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Marchamos en dirección este hacia el Tigris.

Marchamos en dirección este hacia el Tigris.

Unas bien fundadas consideraciones militares lo recomiendan, pero la verdad es que he tomado la decisión basándome en un sueño. El dios Miedo se me aparece con la forma de una pantera. La bestia es tan negra que parece hecha por la noche. La rastreo en la oscuridad. En el sueño necesito alcanzar a la pantera y escuchar lo que tenga que decirme. No tengo luz ni armas; avanzo, sobrecogido por el temor de que tropezaré con ella en la oscuridad y me hará pedazos. Me despierto tembloroso.

Tenemos a dos videntes egipcios en el ejército, además de nuestro propio vidente, Aristandro. Los consulto por separado. Los dos egipcios afirman que la pantera es Darío; ambos descartan mis temores porque los atribuyen a nuestra actual falta de información; nuestros exploradores han perdido contacto con el ejército persa; el sueño no señala otra cosa que esta comprensible preocupación.

Aristandro no hace ninguna interpretación de la pantera. Sin la menor vacilación me pregunta:

—¿Qué dirección señala el rastro de la bestia? Señala hacia el este.

La bestia no es Darío. La bestia es el miedo.

Hay cuatrocientos setenta kilómetros desde Tapsaco hasta el Tigris. ¿Por qué esta ruta? Mis comandantes esperaban que siguieramos la otra, la que lleva al sur hasta el valle del Éufrates. Ese camino es claramente el más fácil; recto por la carretera real, una marcha de un mes o mes y medio hasta Babilonia. Tendremos el Éufrates a nuestro lado; habrá abundancia de forraje en los campos irrigados; se pueden transportar los suministros por el río desde los territorios que ya hemos conquistado.

Pero Darío quiere que me acerque por este camino. ¿Por qué si no ha enviado a Mazaios con una fuerza tan débil para contenerme? ¿Por qué él y Satropates se han retirado después de un breve intento de incendiar los campos?

El enemigo quiere que siga la ruta del Éufrates. Me ofrece el cebo para que lo muerda. No hay duda de que sus ingenieros han preparado campos de batalla a lo largo del camino, en las diversas llanuras que son ideales para el despliegue de su gran ejército; su base de aprovisionamiento está allí, en Babilonia; dispone de excelentes carreteras y del río y los canales para transportar a sus hombres y a sus equipos.

No puedo ir por ese camino. Por la carretera real pasaríamos por la parte más calurosa del país, un corredor irrigado entre desiertos ardientes. La red de canales forma una fortificación natural… el enemigo puede inundar los campos para retrasar nuestro avance o tender emboscadas para asaltarnos por los flancos. La cosecha ya está recogida; solo quedan los rastrojos. Para conseguir el grano almacenado tendríamos que sitiar las ciudades amuralladas. ¿Licores? Los únicos licores disponibles serían los que cargamos. Después está el calor. Perderíamos a un hombre de cada cinco si caminamos por esa parrilla, sin contar a los caballos, y aquellos que no cayeran por el sol sucumbirían a la apestosa agua del río. Tengo a quince mil soldados de refresco que vienen desde la patria; si me lanzo al sur a lo largo del Éufrates no nos alcanzarán hasta que sea demasiado tarde; si tomo una ruta más larga, existe la posibilidad de que nos alcance.

Pero lo que lo decide todo es una cuestión estratégica: tomar la ruta del Éufrates no le da al enemigo ningún incentivo para moverse. Darío se limitará a esperar en Babilonia, en los campos que ha preparado para nuestra matanza, ocupados en sembrar sus abrojos y allanar los caminos por donde lanzará a todo galope sus carros falcados.

Yo voy al este y no al sur. Lejos de Babilonia, a las estribaciones del Taurus armenio. La caballería de Hefestión aleja de nuestra retaguardia a los exploradores de Mazaios. Que Darío me pierda de vista. Dejemos que se pregunte: ¿Dónde está Alejandro?

Nuestra columna sigue el Camino Alto, la vieja carretera militar. En las alturas se está más fresco. La hierba está todavía verde, y no convertida en paja como en las llanuras. El grano cosechado se guarda en aldeas indefensas; lo cogemos sin problemas. Bebemos el agua fresca y cristalina de los arroyos de montaña. ¿Puede Darío cortarnos la retaguardia? Es un riesgo. Pero para hacerlo, tiene que separar de su ejército principal una fuerza con el poderío suficiente para enfrentarse a todo nuestro ejército (porque podría ser mi propósito atraer una fuerza semejante al norte para exterminarla) y no puede correr ese riesgo y menos todavía perder el contacto con su base a centenares de kilómetros.

