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LOS CONSEJOS DE GUERRA

Después de Iso, Darío tarda veintitrés meses en formar otro ejército. Como el primero, lo reúne y entrena en Babilonia. Esta vez iré a por él. Esta vez libraremos la batalla al otro lado del Éufrates.

Han pasado tres años desde que nuestro ejército cruzó desde Europa. La fuerza expedicionaria ha añadido a sus conquistas Fenicia, la Siria mesopotámica y la desértica. Tiro, Sidón, Gaza, Samaria, Palestina y Egipto. Me he convertido en defensor de Yahvé, espada de Baal, faraón del Nilo. Los sacerdotes del sol me han ungido hijo de Ra, barquero de Osiris, hijo de Amón. Acepto todos los honores, y en particular los religiosos. Valen más que los ejércitos. Los persas cometieron el gravísimo error, cuando gobernaron Egipto, de insultar a los dioses del país. No hay mejor manera de ganarte el odio de todos; mientras que si aceptas a los dioses locales te ganas el afecto del pueblo, y no te cuesta nada. El cielo habla con la misma voz en Memfis y en Macedonia; desprecio al hombre, por erudito que sea, que no lo acepta. Dios es Dios, sea cual sea la forma en que quiera manifestarse. Lo adoro como Zeus, Amón, Jehová, Apis, Baal; con miembros de león, cabeza de chacal, barbudo, con cuernos; con la forma de hombre, mujer, esfinge, toro o virgen. Creo en todos ellos.

El rey, me enseñó mi padre, es el intermediario del pueblo con el cielo. Invoca las bendiciones del Creador antes de que la semilla caiga en el surco y da gracias por la abundancia de la cosecha. Él ruega antes de que el ejército inicie la marcha, zarpen los navíos o se ponga en marcha una nueva campaña. En todas las crisis busca el consejo de Dios y lo interpreta. Si el rey goza del favor del cielo, también lo goza el reino. ¿Quién puede ser tan obstinadamente incrédulo como para rechazar la bendición del Todopoderoso?

Tiro y Gaza confiaron en la resistencia de sus fortificaciones y me obligaron a asediarlas. ¡Qué desperdicio de sangre y tesoros! Las vidas de ciento noventa buenos hombres se malgastaron durante seis meses como consecuencia del empecinamiento de Tiro, y Gaza nos costó las vidas de otros ciento treinta y seis en once días. Los muy desgraciados estuvieron a punto de matarme en dos ocasiones, con un proyectil lanzado por una catapulta a mi pecho y con una piedra que casi me hizo polvo el cráneo. ¿Acaso algún dios maligno los había privado de razón? ¿Imaginaban que permitiría que un estado controlara unos puertos estratégicos en mi retaguardia, por donde mis enemigos podrían atacarme? ¿Soñaban con que pasaría amigablemente y dejaría sus naciones intactas como un ejemplo para los demás de que el desafío a mi voluntad era el camino correcto para preservar la vida? Mis enviados hacen todo lo posible para que los dirigentes de Tiro y Gaza entren en razón; les remito cartas de mi puño y letra. Haré sus ciudades más ricas, libres y seguras. Incluso así se resisten. Me obligan a que las convierta en un ejemplo.

Por encima de todo, lo que más aborrezco de esa obstinación es que me priva de la ocasión de ser magnánimo. ¿Lo comprendes? El enemigo no verá hidalguía. Me fuerza a luchar no como un caballero sino como un matarife, y por esto debe pagar con su ruina.

El mundo que vemos, Itanes, no es más que una sombra, un esbozo del mundo verdadero, el mundo invisible, que está debajo. ¿Qué es este reino? No qué es, sino qué será. El futuro. Necesidad es el nombre que damos al mecanismo por el cual el infinito produce su obra. Lo manifiesto que surge de lo no manifestado. Dios reina en ambos mundos. Pero solo permite a sus favoritos que atisben el mundo que vendrá.

En Egipto me siento como en casa. No hubiese puesto ningún reparo en ser sacerdote. En realidad soy un sacerdote guerrero, que marcha allí donde lo dirige la deidad, al servicio de la necesidad y el destino. No se trata de una idea vana o pretenciosa. Piénsalo, el tiempo de Persia ha pasado. En el mundo invisible, el imperio de Darío ya ha caído. ¿Quién soy yo sino el agente de ese final, que ya existe en el otro reino, y a cuyo nacimiento ayudo en este?

