LA JOROBA DEL CAMELLO
Cabalgo sobre Corona cuando descendemos de la cadena de colinas llamadas Arouck. Bucéfalo me sigue, guiado por mi mozo Evagoras. Bucéfalo lleva puesto el cabezal con la cinta de adorno, y la liviana montura de combate, pero Evagoras carga con los protectores de las patas y el peto a la espalda. Mi caballo tiene diecisiete años. Lo montaré solo para la carga final.
Las hombreras de mi coraza permanecen levantadas y sobresalen junto a mis orejas como alas. No las bajaré hasta que lleguemos a la línea final. Quiero que el ejército lo vea. Les dice que pueden respirar tranquilos. Su rey tiene tanta confianza que ni siquiera se ha acabado de vestir.
La bajada hasta la planicie es de poco más de un kilómetro y medio. Descendemos en formación de combate. Nuestro frente tiene una longitud de dos mil cuatrocientos metros. El del enemigo, cuando lo medimos después de la batalla, es de cuatro mil doscientos setenta y cinco. Nos supera en bastante más de un kilómetro y medio.
La fecha es 26 boedromión, finales del verano, en el arcontado de Aristófanes en Atenas. Este, por los documentos conseguidos aquel día, es el orden de batalla del ejército del imperio de Persia.
En el ala izquierda del enemigo, delante de la línea principal: dos mil jinetes de la caballería de Escitia, tribus salvajes de los saces y nasagetas, armados con lanza, el arco escita, y la tumak, que es un maza con púas; mil catafractas de la caballería especial de la Bactriana, provistas con jabalinas y la lanza de dos manos, y un centenar de carros falcados al mando de Megadates, el hijo de Darío. Estas son las compañías que preceden al frente.
Detrás, en una doble fila de escuadrones: cuatro mil ksatriyas indios, arqueros de infantería de un país al oeste del Indo; cuatro mil arqueros montados de Areia al mando del sátrapa Satibarzanes; mil jinetes de la caballería real aracosia a las órdenes de Barsaentes, un familiar de Darío. A la izquierda de estos, mil seiscientos soldados de caballería bactriana y daan al mando del primo de Darío, Besso, que ostenta el mando general del ala izquierda; dos mil arqueros montados indios; caballería real persa mezclada con infantería, cinco mil mandados por Tigranes, que luchó con gran valor en Iso; después, mil de la caballería susiana; dos mil de la caballería y la infantería cadusia. Luego, formando parte del ala de la guardia real de Darío, diez mil mercenarios de infantería griega al mando del capitán focio Patron; mil de la caballería de los familiares dirigidos por Oxatres, el hermano de Darío; cinco mil «portadores de manzanas», la guardia de infantería de élite, que reciben ese nombre porque llevan una manzana de oro, en lugar de una púa, en el extremo de la lanza que se apoya en el suelo. Delante de estos hay cincuenta carros falcados y quince elefantes de guerra indios con sus conductores y sus torretas acorazadas y seiscientos soldados de la caballería real india, cuyas monturas están entrenadas para combatir junto a los elefantes; estos están apoyados por los que llaman carianos deportados, que son mil hombres de infantería pesada, y quinientos arqueros mardian. Detrás, Darío en persona, protegido por la derecha por otros mil del regimiento de la caballería de honor persa, otros cinco mil portadores de manzanas y otros cinco mil mercenarios de infantería griega al mando de Timondas, el hijo de Mentor. Este es el centro de la línea. A su derecha, en una extensión de dos mil cuatrocientos metros: la infantería y la caballería cariana, más caballería india, más mercenarios griegos; albaneses y sittacenianos de infantería y caballería: caballería tapuriana e hircania del sur del Caspio; arqueros a caballo de Escitia al mando de Mauaces; los partos de Fratafernes y la caballería de Aracosia; la caballería real media de Atropates, y la caballería de Siria y Mesopotamia a las órdenes de Mazaios, que ostenta el mando de la derecha persa. Delante de esta ala hay otros cincuenta carros falcados; la caballería de asalto capadocia de Ariaces, y la caballería armenia de Orontes y Mitraustes. Luego la multitud de la leva provincial a retaguardia: los uxianos de Oxatres; los babilonios de Bupares; los reclutas del mar Rojo de Orontobates; los sitacenianos de Orxines, y otros en un número incalculable.
Al descender por la ladera vemos con toda claridad las tres pistas preparadas por los ingenieros de Darío para los carros falcados. Unas estacas indican los márgenes, con banderolas que ondean al viento a la altura de los ojos de un hombre a caballo, para que los conductores de los carros las vean por encima de las nubes de polvo.
A nuestra derecha, cuando entramos en el llano, hay novecientos metros sembrados con los abrojos de hierro. Darío pretende conducirnos al camino de las «cortadoras». El frente persa está a dos kilómetros. Sus exploradores recorren nuestro frente, fuera del alcance de las flechas, en caballos que valen la paga de toda la vida de un hombre. Nuestros lanceros los espantan. Ordeno un alto.
Los escuderos corren con los odres de vino. Hacemos una pausa para reparar lo que se ha roto: los cordones de una sandalia, la cuerda de una sarisa; las correas de un escudo, y mil cosas más.
¡Formad la línea! ¡Mead donde estáis!
Los comandantes se reúnen alrededor de mis colores: Parmenio, Hefestión, Crátero, Pérdicas, Ptolomeo, Seleuco, Filotas y dos docenas más. Volveremos a repetir lo que ya hemos repetido cien veces.
Avanzar en línea. Tomar la oblicua a mi orden. Todas las filas se mantendrán en silencio hasta el momento del asalto. Aceptar, obedecer y transmitir todas las órdenes rápida y fielmente.
Los comandantes se dispersan para ir a reunirse con sus unidades. Hago una seña a Evagoras. Se acerca al trote con Bucéfalo. Mi primer paje sujeta la brida.
Cincuenta mil gargantas me ovacionan.
Me paso de la montura de Corona a la de Bucéfalo. Mi lanza. El casco. Una segunda ovación y una tercera. Las lanzas golpean contra los escudos. Troto hasta la vanguardia, flanqueado por la guardia real, Hefestión, Clito el Negro y Telamón.
El polvo barre la llanura. Los estandartes ondean en dirección nortesur, aunque algunas rachas violentas y de dirección cambiante levantan polvaredas. El penacho del casco me molesta. Arranco 'las plumas y dejo que se las lleve el viento.
—¡Por Zeus, nuestro guía y salvador!
Allá vamos.