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LA BATALLA DE ISO

Así comienza la mayor matanza en la historia de la guerra entre Oriente y Occidente, y la más decisiva victoria, hasta ese momento, del ejército de Macedonia sobre las huestes de Persia.

Se libran tres batallas, cada una en sectores separados del campo; consideradas individualmente, constituirán unos combates de una escala y complejidad épicas. Sin embargo el plan original es de una simplicidad absoluta. Mira. Lo dibujaremos en esta mesa. Quiero que entiendas, Itanes, el concepto de la fuerza efectiva. El enemigo nos supera en una proporción de cinco a uno y, no obstante, allí donde la acción es decisiva nosotros tenemos superioridad numérica.

En el flanco contra el mar se librará un salvaje combate de caballería durante casi una hora. En el centro, las brigadas de nuestra falange soportarán un terrible castigo; las riberas rompen su orden y la extraordinaria infantería pesada griega de Darío cae sobre ellas mientras se esfuerzan por salir de la corriente. Pero en la derecha, donde ataco con la caballería de los compañeros, el enemigo cede al primer contacto. Su vientre se raja, para decirlo con una frase del gran Esquilo, como «la carne que se abre bajo la hoja afilada».

El ataque inicial de mis compañeros se lanza en el punto de unión entre los lanceros persas y la caballería ligera; los cazadores están justo a su izquierda. Delante de estos, en el lado más cercano del Pínaro, el enemigo ha desplegado a los arqueros medos —dos mil, tal como informó el joven Satón— en tres escalones, uno detrás de otro. El primero dispara dos andanadas, el segundo una, y el tercero ninguna, porque cuando las primeras filas ven a nuestros escuadrones que cargan sobre ellas como un muro en movimiento, se vuelven, aterrorizados, arrojan las armas y echan a correr. La muchedumbre se lanza a cruzar el río en absoluto desorden y choca contra las primeras filas de los hombres de la nueva división de lanceros. Antes de que la primera de nuestras lanzas alcance a alguien, el enemigo huye en desbandada.

En vanguardia está nuestro escuadrón real, formado en dientes de dragón y en línea oblicua, con la derecha en cabeza. Yo llevo a los primeros cincuenta hombres; Clito a los segundos; Filotas a los terceros, o sea que formamos la cuña que llamamos el ancla. A mi izquierda cabalga Hefestión; Telamón a la derecha; Rizos de Amor a la derecha de este, con la agema de caballeros, mi guardia personal, para formar las tres primeras cuñas. Detrás de la real vienen los otros siete escuadrones de los compañeros.

El enemigo escapa como hacen las ovejas, en oleadas que se mueven hacia fuera a partir de un eje longitudinal. Solo vemos las espaldas, los cascos y las lanzas que tiran. En el tiempo que se tarda en contar hasta cien, los escuadrones en cabeza de la caballería de los compañeros han atravesado el frente persa. Ahora tenemos a ochocientos hombres al otro lado del río, con otros cuatro escuadrones de lanceros reales —otros ochocientos hombres— inmediatamente detrás, y un escuadrón de peonios que los siguen. Las cuñas avanzan desde la izquierda por detrás del frente enemigo y galopan hacia Darío, que está en el centro.

La distancia hasta el rey es de poco más de seiscientos metros. Es un buen trecho. Estoy seguro de que Darío no sabrá que hemos atacado su línea, y mucho menos que la hemos atravesado, hasta que un mensajero llegue hasta él, si es que llega. La atención del rey está concentrada en su derecha y frente, los sectores donde confía conseguir la victoria. No me cabe ninguna duda de que aún no se ha enterado de que nuestra espada le ha rajado el vientre.

Ahora, mi joven amigo, consideremos otro elemento de la disposición en la guerra: la línea defensiva.

Cuando las divisiones se sitúan en una línea defensiva, como han hecho las enemigas a lo largo de Pínaro, cada una debe ocupar no una sola posición sino dos: un primer frente de defensa, donde plantará cara, y una segunda, a la que se podrá retirar en el caso de que no pueda resistir la presión. Los defensores no pueden agrupar sus reservas en un fondo compacto, ante el riesgo de que el pánico en las primeras filas se comunique inmediatamente a la retaguardia, sin un intervalo para contenerlo. De ahí la segunda posición. Este frente suplementario debe estar lo bastante cerca del primero —trescientos o cuatrocientos pasos— para permitir que la división se retire rápidamente y forme de nuevo para reanudar la defensa. Al mismo tiempo, esta posición de reserva debe estar a una distancia suficiente para que los soldados que se retiran dispongan de un espacio entre ellos y los perseguidores.

