferiría ser un perro que uno de esos siervos o labriegos. Mientras tú te empeñas en convertir a estos lameculos en hombres libres y pasas los días encerrado con tus servidores que llevan sus mantos púrpura, te olvidas de aquellos que te aman y vertieron su sangre a tu lado. Somos soldados, Alejandro, no cortesanos. ¡Seamos soldados!
No estoy enojado. No me domina la furia. No obstante, percibo que este es el momento más peligroso para la expedición desde que salimos de Europa. Miro a Hefestión. Él también se ha dado cuenta, lo mismo que Crátero y Telamón, que están a su lado.
—¿Vosotros sois soldados? En la marcha a Gaugamela —les recuerdo a mis oficiales—, vuestros hombres estaban tan asustados, y tan dispuestos a dejarse llevar por el pánico, que se apiñaban a mi alrededor como niños en la oscuridad. Sin embargo, ahora, con la consecución de la victoria, ellos y vosotros os volvéis insolentes. —Le doy la espalda a mi acusador, que pisa el lugar en el mosaico que corresponde a Babilonia—. ¿Has conquistado tú esta ciudad, Clito, o ella te ha conquistado a ti?
Se vuelve, avergonzado. Sabe que estoy enterado, al igual que todo el ejército, de su relación con una cortesana del palacio, y la fortuna que ha derrochado en unos pocos días, hechizado por ella.
—Te diré qué pienso, mi impertinente amigo. Creo que la vida licenciosa te ha privado de la razón. Sí, a ti. ¡A todos vosotros! Porque vosotros que os llamáis soldados habéis olvidado los fundamentos de nuestra llamada. ¡Obediencia y respeto! ¿Soy vuestro rey? ¿Me obedeceréis? ¿Acaso vuestra súbita riqueza, que habéis recibido de mi mano, os ha convertido en atrevidos e insubordinados? ¿Dudáis de mi visión, hermanos? ¿He perdido vuestra confianza?
En la sala reina un silencio sepulcral. Mis pasos resuenan mientras camino hasta el extremo occidental del mosaico donde aparecen Grecia y Macedonia.
—Cuando abandonamos nuestro hogar, no hace ni cuatro años, ¿cuántos de vosotros soñabais que nuestras conquistas llegarían hasta aquí?
Cruzo el Helesponto y señalo Troya y el norte del Egeo.
—Sin embargo vencimos aquí. —En el Gránico—. Y aquí, aquí y aquí. —Voy caminando a lo largo de la costa, paso Mileto y Halicarnaso hasta Iso—. Aquí, hubierais dado media vuelta. —Tiro y Gaza—. Aquí, gustosamente os hubierais quedado. —Egipto—. Aquí me aconsejasteis que no siguiera avanzando. —Siria—. ¿Acaso miento? ¡Hablad! ¡Que dé un paso adelante aquel que se atreva a refutarme!
Nadie dice una palabra. Nadie se mueve.
Aparto a Clito del lugar en el mosaico que corresponde a Babilonia.
—Ahora estamos aquí, más allá de nuestros sueños más atrevidos, y hacemos planes para marchar todavía más lejos. Aquí… —Susa—. Aquí. —Persépolis—. Y aquí. —Ecbatana—. ¿Es este vuestro objetivo, soldados, si es eso lo que creéis que sois? Entonces respondedme: ¿quién os dirigirá?
Miro en derredor.
—¡Nombradlo! Nombrad a vuestro hombre y me apartaré. Que este nuevo general dirija vuestros asuntos, dado que pensáis que mi consejo no tiene valor.
Mi mirada recorre el círculo. No veo más que rostros contritos. Nadie se atreve a mirarme a la cara.
—Entonces, ¿me escucharéis? ¿Podré decir que soy vuestro rey? Porque quizá lo mejor será que sepáis desde ahora, y no se me ocurre mejor momento para decirlo, que no tengo la intención de detenerme aquí, a medio camino de este mosaico.
Cruzo Persia y Media. Hacia Partia, Bactriana y Areia. A la alta meseta de Irán y los reinos de Afganistán.
—¿Conquistaréis estas tierras conmigo, hermanos, o, saciados de riquezas, abandonaréis a medio camino y os entregaréis a la fornicación y a la glotonería?
Se oyen murmullos de «¡No!» y «¡Nunca!».
Cambio de tono. Solo se pueden hacer reproches a unos buenos hombres hasta un cierto límite.
—Amigos míos, sé que he intentado que aceptéis demasiadas novedades de golpe. He puesto a prueba vuestra paciencia. Dejadme que os ruegue algo, por todas las cosas buenas que mi consejo os ha procurado hasta aquí. Acompañadme. Confiad en mí, como habéis hecho siempre. Porque cuando vayamos más allá de Persia y entremos en tierras que ningún griego ha conocido…
Dejo atrás los reinos afganos para entrar en el Hindu Kush y la India.
—… necesitaremos a todos los hombres de valía que podamos conseguir. Pero preparad vuestras mentes para más novedades, amigos míos. Porque, de estas tierras que someteremos, reclutaré más tropas extranjeras, y lucharán a mi lado y al vuestro.
Así será. ¿Cómo podríamos hacerlo de otra manera?
Por primera vez noto que los hombres se vuelven hacia mí.
Comprenden, o comienzan a hacerlo y aquellos que no lo comprenden, confían en mi visión y mi llamada.
—¿Acaso creéis, amigos, que podemos cambiar el orden del mundo sin cambiar nosotros mismos? El mundo es nuevo, y nosotros lo haremos más nuevo todavía. ¿Quién me seguirá? ¿Quién cree? Que aquel que me ama sujete mi mano y jure su alianza. Porque para realizar mis sueños no puedo abrazar a los timoratos y a los débiles de corazón.
Cruzo la India y voy más allá, lo más lejos que puedo, hasta que al final me encuentro en las sombras donde las luces de la sala apenas alumbran; a la costa del océano, en el límite de la tierra.
—Declarad ahora vuestras intenciones, hermanos, y más que nunca cumplid vuestros juramentos. Si estáis conmigo, lo estáis hasta el final.
Todos se levantan como un solo hombre. «¡Alejandro!», gritan mis oficiales, y de nuevo: «¡Alejandro! ¡Alejandro!».