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LOS ROMBOS EN EL VIENTO

Vemos desde un kilómetro las estacas colocadas por los persas que marcan los límites de las pistas preparadas para los carros falcados. Son cañas de dos metros cuarenta de altura, con cintas rojas en las puntas. Nuestros jinetes de vanguardia las arrancan entre las aclamaciones de la tropa.

Avanzamos ahora por el terreno preparado para matarnos. Han alisado la llanura; las tres pistas para las «cortadoras» de Darío se ven inmaculadas. Dos miden cuatrocientos cincuenta metros de ancho, y la tercera, novecientos. Aún estamos demasiado lejos para ver los carros. Creemos ver los destellos del sol en las cuchillas, pero quizá sea nuestra imaginación.

Hefestión cabalga a mi lado izquierdo, al mando de la agema de los guardias reales. Si caigo, él asumirá el mando del ala derecha. Clito el Negro avanza a mi derecha; tiene a sus órdenes el escuadrón de los compañeros. Telamón cabalga a la izquierda de Hefestión, con Ptolomeo y Peucestas. Rizos de Amor está al lado de Clito. Están aquí por sus dotes para el combate y porque puedo enviar a cualquiera de ellos a cualquier parte del campo a sabiendas que morirán antes que fallarme.

Los ingenieros de Darío han sembrado los márgenes del campo con los abrojos de hierro para mantener el avance de la caballería dentro de la zona donde actuarán los carros falcados. Pero el enemigo no puede sembrar estas púas por todo el espacio en tre nuestro frente y el suyo; tiene que dejar limpios centenares de metros; de lo contrario, su propia caballería, cuando cargue, se encontrará con las púas. Mi plan es avanzar dentro del corredor marcado solo hasta que las filas de la vanguardia lleguen al espacio abierto. Luego, nuestro frente se desviará bruscamente a la derecha para salir cuanto antes del radio de acción de los carros.

Antes de que comience la batalla, también he mandado pregonar un anuncio por todo el campamento dirigido a los civiles que siguen al ejército: cualquiera que lo desee, bajo su única responsabilidad, puede salir antes de que avancen las tropas y recoger las púas; podrán quedarse con todas las que recojan y vender el hierro. Ahora los soldados presencian un espectáculo realmente fantástico; multitud de jóvenes —los hijos de los vivanderos y las lavanderas, los mocosos de los arrieros, los chicos de los muleros, de los cocineros y chamarileros, e incluso algunas de las prostitutas— se lanzan delante del ejército, muchos de ellos descalzos, todos desarmados y sin corazas, a pesar de las descargas de los arqueros que el enemigo ha apostado en los flancos e incluso entre los campos de púas precisamente para rechazar una acción como esta. Los más osados y ambiciosos de nuestros chatarreros permanecen en el campo el tiempo suficiente para incluso recoger las flechas del enemigo, que también tienen valor. El resultado es que el campo queda limpio, por lo menos hasta la mitad, con una celeridad sorprendente.

Ahora el frente enemigo es visible. Su longitud es el doble de la nuestra; parece extenderse de un extremo al otro del horizonte. Cuanto más avanzamos, más quedan expuestos nuestros flancos a las alas persas.

Marchamos al paso. A mi izquierda avanzan los ocho escuadrones de la caballería de los compañeros. Su formación es de cuñas de medio escuadrón. Los dientes de dragón. Paso por su frente al trote y recorro la línea, por la izquierda. Controlo su avance, llamo a los jinetes por su nombre y dejo que vean mi rostro y mis colores. Los correos y los ayudantes van y vienen con informes del enemigo, de las alas, de la distancia.

Nosotros también hemos marcado la llanura. Unos jinetes actúan de banderolas humanas para señalar la zona del avance. A los novecientos metros, donde comienza el terreno limpio de púas, ordeno a las trompetas: «¡Caballería, desviación medio derecha!».

Los portaestandartes se desvían en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Detrás de ellos los capitanes y los dedarcas imitan la maniobra; las brigadas los siguen. Las avanzadillas armadas con proyectiles persiguen a los cazadores enemigos. Nuestro avance es como el de un hombre que vadea un río. Apuntamos corriente arriba en diagonal; nuestro paso también es sesgado. Nos movemos a la derecha, cada vez más a la derecha, siempre a la derecha.

Darío todavía no puede ver nada de todo esto. Novecientos metros es mucha distancia. Pero sus exploradores sí lo ven. Telamón me señala a un par de ellos montados en purasangres, que galopan hacia su rey. Vemos a otros dos, y después a un quinto, todos portadores del mismo mensaje.

Continuamos siempre a la derecha por un terreno que solo está limpio de abrojos en parte. Nuestros objetivos son dos: salir de la zona preparada y hacer que Darío se mueva.

¿Durante cuánto tiempo permitirá el enemigo que nos desviemos?

¿Dejará que nuestra ala derecha rodee su izquierda?

Mientras nuestro cuerpo principal se mueve hacia la derecha, yo voy a la izquierda, por delante de nuestro frente a lo largo de casi un kilómetro y medio, hasta donde se encuentra Parmenio, que está al mando del ala. A sus setenta años, el general todavía cabalga como si fuese un joven lancero. Repasamos el plan por última vez. Filotas nos alcanza a todo galope, después de seguirme durante novecientos metros desde la derecha.