Esta formación tiene dos ventajas para nuestros escuadrones de compañeros que atraviesan la primera línea defensiva del enemigo y giran a la izquierda en columna para lanzarse, por la retaguardia, hacia el centro enemigo. Primero, nos facilita un camino —el espacio entre el frente defensivo primario y la posición secundaria— por donde podemos cargar. Segundo, nos garantiza que las filas del enemigo al fondo de la reserva (respecto a sus compañeros en el primer frente defensivo) no correrán al hueco para interceptarnos.

Nuestros escuadrones están ahora, como dije, a poco más de seiscientos metros de Darío. Nos enteraremos más tarde por los oficiales babilonios y medos que capturamos, y que estaban al mando del centro de la segunda línea del enemigo, que habían observado nuestro movimiento pero que nos habían confundido con la caballería de la guardia real, porque era impensable para ellos que la caballería enemiga, nosotros, hubiésemos penetrado tantas filas a tanta velocidad y en tal número.

Solo una división del enemigo se adelanta para impedir nuestro avance, la de Siria mesopotámica. Lo hace, según descubrimos después, no porque sus comandantes se hubieran dado cuenta del peligro y reaccionaran (ellos, lo mismo que los babilonios y los medos, se resistían a creer que habíamos atravesado su formidable frente) sino por una orden equivocada, erróneamente comunicada y que no guardaba ninguna relación con nuestra maniobra. En otras palabras, una descomunal metedura de pata.

¿Puedes ver el campo, Itanes? Entonces añadamos otros conceptos a tu educación.

Placas y junturas.

Una placa es un frente constituido por una unidad con un mando autónomo. En otras palabras, una sección de la línea de batalla —compañía, batallón, regimiento— que no es divisible, que solo se puede mover como un único cuerpo. Cuanto más grande es la placa, menos móvil es la formación.

Una juntura es el límite entre placas.

Cuando nuestras falanges de sarisas y las brigadas de la guardia real avanzan en línea, por ejemplo, sus doce mil hombres parecen formar una pared sólida. En realidad el frente está compuesto por nueve brigadas autónomas —seis de la falange y tres de los guardias— cada una capaz de actuar independientemente, y cada una a su vez está subdividida en batallones, con la misma competencia. Por lo tanto este único frente contiene treinta y seis placas y treinta y cinco junturas; cada placa es capaz de actuar por su cuenta, si la ocasión o el peligro así lo exigen, sin romper la juntura que la une con el todo.

Este es nuestro orden. Ahora consideremos el del enemigo.

Los mesopotamios que nos interceptan son una placa sin junturas. Suman diez mil (una cantidad afortunada en la numerología caldea) y tienen como único comandante a Sisamenes, el cuñado de Darío, sin capitanes subordinados a él que estén autorizados para realizar acciones independientes.

Diez mil en Mesopotamia representa un cuadrado de cien por cien. ¿Puede haber una formación más fija? Además, el terreno entre ellos y nosotros está surcado de cauces y quebradas. El enemigo intenta cargar con su engorrosa formación. Pero el campo lo desconcierta. Por si fuera poco, los mesopotamios son arqueros, tropas que no tienen las armas ni la inclinación por la lucha cuerpo a cuerpo. Envío a tres cuñas de cincuenta contra ellos mientras intentan salir de una quebrada y esto es suficiente para hacer que la chusma caiga ladera abajo. El enemigo ahora nos ha reconocido. Nos disparan desde el fondo de la quebrada y desde el otro lado, pero sus flechas, disparadas ladera arriba y contra el viento, caen en nuestra estela con la misma suavidad que las hojas arrastradas por la brisa.

Nuestros escuadrones están ahora a poco menos de trescientos metros de Darío. Por fin se da cuenta de nuestro avance. Al igual que los capitanes de los mil, la caballería de los familiares, los oficiales griegos al mando de la infantería mercenaria en la primera línea.

