LA GRAN CUÑA
El ataque contra Darío se hace en una gran cuña. Los escuadrones reales y los de Bottia forman la punta; los toroneos, los antemiotes y los anfipolitanos están en el ala derecha; los restantes escuadrones de la caballería de los compañeros forman el ala izquierda; las brigadas de infantería de los guardias reales alargan esta ala, mientras avanzan a paso redoblado junto al escuadrón de los compañeros situado en el extremo izquierdo; los guardias enlazan a la caballería con las dos brigadas de falanges al mando de Coenio y Pérdicas, que integran el extremo izquierdo de la gran cuña.
Esta es una de las batallas.
A la derecha, Cleandro, Aretes, Aristón, Atalo y Brison libran otra; la falange central libra una tercera; mientras que en el ala izquierda, Parmenio y Crátero combaten al enemigo en una cuarta. Se podrían añadir una quinta y una sexta. Nuestra falange secundaria se enfrenta con fuerzas de la caballería y la infantería enemiga en la retaguardia y el ala izquierda, mientras que tres kilómetros más atrás, en nuestro campamento avanzado, nuestros heridos y el personal no combatiente son arrollados por la caballería real india y por la parta, que intentan rescatar a la reina y a la reina madre de Persia (que no están allí, sino en el campamento base principal, ubicado ocho kilómetros más atrás).
Ninguno de estos combates es visible desde cualquiera de los otros; tampoco lo es su envergadura ni siquiera para aquellos que están metidos en ellos, debido a la densidad de las nubes de polvo levantadas por los pies y los cascos de las multitudes que se enfrentan.
Desde mi puesto con los compañeros, no veo nada. Inicio la carga guiado únicamente por el sonido; el estrépito del choque de los lanceros de Aretes contra la caballería real india, que oímos (o imaginamos oír) un tanto a la derecha y a unos doscientos cuarenta metros delante nuestro.
Algo que desconocen aquellos que no están familiarizados con las batallas es el aplastante efecto de la fatiga. El peso del blindaje y las armas acaban con las fuerzas de un hombre en una hora en el campo de maniobras, y nuestros soldados no están en el campo de maniobras. Están en el campo de batalla. Han marchado probablemente con todo el equipo durante medio día solo para llegar al escenario del combate. ¿Han comido bien? ¿Cuándo fue la última vez que durmieron? ¿Hay entre ellos heridos o enfermos? A todo esto añade el miedo, el nerviosismo y la anticipación. Hay un tipo de cansancio que los griegos llaman apantlesis. Es un estado de debilidad provocado no solo por la fatiga física sino también por el esfuerzo de los nervios. Un oficial o un soldado en este estado tiende a tomar decisiones erróneas, a no emprender las acciones que se imponen, a malinterpretar situaciones obvias y, en general, se convierte en una persona ciega, sorda y estúpida. Todavía peor, este estado aparece súbitamente y con la fuerza de un puñetazo en la boca. Ves a un hombre absolutamente capaz convertido en un imbécil en un abrir y cerrar de ojos.
La tensión que experimenta un hombre, se duplica en los caballos, y los animales de un escuadrón vuelven a duplicarlo. Los caballos no entienden de esperas o de conservar las fuerzas. Para ellos solo existe el momento, y en ese momento solo entienden la orden que se les da. ¿Tiene algo de sorprendente que estén tan encabritados? Sus nervios están en total sintonía con los nuestros; perciben nuestro miedo y nuestro nerviosismo, al igual que el miedo y el nerviosismo de los demás caballos. Son animales gregarios; el miedo se comunica de una bestia a otra inmediatamente. Los caballos son espantadizos; su primer impulso es correr. ¿Qué los sujeta? Solo el vínculo que los une a nosotros. Cada caballo está entrelazado con su jinete; la voluntad de luchar de este y los lazos de confianza que ha forjado a lo largo de los años con el animal contienen a la bestia e impiden que actúe el instinto. No lo olvides, nuestros caballos están con nosotros desde que eran potrillos. Asistimos al nacimiento de muchos de ellos, y nuestro aliento en sus hocicos es la primera sensación que tuvieron. Los alimentamos y atendemos, los cepillamos, nos quedamos con ellos noches enteras cuando están enfermos o heridos; hemos entrenado juntos miles de horas, en la pista y en el campo. No hay nadie, ya sean nuestras esposas, hijos, o Dios mismo, que nos conozca como nos conocen nuestros caballos, ni ha trabajado en nuestra compañía durante más horas. No obstante, el más leal de los caballos se espantará; el más valiente se desbocará. Es casi un milagro que se queden y que sus nervios soporten la terrible espera en las filas antes de entrar en acción. Mira los ojosde tu corcel. Todavía es una bestia salvaje, a pesar de tus muchos años de trabajo, y mantiene un equilibrio tan precario entre la fidelidad a ti y el instinto de desbocarse, que eres consciente de que no es más capaz de contenerse que una tormenta de verano.