—¡Me estás haciendo sufrir, Alejandro!

Se refiere a que quiere verme de nuevo en la derecha antes de que comencemos a combatir en serio. Tira brutalmente del bocado de Adamantine, su zaino de diecisiete anos.

—No hagas eso, le haces daño.

Filotas se echa a reír.

—¡No siente nada y yo tampoco!

—¡Puede, pero no está borracho como tú! —le grita Parmenio a su hijo.

Hay algo que debo admitir de Filotas: es un fanfarrón nato.

Además, todos hemos bebido lo nuestro. Se quema con la acción. Hago caso de la advertencia de Filotas. Volveré a mi puesto, a su zaga.

—¡Manda a los honderos de Balacros hacia delante!

—Ve —responde Parmenio.

Mi grupo y yo volvemos a pasar por el frente al galope. Balacros es un oficial macedonio al mando de un cuerpo mixto formado por quinientos agrianos armados con jabalina y el mismo número de arqueros y honderos reclutados entre los montañeses de Tracia. Han venido por el oro y se lo han ganado. Ahora se lanzan hacia delante, a pie, por la derecha, entre los espacios que separan a los escuadrones de la caballería de los compañeros, y ocupan sus puestos delante del avance. Los tracios están tatuados, llevan las piernas desnudas y se cubren la cabeza con gorros de piel de zorro; los agrianos van en parejas formadas por padres e hijos, con sus mastines cazadores de osos, unas grandes bestias peludas que morirán escudándolos si caen.

La tarea de Balacros es detener los carros falcados. Sus tropas utilizarán los proyectiles para romper la carga de las máquinas antes de que arrollen a los escuadrones de la caballería de los compañeros.

Este es el orden del ejército de Macedonia, de derecha a izquierda, mientras avanzamos.

Primeros por la derecha, los arqueros, los lanzadores de jabalinas y los honderos de Balacros, un millar. En el ala: la caballería mercenaria con Menidas, setecientos; los lanceros reales con Aretes, ochocientos; la caballería ligera peonia de Aristón, doscientos cincuenta; la otro mitad de los honderos agrianos con Atalo, quinientos. Después vienen los quinientos arqueros macedonios que manda Brison; a continuación los mercenarios veteranos de Cleandro, que son seis mil setecientos, un cuerpo de infantería armado con la lanza larga que utilizarán contra la caballería. Estas unidades forman la guardia del flanco derecho. Su misión es contener lo que Darío lance contra nosotros por el flanco.

A la izquierda de ellos avanzan los ocho escuadrones de la caballería de los compañeros al mando de Filotas, reforzados hasta llegar a dos mil ciento cuarenta. Luego Hefestión con la agema de la guardia real, que son trescientos; después, las tres brigadas de guardia que comanda Nicanor, reforzadas hasta sumar tres mil quinientos. A continuación las falanges de sarisas en seis brigadas de mil quinientos hombres cada una, a las orden de Coenio, Pérdicas, Meleagro, Poliperconte, Simmias Andromenes (que reemplaza a su hermano Amintas, que está con los reclutas macedonios) y Crátero. Al costado de estas tropas de infantería avanza la mitad de la caballería griega aliada al mando de Erigios, y los ocho escuadrones de la caballería tesalia, la mejor del mundo después de mis compañeros, a las órdenes de Filipo, el hijo de Menelao. Al otro lado de Parmenio, al mando del ala izquierda, cabalgan los jinetes del escuadrón farsalio, que son sin duda los más valientes y los más brillantes entre los tesalios.

Detrás de estos, a intervalos de quinientos pasos, he desplegado una segunda falange de infantería compuesta por los aliados griegos; los mercenarios de Arcadia y Aquea; la infantería ligera de los ilirios, los tríbalos y los odrisios; los arqueros y honderos de Siria, Panfilia y Pisidia; con quinientos mercenarios del Peloponeso al mando del espartano Pausanias, que ha abandonado el servicio a Darío, hasta sumar algo menos de mil seiscientos hombres. A estos les he dado la orden de permanecer atentos y dar media vuelta en el caso de que los rodeen; las unidades en las alas tendrán que cerrarse con la tropa de los flancos para formar un «erizo», un rectángulo defensivo erizado de lanzas, si es necesario. Entre las falanges de la vanguardia y la retaguardia están los escuderos con armas de recambio y los mozos con las monturas de refresco.

Las tropas que protegen el flanco izquierdo están dispuestas como en el derecho, en un rombo modificado: cuatrocientos jinetes de la caballería griega aliada al mando de Coerano; cinco mil novecientos soldados de la infantería ligera tracia a las órdenes de su compatriota Sitalces; trescientos cincuenta jinetes de la caballería odrisia al mando de Agatón, y quinientos arqueros cretenses a las órdenes de Amintas. Estas unidades, como sus compañeros en el flanco opuesto, tendrán que soportar el asalto que lance contra ellos el ala derecha de Darío, con sus magníficas tropas de caballería capadocia, armenia y siria a las órdenes de Mazaios. Delante, para romper la carga enemiga, he situado a novecientos jinetes mercenarios que dirige Andrómaco, una unidad de una osadía extraordinaria. Parmenio ostenta el mando de todo el flanco izquierdo y Crátero manda la infantería de dicho flanco. La derecha es mía.