En este momento, aproximadamente unos diez minutos después del inicio de la batalla, las seis brigadas de la falange macedonia han entablado combate con el enemigo a lo largo de los mil trescientos metros del centro. En la ribera y los zarzales, la infantería griega de Darío y las compañías de los nobles vasallos que no han huido ante la penetración de nuestros compañeros (con aquellos que están a la derecha de los griegos), rechazan nuestros regimientos de infantería, y causan numerosas bajas entre sus filas, que han perdido el orden por las desigualdades del terreno, el río, las empalizadas y por las dificultades de escalar la empinada ribera rocosa. En el ala a lo largo del mar, veinticinco o treinta mil soberbios jinetes persas al mando de Nabarzanes (con Arsames, Reomitres y Atizies, que combatieron con gran valentía en el Gránico) se lanzan contra nuestra caballería mercenaría y aliada, que está reforzada con mil ochocientos hombres de la caballería pesada tesalia que he enviado en el último momento. Para inmovilizar este frente están nuestros arqueros, cretenses y macedonios, la mitad de los agrianos, y los veinte mil que suman los tracios, los aliados griegos y la infantería ligera mercenaria, que luchan como hamippoi, o sea, tropas de infantería integradas con la caballería.

No puedo ver nada de todo esto desde donde cabalgo. Está claro, sin embargo, que será una batalla como nunca se ha visto antes, con caballos y soldados enfrentados a lo largo de poco menos de dos kilómetros de llanura costera, dunas y el propio mar. Si Parmenio no consigue sostener nuestro flanco izquierdo, el enemigo romperá la línea, girará hacia el centro con una enorme superioridad numérica y atacará a nuestras falanges por el flanco y por la retaguardia. La matanza en el río será catastrófica y me temo que los persas la romperán. Son demasiados y muy buenos.

Mi ataque tiene que ser el primero en romper el frente. Los compañeros tienen que llegar a Darío en el centro antes de que la caballería de Nabarzanes penetre en la linea de Parmenio en el ala.

Hefestión me comentó más tarde que parecía un poseso, que estaba en todas partes dirigiendo el ataque, y que mi caballo parecía todavía más loco. Yo no lo vivo de esa manera. Me siento lúcido y contenido. Cada carga que ordeno tiene un objetivo, y el motivo no es el ansia de gloria sino el conocimiento de que nuestros compatriotas en la izquierda y en el centro están en un terrible aprieto que solo se podrá solucionar con el triunfo aquí en el centro, y la certeza de que la victoria total y espectacular está a un golpe de lanza.

El puesto de mando de Darío está en un terreno elevado detrás del Pínaro, un colina que tiene la forma de un escudo tumbado. El carro real está en la cumbre; los adornos y los estandartes se ven claramente por encima de los penachos de los caballos y los turbantes de los caballeros. Los colores de cada regimiento de élite se apretujan a su alrededor. Su número es de mil quinientos. Nosotros somos mil ochocientos.

Este es el único sector del campo en el que las fuerzas de Macedonia han conseguido, por el momento, la superioridad numérica.

Sería mucho más bonito poder decir que este es el golpe del día. En realidad el combate alrededor del rey se parece mucho más a una lucha de empujones, en medio de un apretujamiento en el que las habilidades ecuestres y las tácticas no sirven para nada. La pelea parece una batalla de infantería que se libra montada, o, para hacer una analogía más apropiada, un combate naval en un estrecho o una rada, donde las naves no tienen espacio para utilizar los espolones y sus bordas se tocan, con lo cual los marineros tienen que combatir cuerpo a cuerpo en las cubiertas. Los campeones de la caballería real de Darío no se atreven a cargar contra nosotros desde sus posiciones alrededor del rey por miedo de que su señor quede en una situación vulnerable; sin embargo, saben perfectamente bien que manteniéndose estáticos es como si estuviesen montados en caballos de madera. Los caballeros de Oriente forman flanco contra flanco, de cara hacia fuera como galeras rodeadas en el mar. Nuestros compañeros se lanzan como trirremes que buscan clavar los espolones en una flota cercada.

