EL AVANCE EN MESOPOTAMIA
Anabasis es una palabra militar. Significa «marcha al interior». Estamos a principios del verano, tres años después de que el ejército cruzara a Asia. Comienza nuestra anabasis en busca de Darío.
El ejército parte de Tiro, en la costa, con las primeras luces de una madrugada ventosa, rumbo a Tapsaco, donde pretendemos cruzar el Éufrates. He enviado por delante a Hefestión con dos escuadrones de caballería de los compañeros, mil quinientos soldados de la infantería aliada, la mitad de los arqueros y agrianos, y a los setecientos jinetes mercenarios al mando de Menidas. Tiene que conquistar la ciudad y comenzar la construcción de los puentes a través del río, cuyo ancho en ese lugar es de setecientos veinte metros.
De Tiro a Tapsaco hay cuatrocientos kilómetros. Hefestión llegará a mediados del verano y se pondrá a trabajar; nuestro cuerpo principal lo alcanzará en el momento más caluroso de la estación. Desde Tapsaco hasta Babilonia hay otros setecientos veinte kilómetros, por la carretera real que bordea el Éufrates. No se puede esperar que con tanto calor el ejército recorra más de veinticuatro kilómetros por día. Desde luego no tengo intención de forzarlo. Por lo tanto llegaremos entre mediados y finales del otoño. Será entonces cuando nos enfrentaremos a Darío.
He elegido a Hefestión para el trabajo en Tapsaco, y no a Crátero o a cualquier otro, por si se presenta la oportunidad para alguna intriga. Darío y sus generales deducirán que dicha ciudad será probablemente mi primer objetivo; no hay duda de que el rey enviará una tropa considerable desde Babilonia hacia el norte con la intención de vigilarme o incluso impedir que cruce. Puede presentarse la ocasión, si somos astutos, de conseguir que el comandante de dicha división se pase a nuestro bando, si no ahora, quizá más tarde. Hefestión construirá sus puentes a través de nueve décimas partes del río y luego esperará la llegada del ejército en pleno. Los persas los insultarán desde la orilla opuesta, en griego si entre sus filas tienen infantería mercenaria, que seguro tendrán. ¿Quién más capacitado que Hefestión para hacer que esta situación nos beneficie a nosotros? Le he autorizado a hacer el trato que sea con el comandante persa. Si no lo consigue en ese momento, Hefestión debe comunicarle al oficial que Alejandro le observa, y que es un hombre (refiriéndose a mí) que sabe recompensar un acto de amistad.
La ruta de nuestro cuerpo principal, que deja la costa diez días después de Hefestión, es tierra adentro vía Damasco. He ordenado al gobernador provincial que reúna en la ciudad a todos los armeros de Coele-Siria, con todas sus herramientas y materiales. El ejército descansa durante cinco días, cosa que da tiempo a los soldados para poner a punto sus armas para la próxima batalla. El mercado de Damasco se llama Terik, que significa paloma. Los sirios consideran que estas aves son divinas; innumerables, vuelan en bandadas y son vanidosas como los gatos.
En el mercado ocurre un prodigio. Uno de nuestros suboficiales, que busca algo para la cena, coge una paloma y, desconocedor de la reverencia local, le retuerce el pescuezo. El mercado estalla; en cuestión de segundos se reúne una muchedumbre furiosa. Ese lugar, como he dicho, abunda en tiendas de armeros; el suboficial y sus compañeros se ven rodeados por damascenos armados, que piden sangre. Todo apunta a que se producirá un altercado que puede dar al traste con la expedición. De pronto la paloma se agita en la mano de nuestro hombre. ¡Está viva! El suboficial abre la mano; el pájaro remonta el vuelo. Un millar de sirios se prosternan y dan gracias al cielo.
Desde Damasco hasta Emesa hay ciento cuarenta y cuatro kilómetros que recorremos en seis días. Una columna en marcha siempre es presa fácil de malos augurios y rumores. Los hombres se aburren; cotillean como comadres. ¿Cómo interpretar el episodio en el mercado? ¿La paloma es Darío? ¿Escapará de la mano de Alejandro? ¿Acaso el suboficial de nuestro ejército se salvó de la muerte por milagro?