Continuamos avanzando en oblicuo. Nuestras unidades situadas más a la derecha ya han salido de las pistas preparadas para los carros falcados. Muy pronto los escuadrones de los compañeros también las habrán dejado atrás. Darío da réplica a nuestro avance. Ha puesto en marcha a todo el flanco izquierdo de su frente, para seguir nuestro movimiento en diagonal. Es algo que no podrá hacer eternamente. Tendrá que emprender alguna acción para contener nuestro avance lateral.

—Aquí vienen.

Telamón señala el ala persa. A seiscientos metros, Darío envía a los escuadrones del extremo izquierdo. Vemos las nubes de polvo y el movimiento de las tropas que avanzan para contener a nuestra derecha.

—Más polvo. En el centro —anuncia Rizos de Amor y me señala las compañías alrededor de Darío. Las unidades están abandonando el centro de la línea persa.

—¿Cuántas crees que son?

—Las suficientes para debilitar el vientre.

Este es el riesgo que he asumido. Es el motivo de nuestro avance hacia la derecha. Cuantos más escuadrones consigamos alejar del centro de Darío, menos serán las tropas a combatir para llegar hasta él.

Matar al rey.

Sin embargo es un juego muy peligroso atraer al enemigo contra ti. Todo depende de una buena sincronización. Si nuestro flanco se mantiene lo suficiente para permitir la carga de los compañeros, el imperio persa caerá. Si se rompe, ni un solo hombre de Macedonia saldrá con vida de este campo.

Hago una seña a Hefestión; debo ocuparme del flanco. Me responde con un gesto. Ahora ordena el avance. Si no regreso, el ejército es suyo y de Parmenio.

¿Recuerdas, Itanes, el esquema que te dibujé antes?

Caballería mercenaria (Menidas). 700

Lanceros reales (Aretes). 800 Caballería ligera peonia (Aristón). 250

La mitad de los agrianos con jabalinas (Atalo). 500

Arqueros macedonios (Brison). 500

Infantería mercenaria veterana (Cleandro). 6700

Esta es el ala que cruzo ahora. Quiero verificar su despliegue y asegurarme de que están preparados para enfrentarse al ataque. Llegamos primero donde están los lanceros de Aretes. Sus caballos están alzados. Tienen las colas levantadas, las babas chorrean de los hocicos; comienzan a toparse los unos con los otros. A noventa metros a la izquierda (hacia el frente, en relación con los persas) veo las filas de la retaguardia de la caballería mercenaria de Menidas; a la misma distancia hacia delante trota la caballería ligera peonia al mando de Aristón. Cabalgo hacia ellos. Sus monturas están tan inquietas como las de Aretes. Me digo a mí mismo que si en cualquiera de estas unidades hay una estampida, la caballería mercenaria de Menidas se irá con ellos; los hombres no podrán controlar a sus caballos.

Aristón es el comandante de la caballería ligera. Tendría que estar en la cabeza de la primera cuña, pero cuando llegamos allí, no lo encuentro. (Por casualidad ha escogido este momento para ir a hablar con Atalo, cuyos lanzadores de jabalinas, a pie, se están retrasando detrás de los lanceros). El segundo de Aristón es Milón, un sobrino nieto de Parmenio; no ha ocupado el puesto de vanguardia que Aristón ha dejado vacante, tal como mandan las normas; continúa cabalgando en su posición de número dos en el ala de la cuña en el extremo izquierdo. Rodeo la formación, con el rostro rojo de furia.

—¡Por Zeus, aquí no hay nadie al mando!

Rizos de Amor está a mi izquierda, Telamón se vuelve a mi derecha. Me toca en el hombro con el astil de la lanza.

—¡Alejandro!

Me vuelvo. Llega un correo de Menidas.

—¡Allí, señor! —Me señala un punto delante de nuestro flanco derecho—. ¿Lo ves?

De entre la nube de polvo en el ala, a una distancia de ochocientos metros, aparece una línea de jinetes en un frente de unos setecientos metros de ancho.

¡Por Hércules, es todo un espectáculo!

—¿Qué son? ¿Persas?

—Bactrianos, señor. —Jinetes de las tribus de las llanuras orientales.

El correo informa que esta división ha cabalgado en columna alrededor del frente enemigo y que, tan solo hace unos minutos, ha formado la línea de ataque. Solicita las órdenes para su comandante Menidas.

—Ya tiene sus órdenes. Atacar.

Galopo con el correo hasta su división. Menidas está en la vanguardia con los comandantes de los escuadrones.

—¡Por las crines de Quirón, estos villanos están impacientes!

Menidas es un cazador; en su casa tiene doscientos magníficos sabuesos. Ahora está tan tranquilo como si estuviésemos cazando liebres.

El enemigo todavía no ha puesto a sus caballos al galope. Avanza al trote. El polvo se levanta en oleadas; las cambiantes ráfagas de viento lo empujan detrás de ellos, así que las primeras filas parecen emerger de una niebla de color arena. La tierra de la llanura es blanda; su superficie amortigua el ruido de los cascos y hace que parezca que el sonido llegue desde el doble de lejos.

—Lleva tus cincuenta de frente. Yo traeré a los lanceros para destrozarlos por el flanco.

