EL MAR Y LA TORMENTA
En el día de hoy me he reunido y he hablado por primera vez con Poros, nuestro rival al otro lado de este río de la India.
Tú mirabas desde la orilla, Itanes, con el ejército. Las delegaciones se reunieron en la barca real de Poros, en medio del río. Fue idea suya, como también lo fue la reunión, supongo que en respuesta a los rápidos progresos en nuestros trabajos de desviar el río, y por la llegada de novecientas de nuestras barcazas de transporte, desarmadas y traídas por tierra desde el Indo. Agradezco la invitación a esta conversación fluvial. El aire será más fresco en el agua, y me entusiasma el espectáculo, aunque la dignidad de la expedición sufrió un cierto menoscabo, como tú viste, cuando a medio camino se rompió un cabo de nuestro transbordador y nos vimos arrastrados corriente abajo como el gato que se cayó en la tinaja. La embarcación enviada a nuestro rescate estaba tripulada por marineros indios todos mayores de setenta años, honrados por su edad, así que nuestros delegados, incluido yo mismo, tuvimos que desnudarnos y zambullirnos en la corriente para recuperar el cabo, y después recogerlo, mano sobre mano, los macedonios en un extremo y los indios en el otro. Ambos grupos estábamos calados hasta los huesos cuando llegamos a la barca, donde nos recibieron con muestras de muy buen humor (gracias al calor del país, nos secamos en cuestión de minutos, lo mismo que nuestras prendas colgadas sobre las bordas), y como con la desnudez había desaparecido gran parte del exceso de dignidad, la conferencia pareció comenzar con buen pie.
Poros es un hombre de un aspecto impresionante; es una cabeza más alto que yo. Sus brazos tienen el grosor de mis pantorrillas. Sus cabellos son de color negro azabache y los lleva sujetos con una tiara de lino inmaculada. Nunca se los ha cortado. Su piel es tan negra que parece azul, y sus dientes, con incrustaciones de oro y diamantes, deslumbran cada vez que sonríe, cosa que hace con frecuencia, a diferencia de otros potentados que he conocido. Su túnica es verde brillante y amarilla; no lleva un cetro pero sí una sombrilla.
Al parecer, Poros no es un nombre sino un título, comparable a rajá o rey. Su nombre verdadero es Amritatma, que significa «alma ilimitada». Se ríe como un león y se levanta de su silla como un elefante. Es imposible que este hombre no caiga bien.
Me regala una caja de teca, con incrustaciones de marfil y oro. Durante un millar de años los señores del Punjab —me explica a través de un intérprete— han recibido una caja como esta la mañana de su ascenso al trono.
—¿Qué se guarda en ellas? —pregunto.
—Nada —responde Poros. Me explica que la caja solo sirve para que el soberano recuerde que corresponde a los hombres.
Mi regalo es una brida de oro, que había pertenecido a Darío.
—¿Por qué esta brida? —quiere saber.
—Porque, de todo lo que poseo, es lo más hermoso.
Poros recibe esta respuesta con una sonrisa deslumbrante. Debo confesar que llegado a este punto nunca me había sentido más incómodo en una negociación. Porque, aunque las convenciones que el raja y yo empleamos me son conocidas y las muestras de respeto no tienen nada de excepcional, este hombre me desconcierta con su encanto, su naturalidad y su absoluta falta de pretensiones.
Habla de Darío, a quien conoció y respetaba. Fueron amigos.
Poros incluso envió a mil de sus jinetes y a dos mil ksatriyas, arqueros reales, para reforzar a Darío en Gaugamela.
Sí, le respondo, los recuerdo. La caballería india atravesó nuestra doble falange y asaltaron nuestro campamento avanzado; se retiraron combatiendo y a punto estuvieron de matarme. En cuanto a los arqueros eran los más formidables que habíamos encontrado en las campañas.
Poros no ha estado en Gaugamela. Pero, dice, y me señala a dos jóvenes oficiales casi tan apuestos e imponentes como él, sí han estado sus hijos. Me cuenta que ha estudiado mi forma de dirigir la batalla, o todo lo que ha podido saber a través de los informes, y afirma que fue inspirada. Soy, en sus palabras, «la encarnación de un verdadero comandante guerrero».
Le doy las gracias y le devuelvo los cumplidos.
Sin embargo, las cosas comienzan a torcerse.
Poros ha estado sentado delante de mí, en un diván para él solo, debajo de la marquesina de brillantes colores que nos da sombra. Acaba de invitarme a un viaje por sus tierras en su compañía: será muy ilustrativo para mí, añade, ver con mis propios ojos lo bien ordenado que es su reino, lo productiva que es la tierra, lo feliz que vive su pueblo y lo mucho que lo quieren. Se levanta y viene a sentarse en mi diván, justo a mi lado. Es un gesto que me desarma, un acto no solo amable sino de afecto.