Destacan dos campeones del enemigo: Oxatres, el hermano de Darío, y Tigranes, descendiente del famoso Tigranes que siguió a Ciro el Grande. Ninguno de los dos ejemplifica el modelo heroico (ambos son altos y delgados de acuerdo con el ideal persa), ni tampoco combaten en equipo. Lo que hace cada uno, individualmente, es concentrar el frente de los familiares y de los mil en un baluarte que ni siquiera nuestros más furibundos embates consiguen penetrar. Ahora los hombres y los caballos comienzan a caer en gran número. Como en el Gránico, la superioridad de la larga lanza macedonia y la armadura que protege el pecho y la espalda, resultan decisivas. Nuestros hombres, que empuñan las lanzas con las dos manos, causan verdaderos estragos en las filas enemigas, que se han visto obligadas a utilizar las jabalinas como lanzas, muchas de las cuales han quedado reducidas a astillas, o a recurrir a la espada (un golpe absolutamente inútil cuando no está propulsado por el impulso del galope); están protegidos solo por las capas, que llevan envueltas alrededor del brazo izquierdo para parar los golpes, y por sus delgados jubones de lino; tampoco llevan casco, solo los turbantes de lana y las pequeñas rodelas. El enemigo intenta formar bastiones con los caballos, apretados los unos contra los otros, mientras nosotros atacamos individualmente o en cuñas, y clavamos nuestras lanzas en los rostros de los hombres y las bestias. Bucéfalo, que como ya he dicho es un monstruo, desgarra con la fuerza de sus enormes cuartos traseros una juntura tras otra del enemigo. Muchos de nuestros adversarios caen a consecuencia de las heridas en la garganta y el cuello. Yo mismo tengo una herida en el muslo. Veo a un caballero enemigo que se desploma de la montura; con la espada sigue repartiendo golpes mientras la sangre sale como un surtidor de la carótida seccionada. Otros caen de los lanzazos que les atraviesan la tráquea o les entran por las órbitas de los ojos. Aquí se distinguen Clito el Negro y Filotas. El hijo de Parmenio mata a Megadates y a Faresines, hermanastros del rey; mientras que Clito acaba, al parecer, con una quinta parte de la caballería real de Darío. También Hefestión gana honores. Muchos hombres y caballos acaban muertos o heridos, en un apretujamiento en el que los golpes te llegan por delante, por detrás y por los costados.

En el momento álgido del combate, Darío emprende la fuga. No lo veo. Me doy cuenta después, cuando cabalgamos. —Hefestión, Telamón, Clito el Negro, yo, y la cuña de vanguardia del escuadrón real— hasta la cima del promontorio donde todavía ondean los estandartes de guerra del rey. Su carro está allí, tumbado de lado. Por un momento temo que el rey esté muerto. La furia casi me hace caer; no puedo creer que alguien me haya robado la gloria. Inmediatamente, siento un terrible dolor, porque veo, como nunca hasta ahora, cuánto deseaba preservar al señor de tan gran imperio, y me doy cuenta de la pérdida que significaría para mí, tanto política como personalmente, y para la continuidad del gobierno del reino.

¡Darío! Oigo mi voz como si hubiese salido de la garganta de otra persona. Cabalgo por el promontorio, según me dijeron mis camaradas más tarde, en un estado frenético, mientras mis compañeros a caballo llaman a gritos a todos los hombres para saber si alguien ha visto al rey, y los de a pie mueven los cuerpos de hombres y bestias, ante la posibilidad de que Darío, al caer, esté atrapado u oculto debajo. De pronto Demetrio, un caballero de mi guardia personal, aparece a mi lado.

—¡El rey ha huido, Alejandro! —Señala hacia la retaguardia, donde se encuentra el campamento persa—. ¡Los hombres lo han visto escapar a galope tendido!

Una segunda oleada de cólera me sacude, reemplazada al cabo de unos momentos por una claridad helada, deslumbrante. Entiendo la necesidad de la fuga de Darío. El juego es Matar al Rey; ¿quién puede culpar al monarca por querer preservar al principal del reino? Simultáneamente me siento escandalizado, no tanto porque el enemigo con su huida me ha robado la gloria de matarlo o capturarlo, sino porque ha decidido escapar. ¿Lo comprendes?

¡Él es el rey!

¡Tiene que quedarse y luchar!

Escapar representa tal afrenta al ideal de los caballeros que no constituye una felonía sino un sacrilegio. ¡Por Zeus, la esposa y la madre de ese hombre están en el campamento persa! ¡Su hijo también está allí para ser testigo de su valor!

Además, al darse a la fuga, Darío abandona a los valientes hombres de su ejército, que han derramado su sangre e incluso han muerto en su nombre y por su honor. Cuando las divisiones se enteren de que su rey las ha abandonado, se vendrán abajo y morirán en la retirada que su desesperación por sobrevivir ha hecho inevitable.

Telamón se me acerca. Ha recibido un lanzazo en la cadera; la sangre empapa la manta de la montura. Bucéfalo ha pisado una lanza, y apenas puede caminar. Cojo el caballo de Telamón y le dejo el mío a su cuidado. Envío a mis jinetes más veloces para que avisen a Parmenio, cuyos escuadrones están pasando por un infierno en el ala junto al mar.