Una marcha de cuarenta y ocho kilómetros en dos días nos lleva a Apamea; luego, tras ciento doce kilómetros en cinco días llegamos a Alepo. En el camino llega un mensaje de Hefestión, que está en Tapsaco: Arimmas, a quien nombré gobernador de la Siria mesopotámica, no ha provisto los depósitos de cereales y forrajes que el ejército necesitará para su avance más allá del Éufrates. Mi primer impulso es castigarle, pero Hefestión, que ya lo había previsto, solicita en su carta clemencia para el hombre. La grandeza de la empresa ha sobrepasado a Arimmas; su fracaso se debe a la incapacidad, no a la traición, por lo cual debo compartir la culpa, puesto que le encargué una tarea por encima de sus posibilidades. Lo destituyo y lo envío de regreso a casa. Afortunadamente, donde instalamos el campamento, el valle de Orontes, abundan las pasturas; tras mandar un mensaje a Antioquía conseguimos mil setecientos muleros. Pongo a todo el ejército a trabajar. Cargamos y nos ponemos en marcha.
Ahora avanzamos hacia el este, al interior del imperio. El ánimo de los hombres se altera. Estoy cabalgando junto a Telamón, en el ala de la columna, cuando lo percibo.
—¿Lo notas?
—Miedo —responde.
Cada kilómetro aleja más al ejército del territorio que hemos conquistado, lejos de nuestras bases en el mar. Entramos en los dominios del enemigo. Su plaza fuerte. Los hombres no pueden evitar mirar por encima del hombro hacia la carretera que dejan atrás, y piensan en lo lejos que están de los suministros y la seguridad.
Tenían que llegar quince mil hombres de refuerzo a Trípoli, en la costa. ¿Son imprescindibles para nuestro éxito? No. Pero que no aparezcan, primero en Damasco, luego en Emesa y ahora en Alepo, hace que la columna tenga un mal presentimiento. ¿Qué debe hacer el comandante? Eso es algo que los instructores de guerra no enseñan: el arte de enfrentarse a lo irracional, de combatir el efecto de lo desconocido e irracional.
Nosotros, como oficiales, planeamos las rutas y las estrategias, como debe ser. Pero siempre nos olvidamos de que los hombres hacen lo mismo. No son estúpidos. Ven cómo cambia el país; saben dónde están entrando. Hablan en las tiendas y alrededor de las hogueras. Nosotros en el puesto de mando tenemos nuestras fuentes de información, pero los suboficiales y los soldados rasos también tienen las suyas. A lo largo de todo el día interrogan a los nativos que siguen a la columna, a la chusma de las ciudades por las que pasamos, a las prostitutas y a los vivanderos de la multitud que sigue al ejército. Un purasangre no podría galopar más velozmente que el último rumor o un nuevo temor. A través de esa gente, nuestros hombres se enteran de más cosas que nosotros. ¿Deberíamos escucharlos? ¿Deberíamos pedirles consejo?
¡Nunca! Un ejército no es una democracia ni lo quiere ser. La tarea del comandante es dirigir. ¿Quieres hundir a tus hombres en la desesperación? Titubea. El padre de Ciro el Grande le enseñó que los hombres no rechazan la autoridad de los demás sino que la buscan.
Verás que esto es así en muchos casos pero especialmente en el de los enfermos: con cuánta rapidez llaman a aquellos que les prescribirán qué deben hacer; en el mar, con cuánta alegría los pasajeros obedecen al capitán; los viajeros intentan no separarse de quien ellos creen que conoce mejor el camino por donde transitan.
Tras dos etapas más, en Dura Na, la columna llega a un lugar donde el ejército de Darío estuvo acampado hace dieciocho meses, durante su avance hacia lo que luego sería la batalla de Iso. La chatarra militar está desparramada por todas partes; se ven los caminos, las letrinas y la gran fortificación cuadrada cuyos terraplenes, erizados con empalizadas y vallas de mimbre, todavía desmontan los lugareños para utilizarlas como leña. Es habitual que en las carreteras militares se encuentren campamentos de ejércitos desaparecidos. Nunca acampo en ellos. Trae mala suerte. En este caso, no quiero que los hombres se inquieten al ver lo pequeña que es nuestra fuerza comparada con la de Darío (solo llenaríamos una quinta parte del espacio donde estuvo acampado el enemigo).
Pero nuestros hombres lo ven. ¿Cómo podrían no verlo? Veo que su paso cambia. Comienzan a murmurar. ¿A cuántos miles tenían los persas en este campamento? ¿Cuántos más cuando nos enfrentemos a ellos de nuevo? Troto a lo largo de la columna.
—Hermanos, ¿qué tal si caminamos otros ocho kilómetros antes de acampar?
Dejemos atrás el fortín enemigo. Que los hombres vean lo fuerte que es nuestro paso, para que puedan vanagloriarse de que nuestro ejército solo acampa dos veces mientras que los lentos persas acampan tres.