Que el enemigo se inquiete en Babilonia, preguntándose dónde habré ido. Que sufra mientras intenta adivinar cuál es el camino por el que apareceré. Que sus ambiciosos generales lo incordien. Que presida consejos de guerra donde los oficiales más entusiastas insistan en movimientos audaces y avances agresivos. No hay nada más terrible en la guerra que la espera. Darío no tendrá paciencia, no después de haber perdido y escapado en Iso. Tampoco sus inquietas levas de jinetes le permitirán ese lujo. Saldrá de Babilonia. Vendrá a buscarme al norte. Eso es lo que quiero. Porque cada kilómetro que ponga entre él y su base aumenta que las cosas salgan mal y los acontecimientos no ocurran como desea.

Mientras tanto me tomaré mi tiempo. Resguardaré mis flancos y la retaguardia. Daré a los refuerzos la posibilidad de que me alcancen. Alimentaré a mis caballos con hierba fresca y abrevaré a mis animales con el agua de los arroyos. Mis proveedores recorrerán los campos y mis tropas se ejercitarán. Si hay que esperar hasta el invierno para el combate, que así sea. Solo tengo que alimentar a cincuenta mil soldados; Darío tiene que atender a un millón.

Este es el plan, pero solo hasta que los exploradores regresan a todo galope, el vigésimo primer día, y me informan que Darío ha salido de Babilonia. Ha cruzado el Tigris, comunica uno de nuestros jinetes, y avanza hacia el norte, a marchas forzadas, con todas sus fuerzas, para tener al río —tigris significa «flecha» en persa, por la velocidad de su corriente— entre él y nosotros como una línea de defensa. Nos encontramos a ciento noventa y cinco kilómetros del vado más cercano cuando recibimos esta información. Mando que la columna se desprenda de todo menos de las armas. Miro los partes del día para saber la velocidad del avance. Cuarenta y tres kilómetros, cincuenta, cuarenta y ocho, cincuenta y cuatro; llegamos al vado en cuatro días y lo cruzamos cuando Darío todavía está a ciento sesenta kilómetros al sur. Ningún otro ejército ha recorrido tanta distancia a tanta velocidad.

Pero el ritmo de la marcha ha devorado nuestras fuerzas. El cruce del Tigris ha estado a punto de acabar en fracaso, porque el agua llega a la altura del pecho de los hombres y se mueve con la velocidad de un caballo al galope. Formamos cuatro líneas de caballería a través del vado, dos arriba y dos abajo, y las sujetamos con cuerdas, mientras la infantería cruza por el centro. Las dos filas de arriba sirven de escollo para reducir un poco la impetuosidad de la corriente, y las dos de abajo forman un muro para pescar a los hombres y las armas que arrastre la corriente. Vivimos cuarenta y ocho horas de angustia hasta que acaba de cruzar todo el ejército. Los hombres están exhaustos y ahora son presa fácil de los rumores y el miedo.

La caballería enemiga está incendiando los campos que vamos a cruzar. Han convertido la tierra en ceniza a lo largo de kilómetros; densas nubes de humo tapan el sol. Por la noche, las llamas alumbran el horizonte. Es el paisaje de mi sueño.

Abundan los augurios y los presagios. Todo los cuervos que aparecen en el cielo, todas las serpientes que se arrastran por el polvo alimentan las conjeturas supersticiosas de los hombres. Basta que alguien grite en sueños para que a la mitad del campamento lo domine la histeria. Una cabra pare un cabrito con tres cuernos; es un presagio de muerte, afirman los profetas de andar por casa. Los exploradores que buscan agua encuentran una charca que, con los rayos del sol, se enciende. ¿Acaso nadie ha oído hablar nunca de la nafta? Se convierte en un trabajo continuo para nuestros videntes inventar interpretaciones positivas para todas estas tonterías.

El temor nos ha infectado. Irracional, inexplicable, inexpugnable. Doblo el número de exploradores y triplico sus recompensas. Llega la caravana con las máquinas de asedio. Tenemos que movernos deprisa. Nuestro joven ingeniero Equécrates construye un puente de pontones a través del Tigris, y nos apresuramos a cruzar el equipo pesado.

¿Dónde está el enemigo?

Comienzan a aparecer los desertores de su campamento. Los exploradores los traen, maniatados y con los ojos vendados: mercenarios disconformes, vivanderos a los que han arrebatado sus productos, mujeres violadas. Las normas indican que hay que mantener segregados a los fugitivos para evitar que los rumores corran por el campamento. Nunca sirve de nada. Hasta el más disparatado bulo se propaga como el fuego. El enemigo ya no es un millón. Ahora son dos millones. Tres. Un fugitivo dice que cruzó la llanura de Opis después de que hubiese pasado la caballería de Darío; la tierra humeaba con el estiércol de los caballos a lo largo de setenta kilómetros. Otro afirma que en su ciudad tuvieron que asar mil bueyes y que los soldados de Darío se los comieron de una sentada, y solo eran los oficiales.