—¡Gritad que el rey de Persia ha escapado! ¡Que el enemigo vea vuestra alegría! Aunque quizá el enemigo no comprenda vuestras palabras, entenderá su significado, y nuestros hombres recuperarán el coraje, al saber que la victoria no tardará en ser nuestra.

A pesar de estar herido, Telamón intenta unirse a la persecución.

—Quédate aquí —le ordeno—, y no hagas ninguna tontería.

Perseguimos a Darío a lo largo de los ocho kilómetros hasta el campamento enemigo. La caída del imperio está tan próxima que lo noto en las palmas de las manos. En el campamento reina el caos. Mi grupo está compuesto por el escuadrón real, la mitad de los anfipolitanos, Hefestión, Clito el Negro, y mi agema; en total cuatrocientos hombres. A nuestro alrededor se mueven cien mil enemigos. El espectáculo de la huida es indescriptible. Los pocos caminos de salida están atestados por una multitud de no combatientes, mezclada con la chusma de la leva provincial, que han escapado por decenas de miles del campo. Detrás de estos aparece una muchedumbre todavía mayor de unidades de tropas persas y sus aliados.

—¡Encontrad al rey! —grita Clito a todo pulmón—. ¡Traedle a Alejandro sus pelotas doradas!

En los campos donde reina el caos, es todo un arte capturar prisioneros y proceder a aterrorizarlos para los interrogatorios. Los jinetes sujetan a los individuos por los cabellos o los tobillos y los arrastran a todo galope hasta que cantan la verdad. Por un eunuco del campamento nos enteramos de que Darío ha escapado en un purasangre, escoltado por su hermano Oxatres y una compañía de guardias. Los fugitivos huyen hacia el norte. El tiempo que nos llevan de ventaja es el de contar hasta mil.

Perseguimos al rey hasta dos horas después del anochecer. Recorridos treinta kilómetros, la oscuridad es tal que el camino apenas se puede seguir a pie, y nuestros caballos están reventados hasta el punto de que debemos dejarlos descansar hasta casi la medianoche antes de que puedan volver a soportar nuestro peso en el camino de regreso. Durante todo este tiempo, hombres, mujeres, niños, carros y acémilas pasan a nuestro lado en la oscuridad.

Darío se ha escapado.

Pasada la medianoche hemos desandado hasta las colinas que dominan el campo de batalla. La matanza del enemigo sobrepasa todo lo que había imaginado. Tras la huida de Darío, su ejército ha arrojado las armas y ha emprendido la fuga. Tal como sospechaba, las quebradas se han convertido en una trampa mortal. Miles de hombres han muerto, pisoteados por la avalancha de sus compañeros. En las cañadas, del tamaño de pequeños estadios, se amontonan los cadáveres. Cuando ves a tantos muertos, la causa nunca es el ataque: a estos desgraciados los han matado sus compañeros en la desesperación por salvarse, como ocurre cuando una muchedumbre escapa de un teatro en llamas y la gente se apretuja hasta morir asfixiada.

El campamento persa está a ocho kilómetros al norte del campo de batalla. Cuando llegamos allí, con nuestros pobres caballos, nuestros hombres lo están saqueando.

Me domina la desesperación. Sujeto al primer hombre que veo, un dedarca de la caballería aliada llamado Bola de Sebo; tiene tantas lámparas de latón metidas en la capa que tintinea como el asno de un chamarilero.

—¿Cómo llamas a esto? —le pregunto, furioso.

—¡Mi fortuna, señor! —responde, mientras salta de alegría.

Estoy furioso. Recorro el campamento. Las llamas de los carros y las tiendas incendiadas iluminan el espectáculo del pillaje y la rapiña. El lugar había estado protegido por una trinchera y una empalizada; estos obstáculos no han servido de nada en la estampida de nuestros hombres por hacerse con el botín. No hay nada que los detenga. Ni mi presencia, ni mis gritos ni mis órdenes.

—Buscad a Parmenio. A todos los comandantes. Que vengan inmediatamente.