Debo atacar cuanto antes. Debo entablar combate con Darío antes de que mis caballos pierdan el brío y se esfume el ardor de mis hombres.
Fracasamos en Iso porque nuestra carga se atascó. Las tropas enemigas que se interpusieron entre nosotros y el rey rompieron el impulso y le dieron a Darío el tiempo que necesitaba para escapar. No entramos a fondo. No tuvimos el empuje necesario.
Mi propósito aquí en Gaugamela, al unir a los compañeros en tres brigadas de infantería ligera y dos de pesada, es atravesar el frente persa con la fuerza suficiente para seguir avanzando, trescientos, cuatrocientos metros en la retaguardia enemiga. Quiero situarme detrás de Darío con todas las fuerzas posibles. Debo estar allí donde pueda cerrarle el paso si se retira.
El no combatiente cree que puedes ver en el campo de batalla. ¿Ver qué? El soldado de a pie ve menos que un topo, y el jinete, desde su posición elevada, solo ve humo y polvo. Apenas nuestros escuadrones de cabeza han entrado en la polvareda cuando nos tropezamos con la infantería enemiga, que escapa a la desbandada para salvar la vida; esquivamos los destrozados carros falcados; sus espléndidos caballos están muertos o agonizantes sujetos a los restos; entonces, como surgida de la tierra, aparece la caballería enemiga. Esta vez son daans, de las tribus de las provincias orientales; lo sabemos por sus caballos, pequeños y fuertes, y los kurqans, los pantalones bombachos, muy anchos en las rodillas. Los daans son aproximadamente quinientos y están saliendo de la línea, al parecer con la intención de reforzar a las unidades de la izquierda donde ataca Aretes. Cuando nuestros escuadrones salen de entre las nubes de polvo, las filas enemigas están de espaldas a nosotros. Están más sorprendidos que nosotros. Avanzamos al galope, en una cuña que tiene cuatrocientos metros de ancho. Las filas de los daans se rompen como una tela y se dispersan.
Estoy en la punta de la cuña de vanguardia del escuadrón real. El peso de los ocho escuadrones me sigue a todo galope. Nuestra fuerza montada se encuentra ahora en el mismo punto en el que estábamos en Iso, cuando atravesamos las filas de los arqueros y de los nobles vasallos. Hemos penetrado la línea enemiga; estamos entre cuatrocientos y seiscientos metros de su centro, y nos preparamos a girar en columna y lanzarnos hacia ese punto.
¿Dónde está Darío?
Entre él y nosotros hay cuatro frentes de defensores: cuatro mil jinetes de la caballería persa, susa y cadusia mezclados con arqueros persas, marsios y carianos; las brigadas de infantería pesada griega al mando de Patron; los cinco mil lanceros de la guardia portamanzanas persas, y Tigranes con los regimientos de la caballería de los familiares y la guardia real de Darío.
El viento, que en Gaugamela sopla muy fuerte entre la llanura y las montañas, cruza el frente de Darío de derecha a izquierda. Esto significa que oscurece el sector donde debemos dar la vuelta y cargar. Clito insiste en que cargue por la izquierda inmediatamente antes de que el campo quede tapado por un manto de polvo. Puedo errar si continúo demasiado en esta dirección. Pero no puedo dejar a Darío un camino para que escape. No permitiré que me esquive una segunda vez. Así que continúo, sin desviarme, hacia la retaguardia persa. Cuando por fin viro a la izquierda —nos hemos adentrado unos cuatrocientos metros—, los grandes trozos de cal que ha arrancado el paso de nuestros dos mil caballos son arrastrados por el viento como una masa a través del campo.