—Quédate conmigo —me propone sin más, al tiempo que hace un gesto hacia la orilla más lejana, donde se extienden sus tierras y su reino—. Te daré la mano de mi hija y te declararé mi heredero y sucesor. Serás mi hijo y heredarás mi reino —me señala a sus dos espléndidos vástagos— antes incluso que estos jóvenes que son sangre de mi sangre.
Enmudezco de asombro ante tanta munificencia.
Poros me obsequia con otra de sus deslumbrantes sonrisas.
—Estudia conmigo —añade, y apoya una mano amistosamente en mi rodilla—. Te enseñaré a ser rey.
En este intervalo he mirado a Hefestión; cuando oye estas palabras veo que la furia ensombrece sus ojos. Crátero a su lado hace una mueca, como si le hubiesen dado un latigazo.
Siento que mi daimon irrumpe, como un león en una sala. Le pido al intérprete que repita la última frase.
—Te enseñaré —repite en un excelente griego ático— a ser rey.
Ahora estoy furioso. Telamón me dirige una mirada que dice: «Contrólate». Lo hago a duras penas.
Me dirijo al intérprete, sin mirar a Poros.
—¿Su majestad cree que no soy un rey?
—¡Por supuesto que no! —replica Poros en el acto, y a sus palabras las siguen una carcajada y otra juguetona palmada en mi rodilla.
Veo que la idea de que me ha insultado ni siquiera se le ha pasado por la cabeza. No solo cree que comparto su opinión sobre mi carencia de realeza, sino que agradezco la oportunidad que me acaba de ofrecer, de solucionar esta falta.
Hefestión se planta ante Poros. La vena en su sien destaca como una cuerda.
—¿Te atreves a imputar a este hombre, señor, una carencia de virtudes reales? ¿Cuál es la forma de identificar a un rey, aparte de que haya derrotado en el campo de batalla a todos los monarcas de la tierra?
Los hijos de Poros se han adelantado. Crátero acerca la mano al pomo de su espada. Telamón se interpone, para contenerlo.
Poros se ha vuelto hacia el intérprete, que traduce con toda la velocidad que le permite la lengua. A la expresión de extrañeza del rajá la sigue una sonora y meliflua carcajada. Es la carcajada que se suelta entre amigos, y cuyo significado es: «¡Vamos, muchachos, no nos enfademos por tonterías!».
Poros tranquiliza con un gesto a sus hijos y a los otros príncipes del grupo indio. Él mismo vuelve a sentarse en el diván delante de mí, aunque esta vez se inclina hacia delante, tanto que nuestras rodillas casi se tocan junto a la mesa donde hay viandas y bebidas.
—¡Tu amigo ha salido en tu defensa como una pantera!
Poros obsequia a Hefestión con otra de sus encantadoras sonrisas. Mi compañero se aparta, con una expresión contrita.
Poros nos pide disculpas a los dos. Quizá, reconoce, su expresión ha sido poco precisa. Ha seguido mi carrera, afirma, con un interés que tal vez me sorprenda.
—Lo que quiero decir, Alejandro, es que tú eres el guerrero supremo, el conquistador, incluso el libertador. Pero que todavía no te has convertido en un rey.
—Como tú —respondo, con una ira mal contenida.
—Tú eres un conquistador. Yo soy un rey. Hay una diferencia.
Le pregunto cuál es.
—La diferencia entre el mar y la tormenta.
Lo miro, sin entenderlo. Se explica.
—La tormenta es brillante y aterradora. Como los dioses descarga sus rayos de poder, arrolla todo lo que encuentra a su paso, y sigue su marcha. En cambio el mar permanece: profundo, insondable, eterno. La tempestad descarga sus rayos y truenos; el mar lo absorbe todo, sin alterarse. ¿Lo comprendes, amigo mío? Tú eres la tormenta. Yo soy el mar.
Sonríe una vez más.
Tengo las mandíbulas tan apretadas que no podría responder aunque quisiera. Solo un propósito me anima: abandonar esta reunión antes de que yo mismo me deshonre derramando la sangre de mi anfitrión.
—Veo —continúa el rajá, aunque con menos amabilidad—, por el resentimiento con que tomas mis palabras, el color que arrebola tu semblante y la furia que apenas puedes contener, que es importante para ti ser rey, y que mis palabras te han ofendido, aunque, si en tu corazón hay lugar para la sinceridad, admitirás que duelen porque son verdad.