El campamento persa es una mina. Las riquezas que se amontonan en cantidades que nuestros hombres nunca hubiesen imaginado —caballos, mujeres, corazas, copas de oro, sacos de daraicas [5] para la paga de los soldados— provocan en nuestros soldados un ansia que no pueden contener. Veo que han hecho miles de prisioneros, y que no están confinados en un único recinto, como dictan las normas de la guerra, sino que cada macedonio se ha hecho con todos los prisioneros posibles, para pedir un rescate o sencillamente despojarlo de sus armas y pertenencias. Las esposas y concubinas del enemigo gritan desesperadas cuando las sacan a rastras de las tiendas. Las mujeres del campamento de prostitutas, mucho más curtidas, no solo no se resisten a los macedonios sino que practican activamente su comercio; mis compatriotas responden con entusiasmo a sus llamadas y pagan los favores de las prostitutas con los anillos que acaban de arrancar de los dedos de los muertos o con las joyas abandonadas por los que huyen. Las poseen apoyadas en los postes de las tiendas, inclinadas sobre los ejes de los carros, o sencillamente las tumban en el suelo. Los vencedores van de tienda en tienda, se visten con finas prendas, se ponen pendientes y brazaletes, esgrimen espadas y dagas con las empuñaduras incrustadas con piedras preciosas; parece que sean reyes y sacerdotes quienes se dedican al pillaje y no vulgares soldados de infantería.

Hefestión se da cuenta de mi estado de ánimo; se acerca para calmarme.

—¿En qué piensas, Alejandro?

Le respondo sin apartar la mirada de esa demostración de barbarie.

—Que todo aquello que he querido y por lo que he luchado es un disparate.

Aparecen Parmenio, Crátero y Pérdicas. Los demás no tienen el coraje de mostrar sus rostros. En el sector del campamento que tenemos directamente debajo, presenciamos un hecho que nunca había visto: los hombres destrozan su propio botín impulsados por el rencor y la maldad. Los soldados rompen urnas y copas de un valor incalculable con grandes exclamaciones de placer. Los vencedores sacan bustos, muebles y estatuas de los pabellones y se complacen en reducirlos a astillas. Veo a un soldado con una preciosa silla de ébano; Hefestión le grita para impedirle que la destruya pero el hombre la hace pedazos a golpes de escudo y después mira en derredor con una sonrisa ufana, como si quisiera decir: «¿Lo veis?, somos los conquistadores, estamos más allá de la ley».

Cuando por fin se han reunido mis generales, les ordeno que hagan formar a la tropa para ejercicios.

Me miran como si hubiese perdido el juicio.

—Equipo de combate y armas. ¡Ahora!

Nadie me toma en serio. Creen que la fatiga y la pérdida de sangre me han trastornado, o que hablo en guasa, porque a nadie se le ocurriría ordenar que los regimientos hicieran ejercicios precisamente ahora.

—¡Alejandro, por favor, los hombres están exhaustos! —Parmenio es el único que tiene valor para protestar.

—No estaban exhaustos cuando deshonraron el nombre de Macedonia. No estaban exhaustos cuando avergonzaron a sus colores y a su país.

Se tarda el tiempo de contar hasta seiscientos para reunir a las tropas. Paso a caballo delante de esa muchedumbre trastornada.

—¡Este día será aclamado como una gran victoria! Efectivamente lo ha sido hasta que vosotros la habéis mancillado.

Es muy difícil separar en la oscuridad a las tropas aliadas y mercenarias, pero, con la ayuda de Parmenio, Crátero, Pérdicas y los demás, consigo reunir a las seis brigadas de la falange macedonia, con los regimientos de los guardias reales de Nicanor. No someteré a los caballos, que son inocentes, a este tormento, pero ordeno a Filotas que haga formar a los compañeros, con todo el equipo, incluidos los lanceros reales y los peonios, y a Parmenio que haga lo mismo con los tesalios.

—Dedarca mayor, disponga a las tropas en orden de marcha.

Hago ejercitar a los hombres como si fuesen reclutas. Los mozos, las prostitutas de los persas, los vivanderos, incluso los prisioneros se reúnen en los márgenes de la llanura, mientras nuestros comandantes y maestros de armas, siguiendo mis órdenes, hacen marchar a las falanges, ora a la derecha, ora a la izquierda, a paso ligero. Un soldado grita un insulto, protegido por el anonimato de las filas. Mando detener a todo el ejército.

—¡Sarisas, al ataque!

Hago que levanten las lanzas con las dos manos. El arma mide seis metros de longitud. Con la hoja y la contera posterior, pesa nueve kilos.

—¡Hablad! ¿Cuál de vosotros, hijos de puta, tiene algo más que decirme?

Reanudamos los ejercicios. Yo mismo me he entrenado durante centenares de horas con la sarisa. Conozco todas las posturas que producen dolor, y sé hacer que el dolor sea insoportable. Un hombre se desploma. Ordeno paso redoblado.