Llegaremos por la izquierda y cogeremos a Darío por detrás. Pero repentinamente, en medio de los trozos de cal que nos ciegan, nos encontramos con los mercenarios griegos de Patron. Son cinco mil soldados de infantería pesada de primera, la infantería apostada inmediatamente a la izquierda de Darío. ¿Cómo es posible que estén ahora aquí, en la retaguardia del rey, a ochocientos metros del frente? ¿Han sido testigos de la destrucción de los carros falcados y de la precipitada fuga de las fuerzas persas en ambas alas? ¿Sus oficiales se han mantenido serenos? ¿Se han retirado de la línea para dirigirse a la retaguardia a paso redoblado para situarse en una posición defensiva y proteger a su amo donde ahora le llega la principal amenaza? No importa: están aquí, en medio de nuestro camino, y se están formando a toda prisa para hacernos frente.
Sencillamente los rodeamos.
Es así como se saca el mayor partido de la caballería. No se desperdicia su precioso capital de hombres y caballos en pintorescas pero inútiles refriegas y duelos individuales. En cambio se utiliza su rapidez y movilidad para aislar a las divisiones del enemigo, esquivarlas y dejarlas atrás. En cuestión de minutos la infantería de Patron está a centenares de metros detrás de nosotros. ¿Dónde está Darío?
Tiene que estar cerca, o las tropas de Patron no se hubieran formado en este lugar. Tiene que estar a la izquierda, o no hubiesen adoptado una posición defensiva para proteger ese flanco.
Mando detener a los compañeros y envío a los exploradores para que busquen entre las nubes de polvo. El joven ansioso de aventuras, que arde por abandonar su hogar y unirse a la caballería, se imagina las batallas como una gran y gloriosa carga a todo galope. ¿Qué diría este valiente joven si viera a mis comandantes y a mí, en medio de esta monumental batalla, ordenar que se detengan los escuadrones y, sin prisas, tomarnos el tiempo necesario para organizar nuestro frente de ataque, proteger los flancos y la retaguardia, e incluso asegurar los equipos y limpiarnos el sudor y el polvo de nuestros rostros? Paciencia. Aunque oigo el ruido de los combates en todas las direcciones, amplificado por las nubes de polvo, y aunque sé que, incluso mientras espero, mis compatriotas sangran y se desesperan por que cargue contra los puntos vitales del enemigo, no puedo ordenar el ataque prematuramente; no puedo lanzarme a ciegas. La espera es desesperante. Tampoco los exploradores aparecen puntualmente a todo galope de entre la polvareda para informar de la posición exacta del enemigo. El caso es que ellos también se han desorientado en este campo sin referencias, aunque, afortunadamente, los mozos que se han desplegado a pie entre las nubes de cal los encuentran.
Matar al rey.
Debemos encontrar a Darío.
Por fin regresan los exploradores. Su líder es Alejandro, el mismo que encontró a Aretes cuando atacaba. Me informa que el enemigo se encuentra a cuatrocientos metros. Los persas saben que los hemos rodeado; sus compañías han dado media vuelta y ahora están preparados para recibir nuestro asalto.
—¿Dónde está Darío?
—En el centro.
—¿Estás seguro?
—He visto sus colores, señor.
Cargamos.
Pero nuestro explorador ha omitido algo, que él no podía saber: el caballero Carmanes, capitán de la guardia personal de Darío, ha ordenado que lleven los estandartes reales al centro de la línea (donde siempre combaten los reyes de Persia) mientras se lleva al monarca al ala.
Me ha engañado.
El capitán de la guardia me ha engañado.
Cuando nuestras cuñas caen sobre el enemigo, Darío ya está más allá de nuestra derecha. No lo sé. Ninguno de nosotros lo sabe. Galopo sobre Bucéfalo directamente hacia los colores del rey. En el combate se mezclan la caballería y la infantería. El enemigo, al reconocer mi coraza, lanza a sus campeones contra mí, mientras mis compatriotas gritan el nombre de mi antagonista y se esfuerzan por localizarlo por encima de la confusión de lanzas y cascos.