Nuestros hombres marchan en «literas», pelotones de ocho, de forma que puedan desarmar las sarisas y atarlas en un haz, que dos de los hombres cargan a hombros por turnos. Los pelotones siempre ríen o maldicen mientras avanzan. Ahora solo oigo silencio. Los hombres caminan sin hacer comentarios ni protestar, cada uno cargado con la sarisa, a menudo sin desmontar, y con la cabeza gacha. En ocasiones como estas, el ritmo de los acontecimientos amenaza con escaparse de las manos. La tentación es dejar de pensar y ceder al impulso. Esto es algo que se debe evitar a cualquier precio.

Detesto las inspecciones. Pero ahora es necesario hacer una, para tranquilizar a los hombres y comprobar que no falta nada. Piedras de amolar. Astiles de recambio. Correas. Regaño a un suboficial que lleva el casco en la mano. ¡Átalo al macuto, maldita sea! Vinagre para purificar el agua. Sebo para los pies de los hombres. Por Hércules, si me entero de que un hombre no puede seguir porque tiene los pies llagados, lo obligaré a caminar con las manos.

Ahora me reúno con los generales tres veces al día. Duermo dos horas al mediodía y una por la noche. Bucéfalo está maneado delante de mi tienda, y mi escudero Evagoras tiene mi equipo de combate siempre a punto. En estos momentos mi actividad se ciñe a infundir confianza en los hombres. Sus miradas no se apartan de mí ni por un instante. Poco a poco el miedo va desapareciendo, hasta que, dos noches después de la inspección, se oscurece la luna y desaparece del cielo.

Un eclipse.

—¡Justo lo que necesitábamos! —maldice Crátero, al ver que los veteranos de veinte campañas se acurrucan en grupos, miran el cielo y murmuran supersticiosamente. ¿Hemos de convertirnos en maestros y explicarles las relaciones astronómicas entre el sol y la luna?—. ¡Traed a esos egipcios soplapollas! —grita Crátero, refiriéndose a los videntes—. ¡Por las pelotas de Hades, más les valdrá inventarse alguna historia interesante!

Lo hacen. No recuerdo exactamente qué cuentan. Algo referente a que los persas eran la luna y nosotros el sol. Calma el miedo de los hombres. Por ahora.

—Lo mejor será hacerlos marchar —opina Telamón. Lo hago.

Sudor.

Velocidad.

Acción.

Estos son los antídotos contra el miedo.

Sin embargo no funcionan. Esta vez no. Los exploradores han localizado el campamento base persa, a noventa kilómetros al sur en un cruce de carreteras en Arbela. Otros jinetes confirman que el ejército de Darío se encuentra a unos sesenta kilómetros de nosotros, después de cruzar una corriente llamada Licos. El río Lobo. Allí está la extensa llanura de Gaugamela. Los persas están preparando el terreno. Tienen doscientos carros falcados y quince elefantes de guerra indios.

Ordeno que encierren a los jinetes que han traído este informe. No quiero que salgan ni siquiera para mear; así impediré que corran los rumores. No sirve de nada. El eclipse nos ha inquietado a todos. Y este maldito desierto… Es como cruzar una hoguera. No hay nada vivo. ¿Estamos en el infierno?

Gaugamela, o su colina, Tell Gomel, que significa «joroba de camello». Nuestras tropas analizan el nombre para encontrarle algún significado oculto. ¿Es un nombre afortunado? ¿Presagia un desastre?

Pregunto a Telamón de qué tienen miedo los hombres.

—Tú lo sabes —responde.

No lo sé.

—Del éxito.

¿Cómo puede ser?

—Es lógico —explica mi mentor—. Con este triunfo, nuestro ejército habrá alcanzado algo que ningún otro ejército ha conseguido en toda la historia. Los hombres tienen miedo a lo desconocido. En cuanto a ti, Alejandro, serás aclamado como…

Aparece Clito el Negro, que sonríe al ver el semblante serio de Telamón.

—¿Qué mierda está repartiendo hoy este filósofo? —pregunta.

Me echo a reír.

—Augura una victoria.

—¡Hasta el más imbécil lo sabe! —grita, y se aleja al galope.

La columna continúa avanzando. Adelante y atrás, las nubes de humo negro de los incendios provocados por el enemigo tapan el cielo. Las cenizas y las chispas llueven sobre nosotros; el río está a nuestra derecha a poco más de un kilómetro pero la penumbra nos impide verlo. Las montañas al este no se divisan. Los sonidos aumentan en intensidad. Oímos galopadas fantasmales, voces de ultratumba. Incluso la tierra se sobresalta. La pisada de un hombre atraviesa la corteza y levanta una nube de polvo alcalino. El polvo se mete en la nariz y los cabellos, pintarrajea el rostro y agrieta los labios. Los cascos de los caballos levantan el pesado polvo gris que solo se alza hasta la cintura de un hombre. La columna avanza como si chapoteara. Luego, pasado el mediodía de la segunda jornada, llega el sonido que temen todos los comandantes.