En Antioquía, Siria, celebro una gran fiesta en honor a Zeus y a las musas. Sacrifico diez mil bueyes a los olímpicos, a Hércules, a Belerofonte, y a todos los dioses y héroes del este, para suplicar su bendición en nuestra próxima empresa.

La campaña de Gaugamela (o lo que será la campaña de Gaugamela) será de lejos la guerra más compleja. Cuando llamo a los macedonios y a los aliados a una reunión en el palacio del visir en Antioquía, le pido a Parmenio que prepare un informe sobre los desafíos a los que se enfrentará el ejército. Todavía lo tengo. Aquí está el escrito que leyó:

«El avance en Mesopotamia requerirá una marcha de unos novecientos a mil doscientos kilómetros, según la ruta que sigamos; gran parte de la misma será a través del desierto, sin agua. Estaremos separados de nuestras bases de la costa y, por lo tanto, no podremos reabastecernos por mar. Todo lo que necesitemos habrá que cargarlo en nuestras espaldas o conseguirlo en el terreno. Además, estaremos avanzando por “territorios difíciles” donde casi no tenemos espías ni hombres infiltrados.

»Hablemos de números. Tendremos que ocuparnos de la alimentación y el mantenimiento de cuarenta y siete mil combatientes y todo su equipo, además de seis mil setecientos caballos y mil cien de remonta. Las acémilas suman más de quince mil. Además, el ejército tiene ahora una multitud de gente que depende de él: esposas, amantes, niños, parientes; hasta tenemos a unas cuantas abuelas. El agua potable será un problema incluso cuando lleguemos al Éufrates, porque no me fío en absoluto de la calidad del agua. El calor y el sol serán lo peor. Todos los informes confirman que durante el verano las llanuras al norte de Babilonia solo son tolerables para las criaturas que tienen colmillos o escamas. Ese territorio ha engullido a ejércitos enteros. Sin embargo, tendremos que luchar en el calor, debido a la recolección de las cosechas. Si abandonamos la costa en primavera nos llevaremos la cosecha temprana de trigo y cebada; si llegamos a Mesopotamia a finales del verano, recogeremos la segunda cosecha, no del todo madura si aparecemos antes de hora, y en sazón si nos retrasamos. Eso siempre que Darío no la haya recogido o quemado, en cuyo caso tendremos que luchar con los estómagos vacíos.

»Babilonia está por encima de la confluencia del Éufrates y el Tigris, dos grandes ríos, imposibles de vadear en ningún lugar a menos de ciento sesenta kilómetros de la ciudad. Habrá que tender puentes en uno o en los dos y no será tarea fácil enfrentados a un ejército que supera el millón de hombres. A todo lo largo del Éufrates hay zonas de cultivo donde abundan los canales y las obras de riego, que dificultarán nuestra marcha. La llanura que hay más allá es un páramo donde no crece nada. Si te apartas un kilómetro del campamento ya te puedes dar por perdido. El rey ha llamado a Babilonia a todas las naciones guerreras de su imperio. La infantería y la caballería de las provincias orientales, ausentes en Iso —escitas, partos, bactrianos, sogdios, indios—, se han unido ahora al ejército de Darío y se están entrenando en Babilonia mientras hablamos. Es la despensa de su imperio y la defenderá con todo lo que tiene. Las llanuras norteñas en las que pretende luchar son extensas y sin árboles, ideales para librar las guerras al estilo antiguo, que prefieren los orientales. El enemigo utilizará carros con cuchillas montadas en las ruedas, catafractas acorazadas, quizá incluso elefantes de guerra. Es más que probable que esté reclutando jinetes de las tribus del este —daans, masagetas, saces, afganos y alacosios—, en cuyas ilimitadas llanuras crecen innumerables manadas de excelentes caballos. Según me han dicho, las provincias de Media e Hircania pueden aportar ellas solas cuarenta mil caballos, y esto no es nada comparado con las satrapías de las estepas que están más allá».

Parmenio concluye la lectura del informe y se sienta. En la sala, con el techo de cedro y las columnas de alabastro, reina un silencio absoluto.

—¡Venga, Crátero, alégranos!

El trabajo de Crátero es organizar el abastecimiento. Cita las ciudades, pueblos y aldeas por las que debemos pasar y a los agentes nativos que ha contratado para que nos suministren víveres y forraje, guías, acémilas y agua. Se han establecido depósitos a intervalos entre Damasco y Tapsaco, donde cruzaremos el Éufrates. A partir de allí tendremos que vivir de la tierra. Crátero llama a los exiliados de Darío: comerciantes, guías de caravanas, montañeses. Nos describen el país por el que pasaremos. La mayoría de nosotros ya lo hemos oído, pero quiero que mis oficiales lo oigan de nuevo, con los demás. Quiero que lo escuchen como una unidad.

