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EL BOTÍN DE GUERRA

Con la captura del campamento persa después de la batalla de Iso, cayó en nuestras manos cierta correspondencia. Eran cartas dirigidas a Darío con propuestas de algunas ciudades estado de Grecia, que conspiraban para derrocarme. Por cierto que el lote también incluía a una legión de enviados de Esparta, Tebas, Corinto, Elis y Atenas, todos los cuales estaban presentes en el campamento persa con la misión de traicionarme.

No soy un neófito en cuestiones políticas. Tengo muy pocas ilusiones. Virtualmente cada aspecto de la campaña egea, desde privar a la fuerza expedicionaria de la mitad de su fuerza macedonia —ocho brigadas de infantería sarisa y cinco escuadrones de caballería de los compañeros, que se quedaron atrás como guarnición con Antípatro en Grecia—; la aburrida y costosa neutralización de la costa; mi clemencia y atención personal a Atenas; el perdón a aquellos que trabajan contra mí en las ciudades griegas; todo esto, fue solo para aplacar a la oposición local, por la necesidad de asegurar mi base contra las insurrecciones de los estados griegos, solos o aliados con el rey de Persia, y para vigilar que no se abriera un segundo frente en mi retaguardia. Sabía que los griegos se oponían a mí. Sabía que despreciaban a mi pueblo. Así y todo una parte de mí pecó de ingenua; una parte de mí debió de creer que podría conseguir que me amaran; que podría, con grandes y nobles actos realizados en emulación de nuestros antepasados helénicos comunes, inducirlos a apreciar, sino a Macedonia, al menos a mí personalmente.

Me hirvió la sangre cuando leí esas cartas, cuya prosa, ya fuera con la almibarada adulación del cortesano, con la incendiaria malicia del provocador o con la crudeza política del primer ministro, estaba cargada de malevolencia y perfidia. Leí planes en los que era envenenado, apuñalado; lapidado; colgado; atravesado con lanzas, flechas y dardos; quemado; ahogado; pisoteado. Me asfixiaban envuelto en una alfombra; me estrangulaban con una cuerda; me arrojaban al mar lastrado con piedras; me asesinaban mientras asistía al sacrificio, dormía o atendía a las necesidades naturales. Del abanico de epítetos que me dedicaban solo comentaré los de «la bestia» y «el maligno» (que creo que se adaptan mejor a mi caballo), los reservados a mi padre (comprensible), a mi hermana (un misterio) y, los más viles de todos, a mi madre.

—Alabanzas —manifiesta Crátero, al referirse a estos últimos.

Ptolomeo los llama «la escoria de la juncia para el roble».

—Al menos —señala Parmenio—, sabemos a quiénes colgar.

Lo que más me enfurece es que los griegos, ante los cuales prácticamente me he puesto de rodillas para que tuvieran de mí una opinión favorable, prefieran unirse al bárbaro persa antes que aliarse conmigo. Le enseño las cartas a Telamón, a sabiendas de que las considerará desde una perspectiva absolutamente personal.

—¿Qué debo descartar ahora del macuto del soldado? —le pregunto a mi mentor mercenario.

—Aquello que hace que tomes las ofensas como algo personal —responde Telamón.

Tiene toda la razón, por supuesto.

—¿Te sorprende que te odien, Alejandro, cuando los has privado de su libertad?

Me echo a reír.

—No sé por qué te tengo a mi lado.

—Si les devuelves la libertad, ¿crees que entonces te querrán?

Me río de nuevo.

—Debes darte cuenta de que tú eres el terremoto, Alejandro. Tú eres el fuego que lo consume todo a su paso.

—También soy un hombre.

—No. Renunciaste a ese lujo cuando apareciste delante de la nación en armas y aceptaste que te llamaran soberano. —Telamón señala que es terrible ser rey—. Crees que serás distinto de aquellos que te precedieron. ¿Por qué? Las necesidades no cambian. Tienes enemigos. Debes actuar. Te comportas con la misma brutalidad que todos los demás reyes, y por las mismas brutales razones. No se puede ser filósofo y guerrero al mismo tiempo, como ha dicho Parmenio. Tampoco se puede ser un hombre y un rey.

Le pregunto a Telamón qué haría con estos pérfidos embajadores.

—Ejecutarlos, y no perder ni un minuto de sueño.

—¿Qué me dices de los estados de Grecia?

—Actúa con ellos con la misma consideración que antes. Pero envía oro a Antípatro para otros cuatro regimientos.

Al final perdoné a los emisarios. Después de todo, son hombres valientes y patriotas. Pero los retengo conmigo; son rehenes que asegurarán la buena conducta de sus países.

¿Qué es más natural que ansiar la aceptación de nuestros compañeros? Todos queremos respeto. Todos deseamos que nos quieran. Quizá el conquistador lo desee incluso más que los otros hombres, porque él busca la adulación no solo de sus contemporáneos, sino también de la posteridad.

Cuando tenía dieciocho años, después de la victoria de Queronea, mi padre me envió con Antípatro a Atenas. Llevamos las cenizas de los atenienses caídos en la batalla y liberamos a los prisioneros, sin rescate; un bello gesto por parte de Filipo cuya intención era aplacar el terror y la enemistad de Atenas. Funcionó. Me convertí en su beneficiario. Confieso que la celebridad me subió un poco a la cabeza. Pero una noche, durante un banquete, oí al pasar un comentario en el que se me acusaba de haber triunfado solo por mi nacimiento y buena fortuna. Aquello hundió mi ánimo. Antípatro se dio cuenta y me llevó a un aparte.

—Me parece, pequeño primo —utilizó la frase de afecto macedonia— que has convertido a estos atenienses en árbitros de tu virtud cuando en realidad no son árbitros de nada. No son más que otro estado mezquino, que solo busca su propio provecho. Al final, Alejandro, tu carácter y tus obras no serán juzgadas por los atenienses, por muy ilustre que haya sido su ciudad en otros tiempos, ni por ninguno de tus contemporáneos, sino por la historia, es decir por la verdad objetiva e imparcial.

Antípatro tiene razón.

Desde aquel día juré que nunca desperdiciaría un momento en preocuparme por la buena opinión de los demás. Que ardan en el infierno. Has oído hablar de mi abstinencia en lo referente a la comida y al sexo. Te diré la razón: me castigo a mí mismo. Si me doy cuenta de que sufro por la opinión que alguien tenga de mí, me voy a la cama sin cenar. En cuanto a las mujeres tampoco me permito tener ninguna. He renunciado a muchas cenas y a no pocos placeres, antes de controlar este vicio, o por lo menos creer que lo he conseguido.