La caballería real persa está al mando de Tigranes, campeón de Iso y el más famoso jinete de Asia; su corcel Bellacris, Meteoro, es un regalo de Darío; se dice que vale veinte talentos de oro. Junto a Tigranes combaten otros caballeros de gran valía: Ariobates, Autofradates, Gobarzanes, Massages, Tissamenes, Bagoas y Gobrias.
Un campeón viene a por mí. Es Tigranes. Lo identifico por el lujo de su vestimenta y el espectacular caballo que monta. Ariobates cabalga a su lado. No conozco a este hombre pero evidentemente debe de ser un famoso campeón. Clito el Negro está a mi lado. (Telamón y Ptolomeo continúan en la derecha del campo. Ayudan a Cleandro lo mismo que Rizos de Amor y Peucestas; Hefestión tiene el mando de la agema de la guardia real). Tres pajes, ninguno de ellos tiene más de diecinueve años, son mis guardaespaldas. Tigranes dirige una línea similar de familiares. Chocamos como las olas.
—¡Iskander!
Tigranes grita mi nombre en persa para reclamarme como adversario. Bellacris choca contra Bucéfalo como un trirreme que clava el espolón. El choque se lo traga todo. El calor te arranca el aire de los pulmones. Los cuellos de los animales, que se empujan el uno al otro, queman como superficies en llamas. La quijada de Bellacris está tan cerca de mi rostro que mi guardamejilla se engancha en la cadena del bocado. Su ojo parece el de un monstruo marino. Los caballos chocan sus pechos, enzarzados en su particular guerra equina, mientras mi antagonista y yo combatimos como espadachines, lanza contra lanza, en busca de una abertura. Tigranes podría hundir su lanza en el pecho de Bucéfalo con la misma facilidad con la que yo podría atravesar la garganta de Bellacris con la mía. Pero no lo hará, ni yo tampoco.
«¡Soy Tigranes!», me grita en griego mi rival. Me gusta este hombre. ¡Aquí tengo a un caballero! ¡Aquí tengo a un campeón! Le atacaré el costado por mi derecha y buscaré la carne debajo del borde de su coraza, pero los hombres y los caballos están tan apretujados que no puedo inclinarme hacia ese lado; ni siquiera puedo mover la pierna derecha, que está aprisionada contra el costado de Bucéfalo por el cuerpo de otro caballo, el de mi paje Andrón, aunque ni siquiera puedo coger aliento para mirar. Ataco por encima del pescuezo de Bucéfalo; sujeto la lanza con las dos manos, en busca de la garganta de Tigranes. Pero con el movimiento de los caballos, la punta yerra la diana y resbala en la sien de su casco, que es del modelo cónico con orejeras y guardapapo, todo de oro. La punta pasa por encima del hombro de Tigranes. Sujeta mi lanza con la mano izquierda, tan adelante en el astil que su puño toca el mío, y descarga su golpe, en una trayectoria ascendente, con la derecha. Su lanza de madera de cornejo mide dos metros diez y tiene una punta de hierro con forma de rombo. La punta me alcanza en la parte exterior de mi tetilla izquierda, atraviesa el acolchado del corselete y pasa entre las costillas y el interior del brazo izquierdo. Aprieto el brazo para sujetar el arma. ¿Estoy herido? No sé si la lanza me ha abierto la carne o ha fallado. Solo sé que si voy a morir, me llevaré a este hombre conmigo al infierno. Me echo todo lo que puedo hacia delante, por encima del pescuezo de Bucéfalo, con la pierna derecha sujeta por el caballo que está a mi lado, al tiempo que empujo la lanza con todo mi peso, con la intención de librar el astil de la mano de mi rival o, si no la suelta, conseguir que pierda el equilibrio. Saltaré de mi caballo si tengo que hacerlo y le partiré el cuello con las manos. Pero mientras los dos combatimos, sin soltar la lanza, el golpe de una maza persa me alcanza de lleno en el hombro izquierdo y me tumba de lado contra Andrón, que está a mi derecha, al mismo tiempo que una lanza macedonia, empujada desde atrás por Clito, aunque yo no lo veo en el apretujamiento, pasa junto a la carótida de Tigranes, se engancha en la orejera del casco y casi lo arranca de la montura. Veo cómo se parte la correa y se desprende el casco, arrastrado por la punta de la lanza de Clito. Tigranes tendría que haberse caído, para evitar partirse el cuello, pero en cambio se recupera con tal rapidez que incluso llega a coger el casco cuando este caía y se vuelve, sobre montura, para arrojarlo contra Clito con toda su furia.