Quiero que Menidas ataque al enemigo de frente con las cuñas de cincuenta hombres. Yo alinearé a los ochocientos lanceros reales de Aretes para atravesar la línea enemiga, al mismo tiempo, por el flanco.

Voy a reunirme con la caballería ligera. Aristón, su comandante, regresa al galope desde la retaguardia.

—¿Estás intentando perderte la fiesta?

Mi tono le hace saber que no estoy enojado. Me informa de su ida a la retaguardia. Atalo y sus lanzadores de jabalinas, a pie, se han retrasado; Aristón le ha ordenado que corran para alcanzar a la caballería. Los arqueros y los mercenarios veteranos de Cleandro también avanzan a paso redoblado, añade Aristón. Lo felicito. Piensa y actúa como un comandante.

Le explico qué harán Menidas y Aretes.

—Retrásate y cubre a la infantería. Avanza solo si ves que el ala de caballería está muy presionada.

Envío a uno de mis mensajeros a Cleandro con la orden de que tres mil de los mercenarios veteranos avancen a paso ligero, y que los restantes tres mil setecientos mantengan la posición para blindar el flanco. Solo deben ir a la vanguardia si la situación es desesperada.

Regreso con mi escolta a reunirme con los lanceros. Los hombres me aclaman cuando aparezco. El enemigo esta más cerca, a unos setecientos metros, y se le ve con toda claridad mientras la caballería ligera de Aristón se repliega hacia la retaguardia. Le explico el plan a Aretes en pocas palabras. Es un tipo alocado; solo tiene veinticuatro años y no le tiene miedo a nadie, ni siquiera a mí. Hace un mes tuve que castigarlo, porque me trajo la cabeza de un comandante de caballería persa en lugar de entregármelo vivo para poder interrogarlo. ¿Quién puede ser el más indicado para el trabajo que tenemos por delante?

—No lo gastéis todo en la primera carga —les digo a él y a sus capitanes—. Adelante y atrás. Mantened las cuñas controlamdas. Reagrupaos cuando paséis a Menidas y volved a la carga.

Aretes me obsequia con una sonrisa.

—¿Me reprocharás, Alejandro, que te traiga otra cabeza? Aquí viene el enemigo, a todo galope.

—Mantente vivo. Te necesito.

Aretes clava las espuelas. Los lanceros se lanzan al ataque.

Nuestras tropas han ensayado esta maniobra un millar de veces y la han practicado en combate en un centenar de ocasiones. Funciona de la siguiente manera: las cuñas de cincuenta de Menidas, en la vanguardia, se lanzarán contra la tropa enemiga. Pero no buscarán la pelea; sencillamente intentarán atravesar la formación enemiga para desorganizarla todo lo posible, y luego escaparán a todo galope por el extremo más alejado. Es imposible que un escuadrón de caballería no se lance en su persecución cuando ve que el enemigo escapa. Además si dicho enemigo (que somos nosotros, la caballería de Menidas) huye en desorden (o en un aparente desorden), los perseguidores también los seguirán en desorden. Los bactrianos son nómadas del desierto; el concepto de la cohesión de la unidad les es absolutamente ajeno, como lo son todas las tácticas más allá de cargar, rodear y escapar. Son jinetes pero no soldados de caballería, guerreros pero no un ejército. Mira, ahora, qué ocurre…

Menidas carga y atraviesa la línea. La mitad del enemigo continúa la carga; la otra mitad, como una manada de lobos, da la vuelta para perseguir a Menidas. En ese momento los lanceros de Aretes los atacan por el flanco. No es necesario causar bajas para detener a la caballería; basta con romper su carga. La tropa enemiga, desordenada ahora por las cuñas que la entrecruzan, pierde el ímpetu. El enemigo ve a nuestras compañías en sus flancos y en la retaguardia. Sofrena los caballos. Se planta. Es un reflejo primario, no se puede evitar excepto si se trata de una tropa impecablemente disciplinada y con unos oficiales de primera, y no es el caso de los bactrianos.

Ahora los mercenarios veteranos de Cleandro se lanzan desde la retaguardia. No son la infantería pesada que carga con veinte kilos de escudos y corazas, sino tropas armadas con la lanza de cuatro metros, un arma terrible contra una caballería que ha perdido el empuje y la cohesión. Nuestros hombres se lanzan en formaciones sueltas llamadas «nubes» y «cuerdas». ¿Cómo puede ir a por ellas el enemigo? Solo de una en una, y para hacerlo, el enemigo debe deshacer sus filas todavía más. Nuestros hombres combaten en parejas y tríos, cargan contra los jinetes que se arremolinan, clavan sus lanzas y se dispersan. El enemigo se repliega a todo galope para reagruparse.

No me puedo quedar. Tengo que volver con los compañeros.