Cunde el pánico.

Algo ha asustado al ejército. Nadie sabe qué es. De un extremo al otro de la columna cunde el terror. Los hombres comienzan a separarse de los compañeros, solos o en parejas, y desenfundan las armas. No tardarán en comenzar a atacarse los unos a los otros.

—¡Columna, alto!

Pasa una eternidad antes de que el ejército se detenga. Ordeno que descansen armas. Transcurre lo que parece un siglo hasta que la orden recorre los kilómetros de la columna. Por fin cada hombre deja el arma a sus pies, en el suelo.

El ejército se rehace.

Esa noche acampamos en una llanura sin ninguna característica particular. Con el crepúsculo baja la niebla desde las montañas. La vista engaña. Las cenizas impiden ver el cielo. Luego, durante la segunda guardia, de nuevo cunde el pánico.

Confunden las luces en el cielo con las hogueras del enemigo. Parecen reales, son miles y miles. Hasta yo mismo me engaño. Cuesta horas calmar al campamento.

Los dioses nos envían el viento. El cielo se despeja durante veinte minutos. Después se levanta una tormenta de arena. El campamento es un caos. Durante todo el día siguiente avanzamos en medio de la tormenta, tapados hasta las orejas, mientras la arena rasca toda la piel expuesta como si fuese piedra pómez y se aloja en todas las cavidades. Por primera oigo de mis hombres la letanía que me sigue hasta este día: hemos llegado demasiado lejos; hemos conquistado demasiado; el cielo se ha vuelto contra nosotros; estamos asustados; queremos volver a casa.

Otra noche. La tormenta de arena cesa con la misma brusquedad con la que había comenzado. Los exploradores comunican que han visto las hogueras persas. Estamos a un día de marcha. Mando que la columna abandone la formación de marcha y que forme la línea de asalto. Despliego la caballería en todos los sectores.

Los hombres se están calmando. Ahora temen algo real, no a los fantasmas.

Mediodía de la cuarta jornada. La llanura de Gaugamela está unos pocos kilómetros más adelante, pasada una cadena de colinas bajas. ¿Será este el lugar? ¿Es este el escenario que dará su nombre a nuestro destino?

Me adelanto. Llevo conmigo a Clito el Negro con el escuadrón real, a los apolonios de Glaucias (ha reemplazado a Sócrates Barbarroja, que se está recuperando de una septicemia), y a los escuadrones de exploradores peonios de Aristón. Los jinetes de reconocimiento persas se retiran ante nosotros. El Tigris está a la derecha, aquí es más ancho y se ve a través de una llanura polvorienta. Un grupo de gacelas desaparece en una hondonada. Subimos la cadena de colinas. En la cumbre tres de nuestros exploradores señalan «Enemigo» y apuntan con las lanzas hacia el sudeste.

Llegamos al otro lado y allí está el enemigo.

—¡Por las pelotas de Hércules! —exclama Clito.

El frente persa se extiende a lo largo de cinco kilómetros y medio. Su profundidad dobla esa distancia. La caravana de abastecimiento se pierde fuera del alcance de la vista. Parece una ciudad. Los destacamentos de exploradores enemigos galopan de regreso al centro, sin duda donde Darío tiene su puesto de mando, para comunicar que nos acercamos. Hay tropas que están realizando maniobras delante del cuerpo central. Han alisado la llanura como si fuese una pista de carreras, y la han marcado con varios acimuts geométricos. Hefestión los señala.

—Son los caminos que los ingenieros de Darío han limpiado para los carros falcados. ¿Los ves? Hay tres. Uno de cincuenta carros de ancho por lo que se ve, otro de cien, y un tercero de cincuenta a la izquierda.

El enemigo incluso ha construido torres móviles, desde las que sin duda los arqueros y las catapultas lanzadardos descargarán sus andanadas cuando avancemos.

Clito el Negro silba, admirado, ante la formidable formación.

—Los muy cabrones se han traído todo lo que tienen y más.

Llevo al ejército a las colinas que los lugareños llaman Arouck, el cuarto creciente. Acampamos en orden de combate.

Nuestros hombres ven al enemigo por primera vez. El tamaño de la fuerza asiática es apabullante. Demasiado grande para provocar miedo. La única reacción es el asombro. Contemplamos boquiabiertos a los miles de persas, incapaces de dar crédito a la evidencia de lo que vemos.