—¡Si cae otro hombre, estaremos aquí toda la noche!

Ahora mis compatriotas me odian. Beberían mi sangre. Hago una señal a los comandantes que transmiten la orden a sus suboficiales. ¡Flanco izquierdo, en marcha! Flanco derecho. A la izquierda en oblicuo. Atrás.

—¿No he prohibido el saqueo? Por Zeus, ¿no es esa la primera orden que recibió este ejército?

Ahora los hombres vomitan. Los mocos chorrean de sus narices. Las babas les manchan las barbas; el sudor les empapa la espalda. Regurgitan el vino que han bebido y chorrea de sus bocas apestosas.

—¿Vosotros sois soldados? Os llamaba hermanos. Creía que permaneciendo juntos no habría fuerza en la tierra capaz de hacernos frente. Sin embargo hoy nos hemos topado con esa fuerza. ¡Está en nuestros propios e ingobernables corazones!

Cuando un hombre cae, le ordeno a sus compañeros que lo carguen. Si un soldado gime, voy a por él con el plano de mi espada. Hago trabajar a los regimientos hasta romperles la espalda. Finalmente, cuando incluso los heridos entran en el campo para ayudar a sus compañeros rendidos, acabo con los ejercicios. Los suboficiales mandan a formar. Mi furia no ha disminuido ni un apice.

—Cuando hoy os vi luchar, compatriotas, vi a hombres a los cuales podía dirigir con orgullo contra las falanges del infierno. Vi camaradas a cuyo lado hubiese ofrecido mi vida con alegría. Creí que si podía contarme como uno más de vosotros, conocería la fama eterna. ¡La victoria! Hasta hoy creía que eso era todo. Pero me habéis sacado de mi error.

Miro los rostros rojos de cansancio y negros de vergüenza. ¡Por los fuegos de la perdición, que los uniré a mí! ¡Por los ríos del infierno, los haré míos!

—Habéis estropeado el más glorioso triunfo en la historia de las armas de Occidente. Habéis avergonzado a este ejército y a vosotros mismos. Pero sobre todo, me habéis deshonrado. Porque el hombre que hable de este día no dirá: «Esta violación la cometió Timón», «Aquel robo fue obra de Axiocos». Dirá que estos actos fueron cometidos por los hombres que estaban a las órdenes de Alejandro. Vuestras fechorías han manchado mi nombre, porque vosotros sois yo, y yo soy vosotros.

»¿Luchamos por el botín, hermanos? ¿El oro es nuestro objetivo, como si fuésemos mercaderes? Por Zeus, me cortaré el cuello si me decís que eso es lo que creéis. ¿Basta con poner en fuga al enemigo y demostrar que somos unas bestias? Entonces levantad mi pira. Yo mismo la encenderé antes que ceder a semejante falta de imaginación y falta de ambición.

»La fama y la gloria imperecederas son por lo que luchamos. Para encender la llama que ni siquiera la muerte puede apagar. ¡Eso es lo que conseguiré, y por la espada de Zeus que la conseguiréis conmigo, todos y cada uno de vosotros!

Ni un solo hombre se mueve, no se atreven ni a respirar. Los odio y los amo, como ellos me odian y me aman, y ambos lo sabemos.

—Hermanos, hoy sufriré vuestros crímenes solo por mi amor a vosotros. Pero escuchadme, y que estas palabras queden marcadas a fuego en vuestros corazones; al hombre que vuelva a deshonrar a este ejército, no se lo reprocharé como hago esta noche, como un hombre castiga a sus hijos con cariño y preocupación, sino que lo expulsaré de mi lado y de esta compañía para siempre.

Este es el peor castigo.

—Ahora fuera de mi vista. No quiero ver a nadie, excepto a los comandantes y a los generales. Todavía tengo algunas cosas que deciros a vosotros.

Reúno a mis oficiales en la retaguardia del campamento. No repetiré los reproches. Basta con decir que cualquiera de ellos hubiese preferido ser azotado a sufrir las heridas que mis palabras provocan en sus almas.

Cuando acabo, vuelvo la furia contra mí mismo.

—La responsabilidad final por este desastre es mía. No he sabido enseñaros el código de conducta por el que esperaba que os rigierais, vosotros y el ejército. Por lo tanto, no cogeré nada del botín. La parte que debería ser mía se distribuirá entre los camaradas heridos y mutilados y se empleará para construir monumentos a los caídos.