—¿Qué pasa con el vino? —pregunta Ptolomeo.

Por primera vez suenan risas. Rizos de Amor tiene encomendada esa tarea. Sus agentes han encontrado cervecerías que producen cerveza de arroz y de palma; bodegas y pequeñas destilerías locales que elaboran un licor hecho con pistachos y salvia de palma; es horrible pero, a sorbos, se puede beber. Rizos de Amor jura que se hará con todas ellas, y por los dioses que se lo beberá todo, si no llegamos a tiempo. De nuevo se oyen risas.

¿De cuánto oro disponemos? De Damasco, veinte mil talentos; de Tiro, Gaza y Jerusalén, otros quince mil; de Egipto, ocho mil. De las ciudades costeras, seis mil más.

Es cincuenta veces la cantidad que teníamos al salir, pero ni siquiera la décima parte de lo que posee Darío y que utilizará contra nosotros.

¿Cuál es la temperatura en el valle del Éufrates? ¿Cuál es la velocidad de la corriente del Tigris? ¿Cuántos son los soldados enemigos? Cada general tiene un cometido. Cada uno tiene ayudantes y secretarios; a menudo son ellos lo que responden.

No creo que los consejos consigan gran cosa en este momento; todo esto lo hemos oído antes y lo volveremos a oír cien veces más en otras tantas reuniones. Pero quiero que mis oficiales se vean los unos a los otros y escuchen lo que dice cada uno. En particular los mercenarios y los aliados, que, comprensiblemente, no se sienten tan ligados a la expedición como los macedonios.

Este ejército, como todos los ejércitos, está plagado de facciones y celos: la infantería, la vieja guardia, los contemporáneos de Filipo, que recelan de los hombres nuevos, de mi edad; la caballería de los compañeros de la vieja Macedonia, formada por Filipo, desconfía de la nueva porque suponen que gozan de mi favor. Luego está la infantería griega, que sirve obligada, y en la que nadie confía, y sus primos, la infantería mercenaria, que se mantienen aparte así que nadie sabe qué piensan. También se sospecha de la caballería aliada y mercenaria porque, al ser dueños de sus caballos, pueden marcharse cuando lo deseen; después están los tracios y los odrisios, que apenas hablan griego; la caballería pesada tesalia, altiva con todos salvo con los compañeros, de quienes reclama respeto, que no siempre se le da; los lanzadores de jabalina y los honderos de Tracia y Agriania; los viejos mercenarios, que vinieron con nosotros desde Europa, duros como el hierro; los jóvenes, que solo piensan en la acción; los extranjeros y los últimos en llegar; armenios, capadocios, sirios y egipcios, renegados de Cilicia y Fenicia que se han unido a nosotros después de la batalla de Iso; los mercenarios griegos, que antes habían estado al servicio de Darío, para no hablar de la caballería de Peonia e Iliria y la nueva infantería del Peloponeso. Que se escuchen los unos a los otros. Que se miren a los ojos. Centro la atención del consejo en el poderío del enemigo; esto hace que las facciones se unan.

Parmenio es nuestro padre; su conocimiento enciclopédico y su exhaustiva preparación reconfortan. Ptolomeo es un lince; es capaz de convencerte de lo que sea. Nuestro mejor soldado, y el más irreverente, es Crátero; sus discursos son lacónicos como los de un espartano. Los hombres lo adoran. La ambición de Pérdicas es tan evidente como su arrogancia, pero conoce su oficio; Seleuco los supera a todos en coraje; Coenio es astuto, mientras que Hefestión en un caballero sacado de Homero. Yo hablo poco. Esto lo aprendí de mi padre.

Cuando quiero que alguien hable del tema que sea hago un gesto, a Lisímaco, por ejemplo, o a Simmias, para indicárselo. Me encanta dar la palabra a los oficiales más jóvenes, sobre todo a aquellos que son poco conocidos para los demás. Uno de ellos, Angelis, un ingeniero, describe un puente de pontones en el que él y sus hombres han estado trabajando. No descansa sobre pilastras o anclas (las primeras son pesadas y difíciles de transportar, y las segundas son poco fiables) sino que emplea canastos de mimbre rellenos con piedras. Lo ha probado en el Orontes y el Jordán, ríos con el fondo de sedimentos como el Tigris y el Éufrates; cree que puede tender casi trescientos cincuenta metros de puente en un día y una noche, y que es suficientemente resistente para permitir el paso no solo de los hombres sino también de los animales.