Filotas se enfrenta a Ariobates a la izquierda de Tigranes; ha esquivado la carga de su rival y prepara un golpe contra Tigranes. A estas alturas, los compañeros y los familiares pelean en este lugar en tal número y con tanta fiereza que ya nadie recuerda que el objetivo de este tumulto es llegar hasta Darío.
En su búsqueda, me aparto de Tigranes. Nos abrimos paso entre las filas a golpe de lanza. Clito grita y señala al frente. Ahora vemos a Darío. El rey está a poco más de quince metros, en su carro, y empuña la askara, la lanza de dos manos, con extraordinaria destreza y valor contra los jinetes de nuestro escuadrón de Bottia, situados en el extremo derecho de nuestra carga; han conseguido abrirse paso entre el apretujamiento y ahora se lanzan sobre el carro real. La posibilidad de que alguien mate a mi rival casi me hace perder el juicio. Solo tres filas de jinetes enemigos nos separan del rey. Veo a Carmanes, el capitán de la guardia, que reúne a una compañía para proteger el carro del monarca. Cargo con Bucéfalo, enloquecido por la rabia y la frustración. De pronto aparece por nuestra retaguardia un frente de infantería pesada enemiga. Son los mercenarios de Patron, a los que habíamos rodeado en nuestro ataque. Algunos han conseguido escapar de nuestra gran cuña; ahora están aquí. Se abren paso a través de nuestros hombres de Bottia. Sus escudos forman un anillo defensivo alrededor del rey. Lo salvarán. Ruego al cielo pidiéndole alas, fuerza, lo que sea que pueda llevarme a través de la muchedumbre y permitirme alcanzar a mi enemigo. Tengo las piernas tan cansadas que no siento nada por debajo de la cintura. Me lanzo de nuevo a la refriega. Las filas de los defensores tendrían que ceder a medida que se reduce su número y al ver que su rey se prepara para escapar. Sin embargo este conocimiento, cuando llega, solo consigue que los caballeros de Persia realicen un esfuerzo sobrehumano. En el punto de penetración, los defensores redoblan sus esfuerzos, convencidos, no cabe imaginar otra cosa, que cada segundo que ganan a costa de su sangre ayuda a que se salve su rey. El enemigo se retira ante nosotros, en orden, sin dejar de resistir. Están frescos. Nosotros estamos exhaustos. Nuestra linea ha tenido que abrirse paso, combatiendo por cada palmo, a través de diez filas. Nuestros caballos han recorrido muchos kilómetros desde que bajaron al campo de batalla y les hemos exigido al máximo durante lo que nos parece que han sido horas. Me enfrento a un campeón con una coraza de hierro, un zurdo, que está a dos filas del rey. Su lanza no se me clava en la axila del brazo derecho por los pelos. Le hundo la espada en la garganta y empujo con todas mis fuerzas para apartar al hombre de mi camino, pero, incluso moribundo, este caballero interpone su cuerpo como una barrera que me separa de su rey; se echa hacia delante, sobre mi espada, para impedirme, con el peso de su carne muerta, llegar hasta Darío. En estos momentos ya he perdido la sensibilidad en ambos brazos. El estrépito me ha ensordecido; el frenesí de la sangre hace que se me nuble la vista.
Veo al mercenario Patron que reúne a su compañía alrededor de Darío. La guardia a caballo de Carmanes abre un camino para la huida. Gritan pero no llega ningún sonido; chasquean los látigos pero mis oídos no captan los trallazos. Es una pesadilla. Estoy sumergido en brea. Una doble fila de defensores todavía escuda al rey; nos lanzamos contra ellos. —Clito, yo y los caballeros del escuadrón real— pero es como si asestáramos nuestros golpes debajo del agua. No siento las manos. La espada me pesa como una tonelada de plomo.
—¡Se escapa! —grita Filotas. A lo largo de la línea un centenar de gargantas macedonias repiten el grito.