Sin embargo, el miedo pisa los talones de la columna. Aquella noche, en el campamento, se produce un incidente relacionado con un arma terrible que nuestros soldados no han visto hasta ahora.
En todos los ejércitos hay siempre tipos espabilados que son capaces de encontrar un tesoro en una montaña de estiércol. En el nuestro tenemos a dos suboficiales de la falange, a quienes los hombres han bautizado con los apodos de Parche y Remiendo, por su costumbre de aprovecharlo todo y prohibir a sus compañeros que tiren nada. Esta vez su recompensa es un carro persa armado con hoces.
Al parecer, un bandido local se apropió de la máquina durante el avance de Darío, hace un año y medio; Parche y Remiendo, siempre atentos, se enteraron de su existencia y, gracias a que ofrecieron una recompensa a los lugareños, han conseguido que el ladrón la devuelva.
El carro de guerra causa sensación. Nuestros hombres se arremolinan a su alrededor.
—Por Zeus, no quiero ni pensar en lo que debe de ser encontrarte delante de esas…
—No está nada mal para un buen afeitado.
—Muchachos, si te pilla una de esas tienes que caminar con las rodillas.
Unas cuchillas de aspecto siniestro sobresalen de los cubos de las ruedas; otras están montadas en los laterales y en el extremo de la vara del yugo. El ladrón afirma que Darío tenía un centenar de estas «degolladoras» cuando marchó contra nosotros hace dieciocho meses pero que las dejó aquí, a este lado de las montañas, convencido de que el terreno en Cilicia era excesivamente accidentado para permitir su uso. Esa es la razón por la que no las vimos en Iso. Nuestros hombres se apretujan alrededor del carro y comentan los destrozos que harían un centenar de estas máquinas, lanzadas a todo galope contra una formación. Parche expresa el sentimiento general.
—¡Tengamos unos cuantos centenares de estas cabronas de nuestro lado!
Otra curiosidad traída por la gente local son los abrojos, que ellos denominan «patas de cuervo», con los que Darío había tenido la intención de sembrar aquel primer campo de batalla como arma contra la caballería, y que sin duda utilizará en el próximo. Esos artilugios consisten en cuatro púas de hierro soldadas a un eje común. Da lo mismo cómo los tires, siempre hay una púa que apunta hacia arriba.
Desde Dura Na, el ejército recorre setenta y dos kilómetros en tres días y llegamos a Tapsaco, en el Éufrates. La fecha es 2 he catombeion, en pleno verano. Una nube de humo se extiende sobre la llanura más allá del río, donde las avanzadillas de la caballería persa están incendiando los campos. Nos enteramos de que Darío continúa aumentando el número de tropas en Babilonia, que está entre seiscientos cuarenta y ochocientos kilómetros al sur. Su ejército llega al millón de hombres.
Una muchedumbre de semejante magnitud, por muy exagerada que sea o por imposible que resulte emplearla en combate, provoca sin lugar a dudas el terror en aquellos que deberán hacerle frente. Cuando recorro el campamento a pie, me encuentro con nuestro amigo Bola de Sebo, rodeado por un corro de compañeros; está dibujando esquemas con un palo en el suelo.
—¿También eres un artista?
Está trazando una línea de un millón de hombres. ¿Cuál es la amplitud del frente? ¿Cuánto tiene de fondo? ¿Es posible que sean tantos hombres?
—Señor, ¿es verdad que tendremos que luchar contra tantos?
—Quizá más, si cuentas a las prostitutas y las lavanderas.
—¿No tienes miedo, señor?
—Lo tendría si yo fuese Darío y tuviera que enfrentarme a nosotros.
El persa ha enviado a dos brigadas de caballería en dirección norte por delante de su ejército, una de tres mil jinetes al mando de su primo Satropates, y otra de seis mil comandada por Mazaios, gobernador de Babilonia. Su misión es arrasar los campos por los que avanzaremos e impedir nuestros intentos de vadear el río. Esto lo sabemos gracias a Hefestión, quien, como yo esperaba, ha parlamentado con Mazaios en persona.
Mazaios es un tipo interesante. Tiene mucho de pandillero. Persa y partidario de la casa real, ha sido gobernador durante treinta años; primero solo en Cilicia luego como sátrapa supremo de Fenicia, Cilicia y las dos Sirias. Recibió el nombramiento de gobernador de Babilonia no de manos de Darío sino de su predecesor Artajerjes III Oco. Según el relato popular, Darío quiso apartarlo en cuanto ascendió al trono, pero Mazaios se había convertido en el curso de su mandato en alguien tan poderoso en los bajos fondos babilónicos, conocidos como ashtara, «el Código», que su cese hubiese provocado el hundimiento de toda la economía regional.