«No habrá que cargar con las pilastras a través del país; podemos cortar las tablas y preparar las maromas con los materiales del lugar. Los informes confirman que son abundantes, y ni siquiera tendremos que llevar las anclas, porque también las podemos hacer allí».

Cedo la palabra a Menidas, comandante de la caballería mercenaria, y a Aretes, de los lanceros reales. Pocos conocen a estos hombres, aunque pertenecen a la nobleza macedonia; ambos reemplazan a comandantes muy queridos y aún no han entrado en combate. Sin embargo, nuestro destino dependerá de su voluntad y valor. Cuando Menidas titubea, poco acostumbrado a dirigirse a un grupo tan ilustre, me levanto y voy a sentarme en la silla que está a su lado. Juntos respondemos a las preguntas; le sirvo vino para refrescar su garganta seca. Recupera la voz. Crátero dice que es un «tapado», o sea un prodigio que, por astucia, prefiere no destacar. Todos se ríen a mandíbula batiente. Doy una palmada a Menidas en el hombro. Es un hombre muy válido.

Llega y pasa la medianoche. Pido que nos sirvan la cena. A pesar de nuestra confianza, las cifras muestran un panorama aplastante contra nosotros. Somos cincuenta mil y el enemigo llega al millón. Por supuesto, esa cifra es ridícula, porque incluye hasta a las prostitutas y las lavanderas; así y todo nos enfrentaremos a una infantería que quintuplica a la nuestra y a una fuerza de caballería incluso mayor. Cuando la reunión está a punto de acabar, Crátero da voz a la pregunta que está en la mente de todos.

—De las maniobras que pueda hacer el enemigo, Alejandro, ¿cuál es la que más te preocupa?

Respondo que hay una única cosa que me preocupa. —Que Darío escape y no quiera enfrentarse a nosotros en el campo de batalla.

Los gritos de entusiasmo resuenan en la sala.

Ha llegado una carta de Darío a Maratos, en la Coele. —Siria. En ella me ofrece su imperio al oeste del río Halis (en una segunda carta amplía la oferta hasta el Éufrates), y diez mil talentos de oro; dice que me dará la mano de su hija, y me pide que le devuelva a su esposa, su hijo y su madre, a quienes capturamos después de la batalla de Iso.

Le respondo:

He derrotado en el campo de batalla primero a los que enviaste contra mí y después a ti mismo y a todo tu ejército. Por lo tanto, no te dirijas a mí como un invasor, sino como un conquistador. Si quieres algo ven a mí. Pide por tu madre, tu esposa y tu hijo; los tendrás a ellos y todo lo que puedas convencerme que te dé. Pero ven a mí, no como un igual, sino como tu rey y señor de Asia. Si no estás conforme, entonces defiende tu terreno, pelea y no escapes, porque te seguiré allí donde vayas.

Cuando escribo que le daré a Darío lo que me pida si viene a mí, lo digo de verdad. No le tengo aversión. Lo respeto. Lo haré mi amigo y aliado. Puede tenerlo todo menos su imperio.

Eso es mío, y lo tomaré.

Tus antepasados invadieron mi país y causaron grandes daños a los griegos y a los macedonios, aunque nosotros no habíamos hecho nada contra ellos. Mi padre fue asesinado por agentes a tu sueldo, como tú mismo te has vanagloriado en las cartas hechas públicas en todo el mundo. Sobornas a mis aliados para que me hagan la guerra, conspiras con mis amigos para que me maten. Tú comenzaste esta guerra, no yo.

He derrotado en el campo de batalla primero a los que enviaste contra mí y después a ti mismo y a todo tu ejército. Por lo tanto, no te dirijas a mí como un invasor, sino como un conquistador. Si quieres algo ven a mí. Pide por tu madre, tu esposa y tu hijo; los tendrás a ellos y todo lo que puedas convencerme que te dé. Pero ven a mí, no como un igual, sino como tu rey y señor de Asia. Si no estás conforme, entonces defiende tu terreno, pelea y no escapes, porque te seguiré allí donde vayas.

Cuando escribo que le daré a Darío lo que me pida si viene a mí, lo digo de verdad. No le tengo aversión. Lo respeto. Lo haré mi amigo y aliado. Puede tenerlo todo menos su imperio. Eso es mío, y lo tomaré.