Esto no tiene que ser motivo de preocupación, señala Poros, cuando se tiene en cuenta mi juventud.
—¿Quién es rey a los treinta, o incluso a los cuarenta? Por eso te he invitado a estudiar conmigo, ya que por edad podría ser tu padre, mentor y guía.
La mirada de Crátero ha leído la mía y se adelanta.
—Con todos mis respetos, señor —le dice al rey indio—, esta entrevista se ha acabado.
La delegación de Macedonia se levanta.
Preparan nuestras embarcaciones.
La sonrisa de Poros se ha esfumado. Sus ojos se han oscurecido y se ve la tensión en los músculos de las mandíbulas.
—Te he ofrecido la mano de mi hija y que seas el heredero de mi reino —declara—, y tú me has respondido con un silencio hostil y vengativo. Por lo tanto te haré otra oferta. Regresa a las tierras que has conquistado. Haz que tu gente viva libre y feliz. Convierte a cada hombre en señor de su casa y soberano de su propio corazón, en vez de dejar que sigan siendo infelices esclavos como son ahora. Cuando lo hagas, entonces vuelve a mí, y yo me sentaré a estudiar a tus pies. Tú me enseñarás a ser rey. Hasta entonces…
Le he vuelto la espalda. Nuestro grupo embarca. Los remeros comienzan a bogar.
Poros permanece en cubierta, imponente como la torre de una fortaleza.
—¿Cómo te atreves a avanzar en armas contra mi reino? ¿Con qué derecho muestras violencia a aquel que nunca te ha hecho mal alguno y que solo menciona tu nombre para alabarlo? ¿Acaso tú eres la ley? ¿No tienes miedo del cielo?
Lo mataría ahora mismo, si no fuera porque no quiero dar el espectáculo de saltar de una embarcación a la otra como un pirata.
—Dije que no eres un rey, Alejandro, y lo repito. No gobiernas las tierras que has conquistado. No gobiernas en Persia, Egipto, ni en Grecia de donde vienes, que te odia y te destrozaría si pudiese. ¿Qué medidas has tomado para promover el bienestar de tu gente? ¡Ninguna! Has instalado en el poder a las mismas dinastías que llevan siglos oprimiendo al pueblo, y por los mismos medios, mientras tú y tu ejército pasáis, como una nave que solo es dueña de aquel cuadrante de mar por el que navega, y nada más. Ni siquiera gobiernas en tu propio campamento, donde corren rumores de sedición. ¡Sí, lo sé! No hay nada que ocurra en mi país de lo que no se me informe, ni siquiera dentro de tu propia tienda.
Estoy en la proa de la embarcación. A todos nos hierve la sangre. A lo largo de ambas riberas, los ejércitos gritan furiosos.
—Así que iremos a la guerra, Alejandro. Veo que no quieres otra cosa. Quizá ganes. Quizá eres invencible, como todo el mundo afirma. —La mirada de sus ojos oscuros se cruza con la mía a través del abismo que nos separa—. Pero aunque estés de pie junto a mi cadáver y tu talón apriete la garganta de mi reino, seguirás sin ser un rey. Ni siquiera si llegas, como pretendes, hasta la mismísima costa del océano oriental. No serás un rey y lo sabes.
En una ocasión, cuando tenía catorce años y servía como paje de mi padre, seguí a Filipo mientras volvía furioso a sus aposentos después de una entrevista con una delegación ateniense. Hefestión también era paje, como Crátero y Ptolomeo; todos estábamos de servicio aquella noche, designados para vigilar el sueño del rey.
—¿Así que Atenas quiere la paz? Pues primero les mostraré el infierno. —Filipo arrojó la capa en un gesto de cólera—. ¡La paz es para las mujeres! ¡Nunca permitas que haya paz! ¡El rey que defiende la paz no es rey ni es nada! —Luego mi padre se volvió hacia nosotros y comenzó un monólogo de tan sanguinaria ira que nosotros nos quedamos hechizados por su pasión—. Una vida de paz es para las mulas y los asnos. ¡Yo soy un león! ¿Quién prospera en la paz salvo los comerciantes y los cobardes? —preguntó Filipo. En cuanto al bienestar de su gente—: ¿A mí qué me importa «gobernar»? ¡Al demonio con eso y con todas las lisonjeras artes de la amistad! La gloria y la fama son los únicos objetivos dignos de un hombre. ¿La felicidad? ¡Me meo en la felicidad! ¿Era más feliz Macedonia cuando nuestras fronteras eran como paja que cualquier enemigo podía tumbar, o ahora cuando todo el mundo tiembla ante nosotros? He visto a mi país ser el juguete de los enemigos. ¡Jamás permitiré que eso ocurra de nuevo, ni tampoco lo permitirá mi hijo!