Mazaios es el individuo más rico del imperio; en sus establos tiene ochocientos sementales y mil seiscientas yeguas: se dice que él mismo ha engendrado un millar de hijos. Pero lo que le distingue es su trato campechano con el pueblo. La fiesta secular más importante del año babilónico es la Mazaeida, en la que el anfitrión provee de carne a decenas de miles de personas y distribuye grano en tales cantidades que las familias comen todo el año con lo que reciben. Mazaios es gordo. Monta en caballos de tiro, porque los otros no soportan su peso. Tampoco tiene remilgos a la hora de reírse de sí mismo. Se dice que en la fiesta aparece en el escenario vestido de mujer y se mueve y actúa de una forma tan convincente que nadie es capaz de distinguirlo de una mujer de verdad.
En su retirada ante nuestra fuerza, Mazaios nos ha dejado hacer algunos prisioneros. Estos nos informan de que el ejército de Darío cuenta con un millón doscientos mil hombres. Hefestión acaba de construir el puente de pontones; lo cruzamos en cinco días. El ejército descansa en la llanura durante cuatro días; mientras, acaban de cruzar los carros con las máquinas de asedio y el equipaje pesado.
Hay que tomar una decisión sobre la ruta que elegiremos para llegar a Babilonia. ¿Debemos marchar hacia el sur, directamente a lo largo del Éufrates, o cruzar en dirección este hasta el Tigris y luego dirigirnos hacia el sur desde allí? Convoco un consejo.
El elevado número de hombres de que dispone nuestro enemigo domina toda la conversación. El ejército no habla de otra cosa, e incluso mis generales se muestran inquietos. Reaparecen las viejas rencillas. Todos están malhumorados; los compañeros se replican con acritud.
¿Cómo hay que mandar? ¿Hay que buscar el consenso de los subordinados? Escucha, desde luego. Sopesa y evalúa. Después decide por tu cuenta. ¿Estás en una encrucijada? Pues escoge un camino y no mires atrás. No hay nada peor que la indecisión. Equivócate, pero hazlo con decisión. ¿Puedes complacer a tus tropas? ¡Que no te oiga decir nunca esa palabra! Los hombres nunca están contentos con nada. La marcha siempre es demasiado larga, el camino siempre es accidentado. ¿Qué funciona con ellos? Las penurias. Pide a tus hombres algo que no se pueda hacer, no algo que se pueda. Luego, sé tú el primero en poner manos a la obra. El gran comandante espartano Lisandro hizo la distinción entre osadía y coraje. Necesitamos tener ambas. La audacia para concebir el golpe y los arrestos para realizarlo.
Una vez dicho esto, ¿cómo tomas las decisiones? ¿Racionalmente? Mi tutor Aristóteles podía explicar el mundo, pero era incapaz de encontrar solo la plaza del pueblo. Hay que buscar más allá de la razón. Los tracios de Bitinia no confían en ninguna decisión a menos que la hayan tomado borrachos. Saben algo que nosotros no sabemos. Un león nunca toma una mala decisión. ¿Se guía por el raciocinio? ¿El águila es «racional»?
La racionalidad es otro nombre para la superstición.
Profundiza, amigo mío. Busca al daimon. ¿Creo en los augurios y en las señales? Creo en lo invisible, en lo no manifiesto, en lo que todavía no es. Los grandes comandantes no adaptan sus medidas a lo que es, van a por lo que podría ser.
Parmenio preside la reunión del consejo de guerra en Tapsaco. Le escucho mientras está de pie delante de la pizarra.
Al norte de Babilonia, señala en la pizarra, están las grandes llanuras de Opis, Sittace y Cunaxa. En esta última, hace unos setenta años, Ciro el joven, a la cabeza de doscientos mil hombres, incluidos los diez mil mercenarios griegos inmortalizados por Jenofonte, fue derrotado por un ejército de trescientos mil soldados dirigido por su hermano Artajerjes II, cuyo trono quería usurpar el joven Ciro.
—Está claro que nuestro actual señor de Asia, Darío, desea hacernos combatir en el mismo terreno. Ha reunido a su nuevo ejército en Babilonia, donde lo ha entrenado y provisto; según dicen todos los informes, de allí no se moverá. Su base, si nosotros nos adaptamos a sus deseos, será la propia ciudad (con el Éufrates para el transporte de cargas), desde donde dispondrá de abastecimientos ilimitados, y detrás de cuyas murallas, de trece metros de espesor y cincuenta metros de altura, podrá retirarse si se da el caso de que sufra algún revés a nuestras manos.