El combate se prolonga durante otras dos horas. Mis escuadrones no se pueden separar para perseguir a Darío, tan desesperada es la lucha en las dos alas. Las compañías de Parmenio y Crátero se baten en la izquierda; las de Menidas, Aretes, Cleandro y Aristón en la derecha. Todas ellas necesitan recibir refuerzos con urgencia, y en el intervalo casi me matan una media docena de veces, mientras docenas de mis comandantes. —Hefestión con una herida de lanza en un brazo; Telamón, alcanzado en ambas piernas; Crátero, Coenio, Pérdicas y Menidas, acribillados, los cuatro, a flechazos— presentan unas heridas terribles. De los dos mil caballos que había al principio, los compañeros han perdido la mitad a consecuencia de las heridas o el agotamiento, y los mercenarios y los aliados todavía más.
Al anochecer cabalgo montado en el noveno caballo del día, a unos treinta y dos kilómetros al sudeste del campo de batalla. El grupo de perseguidores está formado por la mitad del escuadrón real, las dos terceras partes de los escuadrones de lanceros de Aretes y lo que queda de los peonios de Aristón.
Darío no ha escapado hacia el sur, a sus preciadas ciudades de Babilonia y Susa, como era de esperar (al parecer ha renunciado a cualquier posibilidad de defenderlas) sino hacia el sur y el este donde está su campamento de Arbela. Llega allí a medianoche, según nos enteramos más tarde por boca de los cautivos; no manda derrumbar el puente para permitir el paso de su ejército en fuga, mientras él y su comitiva escapan en dirección este a través de las montañas, por la ruta de las caravanas que van a Media. Le sigo el rastro hasta que oscurece, ordeno un alto para que descansen los hombres y los caballos hasta la medianoche, y después continuamos hacia Arbela, donde llegamos a la mañana siguiente. Darío nos lleva una ventaja de varias horas. La carretera está llena de fugitivos. No podemos pasar.
Aretes, que ha conseguido la gloria en esta batalla, se me acerca. Los flancos de su caballo están cubiertos de cal; su rostro e incluso los dientes, están negros con la sangre seca y la suciedad.
—Deja que el rey se marche, Alejandro. Está acabado. Nunca más volverá a reunir un ejército.
No estoy dispuesto a atender ninguna solicitud para que desista. Continuamos avanzando por las estribaciones. Decenas de miles de fugitivos nos preceden; vemos a los grupos que entran en cañones sin salida; no tienen guías, igual que nosotros. Uno de los capitanes de Aretes ve a un mulero que va por una senda apartada de las demás. Vamos a por él. Le juro que lo convertiré en un hombre rico si nos guía a través de estas montañas, pero que le cortaré el cuello si nos engaña.
Durante dos horas nuestro grupo avanza por un camino sinuoso que no es más ancho que la meada de un toro. Los abismos se abren a nuestro lado. Cada vez que Clito descarga un latigazo en la espalda de nuestro guía y afirma que se huele una trampa, el hombre jura por todos los sabios del cielo. «¡El sendero es bueno, señor! ¡Es bueno!». Nos conduce por el último tramo de la ascensión con la promesa que desde la cumbre veremos el camino de las caravanas por donde ha escapado Darío. Pero cuando llegamos, el sendero acaba en el vacío.
El mulero intenta escapar. Nuestros hombres lo persiguen. Lo capturan y me lo traen. No estoy enojado; admiro su ingenio y su valor.
—Has protegido la vida de tu rey —le digo—, pero has perdido la tuya.
En el camino de regreso, mis compañeros se entregan al entusiasmo. No hay nada que se interponga entre nosotros y Babilonia y Susa. ¡Escogeremos esposas entre las mujeres más bellas de los harenes de Asia y comeremos en platos de oro!
—El imperio es tuyo, Alejandro. ¡Salud, señor de Asia!
Mi daimon mira más allá. Sabe que con la fuga de Darío quizá he eliminado a un adversario, solo para que otros dos ocupen su lugar. El primero, el imperio persa, cuyo gobierno se ha convertido ahora en una carga para mí. El segundo, mi propio ejército que, engordado con el botín, soñará con la tranquilidad y el goce y retomará a regañadientes, si es que lo hace, el camino a la gloria.
No tengo consuelo. Darío se ha escapado una vez más.