(Cleandro me comenta más tarde que su segundo, Mirino, llevó la cuenta de los ataques y contraataques en el ala a lo largo del día. El enemigo lanzó sus divisiones contra este cuerpo diecinueve veces, y los veteranos las rechazaron otras tantas. ¿Qué se puede decir de estos hombres? En los desfiles parecen de tercera clase. Las muchachas bonitas ni los miran, deslumbradas por la apostura de la caballería de los compañeros y la gallardía de la guardia real. Pero aquí, en la victoria más épica, estas compañías poco atractivas harán que sea posible todo lo demás. Los mercenarios veteranos de Arcadia y Aquea; conozco a estos hombres de toda la vida. Telamón sirvió con ellos cuando entró en el ejército. En Gaugamela el más joven tenía cuarenta años. Hay por lo menos doscientos que tienen más de sesenta. No hay ningún soldado que pueda equipararse a un veterano. Entre las tropas de cierta edad, nunca encuentras a un cobarde; han desertado o los han matado. Un hombre experimentado sabe el valor de la paciencia y el dominio de sí mismo. Dame un cabo veterano y quédate con el capitán; me quedaré con un capitán maduro antes que con un general. Tampoco la fuerza y la velocidad de estos veteranos está muy por debajo de los jóvenes. En la primera carga del día, vi una nube de treinta aqueos ir a por un grupo de jinetes bactrianos. Un ala controló la carga del enemigo, y la hizo volver hacia el vientre de la cuerda, mientras se cerraba el otro extremo. Las lanzas largas de los veteranos entraron en acción. En cuestión de minutos los veinte del enemigo se convirtieron en diez, y luego en cinco.

La segunda ola que nos envía el enemigo son escitas —caces y masagetas—, jinetes de la estepa que combaten con el arco y el hacha. Nuestros lanceros y los peonios abren avenidas a través de ellos. De esta manera la batalla zigzaguea y cada lado penetra al otro, lo pone en fuga, y después se retira al amparo de una pantalla de unidades de apoyo, para reagruparse, formar, rearmarse (después de sacar a los muertos y heridos del campo, junto con todas las lanzas, hachas y jabalinas en buen estado), y atacar de nuevo; el polvo y el terreno arenoso hace que los caballos y los hombres se hundan como si fuese fango.

En una batalla convencional, los combates en las alas se acaban en cuanto comienza el avance principal. No ocurre así en Gaugamela. La lucha en el flanco derecho dura tanto como el resto de la batalla, y en la izquierda, todavía más. El frente mide ochocientos metros, y de profundidad lo mismo o más. La magnitud de los choques crece por momentos; ambos bandos utilizan divisiones de refresco. Besso, gobernador de Bactriana, manda la izquierda de Darío; a una orden de su rey retira del centro persa tres mil jinetes, después seis mil y luego ocho mil. Solo puedo responder con las divisiones que componen mi flanco derecho; necesitamos todos los hombres y los caballos para el asalto principal. Las tropas que envía Besso son las que están delante mismo del rey. Vemos las formaciones, envueltas en una nube de polvo, cuando salen de detrás de la línea de carros falcados, que se mantienen a la espera mientras nuestro frente avanza hasta los cuatrocientos cincuenta metros, cuatrocientos, trescientos cincuenta.

Nuestra línea principal todavía marcha al paso. Trescientos metros nos separan del frente de Darío.

Desde el flanco, vuelvo con los compañeros. Los diarios del ejército consignan que aquel día contaba con once ayudantes y correos en la rotación; empleo solo a dos para el centro y la izquierda; los otros nueve van y vienen a la derecha. Cada mensaje que recibo es idéntico al anterior: «Envía refuerzos». La respuesta también es idéntica: «Resiste».

No puedo prescindir de los soldados, así que envío campeones. Telamón, Rizos de Amor, Ptolomeo y Peucestas. Quiero enviar a Clito el Negro pero se niega; me salvó la vida en el Gránico y tiene la intención de hacer lo mismo aquí.

Ahora vemos el puesto de Darío. Lo rodean los colores de los regimientos de la guardia, y sus propios estandartes ondean por encima de todos los demás. Una muchedumbre de tropas de infantería está delante de su puesto: los mercenarios griegos y su guardia real de portadores de manzanas; su carro de cuatro caballos está, aunque no lo vemos, entre los escuadrones de la caballería de los familiares, a unas veinte o treinta filas de la primera línea.

Ya no vemos el combate que se libra a nuestra derecha; las densas nubes de polvo nos lo impiden. Sin embargo lo oímos. Suena como un terremoto. Delante de los compañeros tengo a Balacros con quinientos lanzadores de jabalina agrianos y el mismo número de arqueros y honderos tracios. Las compañías del ala los reclaman. Pero los necesito aquí. Necesito que detengan los carros falcados de Darío cuando lleguen.

Aparecen cuando estamos a unos doscientos setenta metros.

El frente enemigo tiene cien carros de ancho. Las máquinas inician la marcha con una indolencia exasperante. Vemos los látigos de los conductores aunque no oímos los chasquidos. El sol se refleja en las hoces con un destello cegador a medida que los carros ganan velocidad. Da la impresión de que tardan un siglo.

—Los carros pesan mucho con tanto hierro —comenta Clito.

El frente de las «cortadoras» tiene casi un kilómetro de ancho. Avanza en línea recta hacia nuestros escuadrones de caballería de los compañeros y, a la izquierda de ellos, hacia los guardias reales de Hefestión y Nicanor y los dos regimientos de falanges al mando de Pérdicas y Coenio en el extremo derecho. Clito contempla la escena con una calma absoluta.

—Hermosos, ¿verdad?