Llegamos a la orilla después del fiasco con Poros. Aún no he dicho una palabra. Mis generales quieren noticias de inmediato. No. Insisto en inspeccionar las obras para desviar el río. Llaman a Diades, que acude a la carrera. Bajamos hasta el fondo en una plataforma sostenida por una cuerda capaz de soportar a un buey. La obra es espectacular, de treinta y tres metros de profundidad y ancha como una ciudad pequeña. En la cabecera, donde se abrirán las compuertas para que el río entre en el canal, hay dos lápidas de piedra caliza de quince metros de altura. Los escultores que trabajan encaramados en andamios tallan una imagen en la piedra.
—¿De quién es ese rostro? —pregunto. Diades se echa a reír.
—El del rey, por supuesto.
—¿Qué rey?
—Tú, señor.
Miro de nuevo.
—Ese no es mi rostro.
La sangre desaparece del rostro del ingeniero. Mira a Hefestión, pidiéndole ayuda.
—Pero lo es, señor…
—¿Me estás llamando mentiroso?
—No, mi señor.
—Este es el rostro de mi padre. Los escultores han representado el perfil de Filipo.
El ingeniero mira esta vez a Crátero, cada vez más asustado.
—¿Quién te ordenó que esculpieras el rostro de mi padre?
—¡Por favor! Mira, señor…
—Estoy mirando.
—Filipo llevaba barba. ¡Mira, la imagen está afeitada!
Condenado mentiroso. Le doy un puñetazo. Chilla como una mujer y se desploma como un cerdo degollado.
Crátero y Telamón me sujetan el brazo. Desde las torres y los andamios, miles de hombres nos miran, asombrados.
Hefestión apoya una mano en mi frente.
—Tienes fiebre —dice, y luego grita para que todos le oigan—: ¡El rey está ardiendo!
Ptolomeo ayuda a levantarse al ingeniero. La plataforma se ha detenido a medio camino.
—¡Subidnos! —ordena Hefestión.
En lo alto nos recibe una pared de rostros boquiabiertos.
—El rey ha bebido agua del río; está enfermo —declara Hefestión para acallar los rumores.
Llama a mis médicos y me apartan del sol.
En el interior de la tienda agradezco la oportunidad de fingirme enfermo. Bebo hasta emborracharme y luego me duermo. Hefestión no se marcha; despide a los pajes y pasa la noche en una silla. Al despertar, mi primer pensamiento es recompensar a Diades con honores y oro por el agravio a que lo he sometido. Hefestión me tranquiliza; él ya se ha ocupado de la reparación.
Caminamos con los videntes para el sacrificio del alba. Noto un fuerte dolor en la frente, como si me la hubiesen atravesado con una lanza. ¿He perdido el control, no solo del ejército, sino también de mí mismo? ¿Acaso en estos momentos ni siquiera soy capaz de gobernar mi corazón? Me vuelvo hacia mi amigo.
—¿Recuerdas, Hefestión, aquello que dijiste la víspera de Queronea?
—Que acabada la batalla, seríamos personas distintas. Más viejas y más crueles.
Una pausa.
—Resulta más fácil.
—¿Qué?
—Entrar en acción.
—¡Tonterías! Estás cansado.
—Antes era capaz de separarme de mi daimon. Ahora es más difícil. Algunas veces me cuesta saber dónde acaba él y dónde comienzo yo.
—Tú no eres tu don, Alejandro. Lo empleas.
—¿Eso hago?
Cuando iniciamos la marcha, le digo, valoraba en mis amigos el coraje, la sabiduría, el espíritu, el humor y la audacia. Ahora todo lo que pido es lealtad.
—He oído decir que al final un hombre ni siquiera puede confiar en sí mismo. Solo en su don. Solo en su daimon.
El día que eso me ocurra, me habré convertido en un monstruo.
—El daimon no es un ser al que se pueda apelar —afirmo—. Es una fuerza de la naturaleza. Decir que no es humano es solo una verdad a medias. Es inhumano. Haces un pacto con él. Te regala la omnisciencia. Pero te alías con el torbellino y te sientas en el lomo del tigre.
Se acaba el día. Regreso con Hefestión a las obras del canal que dirige Diades. Efectivamente el rostro esculpido en la piedra es el mío.
A la mañana siguiente reúno al consejo.
—He decidido no desviar el río. Montad las barcazas que trajimos desde el Indo. Cuando crucemos realizaremos un ataque anfibio.