Despido a mis oficiales y me retiro a la tienda que han preparado para mí. Ordeno a mis pajes que no admitan a nadie. Duermo toda la noche y toda la mañana, con la única interrupción de levantarme para el sacrificio en nombre del ejército y para ordenar al caballero Leonato, Rizos de Amor, que se ocupe de la comodidad y la seguridad de las damas de la familia real persa, incluidas la esposa de Darío, Stateira, y la reina madre, Sisigambis, que han sido capturadas en su pabellón del campamento.

Al mediodía Pérdicas solicita verme. Declara que los hombres están arrepentidos; me suplica que me apiade de ellos. Lo despacho, furioso. Luego aparece Telamón, y después Crátero. Por último, entra Hefestión, que con una mirada dice a los pajes que no tolerará que lo echen, por estrictas que sean las órdenes que yo les haya dado. Me ruega en nombre de mi amor por él que me asome a la puerta de mi pabellón. Acepto a regañadientes.

Allí, delante de la tienda, en una amplia extensión de terreno, está todo el botín que han cogido los hombres: las copas de oro, los mantos de púrpura, los carros, las mujeres, los muebles. Todos mis compatriotas están presentes, hasta el último hombre. Crátero me habla en su nombre.

—Aquí está todo, Alejandro, hasta el último pendiente y amuleto. Tómalo todo. No nos dejes nada. Pero por favor, no nos ocultes tu rostro.

Me vuelvo hacia Hefestión, imperturbable.

—¿Es para esto por lo que me has hecho salir?

Doy un paso en dirección a la tienda. Mi amigo me sujeta de un brazo. Me suplica que no cierre mi corazón a nuestros camaradas. ¿Acaso no veo cuánto me quieren?

Miro sus rostros; los dedarcas barbudos, los soldados rasos, los comandantes. Nunca he visto expresiones más abatidas. Mis hombres lloran. Siento que yo también estoy a punto de llorar, pero consigo contenerme con un tremendo esfuerzo de voluntad. Todavía estoy furioso con mis compatriotas. No dejaré que se libren con tanta facilidad.

Por fin se adelanta Sócrates Barbarroja, con la frente y los miembros vendados. Es él, de entre todo el ejército, quien se ha llevado la peor parte y se ha comportado con total integridad.

—¿No te hemos sido leales, Alejandro? ¿No hemos derramado nuestra sangre y muerto por ti? ¿Te hemos fallado alguna vez, o te hemos servido con todo nuestro corazón?

Ya no puedo contener las lágrimas.

—¿Qué más quieres de nosotros? —La emoción quiebra la voz de Barbarroja.

—Quiero que seáis… magníficos.

Todo el ejército exhala un suspiro.

—Quieres que seamos como tú —dice Barbarroja.

—¡Sí!

—¡No podemos! ¡Nosotros solo somos hombres! —exclama, y la desesperación de todos se hace insoportable.

Se ha esfumado mi furia.

—¿Acaso puedes creer que estoy enojado contigo, Sócrates, o con vosotros, amigos míos?

Nunca me perdonaré por haber sido la causa de la mutilación de nuestros heridos y enfermos. Por dejar que Darío escapara, y que ahora debamos perseguirlo y pelear de nuevo. Por hacer que nuestro triunfo fuese imperfecto.

—Mi furia es contra mí mismo. Os he fallado.

—¡No! —corea el ejército—. ¡Nunca!

Barbarroja se me acerca. Le abro los brazos. Un sonido resuena entre las tropas; es en parte un gemido y en parte un grito de alegría. Los hombres me rodean, lloramos juntos, como si se nos fuese a partir el corazón. Al parecer ninguno de ellos quiere alejarse hasta que su mano haya tocado la mía y sepa que ha sido recibido de nuevo en la gracia del rey.

Nueve meses más tarde, en Egipto, me convierten en Horus, el hijo divino de Ra y Amón. Multitudes enfervorecidas bordean las calles; reino como faraón y defensor de Isis y Osiris. Pero no soy el mismo hombre que era antes del combate en la ribera del Pínaro.

El comandante manipula lo ingobernable y lo imprevisible. En la batalla dirige lo desconocido en medio de lo ininteligible. Esto siempre lo he tenido claro. Pero hasta la mutilación de nuestros camaradas en Iso, hasta la fuga de Darío y el deplorable comportamiento de nuestro ejército, no me di cuenta de verdad del poco dominio que tiene incluso aquel que se llama a sí mismo vencedor y conquistador.