Les hago una seña a él y a Filotas: ¡Orden abierto! ¡Guardad silencio!

—¡A todos los capitanes, miradme!

Miro a la izquierda, a través de tres kilómetros de campo. Este es el último momento donde desde mi posición se alcanza a ver una cuarta parte de la batalla. Los carros de Darío también cargan por aquel sector. Cincuenta van hacia el grueso de nuestras falanges; otros cincuenta contra los soldados de Parmenio, en la izquierda. La caballería enemiga realizará la segunda carga. Veinte mil jinetes de Armenia, Capadocia, Siria, Mesopotamia, Media, Partia, Tapuria, Areia, Hircania y Sogdiana. Que los dioses te ayuden, Crátero. Que el cielo te proteja, Parmenio.

Miro hacia la derecha, hacia las nubes de polvo. En algún lugar de la polvareda, más allá de las pistas de los carros pero dentro de la batalla en el ala, combaten los ochocientos lanceros reales de Aretes, mis mejores tropas montadas de asalto, después de los compañeros. El siguiente correo en la rotación es un paje de dieciséis años llamado Demades. Le han puesto el apodo de Jabalí por su cabellera erizada. No vacilará en arriesgar la vida para entregar el mensaje que ahora le transmito:

—Para Aretes, de Alejandro; retira la mitad de los lanceros; cuando se rompa la carga de los carros falcados, lanza tus cuñas contra el que tú creas que es el sector más débil del frente enemigo.

El paje tiene los ojos abiertos como platos.

—Repite el mensaje, Jabalí.

Lo hace sin omitir ni una sílaba.

—¡Jabalí, beberemos juntos en Babilonia!

Parte a todo galope y desaparece entre las nubes de polvo.

En el frente, los honderos de Balacros atacan a los carros. Oigo a Filotas que grita como si alguien le pudiera oír: «¡A los caballos! ¡Disparad contra los caballos!».

Los carros tienen que cargar por las pistas. Los conductores tienen que guiar los tiros manteniendo la separación suficiente con los vehículos que tienen a izquierda y derecha para no entorpecer su acción. Por estas brechas nuestros valientes lanzadores de jabalinas siembran la destrucción. Estas soberbias tropas, capaces de hacer diana en una tabla de treinta centímetros de ancho desde cuarenta metros, lanzan su segunda salva cuando la primera todavía está en el aire, y luego la tercera cuando ya tienen a los carros casi encima. Nuestros arqueros descargan sus andanadas a quemarropa. La carga de las máquinas se deshace. El suelo costroso es nuestro aliado; las ruedas de los pesados carros se hunden. La cal no permite que los carros alcancen su velocidad máxima. Veo que un dardo alcanza en la base del cuello al animal de la izquierda de un tiro de cuatro caballos, que se lanza directamente contra nosotros. El animal se desploma, arrastra a todo el tiro con él y el conductor sale volando por los aires como un muñeco. El tiro de su izquierda no recibe ningún impacto, pero la sorpresa de las descargas y el olor y el sonido de los hombres que corren en su línea de visión hacen que los animales se encabriten, aterrorizados; el carro se desvía bruscamente a la derecha y cruza el camino que siguen los otros. Los conductores viran para evitar las hoces. En un instante, doce carros se ven sumidos en el caos. Las tropas de Balacros aprovechan la confusión para cargar. Yo había esperado y creído que sus descargas conseguirían entorpecer la carga enemiga, pero lo que logran es ponerlas en fuga. Los carros falcados no solo deben atacar por las pistas sino que deben mantener un frente unido. De lo contrario el enemigo, nosotros, no tenemos más que separar las filas y dejar que pase el carro. Pero en el calor de la acción, los conductores más valientes y veloces rebasan a los retrasados, con la consecuencia de que se abren más brechas a lo largo del eje, además de en el frente, y quedan aislados tanto los carros más rápidos como los más lentos. Nuestros arqueros y lanzadores de jabalina los pueden atacar por los flancos sin temer la amenaza de las hoces.

Envío a mi siguiente correo con el mismo mensaje que le di a Jabalí. ¡Adelante! Lo hago por si Jabalí no hubiese conseguido llegar.

A mi inmediata derecha, la batalla en el flanco continúa librándose sin tregua. Nos enteramos más tarde de que los escuadrones de cada bando se han cruzado tantas veces en el campo que a un observador le hubiese resultado difícil decir cuántos de los nuestros estaban en el lado contrario, y cuántos de ellos en el nuestro. El combate no se concentra en un único frente o posición; no se ven formaciones que luchan agrupadas ni grupos de combatientes que caen unidos. Los guerreros caen absolutamente al azar, con una separación de un palmo. Rematan a los jinetes de uno en uno o de dos en dos cuando consiguen tumbar a los caballos o los animales se desploman a consecuencia de un tropiezo o de agotamiento. En un lugar, se alternan las cargas con un sangriento capricho: un caballero que resiste valerosamente el asalto enemigo, es rescatado por una carga de sus camaradas, que al cabo de unos minutos acaban muertos en un contraataque de aquellos que acababan de huir ante ellos. Los enfrentamientos entre centenares de hombres pasan sin que ninguno de ellos sufra ni un rasguño, mientras que los combates entre un par de hombres se convierten en retirada cuando las alas de la caballería o los grupos de la infantería salen de la polvareda para acabar con el enemigo. Los caballos reventados caen bajo el peso de los jinetes. A muchos les estalla el corazón debido al esfuerzo. Un caballo empujado más allá del límite de sus fuerzas se agarrota; sus músculos se paralizan; cae en redondo. Otros mueren por el calor. Hay docenas que sucumben únicamente por el terror. Cuando el enemigo finalmente se vuelve y emprende la retirada, los caballos de ambos bandos no están cubiertos de espuma sino de sangre. Hay centenares de ellos caídos por todo el campo. A aquellos que no están muertos o con las patas rotas se les ha exigido hasta un extremo tal de agotamiento que no podrán ser montados nunca más. Son unos animales de primera, entrenados desde que nacen y queridos por sus jinetes de una forma que nadie que no haya servido en la caballería puede llegar a comprender. Perder a un caballo valiente es casi tan malo como perder a un hombre. Hasta cierto punto es todavía peor porque un caballo no entiende por qué pelea; solo lo hace por amor a nosotros. Su pérdida es tan cruel como la muerte de un niño. No hay ninguna razón que la justifique.

¿En qué punto está la batalla? Hablé más tarde con Onesicritos (que posteriormente sería el timonel de mi flota en la India), que permaneció en el campamento y la observó desde las alturas a una distancia de cinco kilómetros. La visión, comentó, dio un nuevo significado a la palabra pandemónium. Onesicritos conocía a fondo nuestro plan de batalla y había estudiado la estrategia de combate persa; sin embargo, a pesar de tener todo esto muy claro en su mente, afirmó que no había encontrado el menor sentido al espectáculo que se desarrollaba en la llanura. Le pareció que el campo no solo se había invertido sino que también había girado sobre su eje, de forma que la derecha había pasado a ser la izquierda y que lo que debía ser la vanguardia se había convertido en la retaguardia. Para aumentar todavía más el caos estaban las inmensas nubes de polvo alcalino, que daba un aspecto fantasmal a los movimientos de las unidades y de las alas; los sonidos que llegaban hasta él hacían imposible para cualquier hombre con una cierta inclinación por la filosofía, así por lo menos lo declaró Onesicritos, afirmar que la raza humana no se había vuelto loca.

Creo su informe. El campo debió de parecerle tal como lo describió. No obstante, cuando cabalgo a la cabeza de la caballería de los compañeros todo está en orden. Las potentes divisiones de los dos bandos están luchando. Se libran grandes combates a la izquierda, a la derecha y en el centro. Sin embargo, ni Darío ni yo hemos asestado los golpes mortales. Nos encontramos en el ojo del huracán. Los compañeros avanzan, todavía al paso. Un centenar de carros falcados avanzan hacia nosotros por el frente. Millares de jinetes bactrianos, escitas, saces y masagetas cargan contra nosotros por la derecha. Por muy pretencioso que suene, todas las piezas están exactamente donde deben estar.

El primer carro falcado pasa a través de la línea de Balacros. El conductor está muerto, y su cuerpo se arrastra detrás, enredado en las riendas. Tres de los cuatro caballos están atravesados por las jabalinas y las flechas; galopan, impulsados solo por el terror. El carro se lanza sobre nuestras filas, que se separan apresuradamente, guiadas por nuestros mozos de a pie, entre las maldiciones de los jinetes y los relinchos de las bestias. Un segundo y un tercer carro se acercan; acaban volcados por una lluvia de piedras y jabalinas que lanzan los tracios y los agrianos de Balacros. Nunca he visto una furia que se parezca a la que dirigen nuestros compañeros contra estas máquinas. Las aborrecen. Nuestros caballos están tan encabritados que apenas se los puede contener. A la izquierda de cada corcel corre el mozo, con la mano derecha bien sujeta a la brida, para guiar al animal (ningún jinete podría hacerlo solo en estas condiciones) mientras utiliza su peso para impedir que la bestia se desboque, dado que en estas circunstancias lo haría hasta el caballo mejor entrenado.

La situación es grave. Si un caballo se espanta, lo seguirán todos los demás. Clito me busca con la mirada. «¿Cargamos?». La tentación de atacar prematuramente es irresistible. Estoy en constante movimiento. Voy a los márgenes de la lucha en el flanco, y luego vuelvo con los compañeros. ¿Cómo se puede dirigir este caos? El intento es agotador. Envías una compañía a la lucha, despachas a otra a otro sector. ¿Basándote en qué? ¿El sonido de la lucha? ¿Un mensaje de hace unos minutos? La prueba más dura de la capacidad de mando consiste en lo siguiente: tomas decisiones de consecuencias fatales basadas en una información absolutamente inadecuada.

El estrépito aumenta hasta grados de locura en la derecha. La tensión llega al máximo. Los caballos sin jinetes aparecen de entre las nubes de polvo y cruzan al galope la formación de los compañeros. Ordeno a Clito que espere. Más carros se lanzan contra nosotros. Todos los hombres y los caballos están fuera de sus casillas.

Continuamos avanzando al paso. Todavía se ve. A pesar de los remolinos de polvo, aún se puede ver a través de las brechas abiertas por el viento. También estas comienzan a cerrarse a medida que recrudece la lucha en el flanco. Vemos caer flechas. En la vanguardia el choque entre los carros y nuestras tropas supera lo imaginable. En la formación, se desboca uno de los caballos, y se lleva con él al jinete y al mozo. Otros dos amenazan seguirlo. El terror está enloqueciendo a los animales. Clito está a mi lado y dice: «Ponedlos al trote».

Doy la orden. Avanzamos al trote; los caballos se tranquilizan. Entre mis piernas, Bucéfalo es una montaña. Él, que en los desfiles piafa y corcovea, se convierte, con el sonar de las trompetas, es la personificación de la calma. Debería ser yo quien lo calmara, pero es él quien me tranquiliza a mí.

En estos momentos todo se reduce a Aretes, que está en algún lugar delante nuestro con sus cuatrocientos lanceros. Envío a un tercer correo, después del que envié a continuación de jabalí, y a otro después de este. Llamo a Clito: «¡Negro!». Si los escuadrones de Aretes no pueden cargar, enviaré a la real. No puedo destinar a nadie más; el destino de todos depende de la carga de los compañeros contra Darío.

¿Te cuento demasiados detalles, Itanes? Debes saber cómo se desarrollan los sucesos en una batalla real. La ceguera, el trastorno, la suerte. El asalto del enemigo por la derecha nos presiona hasta tal punto que los defensores de nuestro propio flanco, que luchan lanza contra lanza, retroceden a través del ala de la formación de los compañeros. Las flechas caen entre nuestras filas. Estamos a un tris de que se rompa la cohesión de nuestros escuadrones.

Ahora carga Aretes.

No podemos oírlo ni verlo, pero lo intuimos por el polvo y la sensación que hay en el campo.

—¡Contened vuestros caballos! —grito, aunque ni siquiera Clito el Negro, que está a mi lado, puede oírme. Las órdenes de Aretes son encontrar el punto débil, que está donde los persas han retirado las unidades que ahora combaten en el flanco y cargar por allí. Lo seguirán los compañeros.

Pero en ese momento (aunque no lo sabremos hasta al cabo de varios días), cuando se dirigen hacia él, dos mil soldados de la caballería india del enemigo, llamados desde el ala por Darío, salen de entre las nubes de polvo directamente en el camino por el que llegan a todo galope los cuatrocientos hombres de Aretes. Yo no lo veo. Está más allá del alcance de mi vista, entre la polvareda; de todas formas tampoco lo hubiese visto en un campo absolutamente despejado, porque me lo impide el choque entre los carros falcados y nuestros arqueros y lanzadores de jabalinas. Más tarde, Aretes comentó que en aquel momento creyó que todo estaba perdido. Sin titubear ni un segundo, cargó con sus cuatrocientos contra los dos mil indios. No se le ocurrió hacer otra cosa. Solo sabía, dijo, que cualquier indecisión podía ser fatal. Tomó la decisión y se lanzó a todo galope; así se la comunicó a sus hombres, sin utilizar voces ni señales, sino solo con la dirección que él mismo había tomado.

Por este acto lo recompensé, cuando tomamos Persépolis, con quinientos talentos de oro, una suma equivalente a la mitad del tributo anual del imperio de Atenas cuando este estaba en la cumbre de su poder.

La suerte tiene mucho que ver en la guerra, y aquí, en este instante, nos vuelve a sonreír. Mientras Clito el Negro lleva al escuadrón real hacia la derecha, para cargar a la zaga de Aretes, por si este fracasa, me encuentro con la derecha de su cuña de vanguardia. La formación que he ordenado es la que llamamos «lado más uno», o sea, una cuña reforzada en un ala, en este caso la derecha, porque la misión del escuadrón real, que reemplaza a Aretes, es abrir una brecha para que pase el grupo principal de los compañeros, que la seguirá, y proteger el flanco débil de este grupo (su derecha mientras gira a la izquierda y carga contra el frente enemigo para llegar a Darío) contra la tropa enemiga.

La fortuna ha querido situarme aquí, junto a Clito, cuando su segundo, llamado Alejandro, sale de entre el polvo a galope tendido.

—¡Aretes está en combate! —grita Alejandro. Resulta que Clito, como el extraordinario oficial que es, envió por decisión propia a unos cuantos exploradores en el momento en que llamé a la real para que fuera al ala, y que estos exploradores han observado la aparición de los dos mil jinetes indios y la carga de los lanceros de Aretes contra ellos. ¿Dónde? Alejandro señala hacia las nubes de polvo. Oímos el estrépito del combate un poco más a la derecha.

Allí es donde estará el punto débil.

Hago dos cambios. Mando al escuadrón real a la vanguardia de los compañeros (es allí donde cabalgaré, con Clito a mi lado) y que otro escuadrón, el de Bottia, ocupe la posición que llamamos «puño», que está inmediatamente detrás del escuadrón real. Quiero disponer de la fuerza necesaria para penetrar.

¿Te parece una locura, Itanes, que yo, con una vigésima parte de la fuerza de Darío, pretenda atravesar su puerta y retorcerle su real pescuezo?

Sé qué tengo yo y qué no tengo.

Sé qué tiene él y qué no tiene.

Los compañeros y yo nos lanzamos a través de las nubes. Las grandes recompensas solo se consiguen tomando grandes riesgos.